Nos alojamos en el balneario C. C. de salud y belleza
Desperté en un bote de remos con una vela improvisada con la tela gris de un uniforme confederado. Annabeth, sentada a mi lado, iba orientando la vela para avanzar en zigzag.
Intenté incorporarme y de inmediato me sentí mareado.
—Descansa —me dijo—. Vas a necesitarlo.
—¿Y Tyson…?
Ella meneó la cabeza.
—Lo siento mucho, Percy.
Guardamos silencio mientras las olas nos sacudían.
—Quizá haya sobrevivido —dijo, aunque no muy convencida—. Ya lo sabes, el fuego no puede matarlo.
Asentí, pero no tenía ningún motivo para albergar esperanzas. Había visto cómo aquella explosión destrozaba el hierro blindado. Si Tyson estaba junto a las calderas en aquel momento, era imposible que hubiera sobrevivido.
Había dado su vida por nosotros, y yo no podía dejar de recordar todas las veces en que me había avergonzado de él y había negado que estuviéramos emparentados.
Las olas rompían contra el bote. Annabeth me enseñó algunas cosas que había logrado salvar del naufragio: el termo de Hermes (ahora vacío), una bolsa hermética llena de ambrosía, un par de camisas de marinero y una botella de SevenUp. Ella me había sacado del agua y también había encontrado mi mochila, aunque los dientes de Escila la habían desgarrado por la mitad. La mayor parte de mis cosas se habían perdido en el agua, pero todavía tenía el bote de vitaminas de Hermes. Y también mi espada Contracorriente, desde luego. No importaba dónde perdiera aquel bolígrafo: siempre volvía a aparecer en mi bolsillo.
Navegamos durante horas. Ahora que estábamos en el Mar de los Monstruos, el agua relucía con un verde todavía más brillante, como el ácido de la hidra. El aire era fresco y salado, pero tenía además un raro aroma metálico, como si se aproximara una tormenta eléctrica, o algo aún más peligroso. Yo sabía en qué dirección debíamos seguir. Y sabía que nos hallábamos exactamente a ciento trece millas náuticas de nuestro destino, en dirección oeste noroeste. Pero no por eso lograba sentirme menos perdido.
Sin importar en qué dirección virásemos, el sol siempre me daba en la cara. Compartimos unos sorbos de SevenUp y utilizamos la vela por turnos para guarecernos un poco con su sombra. También hablamos de mi último sueño con Grover.
Según Annabeth, teníamos menos de veinticuatro horas para encontrarlo, y eso dando por supuesto que mi sueño fuese fiable y que Polifemo no cambiara de idea e intentara casarse antes.
—Sí —dije amargamente—. Nunca puedes fiarte de un cíclope.
Annabeth fijó la vista en el agua.
—Lo siento, Percy. Me equivoqué con Tyson, ¿vale? Ojalá pudiera decírselo.
Traté de mantener mi enfado, pero no era fácil. Habíamos pasado juntos un montón de cosas; me había salvado la vida muchísimas veces y era una estupidez por mi parte seguir haciéndome el ofendido con ella.
Bajé la vista para examinar nuestras escasas pertenencias: el termo vacío, el bote de vitaminas. Me acordé de la mirada rabiosa de Luke cuando intenté hablarle de su padre.
—Annabeth, ¿cuál es la profecía de Quirón?
Ella frunció los labios.
—Percy, no…
—Ya sé que Quirón prometió a los dioses que no me lo diría. Pero tú no lo prometiste, ¿verdad?
—Saber no siempre es bueno.
—¡Tu madre es la diosa de la sabiduría!
—¡Ya lo sé! Pero cada vez que un héroe se entera de su futuro intenta cambiarlo, y nunca funciona.
—Los dioses están preocupados por algo que haré cuando crezca —aventuré—. O sea, cuando cumpla los dieciséis. ¿Es eso?
Annabeth retorció entre las manos su gorra de los Yankees.
—No conozco la profecía entera, Percy, pero sí sé que alerta a los dioses sobre un mestizo de los Tres Grandes: el próximo que viva hasta los dieciséis años. Ésa es la verdadera razón de que Zeus, Poseidón y Hades hicieran un pacto después de la Segunda Guerra Mundial y de que juraran no tener más hijos. El siguiente hijo de los Tres Grandes que llegue a cumplir los dieciséis se convertirá en un arma peligrosa.
—¿Por qué?
