Las palomas demonio nos atacan
Los siguientes días fueron una auténtica tortura, como Tántalo deseaba.
En primer lugar, ver a Tyson instalándose en la cabaña de Poseidón mientras le entraba la risa floja cada quince segundos, ya fue toda una experiencia.
—¿Percy, mi hermano? —decía como si le hubiese tocado la lotería.
Y no había modo de explicárselo. Estaba levitando. En cuanto a mí, en fin, por más que me cayera bien aquel grandullón, no podía dejar de sentirme algo incómodo… avergonzado, sería la palabra adecuada. Ya la he dicho.
Mi padre, el todopoderoso Poseidón, se había encaprichado de algún espíritu de la naturaleza y Tyson había sido el resultado. Yo había leído los mitos sobre los cíclopes, e incluso recordaba que con frecuencia eran hijos de Poseidón, pero nunca había reparado en que eso los convertía en parientes míos. Hasta que tuve a Tyson instalado en la litera de al lado.
Y luego estaban los comentarios de los demás campistas. De repente, yo ya no era Percy Jackson, el tipo guay que el verano pasado había recuperado el rayo maestro de Zeus; ahora era el pobre idiota que tenía a un monstruo horrible por hermano.
—¡No es mi hermano de verdad! —protestaba yo cuando Tyson no andaba por allí—. Es más bien un hermanastro del lado monstruoso de la familia, como un hermanastro de segundo grado… o algo así.
Nadie se lo tragaba.
Lo admito: estaba furioso con mi padre. Ahora tenía la sensación de que ser su hijo era un chiste.
Annabeth hizo lo posible para que me sintiera mejor. Me propuso que nos presentáramos juntos a la carrera de carros y tratáramos de olvidar así nuestros problemas. No me malinterpretéis: los dos odiábamos a Tántalo y estábamos muy preocupados por la situación del campamento, pero no sabíamos qué hacer. Hasta que se nos ocurriera un brillante plan para salvar el árbol de Thalia, nos pareció que no estaría mal participar en las carreras. Al fin y al cabo, fue la madre de Annabeth, Atenea, quien inventó el carro, y mi padre había creado los caballos. Los dos juntos nos haríamos los amos de aquel deporte.
* * *
Una mañana, mientras Annabeth y yo estudiábamos distintos diseños de carro junto al lago de las canoas, unas graciosas de la cabaña de Afrodita que pasaban por allí me preguntaron si no necesitaría un lápiz de ojo…
—Ay, perdón. De ojos, quiero decir.
—No hagas caso, Percy —refunfuñó Annabeth, mientras las chicas se alejaban riendo—. No es culpa tuya tener un hermano monstruo.
—¡No es mi hermano! —repliqué—. ¡Y tampoco es un monstruo!
Annabeth alzó las cejas.
—Oye, ¡ahora no te enfades conmigo! Y técnicamente sí es un monstruo.
—Bueno, fuiste tú quien le dio permiso para entrar en el campamento.
—¡Porque era la única manera de salvarte la vida! Bueno… lo siento, Percy, no me imaginaba que Poseidón iba a reconocerlo. Los cíclopes son muy mentirosos y traicioneros…
—¡Él no! Pero, dime, ¿qué tienes tú contra los cíclopes?
Annabeth se sonrojó hasta las orejas. Tuve la sensación de que había algo que no me había contado; algo bastante malo.
—Olvídalo —me dijo—. Veamos, el eje de este carro…
—Estás tratándolo como si fuese un ser horrible —dije—. Y me salvó la vida.
Annabeth soltó el lápiz y se puso de pie.
—Entonces quizá deberías diseñar el carro con él.
—Tal vez sí.
—¡Perfecto!
—¡Perfecto!
Se alejó furiosa y yo me sentí aún peor que antes.
* * *
Durante los dos días siguientes intenté alejar de mi mente todos los problemas.
