El cielo era una sábana.
Forrada de sí misma, ella amaneció a la mañana, y luego de guardar el retrato de Dulce partió con la maleta a cuestas. Con las reservas de vida que le restaban, respiró bocanadas de aire y enfrentó el nuevo sol. Sentía sus labios amoratados, vivos como las hortensias del jardín cuando las miró por última vez.
Cruza la arboleda, serpentea también por última vez su sombra, y el campo enorme se presenta virgen al amanecer, vasto y potente en su silencio. Lo mira embelesada, inhala el olor del viento como si inhalara además la totalidad del cielo. Y aunque el viento negro aún no se presenta, esta naturaleza le recuerda que la piedad está postergada. Sólo los cuervos limpiarán de pena estas praderas.
Tanteando sus pies la tierra como si fueran las manos de un hombre, baja por la colina, despacio. La maleta pesa. Por el costado del cementerio le hace una respetuosa venia al mar y, cuando la pequeña iglesia con su torre de alerce se aproxima, decide no mirar a su derecha: no se despedirá del faro ni de esa prolongación de tierra que alberga al policlínico.
Ya llegó al pueblo. Al lado de la Telefónica, en el familiar camino de tierra, divisa el bus con su cansancio polvoriento. Hacia él dirige sus pasos. Todos los pasajeros están ya sentados, pacientes y somnolientos, con la marca del alba en sus rostros. Floreana le ordena enderezarse a su cuerpo aún aterido. Y obedeciendo, aparentando ser muy dueña de sí, aborda el bus.
Ya en su asiento, al lado de la ventana, piensa en aquello del tiempo perceptible y se dice con horror: Dulce ya murió, yo moriré algún día, ¿qué le he arrancado yo a la muerte? ¿Sólo un baile y un beso?
El bus parte y Floreana mira el pueblo. No retira sus ojos hasta que cruzan bajo el lienzo que en otros tiempos le dio la bienvenida, y lee su reverso: Hasta pronto. Un «pronto» eterno.
Se distrae en el paisaje. Los mil verdes invernales la sobrecogen una vez más mientras van dejando atrás el mar. Los árboles parecen banderas con tantas manchas rojas en sus ramas. Se nubla la mañana, ¡poco duró el sol! Este día será otro de ésos plateados que ella conoce. Las nubes están bajas. ¡Qué lejos estoy!, se dice al verlas tan cerca. Atraviesan un pequeño bosque de arrayanes y la estridencia naranja de sus troncos le evocará siempre esta tierra del sur, perennemente húmeda.
Avanza el bus por el camino, por senderos interiores que se alejan y se alejan del mar. Los ojos de Floreana ya no ven el paisaje, o lo ven borroso porque están demasiado llenos de él. Mira al suelo, entre sus pies, donde ha guardado la mochila. Leer. Quizás historias ajenas puedan investirla de ese talante que no encuentra. Quizás le alivianen el peso de esos verdes que insisten, que la retienen, que hieren sus pupilas. Un libro, siempre una tabla de salvataje, le permitirá soñar que muchos lugares pueden ser el Lugar. Cuando se inclina para sacarlo del bolso, sus ojos encuentran una mancha blanquecina en el pantalón, a la altura del muslo. Es la esperma, es la vela de anoche, la derramada. ¿No debería limpiarla? Raspa con la uña el líquido solidificado sobre la tela, disponiéndose a arrancarlo, y de pronto se detiene. Se pregunta por el sentido de eliminarlo: esa esperma es su testimonio. La frota contra su pantalón, como si pudiese convertirla en un impreso sobre su pierna, un grabado o, para preservarla sin límite en el tiempo, un tatuaje. Y mientras repasa con la yema de sus dedos la esperma de la vela, un brillo acomete sus ojos: como una alucinada lleva su mano al bolsillo de su pantalón, busca un objeto, lo palpa, sí, la llave aún está ahí.
Sin más reflexión que el estallido de sus sentidos, en vez de sacar el libro recoge la mochila, se levanta de su asiento y camina hacia la puerta de adelante.
Al descender del bus, Floreana volvió a aferrar su maleta, como lo había hecho casi tres meses antes, cuando llegó al Albergue. Tomó una vez más su peso y se dispuso a caminar, a sobrellevarlo, porque el propio peso de su cuerpo se aligera cuando el desafío la llama. No se volverá a preguntar dónde está la patria: ya sabe que la patria es aquel lugar donde no se siente el frío.
Vamos, Floreana, ¡corre!
Haz un acto perfecto. Uno solo.
Mallarauco, mayo de 1997