CAPÍTULO 5

Me asignan un nuevo compañero de cabaña

¿Alguna vez has llegado a casa y te has encontrado tu habitación hecha un lío? ¿Acaso algún alma caritativa (hola, mamá) ha intentado «limpiarla» y, de repente, ya no logras encontrar nada? E incluso si no falta nada, ¿no has tenido la inquietante sensación de que alguien había estado husmeando entre tus pertenencias y sacándole el polvo a todo con cera abrillantadora al limón?

Así es como me sentí al ver el Campamento Mestizo de nuevo.

A primera vista, las cosas no parecían tan diferentes. La Casa Grande seguía en su sitio, con su tejado azul a dos aguas y su galería cubierta alrededor; los campos de fresas seguían tostándose al sol. Los mismos edificios griegos con sus blancas columnas continuaban diseminados por el valle: el anfiteatro, el ruedo de arena y el pabellón del comedor, desde donde se dominaba el estuario de Long Island Sound. Y acurrucadas entre los bosques y el arroyo, las cabañas de siempre: un estrafalario conjunto de doce edificios, cada unos de los cuales representaba a un dios del Olimpo.

Pero ahora el peligro estaba en el aire y podías percibir que algo iba mal; en vez de jugar al voleibol en la arena, los consejeros y los sátiros estaban almacenando armas en el cobertizo de las herramientas. En el lindero del bosque había ninfas armadas con arcos y flechas charlando inquietas, y el bosque mismo tenía un aspecto enfermizo, la hierba del prado se había vuelto de un pálido amarillo y las marcas de fuego en la ladera de la colina resaltaban como feas cicatrices.

Alguien había desbaratado mi lugar preferido de este mundo, y no me sentía… bueno, ni medianamente contento.

Mientras nos encaminábamos a la Casa Grande, reconocí a un montón de chavales del verano pasado, pero nadie se detuvo a charlar. Nadie me dio la bienvenida. Algunos reaccionaron al ver a Tyson, pero la mayoría pasó de largo con aire sombrío y continuó con sus tareas, como llevar mensajes o acarrear espadas para que las afilasen en las piedras de amolar. El campamento parecía una escuela militar, y sé de lo que hablo, créeme, a mí me habían expulsado de un par.

Nada de todo eso le importaba a Tyson, pues estaba absolutamente fascinado por lo que veía.

—¿Qués-eso? —preguntó asombrado.

—Los establos de los pegasos —le dije—. Los caballos voladores.

—¿Qués-eso?

—Ah… los baños.

—¿Qués-eso?

—Las cabañas de los campistas; si no saben quién es tu progenitor olímpico, te asignan la cabaña de Hermes (esa marrón de allí), hasta que determinan tu procedencia. Una vez que lo saben, te ponen en el grupo de tu padre o tu madre.

Me miró maravillado.

—¿Tú… tienes cabaña?

—La número tres. —Señalé un edificio bajo de color verde, construido con piedras marinas.

—¿Tienes amigos en la cabaña?

—No. Sólo yo. —En realidad no me apetecía explicárselo, contarle la verdad embarazosa: yo era el único que ocupaba aquella cabaña porque se suponía que no debía estar vivo. Los Tres Grandes (Zeus, Poseidón y Hades) habían hecho un pacto después de la Segunda Guerra Mundial para no tener más hijos con los mortales. Nosotros éramos más poderosos que los mestizos corrientes. Éramos demasiado impredecibles. Cuando nos enfurecíamos teníamos tendencia a crear problemas… como la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo. El pacto de los Tres Grandes se había roto sólo dos veces: una, cuando Zeus engendró a Thalia; otra, cuando Poseidón me engendró a mí. Ninguno de los dos tendríamos que haber nacido.

Thalia había acabado convirtiéndose en un pino a los doce años. Yo… bueno, estaba haciendo todo lo posible para no seguir su ejemplo; tenía pesadillas sobre aquello en lo que podría convertirme Poseidón si alguna vez me encontraba al borde de la muerte. Quizá en plancton, o en un alga flotante.

