CAPÍTULO 20

La magia del vellocino funciona demasiado bien

Aquella tarde fue una de las más felices que había pasado en el campamento, lo cual quizá sirva para demostrar que nunca puedes saber cuándo todo tu mundo se va a desmoronar en pedazos.

Grover anunció que pasaría el resto del verano con nosotros antes de reanudar la búsqueda de Pan. Tan impresionados tenía a sus jefes del Consejo de los Sabios Ungulados, por no haberse dejado matar y por haber allanado el camino de los futuros buscadores, que le concedieron un permiso de dos meses y un juego nuevo de flautas de junco. La única mala noticia era que Grover insistía en pasar las tardes tocando con aquellas flautas, porque sus dotes musicales no es que hubieran mejorado mucho, la verdad. Interpretaba una vieja canción de Village People titulada YMCA junto a los campos de fresas, y las plantas parecían enloquecer y se nos enredaban en los pies como si quisieran estrangularnos. Supongo que no podía culparlas por ello.

Grover me dijo que, ahora que estábamos frente a frente, podía disolver la conexión por empatía que había establecido entre nosotros, pero yo le contesté que, por mí, podía mantenerla. Él dejó su flauta y me miró fijamente a los ojos.

—¡Si me meto otra vez en un aprieto correrás peligro, Percy! ¡Podrías morir!

—Si te metes en un aprieto otra vez, prefiero saberlo. Y saldré de nuevo en tu ayuda, hombre cabra. No podría hacer otra cosa.

Al final, accedió a no romper el vínculo. Y volvió a la carga con YMCA. No me hacía falta una conexión por empatía con las plantas para saber cómo se sentían.

* * *

Más tarde, durante la clase de tiro con arco, Quirón me llevó aparte y me dijo que había arreglado mis problemas con la Escuela Preparatoria Meriwether. Ahora ya no me acusaban de destruir el gimnasio y la policía no seguía buscándome.

—¿Cómo lo has conseguido? —pregunté.

Sus ojos se iluminaron.

—Me limité a sugerirles que lo que habían visto aquel día era otra cosa, la explosión de un horno, en realidad, y que tú no habías tenido ninguna culpa.

—¿Y ellos se lo tragaron?

—Manipulé un poco la niebla. Algún día, cuando estés preparado, te enseñaré cómo se hace.

—¿Me estás diciendo que puedo volver a Meriwether el año que viene?

Quirón arqueó las cejas.

—Oh, no. Estás expulsado igualmente. Tu director, el señor Bonsái, dijo que tienes… ¿cómo era?, un karma, sí, un karma poco moderno que perturba la atmósfera educativa de la escuela. Pero bueno, al menos ya no tienes problemas legales, lo cual ha sido un alivio para tu madre. Ah, y hablando de tu madre…

Sacó de su carcaj el teléfono móvil y me lo tendió.

—Ya es hora de que la llames.

* * *

Lo peor fue el principio: «Percy Jackson… En qué estabas pensando… ¿Te haces una idea de lo preocupada…? Escaparte sin permiso del campamento… Una misión peligrosísima… Aquí muerta de miedo…». Toda esa parte.

Pero finalmente hizo una pausa para tomar aliento y dijo:

—¡Oh, Percy, cómo me alegro de que estés a salvo!

Eso es lo bueno de mi madre, que no consigue estar enfadada mucho tiempo; lo intenta, pero es evidente que no lo lleva en la sangre.

—Lo siento, mamá —le dije—. No volveré a darte más sustos.

—No se te ocurra prometérmelo, Percy. Sabes bien que esto no ha hecho más que empezar.

Hizo lo posible para decirlo en plan informal, pero me di cuenta de que estaba asustada. Me habría gustado decirle algo para que se sintiera mejor, pero sabía que ella tenía razón. Siendo un mestizo, no pararía de darle sustos a cada cosa que hiciera. Y a medida que creciese, los peligros serían todavía mayores.

—Iré a casa unos días —le propuse.

—No, no. Quédate en el campamento. Entrénate. Haz lo que tengas que hacer. Pero ¿vendrás a casa para el próximo curso?

—Sí, por supuesto. Bueno, si alguna escuela me acepta.

—Alguna encontraremos, cariño —dijo ella suspirando—. Alguna donde no nos conozcan aún.

* * *

En cuanto a Tyson, los campistas lo trataban como a un héroe. A mí me habría encantado tenerlo siempre como compañero de cabaña, pero aquella tarde, cuando nos sentamos en una duna desde la que se dominaba Long Island Sound, me dijo algo que me pilló desprevenido:

—Papá me envió un sueño anoche. Quiere que vaya a verlo.

Pensé que me tomaba el pelo, pero Tyson no sabía tomar el pelo.

—¿Poseidón te envió un mensaje en sueños?

Él asintió.

—Quiere que pase el resto del verano en el fondo del océano, que aprenda a trabajar en las fraguas de los cíclopes. Él lo llama un inter… un inter…

—¿Un internado?

—Eso.

