CAPÍTULO 9

Asisto a la peor reunión de familia de mi vida

Annabeth se ofreció para ir a investigar ella sola, ya que tenía la gorra de invisibilidad, pero la convencí de que era demasiado peligroso. O íbamos todos juntos o no iba nadie.

—¡Nadie! —votó Tyson—. ¡Por favor!

Al final nos acompañó, aunque comiéndose las enormes uñas de puros nervios. Nos detuvimos en el camarote un momento para recoger nuestras cosas; pasara lo que pasase, no pensábamos quedarnos otra noche a bordo de aquel crucero lleno de zombis, por más que tuviesen un bingo de un millón de dólares. Comprobé que llevaba a Contracorriente en el bolsillo y que las vitaminas y el termo de Hermes estaban a mano en mi petate; no quería que Tyson cargara con todo, pero él insistió y Annabeth me dijo que no me preocupara. Tyson podía cargar tres petates al hombro con la misma facilidad con que yo llevaría una mochila.

Nos deslizamos por los pasillos hacia la suite del almirantazgo, siguiendo los planos de «Usted está aquí» que había por todo el barco. Annabeth iba delante, invisible, explorando el terreno. Nos escondíamos siempre que pasaba alguien, pero la mayoría de la gente que vimos eran pasajeros con ojos de zombi.

Acabábamos de subir las escaleras de la cubierta 13, donde se suponía que estaba la suite del almirantazgo, cuando Annabeth nos dijo en un siseo:

—¡Escondeos! —Y nos metió a empujones en un cuarto de la limpieza.

Oí a dos tipos que venían por el pasillo.

—¿Has visto a ese dragón etíope en la bodega? —dijo uno de ellos.

El otro soltó una risita.

—Sí, es espantoso.

Annabeth era todavía invisible, pero me apretó el brazo con fuerza. Me pareció reconocer la voz del segundo tipo.

—He oído que tienen dos más en camino —dijo aquella voz conocida—. Si siguen llegando a este ritmo, colega, no va a haber color…

Las dos voces se fueron apagando por el pasillo.

—¡Ése era Chris Rodríguez! —Annabeth se quitó la gorra y se hizo visible—. ¿Te acuerdas? De la cabaña once.

Recordaba vagamente a Chris del verano anterior. Era uno de aquellos campistas de origen indeterminado que se habían quedado varados en la cabaña de Hermes porque su madre o su padre olímpico no los había reconocido. Ahora que lo pensaba, me daba cuenta de que este verano no había visto a Chris en el campamento.

—¿Qué hace otro mestizo aquí?

Annabeth meneó la cabeza, preocupada.

Continuamos por el pasillo. No necesitaba ningún mapa para saber que nos acercábamos a Luke. Tenía una sensación fría y desagradable: la presencia del mal, sin duda.

—Percy. —Annabeth se detuvo de repente—. Mira.

Estaba ante una pared de cristal desde la que se dominaba un atrio central de varios pisos de altura que recorría el barco por la mitad. A nuestros pies se hallaba la galería Promenade, un centro comercial lleno de tiendas. Pero no era eso lo que había llamado la atención de Annabeth.

Un grupo de monstruos se había congregado delante de la tienda de golosinas. Eran una docena de gigantes lestrigones, como los que me habían atacado con bolas de fuego, dos perros del infierno y varias criaturas más extrañas aún: unas hembras humanoides con doble cola de serpiente en lugar de piernas.

Dracaenae de Escitia —susurró Annabeth—. Son mujeres dragón.

Los monstruos formaban un semicírculo en torno a un joven con armadura griega que estaba haciendo trizas un maniquí de paja. Se me hizo un nudo en la garganta cuando advertí que el maniquí llevaba la camiseta naranja del Campamento Mestizo. El tipo de la armadura lo ensartó por el vientre y lo fue desgarrando hasta partirlo en dos; la paja volaba por todas partes y los monstruos lo aclamaban y soltaban alaridos.

Annabeth se apartó del cristal con el rostro lívido.

—Vamos —le dije, intentando sonar más valiente de lo que me sentía—. Cuanto antes encontremos a Luke, mejor.

Al fondo del vestíbulo se veía una doble puerta de roble que daba la impresión de conducir a un lugar importante. Cuando estábamos a unos diez metros, Tyson se detuvo.