Cuando llegamos a la Casa Grande, encontramos a Quirón en su apartamento, escuchando su música favorita de los años sesenta mientras preparaba el equipaje en sus alforjas. Supongo que debería mencionarlo: Quirón es un centauro. De cintura para arriba parece un tipo normal de mediana edad, con un pelo castaño rizado y una barba desaliñada; de cintura para abajo es un caballo blanco. Para pasar por humano, comprime la mitad inferior de su cuerpo en una silla de ruedas mágica. De hecho, se hizo pasar por mi profesor de Latín cuando yo cursaba sexto, pero la mayor parte del tiempo —siempre que el techo sea lo bastante alto— prefiere pasearse con su apariencia de centauro.

Nada más verlo, Tyson se detuvo en seco.

—¡Poni! —exclamó en una especie de arrebato.

Quirón se volvió con aire ofendido.

—¿Cómo dices?

Annabeth corrió a abrazarlo.

—Quirón, ¿qué está pasando? No irás a marcharte, ¿verdad? —le dijo con voz temblorosa. Quirón era como un segundo padre para ella.

Él le alborotó el pelo y la miró con una sonrisa bondadosa.

—Hola, niña. Y Percy, cielos. Has crecido mucho este año.

Tragué saliva.

—Clarisse ha dicho que tú… que te han…

—¡Despedido! —Había una chispa de humor negro en su mirada—. Bueno, alguien debía cargar con la culpa porque el señor Zeus estaba sumamente disgustado. ¡El árbol que creó con el espíritu de su hija ha sido envenenado! El señor D tenía que castigar a alguien.

—A alguien que no fuera él —refunfuñé. Sólo pensar en el director, el señor D, ya me enfurecía.

—¡Pero es una locura! —exclamó Annabeth—. ¡Tú no puedes haber tenido nada que ver con el envenenamiento del árbol de Thalia!

—Sin embargo —repuso Quirón suspirando—, algunos en el Olimpo ya no confían en mí, dadas las circunstancias.

—¿Qué circunstancias? —pregunté.

Su rostro se ensombreció. Metió en las alforjas un diccionario de Latín-Inglés, mientras la voz de Frank Sinatra seguía sonando en su equipo de música.

Tyson seguía contemplándolo, totalmente flipado. Gimoteó como si quisiera acariciarle el lomo pero tuviera miedo de acercarse.

—¿Poni?

Quirón lo miró con desdén.

—Mi estimado cíclope, soy un cen-tau-ro.

—Quirón —le dije—, ¿qué ha pasado con el árbol?

Él meneó la cabeza tristemente.

—El veneno utilizado contra el pino de Thalia ha salido del inframundo, Percy. Una sustancia que ni siquiera yo había visto nunca; tiene que proceder de algún monstruo de las profundidades del Tártaro.

—Entonces, ya sabemos quién es el responsable. Cro…

—No invoques el nombre del señor de los titanes, Percy. Especialmente aquí y ahora.

—¡Pero el verano pasado intentó provocar una guerra civil en el Olimpo! Esto tiene que ser idea suya; habrá utilizado al traidor de Luke para hacerlo.

—Quizá —dijo Quirón—. Pero temo que me consideran responsable a mí porque no lo impedí ni puedo curar al árbol. Sólo le quedan unas semanas de vida. A menos…

—¿A menos que qué? —preguntó Annabeth.

—Nada —dijo Quirón—. Una idea estúpida. El valle entero sufre la acción del veneno; las fronteras mágicas se están deteriorando y el campamento mismo agoniza. Sólo hay una fuente mágica con fuerza suficiente para revertir los efectos de ese veneno. Pero se perdió hace siglos.

—¿Qué es? —pregunté—. ¡Iremos a buscarla!

Quirón cerró las alforjas y pulsó el stop de su equipo de música. Luego se volvió, puso una mano en mi hombro y me miró a los ojos.

—Percy, tienes que prometerme que no actuarás de manera irreflexiva. Ya le dije a tu madre que no quería que vinieras este verano, es demasiado peligroso. Pero ya que has venido, quédate, entrénate a fondo y aprende a pelear. Y no salgas de aquí.

—¿Por qué? ¡Quiero hacer algo! No puedo dejar que las fronteras acaben fallando. Todo el campamento será…

—Arrasado por los monstruos —terminó Quirón—. Sí, eso me temo. ¡Pero no debes dejarte llevar por una decisión precipitada! Podría ser una trampa del señor de los titanes. ¡Acuérdate del verano pasado! Por poco acaba con tu vida.

