ESTÁS SENTADO, A PECHO descubierto, vestido tan sólo con un pantalón de pijama, en tu buhardilla, sobre el banco estrecho que te sirve de cama, con un libro, las Lecciones sobre la sociedad industrial de Raymond Aron, posado sobre las rodillas, abierto por la página ciento doce.
Al principio es sólo una especie de lasitud, de fatiga, como si percibieras repentinamente que desde hace mucho, varias horas, eres presa de un malestar insidioso, entumecedor, apenas doloroso y sin embargo insoportable, la impresión dulzona y sofocante de no tener músculos ni huesos, de ser un saco de yeso entre sacos de yeso.
El sol golpea sobre las láminas de zinc del tejado. Frente a ti, a la altura de los ojos, sobre una estantería de madera blanca, hay un bol de Nescafé medio vacío, un poco sucio, un paquete de azúcar a medio terminar, un cigarrillo que se consume en un cenicero publicitario de opalina falsa y blanquecina.
Alguien va y viene en la habitación contigua, tose, arrastra los pies, desplaza muebles, abre cajones. Una gota de agua sale continuamente del grifo de la toma de agua del descansillo. Los ruidos de la rue Saint-Honoré suben desde muy abajo.
Suenan las dos en el campanario de Saint-Roch. Abres los ojos, dejas de leer, aunque ya no leías desde hace mucho. Dejas el libro abierto a tu lado, sobre el banco. Extiendes la mano, aplastas el cigarrillo humeante del cenicero, rematas el bol de Nescafé: está apenas tibio, demasiado azucarado, un poco amargo.
Estás empapado de sudor. Te levantas, vas hacia la ventana y la cierras. Abres el grifo del minúsculo lavabo, te pasas una manopla húmeda por la frente, por la nuca, por los hombros. Con los brazos y piernas encogidos, te acuestas de lado sobre el banco estrecho. Cierras los ojos. Te pesa la cabeza, tienes las piernas entumecidas.
Más tarde, llega el día de tu examen y no te levantas. No es un gesto premeditado, ni siquiera es un gesto, sino una ausencia de gesto, un gesto que no haces, gestos que evitas hacer. Te has acostado pronto, has dormido plácidamente, le habías dado cuerda a tu despertador, lo has oído sonar, esperaste a que sonara, durante varios minutos al menos, ya despierto por el calor, o por la luz, o por el ruido de los lecheros, de los basureros o por la espera.
Tu despertador suena, no te mueves en absoluto, te quedas en la cama, vuelves a cerrar los ojos. Otros despertadores comienzan a sonar en las habitaciones contiguas. Oyes ruidos del desagüe, puertas cerrándose, pasos que se precipitan por las escaleras. La rue Saint-Honoré comienza a llenarse de ruidos de coches, crujidos de neumáticos, cambios de marchas, breves bocinazos. Los postigos se cierran de golpe, los tenderos abren sus persianas metálicas.
Tú no te mueves. No te moverás. Otro, un sosias, un doble fantasmagórico y meticuloso hace, quizás, en tu lugar, uno a uno, los gestos que tú ya no haces: se levanta, se lava, se afeita, se viste, se va. Tú le dejas ir saltando por las escaleras, correr por la calle, pescar el autobús al vuelo, llegar a la hora convenida, sin aliento, triunfante, a las puertas del aula. Certificado de estudios superiores de Sociología General. Primera prueba escrita.
Te levantas demasiado tarde. Allí, cabezas estudiosas o aburridas se inclinan pensativas sobre los pupitres. Las miradas quizá inquietas de tus amigos convergen en tu puesto que queda libre. No dirás en cuatro, ocho o doce folios lo que sabes, lo que piensas, lo que sabes que hay que pensar sobre la alienación, sobre los obreros, sobre la modernidad y sobre el ocio, sobre los oficinistas o sobre la automatización, sobre el conocimiento de los demás, sobre Marx rival de Tocqueville, sobre Weber enemigo de Lukács. De todas formas, no habrías dicho nada porque no sabes gran cosa y no piensas nada. Tu puesto permanece vacío. No acabarás tu licenciatura, no empezarás ningún posgrado. No estudiarás más.