—Porque ese héroe decidirá el destino del Olimpo. Él o ella tomará una decisión y, con esa decisión, o bien salvará la Era de los Dioses o bien la destruirá.
Pasé un rato asimilando todo aquello. Nunca me mareo cuando navego, pero ahora me sentía mal.
—Por eso Cronos no me mató el verano pasado.
Ella asintió.
—Podrías resultarle muy útil. Si consigue que te pongas de su lado, los dioses estarán metidos en un grave aprieto.
—Pero si la profecía se refiere a mí…
—Sólo lo sabremos si sobrevives otros tres años. Lo cual puede llegar a ser mucho tiempo para un mestizo. Cuando Quirón oyó hablar por primera vez de Thalia, dio por supuesto que ella era la persona de la profecía. Por eso procuró tan desesperadamente que llegara a salvo al campamento. Luego ella cayó luchando y fue transformada en un pino, y ninguno de nosotros sabía ya qué pensar. Hasta que apareciste tú.
Una aleta verde y erizada de púas, de unos cinco metros de largo, salió contoneándose a la superficie por el lado de babor y enseguida volvió a desaparecer.
—El protagonista de la profecía… quiero decir, él o ella, ¿no podría ser como un cíclope, por ejemplo? —pregunté—. Los Tres Grandes tienen un montón de monstruos entre sus hijos.
Annabeth meneó la cabeza.
—El Oráculo dijo «mestizo». Y eso siempre significa medio humano medio divino. Realmente no hay nadie vivo que pudiera serlo, salvo tú.
—Entonces ¿por qué los dioses me han dejado vivir siquiera? Sería más seguro matarme.
—Tienes razón.
—Muchas gracias.
—Percy, no lo sé. Supongo que algunos dioses preferirían matarte, pero seguramente temen ofender a Poseidón. Otros dioses quizá te están observando aún, intentando decidir qué clase de héroe vas a ser. Podrías convertirte en un arma para su supervivencia, al fin y al cabo. La verdadera cuestión es qué harás dentro de tres años, qué decisión tomarás.
—¿La profecía daba alguna pista?
Annabeth vaciló.
Quizá me habría contado algo más, pero en ese momento una gaviota descendió de repente en picado, como salida de la nada, y se posó en nuestro mástil improvisado. Annabeth se sobresaltó cuando el pájaro dejó caer en su regazo un enredo de ramitas y hojas que debían habérsele enganchado.
—Tierra —dijo—. ¡Tiene que haber tierra cerca!
Me senté. No había duda: se veía una línea azul y marrón a lo lejos. Un minuto más tarde se divisaba una isla con una montañita en el centro, con un deslumbrante conjunto de edificios blancos, una playa salpicada de palmeras y un puerto que reunía un surtido bastante extraño de barcos.
* * *
—¡Bienvenidos! —dijo una mujer que sostenía un sujetapapeles.
Parecía una azafata: traje azul marino, maquillaje impecable y cabello recogido en una cola de caballo. Nos estrechó la mano en cuanto pisamos el muelle. Por la deslumbrante sonrisa que nos dedicó, uno habría creído que acabábamos de descender del Princesa Andrómeda, no de un bote de remos bastante maltrecho.
Pero ya digo que la nuestra no era la única embarcación extraña del puerto. Además de una buena colección de yates de recreo, había un submarino de la marina norteamericana, muchas canoas de troncos y un antiguo barco de vela de tres mástiles. Había también una pista para helicópteros, con un aparato del Canal 5, y otra para aviones en la que se veía un jet ultramoderno junto a un avión de hélice que parecía un caza de la Segunda Guerra Mundial. Quizá eran réplicas para que las visitaran los turistas, o algo así.
—¿Es la primera vez que nos visitan? —preguntó la mujer del sujetapapeles.
Annabeth y yo nos miramos.
—Hummm… —dijo Annabeth.
—Primera… visita… al balneario —dijo la mujer mientras lo anotaba—. Veamos…
Nos miró de arriba abajo con aire crítico.
—Hummm… Para empezar, una mascarilla corporal de hierbas para la dama. Y desde luego un tratamiento completo para el caballero.
—¿Qué? —dije.
Ella estaba demasiado ocupada tomando notas para responder.
—¡Perfecto! —dijo con una animada sonrisa—. Estoy segura de que C. C. querrá hablar con ustedes personalmente antes del banquete hawaiano. Por aquí, por favor.