Era cierto, pero aun así me moría por ayudar de alguna manera, y quería hacerle pagar a Cronos su comportamiento. Desde luego, uno tendería a creer que el señor de los titanes ya habría aprendido la lección eones atrás, cuando fue derrocado por los dioses. El hecho de que lo hubiesen despedazado en un millón de trozos y arrojado a las profundidades más oscuras del inframundo tendría que haberle indicado sutilmente que nadie quería ni verle. Pues no. Como era inmortal, seguía vivo allá abajo, en el Tártaro, sufriendo dolores eternos y deseando regresar para vengarse del Olimpo. No podía actuar por sí mismo, pero era un auténtico maestro en el arte de manipular la mente de los mortales e incluso de los dioses para que le hiciesen el trabajo sucio.

El envenenamiento tenía que ser cosa suya. ¿Quién, si no, podría ser tan vil como para atacar el árbol de Thalia, lo único que quedaba de una semidiosa que había entregado su vida heroicamente para salvar a sus amigos?

Annabeth hacía esfuerzos para no llorar. Quirón le secó una lágrima de la mejilla.

—Permanece junto a Percy, niña —le dijo—. Y mantenlo a salvo. La profecía… ¡acuérdate!

—S-sí, lo haré.

—Hummm… —murmuré—. ¿Te refieres por casualidad a esa profecía superpeligrosa en la que yo aparezco, pero que los dioses os han prohibido que me contéis?

Nadie respondió.

—Está bien —dije entre dientes—. Sólo era para asegurarme.

—Quirón… —dijo Annabeth—. Tú me contaste que los dioses te habían hecho inmortal sólo mientras fueses necesario para entrenar a los héroes; si te echan del campamento…

—Jura que harás todo lo que puedas para mantener a Percy fuera de peligro —insistió él—. Júralo por el río Estigio.

—Lo juro… por el río Estigio —dijo Annabeth.

Un trueno retumbó.

—Muy bien —dijo Quirón, al parecer más aliviado—. Quizá recobre mi buen nombre y pueda volver. Hasta entonces, iré a visitar a mis parientes salvajes en los Everglades. Tal vez ellos conozcan algún antídoto contra el veneno que a mí se me ha olvidado. En todo caso, permaneceré en el exilio hasta que este asunto quede resuelto… de un modo u otro.

Annabeth ahogó un sollozo. Quirón le dio unas palmaditas en el hombro con cierta torpeza.

—Bueno, bueno, niña, tengo que dejarte en manos del señor D y del nuevo director de actividades. Esperemos… bueno, tal vez no destruyan el campamento tan deprisa como me temo.

—¿Quién es ese Tántalo, por cierto? —pregunté—. ¿Y cómo se atreve a quitarte tu puesto?

Una caracola resonó en todo el valle. No me había dado cuenta de lo tarde que se había hecho. Era la hora de reunirse con todos los campistas para cenar.

—Id ya —dijo Quirón—. Lo conoceréis en el pabellón. Me pondré en contacto con tu madre, Percy, y le contaré que estás a salvo; a estas alturas debe de estar preocupada. ¡Recuerda mi advertencia! Corres un grave peligro. ¡No creas ni por un instante que el señor de los titanes se ha olvidado de ti!

Y dicho esto, salió del apartamento y cruzó el vestíbulo con un redoble de cascos, mientras Tyson le gritaba:

—¡Poni, no te vayas!

Me di cuenta entonces de que había olvidado contarle mi sueño sobre Grover. Ya era demasiado tarde; el mejor profesor que había tenido nunca se había ido tal vez para siempre.

Tyson empezó a llorar casi tan escandalosamente como Annabeth.

Intenté convencerlos de que todo iría bien, pero no me lo creía ni yo.

* * *

El sol se estaba poniendo tras el pabellón del comedor cuando los campistas salieron de sus cabañas y se encaminaron hacia allí. Nosotros los miramos desfilar mientras permanecíamos apoyados contra una columna de mármol. Annabeth se hallaba aún muy afectada, pero prometió que más tarde vendría a hablar con nosotros y fue a reunirse con sus hermanos de la cabaña de Atenea: una docena de chicos y chicas de pelo rubio y ojos verdes como ella. Annabeth no era la mayor, pero llevaba en el campamento más veranos que nadie; eso podías deducirlo mirando su collar: una cuenta por cada verano, y ella tenía seis. Así pues, nadie discutía su derecho a ser la primera de la fila.