Silena Beauregard, una de las chicas más guapas de la cabaña de Afrodita, me dio mi primera lección para montar un pegaso. Me explicó que sólo había un caballo alado inmortal llamado Pegaso, que vagaba aún en libertad por los cielos, pero que en el curso de los eones había ido engendrando un montón de hijos. Ninguno era tan veloz ni tan heroico como él, mas todos llevaban su nombre glorioso.
Siendo el hijo del dios del mar, nunca me había gustado andar por los aires. Mi padre tenía una vieja rivalidad con Zeus, de modo que yo procuraba mantenerme alejado de los dominios del señor de los cielos. Ahora, cabalgar en un caballo alado me parecía diferente, no me ponía tan nervioso, ni mucho menos, como viajar en avión. Quizá fuese porque mi padre había creado los caballos con espuma marina, de manera que los pegasos venían a ser una especie de… territorio neutral. Además, yo podía captar sus pensamientos y no me alarmaba cuando mi pegaso echaba a galopar sobre las copas de los árboles o cuando se lanzaba a perseguir por las nubes una bandada de gaviotas.
El problema era que Tyson también quería montar un «poni gallina», y los pegasos se asustaban en cuanto se les acercaba. Yo les decía telepáticamente que Tyson no les haría daño, pero ellos no parecían creerme, y él se ponía a llorar.
La única persona del campamento que no tenía ningún problema con Tyson era Beckendorf, de la cabaña de Hefesto. El dios herrero siempre había trabajado con cíclopes en su forja, así que Beckendorf se llevaba a Tyson a la armería para enseñarle a trabajar el metal. Decía que en un periquete conseguiría que Tyson forjase instrumentos mágicos como un maestro.
Después del almuerzo me entrenaba en el ruedo de arena con los de la cabaña de Apolo. El manejo de la espada ha sido siempre mi fuerte. La gente decía que yo era mejor en ese terreno que ningún otro campista de los últimos cien años, salvo Luke quizá. Siempre me comparaban con Luke.
A los chicos de Apolo les daba verdaderas palizas sin esforzarme demasiado. Debería haberme entrenado con las cabañas de Ares y Atenea, que tenían a los mejores combatientes, pero no me llevaba bien con Clarisse y sus hermanos y, después de mi discusión con Annabeth, tampoco quería verla a ella.
Iba también a la clase de tiro con arco, aunque en esta especialidad era muy malo y la clase sin Quirón ya no era lo mismo. En artes y oficios, había empezado un busto de mármol de Poseidón, pero como cada vez se parecía más a Sylvester Stallone, acabé dejándolo. También trepé por la pared de escalada en el nivel máximo, que incluía lava y terremoto a todo trapo. Por las tardes, participaba en la patrulla fronteriza. Aunque Tántalo había insistido en que no nos preocupáramos por la protección del campamento, algunos campistas la habíamos mantenido sin decir nada y establecido turnos en nuestro tiempo libre.
Estaba sentado en la cima de la colina Mestiza, contemplando a las ninfas que iban y venían mientras le cantaban al pino agonizante. Los sátiros traían sus flautas de caña y tocaban melodías mágicas y, durante un rato, las agujas del pino parecían mejorar. Las flores de la colina tenían también un olor más dulce y la hierba reverdecía, pero cuando la música se detenía, la enfermedad se adueñaba otra vez de la atmósfera. La colina entera parecía infectada, como si el veneno que había llegado a las raíces del árbol estuviera matándolo todo. Cuanto más tiempo pasaba allí, más me enfurecía.
Aquello era obra de Luke. Me acordaba de su astuta sonrisa y de la cicatriz de garra de dragón que le cruzaba la cara. Había simulado ser mi amigo, pero en realidad había sido todo el tiempo el sirviente número uno de Cronos.
