Nos vamos a pique
—¿Es que no se le acaban nunca las rocas? —murmuré.
—¡Nademos hasta el barco! —dijo Grover.
Él y Clarisse se zambulleron entre las olas. Annabeth se agarraba del cuello de Clarisse e intentaba nadar con un brazo, aunque el peso del vellocino la abrumaba.
Pero lo que le interesaba al monstruo no era el vellocino.
—¡Tú, joven cíclope! —rugió Polifemo—. ¡Traidor a tu casta!
Tyson se quedó helado.
—¡No lo escuches! —le dije—. Vamos.
Tiré de su brazo, pero era como tirar de una montaña. Él se volvió y encaró al viejo cíclope.
—No soy ningún traidor.
—¡Sirves a los mortales! ¡A ladrones humanos! —gritó Polifemo, y le arrojó la primera roca.
Tyson la desvió con el puño.
—No soy traidor —dijo—. Y tú no eres de mi casta.
—¡Victoria o muerte! —Polifemo se adentró entre las olas, pero aún tenía el pie herido. Dio un traspiés y cayó de cabeza. Habría sido muy divertido si no hubiera empezado a levantarse otra vez, escupiendo agua salada y soltando gruñidos.
—¡Percy! —chilló Clarisse—. ¡Vamos!
Ya casi habían llegado al barco con el vellocino a cuestas. Si conseguía distraer al monstruo un poco más…
—¡Sigue! —me dijo Tyson—. Ya entretengo yo al Gran Feo.
—¡No! Te matará.
Ya había perdido a Tyson una vez. No quería perderlo de nuevo.
—Lucharemos juntos.
—Juntos —repitió él, asintiendo.
Saqué mi espada.
Polifemo avanzaba despacio, cojeando cada vez más, pero no tenía ningún problema en el brazo. Nos arrojó la segunda roca. Me lancé en plancha hacia un lado, pero me habría aplastado igualmente si Tyson no hubiese hecho añicos la roca con el puño.
Ordené al oleaje que se levantara y a continuación una ola de seis metros me alzó en su cresta. Cabalgué sobre ella hacia el cíclope, le di una patada en el ojo y salté por encima de su cabeza mientras el agua lo lanzaba hasta la playa.
—¡Te destruiré! —farfullaba Polifemo—. ¡Me has robado el vellocino!
—¡Fuiste tú el que robó el vellocino! —grité—. ¡Y lo has convertido en una trampa mortal para los sátiros!
—¿Y qué? ¡Los sátiros son buena comida!
—¡El Vellocino de Oro está hecho para curar! ¡Y pertenece a los hijos de los dioses!
—¡Yo soy hijo de los dioses! —Me lanzó un golpe, pero me hice a un lado a tiempo—. ¡Padre Poseidón, maldice a este ladrón!
Ahora parpadeaba sin parar, como si apenas viera nada, y me di cuenta de que apuntaba guiándose por el sonido de mi voz.
—Poseidón no va a maldecirme. —Di un paso atrás y el cíclope aferró un puñado de aire—. Yo también soy su hijo. Él no va a favorecer a ninguno de los dos.
Polifemo rugió. Arrancó un olivo que había echado raíces en la ladera del acantilado y lo aplastó justo en el lugar que yo ocupaba un momento antes.
—¡Los humanos no son lo mismo! ¡Malos, traidores, mentirosos!
Annabeth ya estaba subiendo a bordo con la ayuda de Grover. Clarisse me hacía señas frenéticas para que los siguiera.
Tyson rodeó a Polifemo y trató de ponerse a su espalda.
—¡Joven! —dijo el monstruo—. ¿Dónde estás? ¡Ayúdame!
Tyson se detuvo.
—¡No te criaron como es debido! —aulló Polifemo, agitando aún el olivo—. ¡Pobre hermanito huérfano! ¡Ayúdame!
Nos quedamos inmóviles. Por un instante no oí nada, salvo el fragor del océano y el de mi corazón. Entonces Tyson dio un paso adelante, cubriéndose con las manos por si acaso.
—No luches más, hermano cíclope. Deja ese…
Polifemo buscó su voz.
—¡Tyson! —grité.
El árbol lo golpeó con una fuerza que a mí me habría convertido en una pizza cuatro quesos. Tyson salió disparado hacia atrás, abriendo una zanja en la arena. Polifemo se echó sobre él.
—¡No! —grité. Y me lancé en tromba blandiendo a Contracorriente. Esperaba pinchar a Polifemo en la parte trasera del muslo, pero salté un poco más arriba de la cuenta.
—¡Aaaaaah!
Polifemo se echó a balar como sus ovejas y trató de atizarme con el árbol.
Me zambullí otra vez, aunque consiguió azotarme la espalda con aquellas ramas afiladas. Mi piel sangraba, estaba magullado y exhausto. La cobaya que había en mí quería salir huyendo, pero aun así me tragué el miedo.
Polifemo blandió de nuevo el árbol, pero esta vez me pilló preparado. Agarré una rama al vuelo, sentí un fuerte tirón en las manos al ser impulsado hacia arriba y dejé que el cíclope me alzara por los aires. Cuando alcancé el punto más alto, me solté y fui a caer sobre la cara del monstruo con los pies por delante, que aterrizaron en aquel ojo enorme y ya muy dañado.