Luego pasó Clarisse, encabezando el grupo de la cabaña de Ares. Llevaba un brazo en cabestrillo y se le veía un corte muy feo en la mejilla, pero aparte de eso su enfrentamiento con los toros de bronce no parecía haberla intimidado. Alguien le había pegado en la espalda un trozo de papel que ponía: «¡Muuuu!». Pero ninguno de sus compañeros se había molestado en decírselo.

Después del grupo de Ares venían los de la cabaña de Hefesto: seis chavales encabezados por Charles Beckendorf, un enorme afroamericano de quince años que tenía las manos del tamaño de un guante de béisbol y un rostro endurecido, de ojos entornados, sin duda porque se pasaba el día mirando la forja del herrero. Era bastante buen tipo cuando llegabas a conocerlo, pero nadie se había atrevido nunca a llamarle Charlie, Chuck o Charles; la mayoría lo llamaba Beckendorf a secas. Según se decía, era capaz de forjar prácticamente cualquier cosa; le dabas un trozo de metal y él te hacía una afiladísima espada o un robot-guerrero, o un bebedero para pájaros musical para el jardín de tu madre; cualquier cosa que se te ocurriera.

Siguieron desfilando las demás cabañas: Deméter, Apolo, Afrodita, Dioniso. Llegaron también las náyades del lago de las canoas; las ninfas del bosque, que iban surgiendo de los árboles; y una docena de sátiros que venían del prado y que me recordaron dolorosamente a Grover.

Siempre he sentido debilidad por los sátiros. Cuando estaban en el campamento tenían que realizar toda clase de tareas para el director, el señor D, pero su trabajo más importante lo hacían fuera, en el mundo real. Eran buscadores; se colaban disimuladamente en los colegios de todo el mundo, en busca de posibles mestizos, y los traían al campamento. Así fue como conocí a Grover; él había sido el primero en reconocer que yo era un semidiós.

Después de los sátiros, cerraba la marcha la cabaña de Hermes, siempre la más numerosa. El verano pasado su líder era Luke, el tipo que había luchado con Thalia y Annabeth en la cima de la colina Mestiza. Yo me había alojado en la cabaña de Hermes durante un tiempo, hasta que Poseidón me reconoció; y Luke se había hecho amigo mío… pero después trató de matarme.

Ahora, los líderes de la cabaña de Hermes eran Travis y Connor Stoll. No eran gemelos, pero se parecían como si lo fueran. Nunca recordaba cuál era el mayor. Ambos eran altos y flacos, y ambos lucían una mata de pelo castaño que casi les cubría los ojos; la camiseta naranja del Campamento Mestizo la llevaban por fuera de un short muy holgado, y sus rasgos de elfo eran los típicos de todos los hijos de Hermes: cejas arqueadas, sonrisa sarcástica y un destello muy particular en los ojos, cuando te miraban, como si estuviesen a punto de deslizarte un petardo por la camisa. Siempre me había parecido divertido que el dios de los ladrones hubiera tenido hijos con el apellido Stoll (se pronuncia igual que stole, pretérito del verbo steal, «robar»), pero la única vez que se me ocurrió decírselo a Travis y Connor me miraron de un modo inexpresivo, sin captar el chiste.

Cuando hubo desfilado todo el mundo, entré con Tyson en el pabellón y lo guié entre las mesas. Las conversaciones se apagaron al instante y todas las cabezas se volvían a nuestro paso.

—¿Quién ha invitado a… eso? —murmuró alguien en la mesa de Apolo.

Lancé una mirada fulminante en aquella dirección, pero no pude adivinar quién había sido.

Desde la mesa principal una voz familiar dijo arrastrando las palabras:

—Vaya, vaya, pero si es Peter Johnson… lo único que me quedaba por ver en este milenio.

Apreté los dientes.

—Mi nombre es Percy Jackson… señor.

El señor D bebió un sorbo de su Coca-Cola Diet.

—Sí, bueno… Lo que sea, como decís ahora los jóvenes.