—Voces dentro.

—¿Las oyes desde aquí? —pregunté.

Tyson cerró los ojos como para concentrarse. Y de repente su voz se transformó en una ronca imitación de la voz de Luke:

—… la profecía nosotros mismos. Los muy idiotas no sabrán hacia qué lado ir.

Antes de que yo pudiese reaccionar, la voz de Tyson se hizo más grave y brutal, como la del otro tipo que habíamos oído hablando con Luke frente a la cafetería.

—¿Estás seguro de que el viejo hombre caballo se ha ido definitivamente?

Tyson imitó la risa de Luke.

—Ya no se fían de él. No pueden fiarse con los esqueletos que tiene en el armario. El envenenamiento del árbol ha sido la gota que colma el vaso.

Annabeth se estremeció.

—¡Para ya, Tyson! ¿Cómo lo haces? Es espeluznante.

Tyson abrió su ojo con aire desconcertado.

—Estoy escuchando.

—Sigue —le dije—. ¿Qué más dicen?

Tyson volvió a cerrar el ojo.

Siseó con aquella voz brutal:

—¡Silencio!

Luego cuchicheó con la de Luke:

—¿Estás seguro?

—Sí —dijo Tyson con la otra voz—. Ahí fuera.

Me di cuenta demasiado tarde de lo que ocurría. Sólo tuve tiempo de decir:

—¡Corred!

Las puertas del camarote principal se abrieron de golpe y allí estaba Luke, entre dos gigantes peludos armados con jabalinas; sus puntas de bronce nos apuntaban directamente al pecho.

* * *

El camarote principal era precioso y horrible.

Lo precioso: había grandes ventanales curvados en la pared del fondo, desde donde se veía la popa del barco; el agua verde y el cielo azul se extendían por todo el horizonte. El suelo estaba cubierto con una alfombra persa; dos sofás de lujo ocupaban el centro de la habitación, a un lado había una cama con dosel, al otro una gran mesa de caoba. La mesa estaba llena de comida: cajas de pizza, refrescos y un montón de sándwiches de rosbif en bandejas de plata.

Lo horrible: en un estrado de terciopelo situado en la parte trasera de la habitación había un ataúd de oro de tres metros. Un sarcófago con grabados de estilo griego antiguo, que representaban escenas de ciudades en llamas y héroes sufriendo muertes horripilantes. Pese a la luz solar que entraba a raudales por las ventanas, el ataúd impregnaba de frío toda la habitación.

—Bueno —dijo Luke, abriendo los brazos con orgullo—. Mola un poco más que la cabaña once, ¿no?

Había cambiado desde el verano pasado. En lugar de bermudas y camiseta, llevaba una camisa abotonada, pantalones caqui y mocasines de piel. El pelo rubio rojizo, antes siempre alborotado, lo llevaba ahora muy corto. Parecía un modelo masculino malvado, mostrando cómo vestirían aquel año en Harvard los granujas de moda.

Aún tenía la cicatriz debajo del ojo: una línea dentada blanca que le había quedado de su combate con un dragón. Y apoyada en el sofá reposaba Backbiter, su espada mágica, que despedía un raro destello con aquella afiladísima hoja —mitad acero, mitad bronce celestial— capaz de matar tanto a los mortales como a los monstruos.

—Sentaos —dijo.

Hizo un ademán con la mano y tres sillas de la mesa se deslizaron hasta el centro de la habitación.

Ninguno de nosotros se sentó.

Los grandiosos amigos de Luke seguían apuntándonos con sus jabalinas. Parecían gemelos, pero no eran humanos. Debían de medir unos dos metros y medio, y la única ropa que llevaban eran unos tejanos, seguramente porque su enorme caja torácica ya estaba cubierta con un espeso pelaje marrón. Tenían garras en lugar de manos; sus pies parecían pezuñas y sus narices, hocicos. En cuanto a sus dientes, todos eran colmillos afilados.

—¡Vaya modales los míos! —dijo Luke en tono zalamero—. Estos son mis ayudantes, Agrius y Oreius. Es posible que hayáis oído hablar de ellos.

No dije nada. Lo que me asustaba no eran los dos osos gemelos, pese a las jabalinas con que me apuntaban.