Ese era el problema: que Annabeth y yo ya nos habíamos acostumbrado a que nos tendieran trampas. Y normalmente esas trampas tenían al principio buen aspecto. O sea que ya me esperaba que la mujer con el sujetapapeles de repente se convirtiera en una serpiente, un demonio o algo así. Pero, por otro lado, llevábamos casi todo el día flotando en un bote de remos. Estaba acalorado, cansado y hambriento, y cuando aquella mujer mencionó un banquete hawaiano, mi estómago se sentó sobre sus patas traseras y empezó a jadear como un perro con la lengua fuera.
—No perdemos nada —murmuró Annabeth.
Vaya si podíamos perder, pero aun así seguimos a aquella mujer. Mantuve las manos en los bolsillos, donde atesoraba mis únicas defensas mágicas, o sea, las vitaminas de Hermes y mi bolígrafo. Pero a medida que nos internábamos en el balneario, me fui olvidando de ellos.
El lugar era alucinante. Allí donde mirases había mármol blanco y agua azul. La ladera de la montaña se iba escalonando en amplias terrazas, con piscinas en cada nivel conectadas entre sí mediante toboganes, cascadas y pasadizos sumergidos que podías cruzar buceando. Había fuentes con surtidores que rociaban el aire de agua y adoptaban formas imposibles, como águilas volando o caballos al galope.
A Tyson le encantaban los caballos y sabía que le habrían molado un montón aquellas fuentes. Casi me di la vuelta para ver su expresión, antes de recordar que ya no estaba.
—¿Te sientes bien? —me preguntó Annabeth—. Te veo pálido.
—Estoy bien —mentí—. Es sólo… Sigamos andando.
Vimos toda clase de animales domesticados. Una tortuga de mar dormitaba sobre un montón de toallas. Las clientas del balneario —sólo mujeres jóvenes, por lo que iba viendo— ganduleaban tiradas en tumbonas, tomando combinados de fruta o leyendo revistas, mientras se les secaban en la cara las mascarillas de hierbas y les hacían las uñas unas manicuras con uniforme blanco.
Al subir por una escalera hacia lo que parecía el edificio principal, oí a una mujer cantando. Su voz flotaba perezosamente como si estuviese entonando una nana. Cantaba en un idioma que no era griego clásico, pero sí igual de antiguo: lengua minoica tal vez, o algo parecido. Entendía más o menos de qué iba la canción: hablaba de la luz de la luna entre los olivos, de los colores del amanecer, y también de magia. De algo relacionado con la magia. Su voz parecía elevarme del suelo y transportarme hacia ella.
Llegamos a una gran estancia cuya pared frontal era toda de cristal. La pared del fondo estaba cubierta de espejos, de modo que el lugar parecía extenderse hasta el infinito. Había una serie de muebles blancos de aspecto muy caro, y sobre una mesa situada en un rincón, una enorme jaula para mascotas. Parecía fuera de lugar allí, pero no me detuve a pensar en ello, porque justo en ese momento vi a la dama que había estado cantando… ¡Uau!
Estaba sentada junto a un telar del tamaño de una pantalla de televisión gigante, tejiendo hilos de colores con las manos con una destreza asombrosa. El tapiz tenía un brillo trémulo, como si fuera en tres dimensiones, y representaba una cascada tan vividamente que se veía cómo se movía el agua y cómo se desplazaban las nubes por un cielo de tela.
Annabeth contuvo el aliento.
—Es precioso.
La mujer se volvió. Ella era más preciosa aún que su tapiz. Su largo cabello oscuro estaba trenzado con hilos de oro; tenía unos penetrantes ojos verdes y llevaba un vestido de seda negra con estampados que parecían moverse también. Eran sombras de animales en negro sobre negro, creo que ciervos corriendo por un bosque nocturno.
—¿Te gusta tejer, querida? —preguntó la mujer.
—Sí, señora —dijo Annabeth—. Mi madre es…
Se detuvo en seco. Y con razón. No puedes ir por ahí explicando que tu mamá es Atenea, la diosa que inventó el telar. La mayoría de la gente te encerraría de inmediato en una celda acolchada.
Nuestra anfitriona se limitó a sonreír.
—Tienes buen gusto, querida. Me alegra mucho que estés aquí. Me llamo C. C.
Los animales en la jaula del rincón empezaron a dar chillidos. Debían de ser cobayas, por el ruido que hacían.
Nosotros nos presentamos también. Me miró con cierta desaprobación, como si hubiese fallado en alguna prueba, y eso me hizo sentir mal. Por alguna razón, deseaba complacer a aquella dama.