Llevaba la camisa hawaiana atigrada de siempre, un short de paseo y unas zapatillas de tenis con calcetines negros. Con su panza rechoncha y su cara enrojecida, parecía el típico turista de Las Vegas que ha ido de casino en casino hasta altas horas de la noche. Detrás de él, un sátiro de mirada nerviosa se afanaba en pelar unas uvas y se las ofrecía de una en una.

El verdadero nombre del señor D es Dioniso. El dios del vino. Zeus lo había nombrado director del Campamento Mestizo para que dejase el alcohol y se desintoxicase durante cien años: un castigo por perseguir a cierta ninfa prohibida del bosque.

Junto a él, en el sitio donde Quirón solía sentarse (o permanecer de pie, cuando adoptaba su forma de centauro), había alguien que no había visto antes: un hombre pálido y espantosamente delgado con un raído mono naranja de presidiario. El número que figuraba sobre su bolsillo era 0001. Bajo los ojos tenía sombras azuladas, las uñas muy sucias y el pelo gris cortado de cualquier manera, como si se lo hubieran arreglado con una máquina de podar. Me miró fijamente; sus ojos me ponían nervioso. Parecía hecho polvo; enfadado, frustrado, hambriento: todo al mismo tiempo.

—A este chaval —le dijo Dioniso— has de vigilarlo. Es el hijo de Poseidón, ya sabes.

—¡Ah! —dijo el presidiario—. Ése.

Era obvio por su tono que ya habían hablado de mí largo y tendido.

—Yo soy Tántalo —dijo el presidiario con una fría sonrisa—. En misión especial hasta… bueno, hasta que el señor Dioniso decida otra cosa. En cuanto a ti, Perseus Jackson, espero que te abstengas de provocar más problemas.

—¿Problemas? —pregunté.

Dioniso chasqueó los dedos y apareció sobre la mesa un periódico, el New York Post de aquel día. En la portada salía una foto mía, tomada del anuario de la Escuela Meriwether. Me costaba descifrar el titular, pero adiviné bastante bien lo que decía. Algo así como: «Un maníaco de trece años incendia un gimnasio».

—Sí, problemas —dijo Tántalo con aire satisfecho—. Causaste un montón el verano pasado, según tengo entendido.

Me sentí demasiado furioso para responder. ¿Era culpa mía que los dioses hubieran estado a punto de enzarzarse en una guerra civil?

Un sátiro se aproximó nervioso a Tántalo y le puso delante un plato de asado. El nuevo director de actividades se relamió los labios, miró su copa vacía y dijo:

—Gaseosa. Una Barq’s especial del sesenta y siete.

La copa se llenó sola de una gaseosa espumeante. Tántalo alargó vacilante la mano, como si temiera que la copa pudiese quemarlo.

—Vamos, adelante, viejo amigo —le dijo Dioniso con un extraño brillo en los ojos—. Tal vez ahora funcione.

Tántalo fue a agarrar la copa, pero ésta se movió de sitio antes de que la tocara. Se derramaron unas cuantas gotas y Tántalo intentó recogerlas con los dedos, pero las gotas echaron a rodar como si fueran de mercurio. Con un gruñido se centró en el plato de asado. Tomó un tenedor y quiso pinchar un trozo de lomo, pero el plato se deslizó por la mesa y luego saltó directamente a las ascuas del brasero.

—¡Maldita sea! —refunfuñó.

—Vaya —dijo Dioniso con falsa compasión—. Quizá unos cuantos días más. Créeme, camarada, trabajar en este campamento ya es bastante tortura. Estoy seguro de que tu antigua maldición acabará desvaneciéndose tarde o temprano.

—Tarde o temprano… —repitió Tántalo entre dientes, mirando la Coca-Cola Light de Dioniso—. ¿Te haces una idea de lo seca que se te queda la garganta después de tres mil años?

—Usted es ese espíritu de los Campos de Castigo —tercié—. El que está en el lago con un árbol frutal al alcance de la mano, pero sin poder comer ni beber.

Tántalo esbozó una sonrisa sarcástica.

—Eres un alumno muy aplicado, ¿eh, chaval?

—En vida debió de hacer algo terrible —dije, impresionado—. ¿Qué, exactamente?

Él entornó los ojos. A sus espaldas, los sátiros sacudían la cabeza intentando prevenirme.

—Voy a estar vigilándote, Percy Jackson —dijo Tántalo—. No quiero problemas en mi campamento.

—Su campamento ya tiene problemas… señor.