Preparas, como cada día, un bol de Nescafé; le añades, como cada día, algunas gotas de leche condensada azucarada. No te lavas, apenas te vistes. En un barreño de plástico rosa, pones en remojo tres pares de calcetines.
No vas a la salida del aula de examen a informarte sobre los temas que han puesto a prueba la perspicacia de los candidatos. No vas a la cafetería donde la costumbre habría querido que fueses, como cada día, particularmente en este día de excepcional gravedad, a encontrarte con tus amigos. Uno de ellos, a la mañana siguiente, va a subir los seis pisos que conducen a tu cuarto. Reconocerás sus pasos en la escalera. Le dejarás llamar a tu puerta, esperar, volver a llamar, un poco más fuerte, buscar encima del dintel la llave que a menudo dejabas cuando te ausentabas unos minutos para bajar a buscar pan, café, cigarrillos o el periódico o el correo, seguir esperando, golpear débilmente, llamarte en voz baja, dudar, y volver a bajar, pesadamente.
Vuelve, más tarde, y desliza una nota bajo la puerta. Después llegaron otros, al día siguiente, dos días después, tocaron la puerta, buscaron la llave, llamaron, deslizaron mensajes.
Lees las notitas y haces una bola con ellas. Te conciertan citas a las que no vas. Permaneces tendido sobre tu banco estrecho, los brazos tras la nuca, las rodillas en alto. Miras al techo y descubres en él las grietas, los desconchones, las manchas, los relieves. No tienes ganas de ver a nadie, ni de hablar, ni de pensar, ni de salir, ni de moverte.
Un día como éste, algo más tarde, algo más pronto, descubres sin sorpresa que algo no va bien, que, hablando en plata, no sabes vivir, que no sabrás jamás.
El sol pega sobre la chapa del tejado. El calor dentro de la buhardilla es insoportable. Estás sentado, bloqueado entre el banco y la estantería, con un libro abierto sobre las rodillas. Hace tiempo que ya no lees. Tus ojos permanecen fijos sobre una estantería de madera blanca, sobre un barreño de plástico rosa en el que se pudren seis calcetines. El humo de tu cigarrillo abandonado en el cenicero sube, rectilíneo o casi, y se expande en una capa inestable bajo el techo marcado por minúsculas grietas.
Algo se rompía, algo se ha roto. Ya no te sientes —¿cómo decirlo?— apoyado: algo que, te parecía, te parece, te reconfortó hasta entonces, te mantuvo cálido el corazón, el sentimiento de tu existencia, casi de tu importancia, la impresión de pertenecer, de nadar en el mundo, comienza a faltarte.
Sin embargo no eres de esos que pasan sus horas de vigilia preguntándose si existen y por qué, de dónde vienen, qué son, dónde van. Nunca te has interrogado seriamente sobre qué es anterior, si el huevo o la gallina. Las inquietudes metafísicas no han cincelado notablemente los rasgos de tu noble rostro. Pero nada queda de esta trayectoria rectilínea, de este movimiento hacia delante donde fuiste, desde siempre, invitado a reconocer tu vida, es decir su sentido, su verdad, su tensión: un pasado rico en experiencias fecundas, en lecciones bien retenidas, en radiantes recuerdos de infancia, en resplandeciente bienestar campestre, en estimulantes vientos marinos, un presente denso, compacto, recogido como un muelle, un futuro generoso, reverdeciente, aireado. Tu pasado, tu presente, tu futuro se confunden: son únicamente la pesadez de tus miembros, tu migraña insidiosa, tu lasitud, el calor, la amargura y la tibieza del Nescafé. Y, si es necesario un decorado para tu vida, no es la majestuosa explanada (generalmente, una ilusión espectacular de perspectiva) donde juguetean y desaparecen los niños de mofletes rollizos de la humanidad conquistadora, sino, por más esfuerzos que hagas, por más ilusión que aún albergues, es este cuartucho en un altillo que te sirve de habitación, este cuchitril de dos metros con noventa y dos de largo por un metro setenta y tres de ancho, de un pelín más de cinco metros cuadrados, esta buhardilla de la que no te has vuelto a mover después de varias horas, después de varios días: estás sentado sobre un banco demasiado corto para que puedas, por la noche, extenderte todo lo largo que eres, demasiado estrecho para que puedas darte la vuelta sin riesgos. Miras, ahora casi fascinado, un barreño de plástico rosa que contiene no menos de seis calcetines.