Abrí la palma de la mano; la cicatriz que Luke me había dejado el verano pasado estaba desapareciendo, pero aún se veía un poco: una herida con forma de asterisco en el punto donde el escorpión del abismo me había picado.
Pensé en lo que me había dicho Luke justo antes de intentar matarme: «Adiós, Percy. Se avecina una nueva Edad de Oro, pero tú no formarás parte de ella».
* * *
Por las noches tenía más sueños en los que aparecía Grover. A veces sólo me llegaba su voz a ráfagas, y una vez le oí decir: «Es aquí». Y otra: «Le gustan las ovejas».
Pensé en contárselo a Annabeth, pero me habría sentido estúpido. Es decir… «¿Le gustan las ovejas?». Pensaría que me había vuelto loco.
La noche antes de la carrera, Tyson y yo terminamos nuestro carro. Era una verdadera pasada. Tyson había hecho las partes de metal en la forja de la armería, y yo lijé las maderas y lo monté todo. Era azul y blanco, con un dibujo de olas a ambos lados y un tridente pintado en la parte delantera. Después de todo aquel trabajo, era de justicia que Tyson se situara a mi lado en la carrera, aunque sabía que a los caballos no les gustaría y que su peso extra sería un lastre y nos restaría velocidad.
Cuando íbamos a acostarnos, Tyson me vio ceñudo y preguntó:
—¿Estás enfadado?
—No, no estoy enfadado.
Se echó en su litera y permaneció callado en la oscuridad. Su cuerpo era mucho más grande que el colchón y cuando se cubría con la colcha, los pies le asomaban por debajo.
—Soy un monstruo.
—No digas eso.
—No me importa. Seré un buen monstruo. Y no tendrás que enfadarte.
No supe qué responder. Miré el techo y sentí que me estaba muriendo poco a poco, al mismo tiempo que el árbol de Thalia.
—Es sólo… que nunca había tenido un hermanastro. —Procuré evitar que se me quebrara la voz—. Es una experiencia muy diferente para mí; además, estoy preocupado por el campamento, y además tengo otro amigo, Grover, que quizá corra peligro. Siento que debería hacer algo, pero no sé qué.
Tyson permaneció callado.
—Lo siento —añadí—. No es culpa tuya. Estoy enfadado con Poseidón; tengo la sensación de que trata de ponerme en una situación embarazosa, como si quisiera compararnos o algo así, y no entiendo por qué.
Oí un ruido sordo y grave. Tyson estaba roncando.
Suspiré.
—Buenas noches, grandullón.
Y yo también cerré los ojos.
* * *
En mi sueño, Grover llevaba un vestido de novia.
No le quedaba muy bien; era demasiado largo y tenía el dobladillo salpicado de barro seco, el escote se le escurría por los hombros y un velo hecho jirones le cubría la cara.
Estaba de pie en una cueva húmeda, iluminada únicamente con antorchas. Había un catre en un rincón y un telar anticuado en el otro, con un trozo de tela blanca a medio tejer en el bastidor. Me miraba fijamente, como si yo fuera el programa de televisión que había estado esperando.
—¡Gracias a los dioses! —gimió—. ¿Me oyes?
Mi yo dormido fue algo lerdo en responder. Seguía mirando alrededor y registrándolo todo: el techo de estalactitas, aquel hedor a ovejas y cabras, los gruñidos, gemidos y balidos que parecían resonar tras una roca del tamaño de un frigorífico que bloqueaba la única salida, como si más allá hubiese una caverna mucho más grande.
—¿Percy? —dijo Grover—. Por favor, no tengo fuerzas para proyectarme mejor. ¡Tienes que oírme!
—Te oigo —dije—. Grover, ¿qué ocurre?
Una voz monstruosa bramó detrás de la roca:
—¡Ricura! ¿Ya has terminado?
Grover dio un paso atrás.
—¡Aún no, cariñito! —gritó con voz de falsete—. ¡Unos pocos días más!
—¡Pero…! ¿No han pasado ya las dos semanas?
