La invasión de los ponis
—Uno contra uno —le dije a Luke, desafiándolo—. ¿De qué tienes miedo?
Luke apretó los labios. Los guerreros que estaban a punto de matarnos vacilaron, aguardando sus órdenes.
Antes de que pudiese decir nada, Agrius apareció de golpe en cubierta llevando de la brida a un caballo volador: el primer pegaso completamente negro que veía, con unas alas de cuervo gigantes. Era una yegua; daba brincos y relinchaba. Yo captaba sus pensamientos. A Agrius y Luke les dedicaba unos insultos tan tremendos que Quirón le habría lavado el hocico con jabón industrial.
—¡Señor! —dijo Agrius, esquivando un casco del pegaso—. Su corcel está listo.
Luke seguía con los ojos puestos en mí.
—Ya te lo dije el verano pasado, Percy. No vas a embaucarme para que pelee contigo.
—O sea que sigues rehuyéndome —respondí—. ¿Tienes miedo de que tus guerreros vean cómo te derroto?
Luke echó una mirada a sus hombres y comprendió que lo tenía atrapado. Si se echaba atrás, daría una impresión de debilidad. Si combatía conmigo, perdería un tiempo precioso para dar caza a Clarisse. En cuanto a mí, no podía esperar otra cosa que distraerlo y brindarles a mis amigos una oportunidad de huir. Si alguien podía idear un plan para sacarlos de allí era Annabeth. Por lo demás, sabía lo bueno que era Luke manejando la espada.
—Acabaré contigo deprisa —decidió, y alzó su espada Backbiter, unos treinta centímetros más larga que la mía. Su hoja relucía con un maligno brillo de un gris dorado en el punto donde el acero se había fundido con el bronce celestial. Casi se llegaba a percibir la tensión interna de aquella hoja. Era como si se hubieran unido a la fuerza dos imanes opuestos. No sabía cómo había sido fabricada, pero intuía una tragedia detrás de ella: alguien había muerto mientras la forjaban. Luke silbó a uno de sus hombres, que le arrojó un escudo redondo de cuero y bronce.
Esbozó una sonrisa malvada.
—Luke —dijo Annabeth—, proporciónale un escudo al menos.
—Lo siento, Annabeth. A esta fiesta, cada uno se trae su propio equipo.
El escudo no era ningún problema. Luchar sólo con una espada sujeta con ambas manos te da más fuerza, pero luchar sosteniendo la espada con una mano y el escudo con la otra te proporciona mejor defensa y también más flexibilidad. Tienes más movimiento, más opciones, más modos de alcanzar al contrario. Pensé otra vez en Quirón, que me había dicho que me quedase en el campamento, pasara lo que pasase, y que aprendiera a combatir. Ahora iba a pagar caro no haberle escuchado.
Luke embistió y por poco no acabó conmigo a la primera. Su espada pasó por debajo de mi brazo, me desgarró la camisa y me obsequió con una buena caricia en las costillas.
Retrocedí de un salto y contraataqué, pero Luke desvió mi hoja con un golpe de su escudo.
—Madre mía, Percy —dijo en tono de reproche—. Estás en baja forma.
Volvió otra vez a la carga y me lanzó un mandoble a la cabeza. Lo paré y ensayé una estocada, pero él se hizo a un lado sin problemas.
El corte en las costillas me dolía y el corazón me latía enloquecido. Cuando Luke embistió otra vez, salté hacia atrás y me sumergí en la piscina. Sentí una oleada de energía. Giré bajo el agua, creando un torbellino, y salí desde el fondo disparado directamente hacia él.
La fuerza del agua lo derribó y lo dejó farfullando y medio cegado. Pero antes de que pudiese darle una estocada, rodó hacia un lado y se puso otra vez en pie.
Volví al ataque y le rebané el borde del escudo, pero Luke ni se inmutó; se agazapó y me lanzó un mandoble a las piernas. El muslo empezó a arderme tanto que me derrumbé; me había desgarrado los tejanos por encima de la rodilla y tenía una herida, aunque no sabía si grave. Luke lanzó un tajo desde arriba y yo rodé por debajo de una tumbona. Traté de incorporarme, pero la pierna no me sostenía.
