13

Tras un obstinado insomnio, Floreana amaneció nublada. Los sucesos de la noche habían sido tan intensos que la dejaron ciega para el próximo día. Ni pensar en abandonar su cama: el ruido familiar sobre el techo, reconfortante y monótono, indica que hay lluvia. La contempla por la ventana. ¡Se va a instalar para siempre aquí esta lluvia! Por primera vez durante su estadía en el Albergue —la que terminará más pronto de lo que ella quisiera— no se ha levantado, faltando a sus tareas matinales. Llamó al impulso, al único que podía interrogar, para preguntarle cómo sacarse del cuerpo esos anhelos ancestrales; pero el impulso no le respondió.

Las sábanas son Flavián: ropaje para su tibieza, cómplices para su desate. Son su cobijo. Se apega a ellas, se esconde en ellas, las sujeta, ¡que no se escurran! Pasan las horas matinales y ella espera, no sabe qué. Una pequeña voz comienza poco a poco a zumbarle dentro y le muestra una cierta cobardía… hasta obligarla a detener su devaneo y enfrentar el mundo más allá de su dormitorio. Vasto o diminuto el mundo allá afuera, pero mundo real al fin. No sabe si la realidad, sólo por serlo, resultará más consistente. O si la expresión de otros ojos será un espejo más eficaz de sí misma. Se levanta, cruza la pequeña sala vacía, las puertas de los otros dormitorios están cerradas. Se acerca a la de Angelita, no, no tocará, no dará los dos golpecitos de siempre, se asomará nada más por si también ella se ha quedado dormida; sí, Angelita duerme con la placidez de una niña. Angelita no está sola, Angelita duerme en el abrazo de Toña.

Floreana cierra la puerta muy despacio.

El hambre la empuja a salir de la cabaña. Se coloca un buzo con rapidez sobre el piyama, se echa la manta encima y corre a la cocina, no quiere ver a las demás, no aparecerá por el comedor. Llega empapada, toma el primer paño que encuentra a mano y busca a Maruja mientras se seca descuidadamente la cara y las manos. Maruja no está. La chiquilla del pueblo, una de las que van por el día al Albergue para ayudar en la cocina, le informa que Maruja está enferma. ¿Enferma?, ¿qué quiere decir eso, a estas alturas? ¿Pescó un resfrío o se volvió loca? No, algo le cayó mal anoche, muy mal, no puede levantarse, ha venido el doctor a verla.

—¿Quién? —pregunta nerviosa, olvidándose del hambre.

—El doctor, pues. La señora Elena lo mandó llamar. Llegó en el jeep con el Curco.

—¿Y está aquí? —helada, suelta el paño y lo deja caer al suelo.

La chiquilla no alcanza a responder, vuelve la cabeza hacia la puerta trasera de la cocina al oír voces. Floreana piensa esconderse, pero es tarde: Elena y Flavián están ahí y se dirigen hacia ella. Él lleva puesto su delantal blanco y de su mano cuelga un pequeño maletín. Es el doctor, ya no el hombre del tango; ha recuperado su aplomo y así lo demuestra al saludarla. Ella responde algo ininteligible, algo parecido a un saludo, y recoge el paño de secar, lo que le permite no mirarlo de frente.

—¿No quieres tomarte un café? —lo invita Elena.

—Muchas gracias, no puedo. Tengo a varios pacientes esperando, les avisé que volvía pronto. Hago los arreglos para Maruja y te aviso —siempre de pie, mira de paso a Floreana y, como en un intento de incluirla, le informa—: Es la vesícula, le está jugando una mala pasada.

Floreana se consterna: ¡pobre Maruja!, ¡qué lesera!

Elena precede a Flavián hasta la puerta de salida. La cocina es larga. Cuando Elena atraviesa el umbral y desaparece, Flavián se vuelve y se acerca a Floreana. Le roza con un dedo la mejilla y le dice con un tono cariñoso, pero —para el gusto de ella— demasiado dueño de sí:

—Nada de arrepentimientos, ¿verdad?

Floreana se ruboriza. Balbucea un «no».

El vuelve a acariciarle apenas la mejilla y sonríe, como si algo lo divirtiera.

—Yo creí encontrarme con una recia exponente de los noventa, y me veo enfrentado a una damisela del siglo XVIII.

Se va, dejando la cocina vacía. Más vacía de lo que nunca estuvo.

Floreana no se ha movido, sigue cerca de la puerta con el paño en la mano. Así la encuentra Elena. ¿Por qué ella nunca muestra huellas, ni de lluvia, ni de sueño, ni de cansancio? Esto resiente a Floreana, que sólo constata en Elena un justo grado de impaciencia.