Necesité un momento para asimilarlo. Reconozco que me sentí un poco celoso; a mí Poseidón nunca me había invitado al mundo submarino. Pero luego pensé: ¿Tyson se marcha? ¿Así como así?

—¿Cuándo te vas? —le pregunté.

—Ahora.

—¿Ahora-ahora?

—Ahora.

Miré las olas de Long Island Sound. El agua se teñía de rojo con la luz del crepúsculo.

—Me alegro por ti, grandullón —conseguí decir—. En serio.

—Es duro dejar a mi nuevo hermano. —La voz le temblaba—. Pero quiero hacer cosas, armas para el campamento; las necesitarás.

Por desgracia, tenía razón. El Vellocino de Oro no había solventado todos los problemas del campamento. Luke seguía por ahí, reuniendo un ejército a bordo del Princesa Andrómeda, y Cronos continuaba regenerándose en su ataúd de oro. Al final, tendríamos que combatir con ellos.

—Harás las mejores armas del mundo —le dije, mostrando orgulloso mi reloj—. Y apuesto a que darán la hora exacta, además.

Tyson se sorbió la nariz.

—Los hermanos han de ayudarse entre ellos.

—Y tú eres mi hermano —dije—. No hay ninguna duda.

Me dio unas palmaditas en la espalda con tanta fuerza que por poco eché a rodar por la pendiente; luego se secó una lágrima de la mejilla y se puso en pie.

—Usa el escudo.

—Así lo haré, grandullón.

—Algún día te salvará la vida.

Su modo de decirlo, como un hecho incuestionable, hizo que me preguntara si el ojo de un cíclope tendría la capacidad de ver el futuro.

Se dirigió hacia la playa y dio un silbido. Rainbow, el hipocampo, surgió entre las olas y enseguida los vi alejarse hacia el reino de Poseidón.

Una vez a solas, miré otra vez mi nuevo reloj. Pulsé el botón y el escudo se desplegó en espiral hasta adquirir su tamaño completo. Sobre la superficie de bronce había dibujos grabados al antiguo estilo griego, con escenas de nuestras aventuras de aquel verano: Annabeth, matando a uno de los lestrigones que jugaban al balón prisionero; yo, luchando con los toros de bronce en la colina Mestiza; Tyson, cabalgando con Rainbow hacia el Princesa Andrómeda. También aparecía el CSS Birmingham disparando sus cañones a Caribdis. Deslicé la mano por un dibujo de Tyson en el que aparecía combatiendo con la hidra mientras sostenía una caja de Dónuts Monstruo.

No pude evitar la tristeza. Tyson iba a pasárselo en grande bajo el océano, pero yo lo echaría de menos por un montón de razones, como la fascinación que sentía por los caballos, o su destreza para arreglar carros y moldear el metal con las manos desnudas, o su habilidad para agarrar a un par de malvados y hacer un nudo con ellos. Incluso echaría de menos sus ronquidos, que eran como tener un terremoto en la litera de al lado.

—Eh, Percy.

Me volví.

Annabeth y Grover aparecieron en lo alto de la duna. Supongo que me había entrado un poco de arena en los ojos, porque me puse a pestañear como un loco.

—Tyson… ha tenido que… —dije.

—Ya lo sabemos —repuso Annabeth en voz baja—. Nos lo ha dicho Quirón.

—Las fraguas de los cíclopes. —Grover se estremeció—. ¡Me han dicho que la comida de la cafetería es horrible! ¡No hay enchiladas, por ejemplo!

Annabeth me tendió una mano.

—Venga, sesos de alga. Es hora de cenar.

Regresamos hacia el pabellón del comedor; los tres juntos, como en los viejos tiempos.

* * *

Aquella noche se desató una tormenta tremenda, aunque dio un rodeo en torno al Campamento Mestizo, como siempre hacían las tormentas. Los relámpagos rasgaban el horizonte y las olas arreciaban en la playa, pero no cayó una sola gota de agua en todo el valle. Estábamos otra vez protegidos, gracias al Vellocino de Oro; aislados dentro de nuestras fronteras mágicas.

Aun así, mis sueños fueron agitados. Primero oí a Cronos mofándose de mí desde las profundidades del Tártaro: «Polifemo sigue ciego en su cueva, joven héroe, pero convencido de que ha obtenido una gran victoria. ¿No te da que pensar?».

La risa gélida del titán inundó la oscuridad.

Luego el sueño cambió. Yo seguía a Tyson hasta el fondo del mar y llegaba a la corte de Poseidón. Era una sala radiante inundada de luz azul y con el suelo cubierto de perlas. Allí, sentado en un trono de coral, se hallaba mi padre vestido como un simple pescador, con pantalones cortos caqui y una camiseta desteñida. Miré su rostro bronceado y curtido, sus profundos ojos azules, y él dijo una sola palabra: «Prepárate».

Me desperté con un sobresalto.

Oí un golpe en la puerta y Grover entró sin esperar respuesta.