—N-no, cariñito. Sólo cinco días. O sea que faltan doce más.
El monstruo permaneció en silencio, quizá tratando de hacer el cálculo. Debía de ser peor que yo en aritmética, porque acabó respondiendo:
—¡Está bien, pero date prisa! Quiero VEEEEER lo que hay tras ese velo, ¡je, je, je!
Grover se volvió hacia mí.
—¡Tienes que ayudarme! ¡No queda tiempo! Estoy atrapado en esta cueva. En una isla en medio del mar.
—¿Dónde?
—No lo sé exactamente. Fui a Florida y doblé a la izquierda.
—¿Qué? ¿Cómo pudiste…?
—¡Es una trampa! —dijo Grover—. Esa es la razón de que ningún sátiro haya regresado nunca de esta búsqueda. ¡Él es un pastor, Percy! Y tiene eso en su poder. ¡Su magia natural es tan poderosa que huele exactamente como el gran dios Pan! Los sátiros vienen aquí creyendo que han encontrado a Pan y acaban atrapados y devorados por Polifemo.
—¿Poli… qué?
—¡El cíclope! —aclaró Grover, exasperado—. Casi logré escapar. Recorrí todo el camino hasta St. Augustine.
—Pero él te siguió —dije, recordando mi primer sueño—. Y te atrapó en una boutique de vestidos de novia.
—Exacto. Mi primera conexión por empatía debió de funcionar, después de todo. Y mira, ese vestido de boda es lo único que me ha mantenido con vida. El cree que huelo bien, pero yo le dije que era un perfume con fragancia de cabra. Por suerte, no ve demasiado; aún tiene el ojo medio cegado desde la última vez que se lo sacaron, pero pronto descubrirá lo que soy. Me ha dado sólo dos semanas para que termine la cola del vestido. ¡Y cada vez está más impaciente!
—¡Espera un momento! El cíclope cree que eres…
—¡Sí! —gimió Grover—. ¡Cree que soy una cíclope y quiere casarse conmigo!
En otras circunstancias habría estallado en carcajadas, pero el tono de Grover era serio y temblaba de miedo.
—¡Iré a rescatarte! —le prometí—. ¿Dónde estás?
—En el Mar de los Monstruos, por supuesto.
—¿El mar de qué?
—¡Ya te lo he dicho! ¡No sé exactamente dónde! Y escucha, Percy, de verdad que lo siento, pero esta conexión por empatía… Bueno, no tenía alternativa. Nuestras emociones ahora están conectadas. Y si yo muero…
—No me lo digas: también moriré yo.
—Bueno, tal vez no, quizá sigas viviendo en un estado vegetativo durante años. Pero, eh… sería todo mucho mejor si me sacaras de aquí.
—¡Ricura! —bramó el monstruo—. ¡Es hora de cenar! ¡Y hay deliciosa carne de cordero!
—Tengo que irme —lloriqueó Grover—. ¡Date prisa!
—¡Espera! Has dicho que él tiene «eso»… ¿El qué?
La voz de Grover ya se estaba apagando.
—¡Dulces sueños! ¡No me dejes morir!
El sueño se desvaneció y me desperté con un sobresalto. Era plena madrugada. Tyson me miraba preocupado con su único ojo.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó.
Un escalofrío me recorrió la columna al oír su voz. Sonaba casi exactamente igual que la del monstruo que acababa de oír en mi sueño.
* * *
La mañana de la carrera hacía calor y mucha humedad. Una niebla baja se deslizaba pegada al suelo como vapor de sauna. En los árboles se habían posado miles de pájaros: gruesas palomas blanco y gris, aunque no emitían el arrullo típico de su especie, sino una especie de chirrido metálico que recordaba al sonar de un submarino.
