REGRESAS A PARÍS y te reencuentras con tu buhardilla, con tu silencio. La gota de agua, las multitudes, las calles, los puentes; el techo, el barreño de plástico rosa; el banco estrecho. El espejo resquebrajado en que se reflejan los trazos que componen tu rostro.
Tu buhardilla es el centro del mundo. Este antro, este cuchitril en altillo que conserva para siempre tu olor, esta cama donde te deslizas solo, esta estantería, este linóleo, este techo cuyas grietas, desconchones, manchas y relieves has contado cien mil veces, este lavabo tan pequeño que parece un mueble de casa de muñecas, este barreño, esta ventana, este empapelado del que conoces cada flor, cada tallo, cada arabesco, y sobre el cual eres el único capaz de afirmar que, a pesar de la perfección casi infalible de los procedimientos de impresión, no son iguales del todo, estos diarios que has leído y releído, que leerás y releerás de nuevo, este espejo resquebrajado que nunca ha reflejado nada más que tu rostro fragmentado en tres porciones de superficies desiguales, ligeramente superponibles, que la costumbre te permite casi ignorar, olvidando el esbozo de un ojo frontal, la nariz partida, la boca perpetuamente torcida, para no retener salvo un arañazo en forma de Y como la marca casi olvidada, casi borrada, de una herida antigua, un sablazo o latigazo, esos libros alineados, ese radiador de aletas, ese tocadiscos de maleta con funda de pegamoide granate: así comienza y termina tu reino, que rodean en círculos concéntricos, amigos o enemigos, los ruidos siempre presentes, único vínculo tuyo con el mundo: la gota de agua que sale del grifo de la toma del descansillo, los ruidos de tu vecino, sus carraspeos, los cajones que abre y cierra, sus ataques de tos, el silbido de su tetera, los ruidos de la rue Saint-Honoré, el murmullo incesante de la ciudad. Muy a lo lejos, la sirena de un coche de bomberos parece venir hacia ti, alejarse, volver. En el cruce de la rue Saint-Honoré y de la rue des Pyramides, la alternancia regulada de los frenazos, las paradas, los arranques, los acelerones, marcan el compás del tiempo casi tan firmemente como la gota incansable, como el campanario de Saint-Roch.
Tu despertador, desde hace tiempo, marca las cinco y cuarto. Sin duda se paró durante tu ausencia y te olvidaste de volver a ponerlo en marcha. En el silencio de tu cuarto, el tiempo ya no penetra, está alrededor, baño permanente, si cabe más presente, obsesionante, que las agujas de un despertador que podrías no mirar, y sin embargo ligeramente retorcido, falseado, un poco sospechoso: el tiempo pasa pero nunca sabes la hora, el campanario de Saint-Roch no distingue el cuarto, ni la media, ni los tres cuartos, la alternancia de los semáforos en el cruce de la rue Saint-Honoré y de la rue des Pyramides no ocurre cada minuto, la gota de agua no cae cada segundo. Son las diez, o quizá las once, porque cómo estar seguro de haber oído bien, es tarde, es pronto, el día nace, cae la noche, los ruidos no cesan nunca por completo, el tiempo no se detiene del todo, ni siquiera cuando se vuelve imperceptible: minúscula brecha en la pared del silencio, murmullo frenado, olvidado, del gota a gota, que casi se confunde con los latidos de tu corazón.
Tu buhardilla es la más bella de las islas desiertas, y París es un desierto que nadie ha atravesado nunca. Sólo necesitas calma, este sueño, este silencio, esta torpeza. Que los días comiencen y que los días acaben, que el tiempo transcurra, que tu boca se cierre, que los músculos de tu nuca, de tu mandíbula, de tu mentón se relajen del todo, que sólo el subir y bajar de tu caja torácica, los latidos de tu corazón sigan dando testimonio de tu paciente supervivencia.
No querer nada más. Esperar, hasta que no haya nada más que esperar. Holgazanear, dormir. Dejarte llevar por las multitudes, por las calles. Seguir las cunetas, las verjas, el curso del agua por las riberas. Recorrer los muelles, rozar las paredes. Perder el tiempo. Salir de todo proyecto, de toda impaciencia. Estar sin deseo, sin despecho, sin rebeldía.
Aparecerá ante ti, al hilo del tiempo, una vida inmóvil, sin crisis, sin desorden: ninguna aspereza, ningún desequilibrio. Minuto tras minuto, hora tras hora, día tras día, estación tras estación, algo que nunca tendrá fin va a comenzar: tu vida vegetal, tu vida anulada.