Polifemo mugió de dolor. Tyson le hizo un placaje y lo derribó. Yo caí a su lado espada en mano, a la distancia perfecta para clavársela en el corazón. Pero miré fijamente a Tyson y comprendí que no podía hacerlo. No estaba bien, simplemente.
—Déjalo —le dije a Tyson—. Vamos, corre.
Con un último esfuerzo, apartó de un empujón al viejo cíclope, que no dejaba de soltar maldiciones, y corrimos hacia las olas.
—¡Os aplastaré! —aullaba Polifemo, doblándose de dolor y cubriéndose el ojo con sus manos enormes.
Tyson y yo nos zambullimos.
—¿Dónde estáis? —gritaba Polifemo. Recogió el árbol y lo lanzó al agua. Cayó salpicando a nuestra derecha.
Ordené a una corriente que nos arrastrara y empezamos a ganar velocidad. Casi creía que lograríamos llegar al barco, cuando Clarisse gritó desde cubierta:
—¡Muy bien, Jackson! ¡En tus propias narices, maldito cíclope!
«Cierra el pico», quise gritarle.
—¡Grrrrrrr! —rugió Polifemo. Agarró una roca y la lanzó orientándose por la voz de Clarisse, pero se quedó corto y no nos alcanzó por poco.
—¡Venga ya! —se mofaba Clarisse—. ¡Tiras como un cagueta! ¡Así aprenderás! ¡Por querer casarte conmigo, idiota!
—¡Clarisse! —aullé—. ¡Cierra el pico!
Demasiado tarde. Polifemo arrojó otra roca y esta vez contemplé, impotente, cómo pasaba por encima de mi cabeza y atravesaba el casco del Vengador de la Reina Ana.
No os creerías lo rápido que puede hundirse un barco. El Vengador de la Reina Ana gimió, crujió y la proa se fue inclinando como a punto de deslizarse por un tobogán.
Solté una maldición y ordené al mar que nos impulsara más deprisa, pero el agua ya se estaba tragando hasta los mástiles.
—¡Sumérgete! —le dije a Tyson.
Y mientras volaba otra roca por encima de nuestras cabezas, nos zambullimos bajo el agua.
* * *
Mis amigos se hundían muy deprisa y trataban de nadar sin éxito en el burbujeante torbellino del naufragio.
No mucha gente sabe que cuando un barco se va a pique, se forma una especie de sumidero que se traga todo lo que hay alrededor. Clarisse era muy buena nadadora, pero ni siquiera ella lograba gran cosa. Grover daba coces frenéticas con sus pezuñas. Annabeth se aferraba al vellocino, que refulgía como un tesoro en el agua.
Nadé hacia ellos sabiendo que quizá no tendría la fuerza suficiente para sacarlos del apuro. Y consciente de algo peor todavía: había trozos de madera arremolinándose a su alrededor, y ninguno de mis poderes serviría de nada si uno de aquellos maderos me golpeaba en la cabeza.
«Necesitamos ayuda», pensé.
«Sí». Era la voz de Tyson, sonando alta y clara en mi cabeza.
Lo miré atónito. Había oído alguna a vez a las nereidas y otros espíritus acuáticos bajo el agua, pero nunca se me habría ocurrido… Bueno, al fin y al cabo, Tyson era hijo de Poseidón. Podíamos comunicarnos.
«Rainbow», dijo Tyson.
Asentí. Cerré los ojos para concentrarme y uní mi voz a la de Tyson: «¡Rainbow! ¡Te necesitamos!».
Y casi de inmediato, temblaron unas siluetas en la oscuridad del fondo: tres caballos con cola de pez galopaban ya hacia nosotros, más veloces incluso que los delfines. Rainbow y sus compañeros nos miraron y parecieron leernos el pensamiento. Se zambulleron en el remolino del naufragio y momentos después surgieron entre una nube de burbujas con Grover, Annabeth y Clarisse aferrados cada uno al cuello de un hipocampo.
Rainbow, que era el más grande, cargaba con Clarisse. Corrió hasta nosotros y dejó que Tyson se agarrase a su crin. Lo mismo hizo conmigo el hipocampo que llevaba a Annabeth.
Salimos a la superficie y nos alejamos a escape de la isla de Polifemo. A nuestras espaldas, oí todavía al cíclope rugiendo victorioso:
—¡Lo conseguí! ¡He mandado a Nadie al fondo!
Espero que no haya descubierto que estaba equivocado.
Nosotros nos deslizamos sobre las olas mientras la isla se convertía en un punto y desaparecía por fin.
—Lo conseguimos —murmuró Annabeth, exhausta—. Hemos…
Se desplomó sobre el cuello del hipocampo y se quedó dormida en el acto.
No sabía si los hipocampos podrían llevarnos muy lejos. Tampoco sabía adonde nos dirigíamos. Acomodé a Annabeth para que no pudiera caerse, la cubrí con el Vellocino de Oro que tantos esfuerzos nos había costado y pronuncié una silenciosa oración de agradecimiento.
Lo cual me recordó que tenía una deuda pendiente con los dioses.
—Eres genial —le dije en voz baja a Annabeth.
Luego apoyé la cabeza en el vellocino y, antes de darme cuenta, ya estaba dormido.