AL PRINCIPIO HAY imágenes, familiares u obsesivas; naipes desplegados que agarras y vuelves a agarrar sin cesar, sin llegar nunca a ordenarlos como querrías, con esa desagradable impresión de necesitar concluir, de lograr ese orden, como si de él dependiese la revelación de una verdad esencial, pero siempre es el mismo naipe el que agarras y vuelves a agarrar, pones y vuelves a poner, clasificas y reclasificas; multitudes que suben y bajan, vienen y van; muros que te rodean y en los que buscas la salida secreta, el botón escondido que hará girar las paredes, levantar el techo; formas que se esbozan, se esquivan, vuelven, desaparecen, se acercan, se difuminan, llamas o damas que bailan, juegos de sombras.
Más tarde, recuerdos que ya no consiguen abrirse camino, pruebas que ya no prueban nada, salvo, quizá, que un observatorio en Aberdeen, en Inverness, ha logrado en efecto captar señales procedentes de estrellas lejanas: ¿era la nebulosa de Andrómeda o la constelación de Goll y Burdach? ¿O los tubérculos cuadrigéminos? La solución inmediata, evidente, del problema que nunca ha cesado de preocuparte: el caballero nunca es triunfo de corazones a menos que el falsete haya sido falseado. Palabras sin continuidad que portan sentidos enmarañados dan vueltas a tu alrededor. ¿Qué hombre está encerrado en qué castillo de naipes? ¿Qué hilo? ¿Qué ley?
Hay que ser preciso, lógico. Actuar de forma metódica. En un momento dado, hay que saber pararse a cualquier precio, reflexionar, sopesar bien la situación. Si tienes un lago en medio de la cabeza, cosa no solamente posible sino normal, aunque esto no pueda afirmarse sin reservas, te hará falta cierto tiempo para alcanzarlo. No hay sendero, nunca hay sendero y, cerca de los bordes, tendrás que tener cuidado con la maleza, siempre peligrosa en esta época del año. No habrá tampoco barcas, por supuesto; casi nunca hay barcas, pero puedes cruzar a nado.
Más tarde, nunca ha habido lago, evidentemente. Te acuerdas perfectamente de que nunca ha habido lago. Sin embargo, hace ya mucho tiempo, el sueño se halla frente a ti, más cerca que nunca. Toma su forma habitual: la bola, o más bien la burbuja, la gran, grandísima burbuja, transparente, claro, pero no de vidrio, más bien de jabón, pero de un jabón muy duro, nada graso, y poco desmenuzable, o quizá, más bien, de una piel extremadamente fina, muy tirante. Todas sus características están ahí, ni siquiera te hace falta buscarlas para saberlo, es normal, basta con enumerarlas: en alto la burbuja adopta un tono rosa, delante se descama, a un lado trata levemente de respirar; el resto pertenece a la almohada en torno a la que te enroscas y a la que estás aferrado gracias a la presión que ejerces sin forzar sobre la anilla que forman tu pulgar e índice derechos.
Ahora eso se vuelve mucho más difícil. Para empezar, resulta ya evidente que la pompa ha hecho trampa; no es en modo alguno esférica, sino más bien pisciforme, fusilínea; además, su nitidez es de una cualidad totalmente mediocre, apenas superior a la de la almohada; finalmente y sobre todo, no está en absoluto tornándose rosa por arriba. Lo único que quizá era seguro son las descamaciones, que se multiplicaron muy rápidamente, y la respiración, que de débil ha pasado a amplia. Pero lo más molesto es la temperatura del conjunto, que se ha elevado rápidamente y que no va a tardar en alcanzar un umbral crítico del que las exfoliaciones, cada vez más numerosas, son ciertamente la señal preliminar.
La situación es incómoda. Te has equivocado al prestarle atención a esos detalles que ni siquiera eran ciertos; era obvio que se trataba sólo de trampas, y ahora estás claramente prisionero en el interior de la almohada donde hace tanto calor y hay tanta oscuridad que te preguntas, no sin cierta inquietud, cómo vas a arreglártelas para salir. Afortunadamente, no es la primera vez que te encuentras en una situación así; sabes que te basta con hallar un accidente del terreno en el horizonte, o un destello en la oscuridad, un lago, o un lugar fresco donde hundirte y, precisamente, sientes una sorprendente disposición a hundirte. Pero por más que busques, no hay nada ante ti, ni horizonte ni destello ni lago; nada, solamente la almohada, negra, espesa, asfixiante. Eso no te sorprende, de algún modo te lo esperabas. Buscas detrás de ti y, claro, enseguida te percatas de que ni siquiera estabas encerrado, que durante todo este tiempo el sueño, el verdadero sueño, estaba detrás de ti, no delante de ti, detrás de ti, tan reconocible con sus largas playas grises, su horizonte gélido, su cielo negro recorrido por destellos blancos o grises. Te percatas de golpe, lo reconoces inmediatamente, pero, como siempre, es demasiado tarde para alcanzarlo; otra vez será. Además lo sabías, o bien tendrías que haberlo previsto: nunca hay que darse la vuelta, en cualquier caso, nunca tan bruscamente; si no, todo se rompe, se desordena, tu almohada se cae y se lleva consigo tu mejilla, tu antebrazo, tu pulgar, tus pies se inclinan uno sobre el otro: el tragaluz gris recupera su lugar no lejos de ti, el calabozo abuhardillado vuelve a formarse y a cerrarse, estás sentado en tu banco.