—¡Peeeercy! —baló Grover.
Eché a rodar otra vez, justo cuando Luke partía la tumbona en dos, incluidos los tubos metálicos.
Me arrastré hacia la piscina, haciendo un esfuerzo para no desmayarme. No iba a lograrlo. Y Luke lo sabía. Se me acercó despacio con una sonrisa. El filo de su espada estaba teñido de rojo.
—Quiero que veas una cosa antes de morir, Percy. —Le dirigió una mirada a Oreius, que aún tenía a Annabeth y Grover agarrados por el cuello—. Ya puedes zamparte tu cena, Oreius. Buen provecho.
—¡Je, je! —El oso alzó a mis amigos y mostró sus colmillos.
Y entonces se desató un lío del demonio.
¡Zas!
Una flecha con un penacho rojo apareció de golpe clavada en la boca de Oreius. Con una expresión de sorpresa en su rostro peludo, el oso se desmoronó sobre la cubierta.
—¡Hermanito! —aulló Agrius, y aflojó un poco las riendas del pegaso: lo justo para que el corcel le arrease una coz en la cabeza y echara a volar por la bahía de Miami.
Durante una fracción de segundo, los guardias de Luke se quedaron tan atónitos que no hicieron otra cosa que mirar cómo se disolvían en humo los cuerpos de los dos gemelos.
Enseguida se desató un coro enloquecido de gritos de guerra y cascos retumbando sobre la cubierta. Una docena de centauros apareció por la escalera principal.
—¡Ponis! —gritó Tyson, extasiado.
Mi mente no lograba procesar todo lo que veía. Quirón estaba entre los atacantes, pero la verdad es que sus parientes apenas se parecían a él. Había centauros con cuerpo negro de semental árabe, otros con el pelaje dorado de los palominos y otros con manchas blancas y anaranjadas, como caballos pintados. Algunos llevaban camisetas de brillantes colores con leyendas fosforescentes que ponían: «PONIS PARA FIESTAS Y CUMPLEAÑOS. ÁREA DE FLORIDA». Unos iban armados con arcos, otros con bates de béisbol y algunos incluso con pistolas de pintura. Uno de ellos tenía la cara pintarrajeada como un guerrero comanche, otro iba a pecho descubierto y todo pintado de verde, y un tercero llevaba una gorra de béisbol y unas gafas con ojos de plástico colgando de dos largos muelles.
Irrumpieron sobre la cubierta con tal ferocidad y tanto colorido que hasta el mismísimo Luke pareció por un momento completamente flipado. Yo no estaba seguro de si venían de fiesta o en son de guerra.
Las dos cosas, al parecer. Mientras Luke alzaba su espada para reagrupar a sus tropas, un centauro disparó una flecha con un guante de boxeo en la punta. Con el golpe que le dio a Luke en la cara, lo mandó directo a la piscina.
Sus guerreros se dispersaban. No era para culparlos. Enfrentarse a los cascos de un caballo encabritado ya es suficiente para ponerte los pelos de punta, pero si resulta que encima se trata de un centauro armado con un arco y con ganas de juerga, hasta el guerrero más valeroso se batiría en retirada.
—¡A por ellos! —gritó uno de los ponis.
Dispararon sus pistolas de pintura. Una oleada de azul y amarillo explotó sobre los guerreros de Luke y los dejó ciegos y embadurnados de pies a cabeza. Intentaban echar a correr, pero lo único que conseguían era resbalar y caerse.
Quirón se acercó al galope a Annabeth y Grover, los alzó limpiamente y se los colocó en el lomo.
Yo traté de levantarme, pero la herida de la pierna me seguía ardiendo de dolor.
Luke se arrastraba fuera de la piscina.
—¡Atacad, idiotas! —gritaba a sus tropas. Por debajo de la cubierta, empezó a sonar una alarma enloquecida.
En cualquier momento nos veríamos desbordados por los refuerzos de Luke. De hecho, sus guerreros ya empezaban a recuperarse de la sorpresa y se enfrentaban a los centauros con sus lanzas y espadas.