—Ah, querido —dijo con un suspiro—. Tú sí necesitas mi ayuda.
—¿Señora? —dije.
C. C. llamó a la mujer con traje de azafata.
—Hylla, hazle un tour completo a Annabeth, ¿quieres? Muéstrale todos los servicios disponibles. Habrá que cambiarle la ropa, y el pelo ¡cielos! Solicitaremos una consulta exhaustiva de imagen en cuanto haya hablado con este caballero.
—Pero… —Annabeth pareció dolida—. ¿Qué pasa con mi pelo?
C. C. sonrió con benevolencia.
—Eres encantadora, querida. ¡De veras! Pero no estás sacando partido de ti misma ni de tus encantos. En absoluto. ¡Semejante potencial desperdiciado!
—¿Desperdiciado?
—Bueno, seguro que no estás contenta con tu aspecto actual. Cielos, no hay una sola persona que lo esté, pero no te preocupes. Aquí, en el balneario, mejoramos a cualquiera. Hylla te mostrará a qué me refiero. ¡Has de liberar tu auténtico ser, querida!
Los ojos de Annabeth brillaban anhelantes. Nunca la había visto tan desconcertada.
—Pero… ¿y Percy?
—Claro —dijo C. C, lanzándome una triste mirada—. A Percy tengo que atenderlo personalmente. Él requiere más trabajo.
Normalmente, si alguien me hubiera dicho eso me habría enfadado. Pero al oírlo de C. C. me sentí abatido. La había decepcionado. Tenía que buscar el modo de mejorar.
Las cobayas chillaban como si estuviesen hambrientas.
—Bueno… —dijo Annabeth—. Supongo…
—Por aquí, querida —dijo Hylla. Y Annabeth se dejó llevar hacia los jardines llenos de cascadas.
C. C. me tomó del brazo y me guió hacia la pared de los espejos.
—Verás, Percy… Para liberar tu potencial necesitas mucha ayuda; ahora bien, el primer paso es admitir que no estás contento con tu actual forma de ser.
Me moví nervioso ante el espejo. No soportaba tener que pensar en mi aspecto: por ejemplo, en el primer grano que me había salido en la nariz a principios de curso, o en mis dos incisivos, que no estaban nivelados a la perfección, o en mi pelo, que nunca permanecía en su sitio y tenía tendencia a dispararse hacia cualquier lado.
La voz de C. C. me hacía pensar en todas esas cosas, como si me estuviera observando al microscopio. Y mi ropa no era guay. Eso ya lo sabía.
«¿Qué más da?», pensaba una parte de mí mismo. Pero allí de pie, frente al espejo de C. C, resultaba difícil ver en mí algo positivo.
—Bueno, bueno —dijo C. C. en tono de consuelo—. ¿Qué te parece si probamos… esto?
Chasqueó los dedos y sobre el espejo se desplegó una cortina azul celeste. Tenía un brillo tembloroso, como el tapiz del telar.
—¿Qué ves? —preguntó.
Miré el paño azul, sin saber a qué se refería.
—No sé…
Entonces hubo un cambio de colores. Me vi a mí mismo en una especie de reflejo, pero no era un reflejo. Temblando en medio de aquel paño se veía una versión superguay de Percy Jackson, con ropa adecuada y una sonrisa de confianza. Los dientes perfectamente alineados, ni un solo grano, un bronceado ideal, más atlético, quizá tres o cuatro centímetros más alto. Era yo, pero sin ningún defecto.
—¡Uau! —logré decir.
—¿Te gusta así? —preguntó C. C.—. ¿O probamos un tipo diferente…?
—No; así está bien. Esto es… increíble. ¿De veras puede…?
—Puedo ofrecerte un tratamiento completo —me aseguró C. C.
—¿Cuál es el truco? ¿Tengo que seguir una dieta especial?
—Oh, es muy fácil. Mucha fruta fresca, un programa ligero de ejercicios y, desde luego… esto.
Se acercó al mueble bar y llenó un vaso de agua. Luego abrió un paquete de algo efervescente y vertió en el vaso un polvo rojo. La mezcla adquirió un resplandor momentáneo. Cuando se desvaneció, la bebida tenía el aspecto de un batido de fresa.
—Uno de éstos equivale a una comida completa —dijo C. C.—. Te garantizo que verás los resultados de inmediato.
—¿Cómo es posible?
Ella se echó a reír.
—¿Para qué hacer preguntas? Quiero decir, ¿no deseas convertirte sin más en tu «yo» perfecto?