Me había imaginado muchas veces que volvía a encontrarme a Luke, después de que intentara matarme el verano anterior. Me veía a mí mismo plantándole cara con audacia y desafiándolo a un duelo. Pero ahora que nos encontrábamos cara a cara, apenas podía impedir que me temblaran las manos.

—¿No conocéis la historia de Agrius y Oreius? —nos preguntó—. Su madre… bueno, es una triste historia, la verdad. Afrodita le ordenó que se enamorase; la joven se negó y corrió a Artemisa para suplicarle que la ayudara. Artemisa le permitió convertirse en una de sus doncellas cazadoras, pero Afrodita se vengó. Hechizó a la joven para que se enamorase de un oso, y cuando Artemisa lo descubrió, la abandonó con repugnancia. Típico de los dioses, ¿no? Se pelean entre ellos y los pobres humanos quedan atrapados en medio. Los dos hijos gemelos de la joven, Agrius y Oreius, no sienten ningún amor por el Olimpo; sin embargo, les gustan mucho los mestizos…

—Para almorzar —gruñó Agrius. Su voz áspera y brutal era la que antes había oído hablando con Luke.

Su hermano Oreius se echó a reír mientras se relamía los labios rodeados de pelo.

—¡Je, je, je!

Continuó riendo como si le hubiera entrado un ataque de asma, hasta que Luke y Agrius lo miraron fijamente.

—¡Cierra la boca, idiota! —gritó Agrius—. ¡Aplícate tú mismo el castigo!

Oreius se puso a lloriquear. Se dirigió penosamente a un rincón, se desplomó sobre un taburete y empezó a golpearse la frente con la mesa de caoba. Las bandejas de plata brincaban a cada golpe.

Luke se comportaba como si todo aquello fuese de lo más normal. Se acomodó en un sofá y apoyó los pies en la mesilla de café.

—Bueno, Percy, hemos permitido que sobrevivieras un año más. Espero que estés agradecido. ¿Qué tal tu madre? ¿Y el colegio?

—Has envenenado el árbol de Thalia.

Él suspiró.

—Directo al grano, ¿eh? Está bien: por supuesto que envenené el árbol. ¿Y qué?

—¿Cómo te atreviste? —Annabeth parecía tan furiosa que creí que iba a explotar—. ¡Thalia te salvó la vida! ¡Nuestras vidas! ¿Cómo has podido profanarla…?

—¡Yo no la he profanado! —replicó Luke—. ¡Fueron los dioses quienes la profanaron, Annabeth! Si Thalia estuviese viva se pondría de mi lado.

—¡Mentiroso!

—Si supieras lo que se avecina entenderías…

—¡Lo que entiendo es que quieres destruir el campamento! —gritó—. ¡Eres un monstruo!

Luke meneó la cabeza.

—Los dioses te han cegado. ¿No puedes imaginarte un mundo sin ellos, Annabeth? ¿De qué sirve toda esa historia antigua que estudias? ¡Tres mil años de lastre! Occidente está podrido hasta la médula. Tiene que ser destruido. ¡Únete a mí! Podemos volver a construir el mundo partiendo de cero. Y podríamos utilizar tu inteligencia, Annabeth.

—¡Será porque tú no tienes ninguna!

Él entornó los ojos.

—Te conozco, Annabeth. Te mereces algo mejor que participar en una búsqueda inútil para salvar el campamento. La colina Mestiza será arrasada por los monstruos antes de un mes. Los héroes que sobrevivan no tendrán otra alternativa que unirse a nosotros o ser perseguidos hasta su completa extinción. ¿De verdad quieres quedarte en el equipo perdedor… con semejante compañía? —añadió señalando a Tyson.

—¡Ten cuidado! —dije.

—Viajando con un cíclope —prosiguió en tono de reproche—. ¡Y tú hablas de profanar la memoria de Thalia! Me sorprendes, Annabeth. Que tú precisamente…

—¡Para ya! —gritó ella.

No sabía a qué se refería Luke, pero Annabeth había escondido la cabeza entre las manos, como a punto de llorar.

—¡Déjala en paz! —dije—. Y no te metas con Tyson.

Luke se echo a reír.

—Ah, sí, ya me he enterado. Tu padre lo ha reconocido.