La pista de la carrera había sido trazada en un prado de hierba situado entre el campo de tiro y los bosques. La cabaña de Hefesto había utilizado los toros de bronce, domesticados por completo desde que les habían machacado la cabeza, para aplanar una pista oval en cuestión de minutos.
Había gradas de piedra para los espectadores: Tántalo, los sátiros, algunas ninfas y todos los campistas que no participaban. El señor D no apareció. Nunca se levantaba antes de las diez de la mañana.
—¡Muy bien! —anunció Tántalo cuando los equipos empezaron a congregarse en la pista. Una náyade le había traído un gran plato de pasteles de hojaldre y, mientras hablaba, su mano derecha perseguía un palo de nata y chocolate por la mesa de los jueces—. Ya conocéis las reglas: una pista de cuatrocientos metros, dos vueltas para ganar y dos caballos por carro. Cada equipo consta de un conductor y un guerrero. Las armas están permitidas y es de esperar que haya juego sucio. ¡Pero tratad de no matar a nadie! —Tántalo nos sonrió como si fuéramos unos chicos traviesos—. Cualquier muerte tendrá un severo castigo. ¡Una semana sin malvaviscos con chocolate en la hoguera del campamento! ¡Y ahora, a los carros!
Beckendorf, el líder del equipo de Hefesto, se dirigió a la pista. El suyo era un prototipo hecho de hierro y bronce, incluidos los caballos, que eran autómatas mágicos como los toros de Cólquide. No tenía la menor duda de que aquel carro albergaba toda clase de trampas mecánicas y más prestaciones que un Maserati con todos sus complementos.
Del carro de Ares, color rojo sangre, tiraban dos horripilantes esqueletos de caballo. Clarisse subió con jabalinas, bolas con púas, abrojos metálicos, de esos que siempre caen con la punta hacia arriba, y un montón más de cacharros muy chungos.
El carro de Apolo, elegante y en perfecto estado, era todo de oro y lo tiraban dos hermosos palominos de pelaje dorado, cola y crin blanca. Su guerrero estaba armado con un arco, aunque había prometido que no dispararía flechas normales a los conductores rivales.
El carro de Hermes era verde y tenía un aire anticuado, como si no hubiese salido del garaje en años. No parecía tener nada de especial, pero lo manejaban los hermanos Stoll y yo temblaba sólo de pensar en las jugarretas que debían de haber planeado.
Quedaban dos carros: uno conducido por Annabeth y otro por mí.
Antes de empezar la carrera, me acerqué a ella y empecé a contarle mi sueño. Pareció animarse cuando mencioné a Grover, pero en cuanto le expliqué lo que me había dicho, volvió a mostrarse distante y suspicaz.
—Lo que quieres es distraerme —decidió al fin.
—¡De ninguna manera!
—¡Ya, claro! Como si Grover tuviese que ir a tropezar precisamente con lo único que podría salvar al campamento.
—¿Qué quieres decir?
Ella puso los ojos en blanco.
—Vuelve a tu carro, Percy.
—No me lo he inventado. Grover corre peligro, Annabeth.
Ella vaciló, intentando decidir si confiaba en mí o no. Pese a nuestras peleas ocasionales, juntos habíamos superado muchas cosas. Y yo sabía que ella no quería que le pasara nada malo a Grover.
—Percy, una conexión por empatía es muy difícil de establecer. Quiero decir que lo más probable es que estuvieras soñando.
—El Oráculo —dije—. Podemos consultar al Oráculo.
Annabeth frunció el ceño.
El verano anterior, antes de emprender la búsqueda del rayo maestro, visité al extraño espíritu que vivía en la Casa Grande y me hizo una profecía que se cumplió de una manera imprevisible. Aquella experiencia me había dejado flipado durante meses. Annabeth sabía que no me habría pasado por la cabeza volver a consultar al Oráculo si no estuviese hablando en serio.
Antes de que pudiera responder, sonó la caracola.
—¡Competidores! —gritó Tántalo—. ¡A sus puestos!