No lograba acallar una sensación de sospecha.
—¿Por qué no hay chicos en este balneario?
—Ah, pero sí los hay —me aseguró—. Los conocerás muy pronto. Tú prueba el combinado y verás.
Miré el paño azul y aquel reflejo mío que no era yo.
—Mira, Percy —me reprendió C. C.—, la parte más difícil del proceso es dejar de querer controlarlo todo. Tienes que decidirte: ¿te vas a fiar de tu criterio sobre cómo deberías ser, o te vas a fiar del mío?
Tenía la garganta seca. Me oí decir:
—Del suyo.
Ella sonrió y me tendió el vaso. Y yo me lo llevé a los labios.
Tenía el sabor que era de esperar por su aspecto: como un batido de fresa. Casi de inmediato, una cálida sensación me inundó las tripas: una sensación placentera, al principio; luego dolorosa y ardiente, abrasadora, como si el combinado estuviera a punto de hervir en mi interior.
Me doblé y dejé caer el vaso.
—¿Qué me ha…? ¿Qué ocurre?
—No te preocupes, Percy —dijo C. C.—. El dolor pasará. ¡Mira! Tal como te he prometido. Resultados inmediatos.
Algo había ido mal, espantosamente mal.
Cayó la cortina y vi en el espejo cómo se me arrugaban y retorcían las manos y me crecían unas uñas largas y delicadas, y me brotaba pelo por toda la cara, bajo la camisa y en los rincones más chungos. Sentía los dientes demasiado pesados, mi ropa se agrandaba por momentos, o quizá era C. C. la que estaba creciendo demasiado… No: yo estaba encogiendo.
Y súbitamente, me encontré sumido en una caverna de tela oscura. Me había quedado enterrado bajo mi propia camisa. Traté de correr, pero me agarraron unas manos tan grandes como mi propio cuerpo. Intenté pedir ayuda a gritos, pero lo único que salía de mi boca era:
—¡Rit, rit, rit!
Aquellas manos gigantes me estrujaban por la mitad y me izaban en el aire. Yo forcejeaba y daba golpes con piernas y brazos, que ahora tenían un aspecto muy achaparrado. Y de repente, me encontré mirando con horror la cara enorme de C. C.
—¡Perfecto! —retumbó su voz. Me retorcí alarmado, pero ella se limitó a apretarme más por el vientre, también cubierto de pelo—. ¿Lo ves, Percy? ¡Ahora has liberado tu verdadero ser!
Me sostuvo ante el espejo y lo que vi me hizo aullar de puro terror.
—¡Rit, rit, rit!
Allí estaba C. C, hermosa y sonriente, sosteniendo a una criatura peluda con dientes de conejo, con uñas diminutas y un pelaje blanco y naranja. Si yo me retorcía, el bicho peludo se retorcía también en el espejo. Yo era… era…
—Una cobaya —dijo C. C.—, también llamada «cerdito de Guinea». ¿Adorable, verdad? Los hombres son unos cerdos, Percy. Yo solía convertirlos en cerdos de verdad, pero olían mal, ocupaban demasiado espacio y daban mucho trabajo. O sea, no muy distintos de como eran antes, la verdad. Los cerditos de Guinea resultan más adecuados. Y ahora, ven a conocer a los demás hombres.
—¡Rit! —protesté, tratando de arañarla, pero C. C. me agarró con tanta fuerza que poco me faltó para desmayarme.
—Nada de eso, pequeñín —me reprendió—, o te echaré de comida a las lechuzas. Ahora entra en la jaula como una buena mascota. Mañana, si te portas bien, te pondrás en camino. Siempre hay algún colegio que necesita una nueva cobaya.
Mi mente se movía a tanta velocidad como mi corazón diminuto. Tenía que regresar a donde yacía mi ropa amontonada en el suelo. Si pudiera llegar allí, sacaría a Contracorriente del bolsillo y… ¿y qué? No podría destapar el bolígrafo. E incluso si pudiese, no sería capaz de sostener la espada.
Me retorcía totalmente imposibilitado, mientras C. C. me llevaba a la jaula de las cobayas y abría la puerta.
—Te presento a mis problemas de disciplina, Percy —dijo en tono de advertencia—. Nunca llegarán a ser buenas mascotas en un colegio, pero quizá te sirvan para aprender modales. La mayoría llevan en esta jaula más de trescientos años. Si no quieres quedarte con ellos de modo permanente, te sugiero…
—¿Señora C. C? —Era la voz de Annabeth.