Tyson apartó de un guantazo a media docena y los mandó por encima de la barandilla a la bahía de Miami. Pero ya llegaban más guerreros por las escaleras.
—¡Retirada, hermanos! —gritó Quirón.
—¡No te saldrás con la tuya, hombre caballo! —le gritó Luke. Alzó su espada furioso, pero volvió a recibir en plena cara otra flecha con un guante de boxeo y cayó sentado en una tumbona.
Un centauro de pelaje dorado me izó sobre su lomo.
—¡Llama a tu amigo el grandullón!
—¡Tyson! —grité—. ¡Vamos!
Tyson dejó caer a los dos guerreros que estaba a punto de retorcer en un solo nudo, corrió hacia nosotros y saltó sobre el lomo del centauro.
—¡Ostras, colega! —gruñó el centauro. Las patas casi se le doblaban bajo el peso de Tyson—. ¿No has oído hablar de una cosa llamada «dieta»?
Los guerreros de Luke se estaban reorganizando para adoptar una formación de falange. Pero cuando por fin estuvieron preparados para avanzar, los centauros ya galopaban hasta el borde de la cubierta y saltaban la barandilla sin ningún temor, como si aquello fuese la valla de una carrera de obstáculos y no la de un crucero de diez pisos de altura. Estaba convencido de que no saldríamos vivos de aquélla. Caímos en picado hacia el muelle y pensé que íbamos a estrellarnos. Pero los centauros aterrizaron en el asfalto con una simple sacudida y salieron al galope, dando gritos y soltando pullas contra el Princesa Andrómeda mientras cruzaban corriendo las calles del centro de Miami.
* * *
No tengo ni idea de lo que debió de pensar la gente de Miami al vernos pasar galopando.
Las calles y los edificios empezaron a hacerse borrosos a medida que los centauros cobraban velocidad. Parecía como si el espacio se estuviese comprimiendo, como si cada paso de centauro equivaliera a kilómetros y kilómetros. Atravesamos campos pantanosos llenos de hierbas, charcas y árboles raquíticos.
Finalmente, llegamos a un aparcamiento de caravanas al borde de un lago. Todas eran caravanas para caballos, provistas de televisores, minifrigoríficos y mosquiteras. Estábamos en un campamento de centauros.
—¡Colega! —dijo uno de los ponis mientras descargaba los bártulos—. ¿Te has fijado en aquel tipo que parecía un oso? Era como si estuviese diciendo: «¡Guau, tengo una flecha en la boca!».
El centauro que llevaba las gafas con ojos de plástico se echó a reír.
—¡Ha sido impresionante! ¡Choca esa cabeza!
Los dos centauros se embistieron de cabeza con todas sus fuerzas y luego se retiraron tambaleantes, cada uno por su lado, con una sonrisa alelada en la cara.
Quirón dio un suspiro y depositó a Annabeth y Grover a mi lado, sobre una manta de picnic.
—Ojalá no tuvieran mis primos esa manía de darse cabezazos. No es que les sobren demasiadas neuronas.
—Quirón —dije, todavía sin creerme que estuviera allí—. Nos has salvado.
Me dirigió una seca sonrisa.
—Bueno, no podía dejarte morir. Sobre todo después de que te ocuparas de dejar a salvo mi buen nombre.
—¿Pero cómo sabías dónde estábamos? —preguntó Annabeth.
—Eso era previsible, querida. Me figuré que acabaríais cerca de Miami si lograbais salir vivos del Mar de los Monstruos. Casi todas las cosas raras acaban yendo a parar a Miami.
—Ya, muchas gracias —murmuró Grover.
—No, no —dijo Quirón—. Yo no quería decir… Bueno, da igual. Me alegro de verte, joven sátiro. La cuestión es que intercepté el mensaje Iris de Percy y conseguí rastrear la llamada. Iris y yo somos amigos desde hace siglos; le pedí que me avisara de cualquier mensaje importante enviado desde esta zona. Y luego no me resultó difícil convencer a mis primos para correr en vuestra ayuda. Como habéis visto, los centauros somos capaces de viajar bastante deprisa cuando queremos; las distancias para nosotros no son iguales que para los humanos.