—Hablaremos después —me dijo Annabeth—. Cuando haya ganado la carrera.
Mientras iba hacia mi carro, advertí que había muchas más palomas en los árboles soltando aquel chirrido enloquecedor y haciendo que crujiera el bosque entero. Nadie parecía prestarles atención, pero a mí me ponían nervioso; sus picos brillaban de un modo extraño y sus ojos relucían más de lo normal.
Tyson tenía problemas para controlar los caballos. Tuve que hablar con ellos un buen rato para calmarlos.
«¡Es un monstruo, señor!», se quejaban.
«Es hijo de Poseidón —les dije—. Igual que… bueno, igual que yo».
«¡No! —insistían—. ¡Monstruo! ¡Devorador de caballos! ¡No es de fiar!».
«Os daré terrones de azúcar al final de la carrera», les dije.
«¿Terrones de azúcar?».
«Terrones enormes. Y manzanas. ¿Ya os había dicho lo de las manzanas?».
Así que se dejaron poner las riendas y los arreos.
Por si nunca habéis visto un carro griego, debéis saber que es un vehículo diseñado exclusivamente para la velocidad, no para la seguridad ni el confort. Básicamente, viene a ser una canastilla de madera abierta por detrás y montada sobre un eje con dos ruedas. El auriga permanece de pie todo el tiempo, y os aseguro que se nota cada bache. La canastilla es de una madera tan ligera, que si uno pierde el control en la curva que hay en cada extremo de la pista, lo más probable es que vuelque y acabe aplastado bajo el carro. Es una carrera mucho más rápida que las de monopatín.
Tomé las riendas y llevé el carro hasta la línea de salida. A Tyson le di una estaca de tres metros y le encomendé mantener lejos a los rivales que se acercaran demasiado, así como desviar cualquier cosa que pudieran arrojarnos.
—No golpear a los ponis con el palo —insistía él.
—No —confirmaba yo—. Y tampoco a la gente, si puedes evitarlo. Vamos a correr jugando limpio. Tú limítate a evitarme distracciones para que pueda concentrarme en conducir.
—¡Venceremos! —dijo sonriendo abiertamente.
«Vamos a perder seguro», pensé yo. Pero tenía que intentarlo. Quería demostrar a los demás… bueno, no sabía muy bien qué exactamente. ¿Que Tyson no era tan mal tipo? ¿Que a mí no me avergonzaba que me viesen en público con él? ¿O tal vez que no me habían afectado todos sus chistes y apodos?
Mientras los carros se alineaban, en el bosque se iban reuniendo más palomas de ojos relucientes. Chillaban tanto que los campistas de la tribuna empezaron a mirar nerviosamente los árboles, que temblaban bajo el peso de tantos pájaros. Tántalo no parecía preocupado, pero tuvo que levantar la voz para hacerse oír entre aquel bullicio.
—¡Aurigas! —gritó—. ¡A sus marcas!
Hizo un movimiento con la mano y dio la señal de partida. Los carros cobraron vida con estruendo. Los cascos retumbaron sobre la tierra y la multitud estalló en gritos y vítores.
Casi de inmediato se oyó un estrépito muy chungo. Miré atrás justo a tiempo de ver cómo volcaba el carro de Apolo; el de Hermes lo había embestido; tal vez sin querer, o tal vez no. Sus ocupantes habían saltado, pero los caballos, aterrorizados, siguieron arrastrando el carro de oro y cruzando la pista en diagonal. Travis y Connor Stoll, los del Hermes, se regocijaron de su buena suerte. Pero no por mucho tiempo, porque los caballos de Apolo chocaron con los suyos y su carro volcó también, dejando en medio del polvo un montón de madera astillada y cuatro caballos encabritados.
Dos carros fuera de combate en los primeros metros. Aquel deporte me encantaba.