C. C. soltó una maldición en griego antiguo. Me dejó en la jaula y cerró la puerta. Yo daba alaridos y arañaba los barrotes, pero en vano. C. C. metió mi ropa bajo el telar de una patada justo cuando llegaba Annabeth.
Apenas la reconocí. Llevaba un vestido de seda blanca sin mangas, como el de C. C. Tenía el pelo rubio recién lavado y peinado, y también trenzado con hilos de oro, pero lo peor era… que la habían maquillado. Nunca habría creído que Annabeth se dejara pillar en semejante estado ni muerta. Vamos a ver: tenía buen aspecto. Muy buen aspecto. Se me habrían atragantado las palabras seguramente, en caso de que hubiera sido capaz de decir otra cosa que «rit, rit». Pero, por otra parte, había en su aspecto algo del todo equivocado. Aquélla no era Annabeth, sencillamente.
Ella miró alrededor y frunció el ceño.
—¿Dónde está, Percy?
Yo me desgañitaba gritando, pero ella no parecía oírme.
C. C. sonrió.
—Le están aplicando uno de nuestros tratamientos, querida. No te preocupes. ¡Estás preciosa! ¿Qué te ha parecido el tour?
Los ojos de Annabeth se iluminaron.
—¡Su biblioteca es impresionante!
—Sí, desde luego. Todo el conocimiento de los tres últimos milenios. Cualquier cosa que quieras estudiar, o cualquier cosa que desees ser, querida.
—¿Arquitecto, por ejemplo?
—¡Puaggg! —exclamó C. C.—. Tú, querida, tienes madera de hechicera, como yo.
Annabeth dio un paso atrás.
—¿Hechicera?
—Sí, querida —C. C. alzó la mano y una llama surgió de su palma y bailó por la punta de sus dedos—. Mi madre es Hécate, la diosa de la magia. Reconozco a una hija de Atenea en cuanto la veo. Tú y yo no somos tan diferentes; las dos buscamos el conocimiento, las dos admiramos la grandeza y ninguna necesita permanecer a la sombra de los hombres.
—No… no acabo de comprender.
Grité una vez más con todas mis fuerzas, tratando de llamar la atención de Annabeth, pero ella no podía oírme o no creía que aquellos ruidos tuvieran importancia. Mientras tanto, las demás cobayas habían ido saliendo de sus cubículos para echarme un vistazo. No sabía que las cobayas pudieran tener un aspecto tan chungo, pero aquéllas me demostraron que sí. Había media docena, y todas tenían el pelaje sucio, los dientes roídos y los ojos enrojecidos. Estaban cubiertas de virutas y olían como si realmente llevaran allí trescientos años sin que nadie limpiara la jaula.
—Quédate conmigo —le decía C. C. a Annabeth—. Estudia conmigo. Puedes unirte a nuestro equipo, convertirte en hechicera, aprender a dominar la voluntad de los demás. ¡Te volverás inmortal!
—Pero…
—Eres demasiado inteligente, querida. Demasiado para confiar en ese estúpido campamento para héroes. Dime, ¿cuántas grandes heroínas mestizas serías capaz de enumerar?
—Bueno… Atalanta, Amelia Earhart…
—¡Bah! Son los hombres los que se llevan siempre toda la gloria —Apretó el puño y extinguió aquella llama mágica—. El único camino que les queda a las mujeres para adquirir poder es la hechicería. ¡Medea y Calipso son ahora muy poderosas! Y yo, desde luego. La más grande de todas.
—Usted… ¡C. C. es Circe!
—Sí, querida.
Annabeth retrocedió y Circe se echó a reír.
—No temas. No voy a hacerte ningún daño.
—¿Qué le ha hecho a Percy?
—Sólo ayudarlo a encontrar su auténtica forma.
Annabeth escudriñó la estancia. Finalmente, reparó en la jaula y me vio arañando con desesperación los barrotes, rodeado de cobayas. Abrió unos ojos como platos.
—¡Olvídalo! —dijo Circe—. Únete a mí y aprende los caminos de la hechicería.
—Pero…
—Tu amigo estará bien atendido. Será enviado a tierra firme, a un nuevo hogar maravilloso. Los niños del jardín de infancia lo adorarán. Y tú, entretanto, te harás más sabia y más poderosa, tendrás todo lo que siempre has deseado.