Miré hacia la hoguera del campamento, donde tres ponis le enseñaban a Tyson a manejar una pistola de pintura. Esperaba que supieran en qué lío se estaban metiendo.
—¿Y ahora qué? —le dije a Quirón—. ¿Vamos a permitir que Luke se largue con su crucero? Tiene a Cronos a bordo, o al menos una parte de él.
Quirón se arrodilló, cruzando las patas delanteras bajo su cuerpo. Abrió el pequeño estuche que llevaba en el cinturón y empezó a ocuparse de mis heridas.
—Me temo, Percy, que hoy se ha producido una especie de empate. Nosotros no teníamos fuerzas suficientes para tomar ese barco, y Luke no estaba lo bastante organizado para perseguirnos. Nadie ha salido vencedor.
—¡Pero nosotros tenemos el vellocino! —dijo Annabeth—. Clarisse va ahora mismo con él camino del campamento.
Quirón asintió, pero aún parecía inquieto.
—Sois unos auténticos héroes. Y en cuanto curemos a Percy, tenéis que regresar a la colina Mestiza. Los centauros os llevarán hasta allí.
—Tú también vienes, ¿no? —pregunté.
—Sí, Percy. Para mí será un alivio volver a casa. Mis hermanos de aquí no aprecian mucho la música de Dean Martin. Además, tengo pendiente una conversación con el señor D., y queda el resto del plan de verano. Todavía tenemos mucho entrenamiento por delante. También quiero ver… Bueno, siento curiosidad por el vellocino.
No sabía exactamente a qué se refería, pero consiguió que volviese a preocuparme por lo que me había dicho Luke: «Iba a dejar que te llevaras el vellocino… una vez que yo lo hubiera utilizado».
¿Era mentira? Para entonces, ya había aprendido que en el caso de Cronos siempre había un plan dentro del plan. El señor de los titanes no era conocido como el Retorcido porque sí, siempre se las arreglaba para encontrar personas que hacían lo que él quería sin que se dieran cuenta siquiera de sus verdaderas intenciones.
Junto a la hoguera, Tyson empezaba a armar jaleo con su pistola de pintura. Un proyectil azul estalló contra un centauro y lo impulsó hasta el lago. El centauro salió sonriendo del agua, cubierto de porquería y pintura azul, y le hizo a Tyson un gesto con el pulgar, como dándole su aprobación.
—Annabeth —dijo Quirón—, tú y Grover podríais ir a controlar a Tyson y a mis primos antes de… Bueno, antes de que adquieran demasiadas malas costumbres entre unos y otros.
Annabeth lo miró a los ojos. Se entendieron sin palabras.
—Desde luego —dijo ella—. Venga, niño cabra.
—¡A mí no me gustan las pistolas de pintura!
—Claro que te gustan. —Lo obligó a ponerse sobre sus pezuñas y se lo llevó hacia la fogata.
Quirón terminó de vendarme la pierna.
—Percy, tuve una charla con Annabeth de camino hacia aquí. Una charla sobre la profecía.
«¡Uf!», pensé.
—No fue culpa suya —le dije—. Yo la obligué a contármelo.
Parpadeó con irritación. Estaba convencido de que iba a regañarme, pero enseguida adoptó una expresión de cansancio.
—Supongo que no podía esperar que se mantuviera en secreto eternamente.
—Así pues, ¿soy yo el de la profecía?
Quirón guardó las vendas en su botiquín.
—Ojalá lo supiera, Percy. Aún no tienes dieciséis años. Por ahora, hemos de seguir entrenándote lo mejor posible y dejar el futuro a las Moiras.
Las Moiras. Hacía mucho que no pensaba en aquellas ancianas, pero en cuanto Quirón las mencionó, algo hizo clic en mi cabeza.
—Eso es lo que significaba… —dije.
Quirón frunció el ceño.
—¿El qué?