—¡Percy! —balbuceó—. Annabeth… en la colina…

La expresión de sus ojos me decía que algo iba espantosamente mal. Aquella noche Annabeth tenía turno de guardia para proteger el vellocino. Si había ocurrido algo…

Aparté la colcha de golpe. La sangre se me había helado en las venas. Me puse algo de ropa encima mientras Grover intentaba pronunciar una frase completa. Pero estaba demasiado estupefacto y no conseguía recuperar el aliento.

—Está allí tendida… tendida…

Salí de la cabaña corriendo y crucé el patio central seguido de Grover. Acababa de romper el alba, pero el campamento entero parecía en movimiento. Estaba corriendo la voz; tenía que haber sucedido algo tremendo. Algunos campistas se dirigían hacia la colina, en un desfile de sátiros, ninfas y héroes que formaban una extraña combinación de armaduras y pijamas.

Oí un ruido de cascos y apareció Quirón al galope, con una expresión lúgubre pintada en la cara.

—¿Es cierto? —le preguntó a Grover.

Él se limitó a asentir con aire aturdido.

Iba a preguntar qué ocurría, pero Quirón me tomó del brazo y sin esfuerzo aparente me izó del suelo y me depositó en su lomo. Galopamos hacia la cima de la colina, donde ya se había reunido una pequeña multitud.

Esperaba descubrir que el vellocino había desaparecido del árbol, pero no: se veía desde lejos, refulgiendo con las primeras luces del alba. La tormenta había amainado y el cielo estaba rojo.

—Maldito sea el señor de los titanes —dijo Quirón—. Nos ha engañado otra vez y se ha brindado a sí mismo otra oportunidad de controlar la profecía.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

—El Vellocino de Oro ha funcionado demasiado bien —dijo.

Seguimos galopando. Todos se apartaban a nuestro paso. Allí, al pie del árbol, yacía una chica inconsciente; arrodillada junto a ella, había otra chica con una armadura griega.

La sangre me retumbaba en los oídos. No lograba pensar con coherencia. ¿Habían atacado a Annabeth? ¿Y cómo es que seguía allí el vellocino?

El árbol estaba en perfectas condiciones, intacto y saludable, embebido de la esencia del Vellocino de Oro.

—Ha curado al árbol —dijo Quirón, con la voz quebrada—. Y no sólo le ha hecho expulsar el veneno.

Entonces me di cuenta de que no era Annabeth la que estaba tendida en el suelo. Ella era la que llevaba la armadura, la que se había arrodillado junto a la chica. En cuanto nos vio, Annabeth corrió hacia Quirón.

—Es ella… de repente…

Tenía los ojos anegados en lágrimas, pero yo aún no comprendía nada. Estaba demasiado alucinado para comprender el sentido de todo aquello. Salté del lomo de Quirón y corrí hacia la chica desmayada.

—¡Espera, Percy! —gritó Quirón.

Me arrodillé a su lado. Tenía el pelo corto y oscuro, y pecas por toda la nariz; era de complexión ágil y fuerte, como una corredora de fondo, y llevaba una ropa a medio camino entre el punk y el estilo gótico: camiseta negra, vaqueros negros andrajosos y una chaqueta de cuero con chapas de grupos musicales de los que no había oído hablar en mi vida.

No era una campista, no la identificaba con ninguna de las cabañas. Y sin embargo, tenía la extraña sensación de haberla visto antes.

—Es cierto —dijo Grover, jadeando aún por la carrera colina arriba—. No puedo creer…

Nadie más se acercaba a la chica.

Le puse una mano en la frente. Tenía la piel fría, pero la punta de los dedos me hormigueaban como si se me estuviesen quemando.

—Necesita néctar y ambrosía —dije. Campista o no, era una mestiza sin lugar a dudas; lo percibí con sólo tocarla. No entendía por qué todo el mundo estaba tan aterrorizado.

La tomé por los hombros y la levanté hasta sentarla, apoyando su cabeza en mi hombro.

—¡Venga! —grité a los demás—. ¿Qué os pasa? Vamos a llevarla a la Casa Grande.

Nadie se movía, ni siquiera Quirón. Estaban absolutamente atónitos.

Entonces la chica tomó aire con una especie de temblor. Luego tosió y abrió los ojos.

Tenía el iris de un azul asombroso: azul eléctrico.

Me miró desconcertada. Tiritaba y tenía una expresión enloquecida.

—¿Quién…?

—Me llamo Percy —dije—. Estás a salvo.

—El sueño más extraño…

—Todo va bien.

—Morir.

—No —le aseguré—. Estás bien. ¿Cómo te llamas?

Y entonces lo supe. Incluso antes de que lo dijera.

Sus ojos azules se clavaron en los míos y en aquel momento comprendí el verdadero sentido de la búsqueda del Vellocino de Oro, del envenenamiento del árbol, de todo aquello. Cronos lo había hecho para poner en juego otra pieza de ajedrez, para darse «otra oportunidad de controlar la profecía».

Incluso Quirón, Annabeth y Grover, que deberían haber celebrado aquel momento, estaban demasiado trastornados pensando en las implicaciones que podría tener en el futuro. Y yo mismo sostenía a una chica destinada a ser mi mejor amiga, o acaso mi peor enemiga.

—Me llamo Thalia —dijo—. Hija de Zeus.