—Venga, ve a sentarte ya, Johnson —suspiró Dioniso—. Creo que esa mesa de allí es la tuya: ésa a la que nadie quiere sentarse.

La cara me ardía, pero no me convenía replicar. Dioniso siempre había sido un niño malcriado, pero era un niño malcriado inmortal y muy poderoso.

—Vamos, Tyson —le dije.

—No, no —intervino Tántalo—. El monstruo se queda aquí. Tenemos que decidir qué hacemos con esto.

—Con él —repliqué—. Se llama Tyson.

El nuevo director de actividades alzó una ceja.

—Tyson ha salvado el campamento —insistí—. Machacó a esos toros de bronce. Si no, habrían quemado este lugar entero.

—Sí —suspiró Tántalo—, habría sido una verdadera lástima…

Dioniso reprimió una risita.

—Déjanos solos —ordenó Tántalo— para que podamos decidir el destino de esta criatura.

Tyson me miró con una expresión asustada en su ojo enorme, pero yo sabía que no podía desobedecer una orden directa de los directores del campamento. Al menos, abiertamente.

—Volveré luego, grandullón —le prometí—. No te preocupes. Te encontraremos un buen lugar para dormir esta noche.

Tyson asintió.

—Te creo. Eres mi amigo.

Lo cual me hizo sentir mucho más culpable.

Caminé penosamente hasta la mesa de Poseidón y me desplomé en el banco. Una ninfa del bosque me trajo un plato de pizza olímpica de olivas y pepperoni, pero yo no tenía hambre. Habían estado a punto de matarme dos veces aquel día y me las había arreglado para terminar el curso desastrosamente. El Campamento Mestizo estaba metido en un grave aprieto y, pese a ello, Quirón me aconsejaba que no hiciese nada.

No me sentía muy agradecido, pero llevé mi plato, según era costumbre, al brasero de bronce y arrojé una parte a las llamas.

—Poseidón —dije—, acepta mi ofrenda. —«Y de paso mándame ayuda, por favor», recé en silencio.

El humo de la pizza ardiendo adquirió una fragancia muy especial —como el de una brisa marina mezclada con flores silvestres—, pero tampoco sabía si eso significaba que mi padre me estaba escuchando.

Volví a mi sitio. No creía que las cosas pudiesen empeorar más, pero entonces Tántalo ordenó a un sátiro que hiciera sonar la caracola para llamar la atención y anunciarnos algo.

—Sí, bueno —dijo cuando se apagaron las conversaciones—. ¡Otra comida estupenda! O eso me dicen.

Mientras hablaba, aproximó lentamente la mano a su plato, que habían vuelto a llenarle, como si la comida no fuera a darse cuenta. Pero sí: en cuanto estuvo a diez centímetros, salió otra vez disparada por la mesa.

—En mi primer día de mando —prosiguió—, quiero decir que estar aquí resulta un castigo muy agradable. A lo largo del verano espero torturar, quiero decir, interaccionar con cada uno de vosotros; todos tenéis pinta de ser nutri… eh, buenos chicos.

Dioniso aplaudió educadamente y los sátiros lo imitaron sin entusiasmo. Tyson seguía de pie ante la mesa principal con aire incómodo, pero cada vez que trataba de escabullirse, Tántalo lo obligaba a permanecer allí, a la vista de todos.

—¡Y ahora, algunos cambios! —Tántalo dirigió una sonrisa torcida a los campistas—. ¡Vamos a instaurar otra vez las carreras de carros!

Un murmullo de excitación, de miedo e incredulidad, recorrió las mesas.

—Ya sé —prosiguió, alzando la voz— que estas carreras fueron suspendidas hace unos años a causa, eh, de problemas técnicos.

—¡Tres muertes y veintiséis mutilaciones! —gritó alguien desde la mesa de Apolo.

—¡Sí, sí! —dijo Tántalo—. Pero estoy seguro de que todos coincidiréis conmigo en celebrar la vuelta de esta tradición del campamento. Los conductores victoriosos obtendrán laureles dorados cada mes. ¡Mañana por la mañana pueden empezar a inscribirse los equipos! La primera carrera se celebrará dentro de tres días; os liberaremos de vuestras actividades secundarias para que podáis preparar los carros y elegir los caballos. Ah, no sé si he mencionado que la cabaña del equipo ganador se librará de las tareas domésticas durante todo el mes.