—El verano pasado. El presagio de las Moiras, cuando las vi cortar con sus tijeras el hilo de la vida de alguien. Pensé que quería decir que yo iba a morir de inmediato, pero no: es algo peor, tiene que ver con tu profecía. La muerte que presagiaban se producirá cuando cumpla los dieciséis.
Quirón sacudía nervioso su cola sobre la hierba.
—Muchacho, no puedes estar seguro de eso. Ni siquiera sabemos si la profecía se refiere a ti.
—Pero no hay otro mestizo que sea hijo de los Tres Grandes.
—Que nosotros sepamos.
—Y Cronos se está recuperando. ¡Destruirá el monte Olimpo!
—Lo intentará —asintió Quirón—. Y también tratará de destruir toda la civilización occidental, si no lo detenemos. Pero vamos a lograrlo. No estarás sólo en esta batalla.
Sabía que estaba haciendo lo posible para que me sintiera mejor, pero en aquel momento recordé lo que Annabeth me había dicho. Al final, todo se reduciría a un solo héroe. Una sola decisión que salvaría o destruiría Occidente. Y estaba seguro de que las Moiras me habían lanzado una especie de advertencia al respecto: algo terrible iba a ocurrir, conmigo o con alguien muy cercano a mí.
—Sólo soy un chico, Quirón —le dije con tristeza—. ¿Y de qué sirve un héroe piojoso frente a alguien como Cronos?
Quirón consiguió esbozar una sonrisa.
—«¿De qué sirve un héroe piojoso?». Joshua Lawrence Chamberlain me dijo una vez algo parecido, justo antes de que él solo cambiara el curso de la guerra civil.
Sacó una flecha de su carcaj e hizo girar su afilada punta para que destellara a la luz de la hoguera.
—Bronce celestial, Percy. Un arma inmortal. ¿Qué ocurriría si se la disparases a un humano?
—Nada —dije—. Lo atravesaría sin hacerle nada.
—Exacto —dijo—. Los humanos no existen en el mismo plano que los inmortales. Ni siquiera resultan heridos con nuestras armas. Pero tú, Percy, eres mitad dios, mitad humano, vives en ambos mundos, puedes ser herido por ambos y también puedes actuar en ambos. Eso es lo que convierte a los héroes en seres tan especiales. Tú llevas las esperanzas de la humanidad al reino de lo eterno. Los monstruos nunca mueren, renacen del caos y la barbarie que continúa bullendo siempre bajo la civilización: la materia misma que hace más fuerte a Cronos. Por eso deben ser derrotados una y otra vez, por eso hay que mantenerlos a raya. Los héroes encarnáis esa lucha interminable, libráis las batallas que la humanidad debe ganar, generación tras generación, para continuar siendo humana. ¿Entiendes?
—No sé…
—Tienes que intentarlo, Percy. Porque, seas o no el chico de la profecía, Cronos cree que podrías serlo. Después de lo de hoy, abandonará cualquier esperanza de atraerte a su bando. Esa es la única razón de que no te haya matado aún, ¿sabes? En cuanto esté seguro de que no puede utilizarte, te destruirá.
—Hablas como si lo conocieses.
Quirón frunció los labios.
—Lo conozco.
Lo miré fijamente. A veces se me olvidaba lo viejo que era.
—¿Por esa razón el señor D te culpó cuando el árbol fue envenenado? ¿Por eso dijiste que había gente que no confiaba en ti?
—En efecto.
—Pero Quirón… ¡Venga ya! ¿Cómo pudieron creer que tú serías capaz de traicionar al campamento en favor de Cronos?
Los ojos de Quirón, de color castaño oscuro, parecían habitados por una tristeza de miles de años.
—Percy, recuerda tu entrenamiento, tus estudios de mitología. ¿Cuál es mi relación con el señor de los titanes?
Intenté hacer memoria, pero en cuestiones de mitología siempre me he hecho un lío. Incluso entonces, cuando había llegado a ser tan real, tan importante para mi vida, me costaba emparejar correctamente los nombres y las historias. Meneé la cabeza.
—Tú, eh… ¿le debías a Cronos un favor o algo así? ¿O te salvó la vida?
—Percy —dijo Quirón en voz muy baja—. El titán Cronos es mi padre.