Te quedas en tu cuarto, sin comer, sin leer, casi sin moverte. Miras el barreño, la estantería, tus rodillas, tu mirada en el espejo resquebrajado, el bol, el interruptor. Escuchas los ruidos de la calle, la gota de agua en el grifo del descansillo, los ruidos de tu vecino, sus carraspeos, los cajones que abre y cierra, sus ataques de tos, el silbido de su tetera. Sigues, sobre el lecho, la línea sinuosa de una fina grieta, el itinerario inútil de una mosca, la progresión casi localizable de las sombras.
Ésta es tu vida. Esto es lo que tienes. Puedes hacer el inventario exacto de tu escasa fortuna, el balance preciso de tu primer cuarto de siglo. Tienes veinticinco años y veintinueve dientes, tres camisas y ocho calcetines, algunos libros que ya no lees, algunos discos que ya no escuchas. No tienes ganas de acordarte de nada, ni de tu familia, ni de tus estudios, ni de tus amores, ni de tus amigos, ni de tus vacaciones, ni de tus proyectos. Has viajado y no has traído nada de tus viajes.
Estás sentado y sólo quieres esperar, esperar solamente hasta que no haya nada más que esperar: que venga la noche, que den las horas, que los días se vayan, que los recuerdos se desdibujen.
No vuelves a ver a tus amigos. No abres la puerta. No bajas a buscar el correo. No devuelves los libros que tomaste prestados de la Biblioteca del Instituto Pedagógico. No escribes a tus padres.
Sólo sales cuando ya es de noche, como las ratas, los gatos y los monstruos, arrastras los pies por las calles, te dejas caer en los pequeños cines mugrientos de los Grandes Bulevares. A veces caminas durante toda la noche; a veces duermes todo el día.
Eres un holgazán, un sonámbulo, una ostra. Las definiciones varían según las horas, según los días, pero el sentido permanece más o menos claro: te sientes poco hecho para vivir, para actuar, para hacer cosas; no quieres más que durar, no quieres más que la espera y el olvido.
La vida moderna generalmente aprecia poco tales anhelos: a tu alrededor has visto, desde siempre, cómo se privilegiaban la acción, los grandes proyectos, el entusiasmo: hombre que va hacia delante, hombre con los ojos fijos sobre el horizonte, hombre mirando en línea recta ante sí. Mirada límpida, mentón tenaz, paso seguro, vientre liso. La tenacidad, la iniciativa, el golpe de efecto, el triunfo trazan el camino demasiado nítido de una vida demasiado modélica, dibujan las sacrosantas imágenes de la lucha por la vida. Las mentiras piadosas que acunan los sueños de todos los que patalean y se empantanan, las ilusiones perdidas de miles de marginados, esos que llegaron demasiado tarde, esos que depositaron su maleta sobre la acera y se sentaron encima para secarse la frente. Pero tú ya no necesitas más excusas, remordimientos, añoranzas. Ya no rechazas nada, no rehúsas nada. Has dejado de avanzar, pero es que ya no avanzabas, no empiezas de nuevo, has llegado, no ves qué es lo que irías a hacer más lejos: es suficiente, ha sido casi suficiente un día de mayo en que hacía demasiado calor, la inoportuna confluencia de un texto del que habías perdido el hilo, un bol de Nescafé de repente demasiado amargo y un barreño de plástico rosa lleno de un agua negruzca donde flotan seis calcetines para que algo se rompa, se altere, se desfase, y que aparezca a plena luz —pero la luz no es jamás plena en la buhardilla de la rue Saint-Honoré— esta verdad decepcionante, triste y ridícula como unas orejas de burro, pesada como un diccionario Gaffiot: no tienes ganas de continuar, ni de defenderte, ni de atacar.