Debí de mostrar mi sorpresa, porque él sonrió.

—Sí, Percy, estoy enterado de todo. Y también de vuestro plan para encontrar el Vellocino de Oro. ¿Cómo eran las coordenadas…? ¿Treinta, treinta y uno, setenta y cinco, doce? Ya ves, aún me quedan amigos en el campamento que me mantienen informado.

—Espías, querrás decir.

Él se encogió de hombros.

—¿Cuántas ofensas de tu padre estás dispuesto a soportar, Percy? ¿Te parece que ha sido agradecido contigo? ¿Crees que Poseidón se preocupa más por ti de lo que se preocupa por este monstruo?

Tyson apretó los puños y emitió un ruido sordo con la garganta.

Luke ahogó una risita.

—Los dioses te están utilizando de mala manera, Percy. ¿Tienes idea de lo que te espera si llegas a cumplir los dieciséis años? ¿Nunca te ha explicado Quirón la profecía?

Lo que yo quería era provocarlo y desafiarlo, pero, como de costumbre, él sabía pillarme desprevenido.

¿Si llegaba a cumplir los dieciséis?

Yo sabía que el Oráculo le había hecho una profecía a Quirón muchos años atrás, y que una parte de esa profecía tenía que ver conmigo. ¿Pero qué quería decir aquello de si llegaba a cumplir los dieciséis? No sonaba nada bien.

—Sé lo que necesito saber —logré decir—. Como por ejemplo, quiénes son mis enemigos.

—Entonces es que eres tonto.

Tyson aplastó la silla más cercana y la convirtió en un montón de astillas.

—¡Percy no es tonto!

Antes de que yo pudiese pararlo, Tyson arremetió contra Luke. Lanzó los puños hacia su rostro —un par de golpes capaces de agujerear una plancha de titanio—, pero los osos gemelos se interpusieron antes del impacto. Cada uno atrapó un brazo de Tyson y lo detuvo en seco. Luego le dieron un buen empujón y lo mandaron al suelo alfombrado con tanta fuerza que retumbó la cubierta entera.

—Qué pena de cíclope —dijo Luke—. Por lo visto, mis dos osos juntos son demasiado para él. Quizá debería permitirles que…

—Luke —le interrumpí—. Escucha. Tu padre nos ha enviado.

Su cara enrojeció.

—¡No te atrevas a mencionarlo siquiera!

—Nos dijo que tomáramos este barco. Yo creí que era sólo un medio de transporte, pero en realidad nos ha enviado aquí para que te encontráramos. Me dijo que no piensa renunciar a ti, por muy enfadado que estés.

—¿Enfadado? —rugió Luke—. ¿Renunciar a mí? ¡Él me abandonó, Percy! ¡Y yo quiero destruir el Olimpo! ¡Triturar cada trono hasta convertirlo en escombros! Dile a Hermes que eso es lo que va a ocurrir. Cada vez que se nos une un mestizo, los Olímpicos se vuelven más débiles y nosotros más fuertes. Él se vuelve más fuerte. —Señaló el sarcófago de oro.

Aquella caja me ponía carne de gallina, pero hacía lo posible por disimular.

—¿Ah, sí? —pregunté—. ¿Y qué tiene de especial…?

Entonces se me ocurrió lo que podía haber en el interior del sarcófago. La temperatura en la habitación pareció descender de golpe veinte grados.

—¡Uau! ¿No querrás decir…?

—Se está reagrupando —dijo Luke—. Poco a poco, estamos extrayendo su fuerza vital del abismo. Con cada recluta que se une a nuestra causa, aparece un nuevo fragmento…

—¡Qué asqueroso! —dijo Annabeth.

Luke le sonrió con desdén.

—Tu madre surgió del cráneo abierto de Zeus, Annabeth. Yo en tu lugar no hablaría demasiado. Muy pronto habrá suficiente sustancia del señor de los titanes como para recomponerlo por entero. Pieza a pieza, le construiremos un nuevo cuerpo: una tarea digna de las fraguas de Hefesto.

—Estás loco —dijo Annabeth.