Annabeth seguía mirándome, pero con una expresión soñadora. La misma que yo debía de tener cuando Circe me había embelesado para que bebiera aquel batido maléfico. Chillé y arañé con todas mis fuerzas, tratando de sacar a Annabeth de su ensueño, pero me sentía del todo impotente.
—Déjeme pensarlo —murmuró Annabeth—. Sólo un minuto… a solas. Para despedirme.
—Claro que sí, querida —susurró Circe—. Un minuto. Ah, y para que dispongas de completa intimidad… —Hizo un ademán con la mano y descendieron de golpe unas barras de hierro sobre las ventanas. Luego se deslizó fuera y cerró la puerta con llave.
La expresión embelesada de Annabeth se desvaneció en el acto. Se acercó corriendo a la jaula.
—Bueno, ¿cuál eres?
Me puse a chillar, pero lo mismo hicieron las demás cobayas. Annabeth parecía desesperada; escudriñó la estancia con la mirada y divisó las perneras de mis tejanos asomando bajo el telar.
¡Sí!
Corrió hacia allí y hurgó en mis bolsillos.
Pero, en lugar de sacar a Contracorriente, encontró el bote de vitaminas de Hermes y empezó a forcejear con el tapón.
Yo quería gritarle que no era momento de tomar vitaminas. ¡Tenía que sacar la espada!
Se metió en la boca un limón masticable justo cuando se abría la puerta de golpe y entraba Circe de nuevo, acompañada por dos azafatas.
—Bueno —suspiró—, ¡qué rápido pasa un minuto! ¿Cuál es tu respuesta, querida?
—Ésta —dijo Annabeth y sacó su cuchillo de bronce.
La hechicera dio un paso atrás, pero enseguida se recobró. Sonrió con desdén.
—¿De veras, pequeña? ¿Un cuchillo contra toda mi magia? ¿Te parece sensato?
Circe se volvió hacia sus ayudantes, que sonrieron. Alzaron las manos, como disponiéndose a lanzar un conjuro.
«¡Corre!», habría querido decirle a Annabeth, pero lo único que lograba emitir eran ruiditos de roedor. Las demás cobayas chillaban y se escabullían hacia los rincones. Yo también sentía el mismo pánico y el impulso de correr a esconderme… ¡Pero tenía que pensar en algo! No podría soportarlo si perdía a Annabeth como había perdido a Tyson.
—¿Cuál sería la forma adecuada para Annabeth? —dijo Circe con aire pensativo—. Una cosa pequeña y malhumorada… ¡Ya sé, una musaraña!
De sus dedos surgieron espirales de fuego azul, que se retorcieron como serpientes alrededor de Annabeth.
La miré paralizado de horror, pero no sucedió nada. Annabeth seguía siendo Annabeth, sólo que ahora más furiosa. Dio un salto y le puso a Circe la punta del cuchillo en el cuello.
—¿Y por qué no convertirme en una pantera? ¡Una que te ponga las zarpas en el cuello!
—¿Cómo demonios…? —aulló Circe.
Annabeth alzó el bote de vitaminas para que lo viese la hechicera.
Circe dio un alarido de frustración.
—¡Maldito sea Hermes y sus vitaminas! ¡No son más que una moda pasajera! ¡No te aportan ningún beneficio!
—¡Devuélvele a Percy su forma humana! —dijo Annabeth.
—¡No puedo!
—Tú lo has querido.
Las ayudantes de Circe dieron un paso adelante, pero su jefa las detuvo.
—¡Atrás! ¡Es inmune a la magia mientras dure el efecto de esa maldita vitamina!
Annabeth arrastró a Circe hasta nuestra jaula, le arrancó el techo y vertió en su interior el resto de las vitaminas.
—¡No! —gritó Circe.
Yo fui el primero en atrapar una gragea, y todas las demás cobayas salieron corriendo de sus escondrijos para probar aquella nueva comida.
Me bastó un bocadito para sentir un ardor por dentro. Seguí royendo y, de pronto, la vitamina dejó de parecerme enorme, la jaula empezó a achicarse y… ¡bang! La jaula explotó y me encontré sentado en el suelo, otra vez con mi forma humana (también con mi ropa puesta, gracias a los dioses), rodeado de seis tipos que parpadeaban con aire desorientado mientras se sacudían las virutas del pelo.
—¡No! —gritó Circe—. ¡Tú no lo entiendes! ¡Éstos son los peores!