Volví a centrarme en la cabeza de la carrera. Íbamos a buen ritmo, por delante de Ares, pero el carro de Annabeth nos llevaba mucha ventaja, ya estaba dando la vuelta al primer poste, mientras su copiloto sonreía sarcástico y nos decía adiós con la mano:
—¡Nos vemos, chavales!
El carro de Hefesto también empezaba a adelantarnos.
Beckendorf apretó un botón y se abrió un panel en el lateral de su carro.
—¡Lo siento, Percy! —chilló.
Tres bolas con cadenas salieron disparadas hacia nuestras ruedas. Nos habrían destrozado si Tyson no las hubiese desviado con un golpe rápido de su estaca. Además, le dio un buen empujón al carro de Hefesto y lo mandó dando tumbos de lado mientras nosotros nos alejábamos.
—¡Buen trabajo, Tyson! —grité.
—¡Pájaros! —exclamó él.
—¿Qué?
Avanzábamos tan deprisa que apenas oíamos ni veíamos nada, pero Tyson señaló hacia el bosque y entonces vi lo que lo inquietaba. Las palomas habían alzado el vuelo y descendían a toda velocidad, como un enorme tornado, directamente hacia la pista.
«Nada serio —me dije—. No son más que palomas».
Intenté concentrarme en la carrera.
Hicimos el primer giro con las ruedas chirriando y el carro a punto de volcar, pero ahora estábamos sólo a tres metros de Annabeth. Si conseguía acercarme un poco más, Tyson podría usar su estaca…
El copiloto de Annabeth ya no reía. Sacó una jabalina de la colección que llevaba y me apuntó al pecho. Iba a lanzármela cuando se produjo un gran griterío.
Miles de palomas se lanzaban en tromba contra los espectadores de las gradas y los demás carros. Beckendorf estaba completamente rodeado. Su guerrero intentaba ahuyentarlas a manotazos, pero no veía nada. El carro viró, se salió de la pista y corrió por los campos de fresas con sus caballos mecánicos echando humo.
En el carro de Ares, Clarisse dio órdenes a gritos a su guerrero, que cubrió de inmediato la canastilla con una malla de camuflaje. Los pájaros se arremolinaron alrededor, picoteando y arañando las manos del tipo, que trataba de mantener la malla en su sitio. Clarisse se limitó a apretar los dientes y siguió conduciendo. Sus esqueletos de caballo parecían inmunes a la distracción. Las palomas picoteaban inútilmente sus órbitas vacías y atravesaban volando su caja torácica, pero los corceles continuaban galopando como si nada.
Los espectadores no tenían tanta suerte. Los pájaros acometían contra cualquier trozo de carne que hubiese a la vista y sembraban el pánico por todas partes. Ahora que estaban más cerca, resultaba evidente que no eran palomas normales; sus ojos pequeños y redondos brillaban de un modo maligno, sus picos eran de bronce y, a juzgar por los gritos de los campistas, afiladísimos.
—¡Pájaros del Estínfalo! —gritó Annabeth. Redujo la velocidad y puso su carro junto al mío—. ¡Si no logramos ahuyentarlos, picotearán a todo el mundo hasta los huesos!
—Tyson —dije—, debemos dar la vuelta.
—¿Vamos en dirección equivocada? —preguntó.
—Eso siempre —dije con un gruñido, y dirigí el carro hacia las tribunas.
Annabeth corría a mi lado.
—¡Héroes, a las armas! —gritó. Pero no creo que nadie la oyera entre los rechinantes graznidos y el caos general.
Mantuve las riendas en una mano y logré sacar a Contracorriente justo cuando una oleada de pájaros se abalanzaba sobre mi rostro, abriendo y cerrando su pico metálico. Los acuchillé en el aire con violentos mandobles y se disolvieron en una explosión de polvo y plumas. Pero quedaban miles aún. Uno de ellos me picoteó el trasero y poco me faltó para abandonar el carro de un salto.