—Únete a nosotros y serás recompensada. Tenemos amigos muy poderosos, patrocinadores lo bastante ricos para comprar este crucero y mucho más. Percy, tu madre no tendrá que volver a trabajar; puedes comprarle una mansión si quieres. Tendrás poder, fama, todo lo que desees. Y tú, Annabeth, podrás realizar tu sueño de convertirte en arquitecto. Podrás construir un monumento que dure mil años. ¡Un templo para los dioses de la nueva era!

—Vete al Tártaro a hacer gárgaras —le dijo ella.

Luke suspiró.

—Es una pena.

Sacó algo que parecía un mando a distancia y pulsó un botón rojo. En unos segundos, la puerta se abrió y aparecieron dos miembros de la tripulación armados con porras. Tenían la misma mirada vidriosa que los otros mortales que habíamos visto, pero me dio la sensación de que eso no los haría menos peligrosos en una pelea.

—Ah, muy bien, seguridad —dijo Luke—. Me temo que tenemos polizones.

—Sí, señor —dijeron con voz soñolienta.

Luke se volvió hacia Oreius.

—Ya es hora de darle de comer al dragón etíope. Lleva a estos idiotas abajo y enséñales cómo se hace.

Oreius empezó a reír estúpidamente.

—¡Je, je, je!

—Déjame ir a mí también —refunfuñó Agrius—. Mi hermano es un inútil. Y ese cíclope…

—No será ninguna amenaza —dijo Luke.

Se dio la vuelta para echar un vistazo al ataúd de oro, como si algo le preocupara.

—Tú quédate aquí, Agrius. Tenemos asuntos importantes de que hablar.

—Pero…

—No me falles, Oreius. Quédate en la bodega y encárgate de que el dragón se alimente como es debido.

Oreius nos aguijoneó con su jabalina y nos arrastró fuera del camarote principal, seguido por los dos guardias.

* * *

Mientras recorríamos el pasillo con la jabalina de Oreius pinchándome la espalda, pensé en lo que había dicho Luke: que los dos gemelos juntos eran demasiado para las fuerzas de Tyson. Quizá por separado…

Abandonamos el corredor hacia la mitad del barco y cruzamos la cubierta al aire libre llena de botes salvavidas. Sabía ya lo bastante de aquel barco para comprender que aquélla iba a ser nuestra última oportunidad de ver el sol. Cuando llegáramos al otro lado, tomaríamos el ascensor, bajaríamos a la bodega y asunto concluido.

Miré a Tyson y dije:

—¡Ahora!

Gracias a los dioses, lo entendió. Se dio media vuelta y de un manotazo mandó a Oreius diez metros hacia atrás, directo a la piscina, donde fue a caer en medio de aquella familia de turistas.

—¡Aggg! —chillaron los tres críos a la vez—. ¡Esto no es pasárselo bomba!

Uno de los guardias sacó su porra, pero Annabeth le dio una patada con tanta puntería que lo dejó sin aliento. El otro guardia corrió hacia la alarma más cercana.

—¡Detenlo! —gritó Annabeth, pero ya era tarde.

Antes de que lo golpeara en la cabeza con una tumbona, el tipo consiguió accionar la alarma.

Empezaron a parpadear luces rojas y aullar sirenas.

—¡Un bote salvavidas! —chillé.

Corrimos al más cercano.

Cuando logramos quitarle la cubierta, había ya un montón de monstruos y guardias pululando por la cubierta y empujando a los turistas y camareros, que llevaban bebidas tropicales en sus bandejas. Un tipo con armadura griega sacó su espada y arremetió contra nosotros, pero resbaló en un charco de piña colada. Los arqueros lestrigones se reunieron en la cubierta que quedaba por encima de la nuestra y prepararon las flechas en sus enormes arcos.

—¿Cómo se arranca este cacharro? —gritó Annabeth.

Un perro del infierno saltó hacia mí, pero Tyson lo apartó dándole un porrazo con un extintor.

—¡Sube! —grité. Destapé a Contracorriente y corté en el aire la primera lluvia de flechas. Unos segundos más y acabarían con nosotros.

El bote salvavidas estaba suspendido a un lado del barco, a mucha altura por encima del agua. Annabeth y Tyson no lograban aflojar la polea.

Yo me puse a su lado de un salto.

—¡Agarraos! —chillé, y corté las sogas.

Una lluvia de flechas silbó sobre nuestras cabezas mientras nos desplomábamos en caída libre hacia el océano.