Uno de ellos se puso en pie: era un tipo enorme con una barba negra, larga y enredada, y con los dientes negros también. Vestía de un modo bastante incongruente, con ropa de lana y cuero, botas altas y un sombrero de ala flexible. Los otros vestían de modo más sencillo, con calzones y camisas blancas llenas de manchas. Todos iban descalzos.
—¡Argggg! —bramó aquel tipo—. ¿Qué me ha hecho esta bruja?
—¡No! —gimió Circe.
Annabeth ahogó un grito.
—¡Te conozco! ¿No eres Edward Teach, el hijo de Ares?
—Sí, muchacha —gruño él—. ¡Aunque todos me llaman Barbanegra! Y ésa es la hechicera que nos capturó. Vamos a cortarla en pedazos y luego me zamparé una buena ensalada de apio. ¡Argggg!
Circe echó a gritar y salió corriendo con sus ayudantes, perseguida por los piratas.
Annabeth envainó su cuchillo y me miró.
—Gracias… —dije con voz temblorosa—. Lo siento mucho…
Antes de que se me ocurriese algún modo de excusarme por haber sido tan idiota, ella se acercó y me dio un abrazo. Luego se separó de mí con la misma rapidez.
—Me alegro de que no seas una cobaya.
—Yo también. —Confiaba en no tener la cara tan roja como la sentía.
Ella deshizo los hilos de oro que tenía trenzados en el pelo.
—Vamos, sesos de alga —dijo—. Tenemos que largarnos mientras Circe esté distraída.
Corrimos colina abajo, atravesando terrazas y dejando atrás a los empleados del balneario, que gritaban desesperados mientras los piratas se entregaban al saqueo. Los hombres de Barbanegra rompían las antorchas dispuestas para el banquete hawaiano, arrojaban a la piscina los emplastos de hierbas y derribaban las mesas.
Casi me sentí mal por dejar sueltos a aquellos piratas tan revoltosos, pero también pensé que después de trescientos años encerrados se merecían algo más entretenido que la rueda para cobayas de la jaula.
—¿Qué barco? —preguntó Annabeth cuando llegamos al muelle.
Miré con desesperación en todas direcciones. No podíamos tomar otra vez el bote de remos. Teníamos que abandonar la isla de inmediato. ¿Pero qué nos convenía más? ¿Un submarino? ¿Un avión de combate? Bueno, tampoco es que supiera pilotar esa clase de cacharros…
Entonces lo vi.
—Allí —dije.
Annabeth parpadeó.
—Pero…
—Podría hacerlo funcionar.
—¿Cómo?
No podía explicárselo, pero de algún modo sabía que un viejo barco de vela era la apuesta más segura. Tomé a Annabeth de la mano y la arrastré hacia la embarcación de tres mástiles. En la proa lucía el nombre que sólo más tarde descifraría: Vengador de la Reina Ana.
—¡Arggg! —aulló Barbanegra a lo lejos—. ¡Esos sinvergüenzas están abordando mi buque! ¡Detenedlos, muchachos!
—¡No lograremos salir a tiempo! —gritó Annabeth mientras nos encaramábamos a bordo.
Cuando llegamos arriba, miré el desesperante tinglado de velas y sogas que tenía alrededor. Para ser un buque de trescientos años, estaba en perfectas condiciones. Aun así, habría hecho falta una tripulación de cincuenta marineros y muchas horas de trabajo para ponerlo en movimiento. Nosotros no teníamos tanto tiempo. Los piratas bajaban corriendo las escaleras, agitando antorchas hawaianas y tallos de apio.
Cerré los ojos y me concentré en las olas que chapoteaban contra el casco, en las corrientes del mar, en los vientos que me rodeaban. Y de pronto me vino a la mente la palabra adecuada:
—¡Palo de mesana! —grité.
Annabeth me miró como si me hubiese vuelto loco, pero en un segundo el aire se llenó de un silbido de sogas que se tensaban, ruido de velas que se desplegaban y crujido de poleas.
Annabeth se agachó justo para esquivar un cable que pasó por encima de su cabeza y fue a arrollarse en el bauprés.
—Percy, ¿cómo…?
No tenía respuesta, pero sentía que el barco me respondía como si fuese parte de mi cuerpo. Ordené que las velas se izaran con la misma facilidad con que flexionaba un brazo. Y luego ordené que girase el timón.
El Vengador de la Reina Ana se apartó con una sacudida del muelle, y cuando los piratas llegaron por fin a la orilla, nosotros ya navegábamos hacia el Mar de los Monstruos.