Annabeth no tenía mejor suerte. Cuanto más cerca estábamos de las tribunas, más densa era la nube de pájaros que nos rodeaba.
Algunos espectadores trataban de contraatacar y los campistas de Atenea reclamaban sus escudos. Los arqueros de la cabaña de Apolo habían sacado sus arcos y flechas, y se disponían a usarlos para terminar con aquella amenaza, pero con tantos campistas rodeados de pájaros, era peligroso disparar.
—¡Son demasiados! —le grité a Annabeth—. ¿Cómo vamos a quitárnoslos de encima?
Ella atravesó una paloma con su cuchillo.
—¡Hércules utilizó el ruido! ¡Campanas de latón! Las ahuyentó con el sonido más horrible que pudo…
Sus ojos se abrieron como platos.
—Percy… ¡la colección de Quirón!
La entendí en el acto.
—¿Crees que funcionará?
Ella le entregó las riendas a su guerrero y saltó a mi carro como si fuera la cosa más fácil del mundo.
—¡A la Casa Grande! ¡Es nuestra única posibilidad!
Clarisse acababa de cruzar la línea de meta sin la menor oposición, y sólo entonces pareció darse cuenta de lo grave que era la situación.
Cuando nos vio alejarnos, gritó:
—¿Salís huyendo? ¡La lucha está aquí, cobardes! —Desenvainó su espada y se fue hacia las tribunas.
Puse los caballos al galope; el carro cruzó retumbando los campos de fresas y la pista de voleibol, y se detuvo con una sacudida frente a la Casa Grande. Annabeth y yo corrimos hacia el interior y derribamos la puerta del apartamento de Quirón.
Su equipo de música seguía en la mesilla de noche, y también sus cedes favoritos. Agarré los más repulsivos, Annabeth cargó con el equipo y nos precipitamos de vuelta al carro.
En la pista se veían carros en llamas y campistas heridos corriendo en todas direcciones, mientras los pájaros les destrozaban la ropa y arrancaban el pelo. Entretanto, Tántalo perseguía pasteles de hojaldre por las tribunas, gritando de vez en cuándo:
—¡Todo está bajo control! ¡No hay de qué preocuparse!
Nos detuvimos en la línea de meta. Annabeth preparó el equipo de música, mientras yo rezaba para que las pilas funcionasen.
Apreté play y se puso en marcha el disco favorito de Quirón: Grandes éxitos de Dean Martin. El aire se llenó de pronto de violines y una pandilla de tipos gimiendo en italiano.
Las palomas demonio se volvieron completamente locas. Empezaron a volar en círculo y a chocar entre ellas como si quisieran aplastarse sus propios sesos. Enseguida abandonaron la pista y se elevaron hacia el cielo, convertidas en una enorme nube oscura.
—¡Ahora! —gritó Annabeth—. ¡Arqueros!
Con un blanco bien definido, los arqueros de Apolo tenían una puntería impecable. La mayoría sabía disparar cinco o seis flechas al mismo tiempo. En unos minutos, el suelo estaba cubierto de palomas con pico de bronce muertas, y las supervivientes ya no eran más que una lejana columna de humo en el horizonte.
El campamento estaba salvado, pero los daños eran muy serios; la mayoría de los carros había sido totalmente destruida. Casi todo el mundo estaba herido y sangraba a causa de los múltiples picotazos, y las chicas de la cabaña de Afrodita chillaban histéricas porque les habían arruinado sus peinados y rajado los vestidos.
—¡Bravo! —exclamó Tántalo, pero sin mirarnos a Annabeth y a mí—. ¡Ya tenemos al primer ganador! —Caminó hasta la línea de meta y le entregó los laureles dorados a Clarisse, que lo miraba estupefacta.
Luego se volvió hacia mí con una sonrisa.
—Y ahora, vamos a castigar a los alborotadores que han interrumpido la carrera.