—¡Todo amaneció tan desordenado hoy! —exclama—. Nadie se levanta, Maruja está enferma… ¡Un desastre!

Floreana no abre la boca ni se mueve. Elena se acerca al fogón y levanta la tapa de una enorme olla que hierve.

—¿Tienes hambre?

—Un poco.

—Siéntate. Hay litros de caldo de gallina, para todas las trasnochadas.

Su sonrisa alivia a Floreana, que toma una silla y se sienta cuidadosamente. El pan está sobre la mesa al lado de un enorme corte de queso fresco. Lo toma y parte un trozo con la mano; mientras lo saborea recuerda que no ha probado bocado desde la tarde de ayer. Le sabe bien, tan bien como la llama del fogón y ese olor a sopa reparadora en un día frío. O como todo lo que la cobije, todo lo que la inunde de nostálgica domesticidad. Luego de servirle un enorme plato de caldo, Elena despacha a la chiquilla, la envía a acompañar a Maruja, y ambas mujeres se quedan a solas.

Floreana mira su cuchara. Ha desaparecido el bienestar, fue tan breve. No osa levantar los ojos, ésta es la última situación que habría deseado. Y como se decretó de antemano vencida, no la sorprende la pregunta que Elena le dispara, arrancándole las nubes de su cabeza.

—¿Por qué abandonaste de esa forma la fiesta anoche?

—No sé.

—Si no quieres hablar, estás en tu derecho —su modulación a la vez cálida y asertiva confunde a Floreana; están sentadas frente a frente y Elena, apoyando los codos en la mesa y sosteniendo su barbilla con ambas manos, da la impresión de contar con todo el tiempo del mundo.

—¡No hay caso! Si es siempre lo mismo, Elena… en un baile yo puedo dejar mi vida.

¡Por la cresta!, se recrimina.

—¿Recuerdas que te lo dije un día? No puedes forzar la castidad, eres muy joven para eso.

—Créeme, ¡lo he intentado tanto! —un eclipse, piensa Floreana, que se escondan la luna y el sol para que nadie me vea.

—Lo que prueba lo inútil que ha sido. El deseo es feroz, ¿verdad? Puede dar tanto miedo.

(¡Cómo es posible que un cuerpo determinado encienda y duela así! ¡Cómo es posible que su solo contacto, o sus huellas, perfore así!).

—Te vi anoche, Floreana. Todas te vimos, y el pueblo también.

Ella no responde, hunde la cuchara en su sopa como si en eso se le fuera la vida, rabiosa de sentirse tan poca cosa ante Elena, de palpar su superioridad, de comprobar una vez más —en desmedro de sí misma— la enorme distancia que las separa.

—No necesitas decirme nada. Sé perfectamente en qué estado te encuentras y creo que te convendría escucharme: estás dando una pelea difícil. Han pasado muchas mujeres por el Albergue, algunas con bastante más experiencia y destreza que tú en estas lides, Floreana, y ninguna se ha atrevido a dar semejante pelea. Flavián las paró en seco… Pero contigo es extraño, ha llegado más lejos.

—¡No soy, ni con mucho, una conquistadora, Elena! Si las otras hubiesen tenido mis oportunidades, otro gallo les habría cantado. ¿Te das cuenta de que es sólo el azar? Probablemente a ninguna de ellas le tocó acompañarlo a una isla y quedarse aislada con él por una tormenta… o escribir libros que justo su sobrino hubiese leído. Puras casualidades, no es que yo sea mejor que las otras. Al revés, yo no sé conquistar.

—Tu encanto puede radicar exactamente en eso, quién sabe. Debo reconocer que te admiro, ¿sabes? Corres un riesgo, uno que yo conozco, y tal vez puedas ganar.

—¿Uno que conoces?

Elena la mira inquisitiva, irresoluto el aguamarina de sus ojos. Luego suelta la mirada junto con las palabras.

—¿Sabes cuántas veces me han preguntado sobre mi historia oculta? Todo el mundo supone que tuve una antes del Albergue.

—Muchas veces, imagino.

—Bueno, yo nunca digo nada, porque he llegado a creer que tal historia no existió. Pero tú, en tu corazón, ya la sabes, ¿no?

Insegura de cómo readecuar con este nuevo elemento sus respectivas realidades, dudosa de desear hacerlo, Floreana trata de incluir el horizonte y el detalle en la misma mirada.