Tus amigos se han cansado y ya no llaman a tu puerta. Ya no andas apenas por las calles donde podrías encontrarlos. Evitas las preguntas, la mirada de aquél a quien el azar a veces pone en tu camino, rehúsas la cerveza o el café que te ofrece. Sólo ellas, la noche y tu buhardilla, te protegen: el banco estrecho donde te quedas tumbado, el techo que en cada momento redescubres; la noche, donde, solo en medio de la locura de los Grandes Bulevares, llegas casi a ser feliz por el ruido y las luces, el movimiento, el olvido. No necesitas hablar, querer. Sigues a las multitudes que van y vienen, de la République a la Madeleine, de la Madeleine a la République.
No tienes costumbre y no tienes ganas de establecer diagnósticos. Lo que te perturba, lo que te conmueve, lo que te da miedo, pero que a veces te entusiasma, no es lo repentino de tu metamorfosis, es, al contrario, justamente el sentimiento vago y pesado de que no se trata de una metamorfosis, de que nada ha cambiado, de que siempre has sido así, incluso aunque no lo supieras hasta hoy: éste, en el espejo resquebrajado, no es tu nuevo rostro, son las máscaras que se han caído, el calor de tu cuarto las ha derretido, la torpeza las ha despegado. Las máscaras del camino recto, de las bellas certezas. Durante veinticinco años, ¿no has sabido nada de lo que hoy ya es inexorable? En lo que llamas tu historia, ¿nunca has visto fisuras? Los tiempos muertos, los pasajes vacíos. El deseo fugitivo y agudo de dejar de oír, de dejar de ver, de permanecer silencioso e inmóvil. Los sueños insensatos de soledad. Amnésico errante en el País de los Ciegos: calles anchas y vacías, luces frías, rostros mudos sobre los cuales se deslizaría tu mirada. Nada te alteraría jamás.
Como si bajo tu historia tranquila y apacible de niño bien educado, de buen alumno, de camarada sincero, lujo estos signos evidentes, demasiado evidentes, del crecimiento, de la maduración —los trazos con lápiz sobre el dintel de la puerta de los baños, los diplomas, los pantalones largos, los primeros cigarrillos, el escozor del afeitado, el alcohol, la llave bajo el felpudo para las salidas del sábado noche, la primera chica, el bautismo del aire, la primera pelea— hubiese corrido desde siempre otro hilo, siempre presente, siempre mantenido a lo lejos, que teje ahora la tela familiar de tu vida reencontrada, el decorado vacío de tu vida desierta, recuerdos resurgidos, imágenes en filigrana de esta verdad desvelada, de esta dimisión suspendida desde hace tanto tiempo, de esta llamada a la calma, imágenes inertes y borrosas, fotografías sobreexpuestas, casi blancas, casi muertas, ya casi fósiles: una calle de provincias, postigos cerrados, sombras mates, moscas zumbando en un local militar, salón cubierto de fundas grises, briznas de polvo en suspensión en un rayo de luz, campos asolados, cementerios dominicales, paseos en automóvil.
Hombre sentado sobre un banco estrecho, un jueves por la tarde, con un libro abierto sobre las rodillas, la mirada ausente.
No eres nada más que una sombra turbia, un núcleo duro de indiferencia, una mirada neutra que huye de las miradas. Labios mudos, ojos apagados, a partir de ahora sabrás localizar los charcos, los escaparates, las carrocerías relucientes de los automóviles, los reflejos fugitivos de tu vida detenida.
Tu mano ausente se desliza a lo largo de la estantería de madera blanca. El agua gotea en el grifo del descansillo. Tu vecino duerme. El jadeo débil de un taxi diésel al frenar más que romper subraya el silencio de la noche. El olvido se infiltra en tu memoria. No ha pasado nada. No pasará nada. Las grietas del techo dibujan un laberinto improbable.
Hubo esos días vanos, el calor en tu cuarto, como en una caldera, como en un horno, y los seis calcetines, tiburones mudos, ballenas dormidas, en el barreño de plástico rosa. Ese despertador que no sonó, que no suena, que no sonará marcando la hora de tu despertar. Dejas el libro abierto a tu lado, sobre el banco. Te apagas. Todo es pesadez, zumbido, torpeza. Te dejas deslizar. Te sumerges en el sueño.