Hubo un estallido de conversaciones excitadas. ¿Nada de cocinas durante un mes? ¿Ni limpieza de establos? ¿Hablaba en serio?

Hubo una objeción. Y la presentó la última persona que me hubiese imaginado.

—¡Pero señor! —dijo Clarisse. Parecía nerviosa, pero aun así se puso de pie para hablar desde la mesa de Ares. Algunos campistas sofocaron la risa cuando vieron en su espalda el letrero de «¡Muuuu!»—. ¿Qué pasará con los turnos de la patrulla? Quiero decir, si lo dejamos todo para preparar los carros…

—Ah, la heroína del día —exclamó Tántalo—. ¡La valerosa Clarisse, que ha vencido a los toros de bronce sin ayuda de nadie!

Clarisse parpadeó y luego se ruborizó.

—Bueno, yo no…

—Y modesta, además. —Tántalo sonrió de oreja a oreja—. ¡No hay de qué preocuparse, querida! Esto es un campamento de verano. Estamos aquí para divertirnos, ¿verdad?

—Pero el árbol…

—Y ahora —dijo Tántalo, mientras varios compañeros de Clarisse tiraban de ella para que volviera a sentarse—, antes de continuar con la fogata y los cantos a coro, un pequeño asunto doméstico. Percy Jackson y Annabeth Chase han creído conveniente por algún motivo traer esto al campamento —dijo señalando con una mano a Tyson.

Un murmullo de inquietud se difundió entre los campistas y muchos me miraron de reojo. Tuve ganas de matar a Tántalo.

—Ahora bien —dijo—, los cíclopes tienen fama de ser monstruos sedientos de sangre con una capacidad cerebral muy reducida. En circunstancias normales, soltaría a esta bestia en los bosques para que la cazarais con antorchas y estacas afiladas, pero… ¿quién sabe? Quizá este cíclope no sea tan horrible como la mayoría de sus congéneres; mientras no demuestre que merece ser aniquilado, necesitamos un lugar donde meterlo. He pensado en los establos, pero los caballos se pondrían nerviosos. ¿Tal vez la cabaña de Hermes?

Se hizo un silencio en la mesa de Hermes. Travis y Connor Stoll experimentaron un repentino interés en los dibujos del mantel. No podía culparlos. La cabaña de Hermes siempre estaba llena hasta los topes. No había modo de que encajase allí dentro un cíclope de casi dos metros.

—Vamos —dijo Tántalo en tono de reproche—. El monstruo quizá pueda hacer tareas menores. ¿Alguna sugerencia sobre dónde podríamos meter una bestia semejante?

De repente, todo el mundo ahogó un grito.

Tántalo se apartó de Tyson sobresaltado. Lo único que pude hacer fue mirar con incredulidad la brillante luz verde que estaba a punto de cambiar mi vida: una deslumbrante imagen holográfica había aparecido sobre la cabeza de Tyson.

Con un retortijón en el estómago, recordé lo que había dicho Annabeth de los cíclopes: «Son hijos de los espíritus de la naturaleza y de los dioses… Bueno, de un dios en particular, casi siempre…».

Girando sobre la cabeza de Tyson había un tridente verde incandescente: el mismo símbolo que había aparecido sobre la mía el día que Poseidón me reconoció como hijo suyo.

Hubo un momento de maravillado silencio.

Ser reconocido era un acontecimiento poco frecuente y algunos campistas lo aguardaban en vano toda su vida. Cuando Poseidón me reconoció el verano anterior, todo el mundo se arrodilló con reverencia, pero esta vez siguieron el ejemplo de Tántalo, que estalló en una gran carcajada.

—¡Bueno! Creo que ahora ya sabemos dónde meter a esta bestia. ¡Por los dioses, yo diría que incluso tiene un aire de familia!

Todo el mundo se reía, salvo Annabeth y unos pocos amigos.

Tyson no pareció darse cuenta, estaba demasiado perplejo tratando de aplastar el tridente que ya empezaba a desvanecerse sobre su cabeza. Era demasiado inocente para comprender cómo se reían de él y qué cruel puede llegar a ser la gente.

Yo sí lo capte.

Tenía un nuevo compañero de cabaña. Tenía a un monstruo por hermanastro.