Llegan las primeras notas a sus oídos ya perturbados.
—¿Un tango entre gaitas? ¿Qué es esto?
—Es Loreena McKennitt —responde él mientras acomoda su mano derecha en la espalda de Floreana, un poco más arriba de la cintura—. La irlandesa, ¿te acuerdas? Pedro nos la presentó.
—¡Qué belleza! Y qué extraña esta música aquí, en la isla de Chiloé.
—Es una primicia… para ti, para los dos… Se llama Tango to Evora —estrecha el cuerpo de Floreana contra el suyo y baja la voz—: Entrégate.
Como una orden.
No era un misterio para Floreana que Flavián poseía, con respecto a las mujeres, un riguroso código personal. No sólo por cuidarse de lanzar frases afectuosas indiscriminadas, sino por el temor de que sus propios dichos lo comprometieran. Y esta vez lo desconoce. Entrégate.
Floreana percibe una corriente de timidez en el círculo humano que la rodea. El pueblo no tiene una respuesta danzante para Loreena McKennitt, ella está fuera de lugar, es un elemento demasiado foráneo, aceptado sólo porque viene del médico. Solos en la pista, los primeros pasos le resultan un suplicio al saber que todos los observan. Estoy dando el espectáculo de mi vida, todo mi absurdo al descubierto. Elena me mira fijo, Toña y Angelita me señalan, Pedro está sonriéndome desde lejos: todo eso cruza su mente hasta el momento en que, en una especie de arrebato, Flavián le oprime la espalda, hunde las manos en su carne encerrándola y al ritmo de la música la obliga secretamente a situarse en el lugar exacto, el que ambos necesitan para sentir. Baja su cabeza, la acerca a la de Floreana, su barbilla recién afeitada con olor a limpieza viril repasa primero sus mejillas, luego su cuello, para detenerse a hurgar en el nacimiento de ese cabello negro y grueso que alguna vez ella peinó en una trenza. No importa, nada importa, es lo último que alcanza a pensar Floreana antes de registrar que sus pantalones son delgados, bendita Angelita que la obligó a ponérselos cuando ella pensó que no la abrigarían, delgados, disponibles, virtual desnudez para cada uno de los pliegues del hombre que la toma, antes de perder por completo la lucidez.
Entonces el pueblo se nubló, porque la pelvis de Flavián comenzaba la búsqueda de la suya, ensayando flanquearla, cubrirla. Claro, las decenas de ojos no fueron más que pequeñas luces remotas que los acompañaban en una lejanía otra, ajena.
El alma desmayada arrojando este suspiro, ay,
y caída en los brazos del amor divino.
¿Qué bendita irlandesa ha cruzado el océano con su música para convertir su cuerpo en una brasa, en un puro deseo? Él la busca con aspereza, la instala en una emoción precisa. Los guía el puro instinto, y los lleva a escoger lo mejor. Esto es el comienzo del fin, siente el corazón contraído de Floreana. El ritmo ha penetrado sus venas, sus arterias, sus vasos comunicantes hasta no dejar un solo espacio libre. Floreana entregó sus escudos defensores y Flavián los horada como si fuese su adversario o, peor aún, su constructor. Porque cerrando ambos los ojos, el rapto arrasa con toda existencia posible: gimnasio, Albergue, pueblo, isla, todo lo que no fuese una mano que descendía por su cintura ciñéndola, ciñéndola, una pelvis que gira con urgencia tanteando a su opuesta, hasta ensamblarse, hasta atornillarse amalgamadas en un algo de fuego, lenguas del más allá que ya ninguno controla, que ninguno planificó ni previo. El mármol por fin derritiéndose, la seducción convirtiéndolo en materia flexible para miembros ayer agarrotados. Eran sólo dos cuerpos abrasados, dos cuerpos que se imploraban en el peor y más febril, el más delirante de los abrazos, buscándose voraces, absortos en esa necesidad eterna hasta encontrarse y sólo entonces se funden el uno en el otro y en el sonido amoroso del tango que no es tango sino quebranto que se adhiere a la vida de una mujer, y Evora los quemó como nada lo había hecho por siglos y siglos.
Se imploraban tanto.
Hasta que la música —¡nada es eterno, Floreana!— terminó y ella despertó de esa violenta dicha. Abrió los ojos y encontró una realidad nocturna frente al mar. Y el pueblo aplaudió, la gente del pueblo aplaudió su fiebre.
Sus mejillas están tan azoradas, su rostro tan desencajado y sus muslos tan húmedos que no puede sino mirar el suelo. Cada parte de su cuerpo se envuelve en tal temperatura que resulta imposible dar la cara a nadie. La reconforta ver a Flavián en igual estado, mirando hacia abajo, los brazos colgando como si le sobraran, vacíos, como si no supiera ya qué hacer con ellos, incapaz de enfrentar ni al público ni a ella. Entre ambos, el silencio estruendoso, absoluto. Un silencio feroz. La definitiva absorción de cada uno por el otro no puede sino anclarlos en el mutismo.
Este latido tuyo recorriéndome.
Ni siquiera Ciudad del Cabo —en su repetición— la rozó esta vez.
Floreana no pudo con su propio cuerpo. Solamente Flavián conocía la verdadera dimensión de ese abandono, sólo Flavián podría discurrir ahora sobre lo que han tocado. Él ha cubierto su fragante desmesura, un cuerpo desmadrado, como un potro arrancado de las manos del hombre que lo quiere domesticar. Desbocado por el tango, por unos brazos calientes, por un pubis duro y rastreador. Esa dureza, la que ya se ha acoplado —sin vuelta atrás— a su propia carne, podría hacerla sucumbir, rendirla para siempre, directamente matarla. Todo gracias a una irlandesa que juega a disfrazarse de tango y que los reúne en este rincón de un sur casi austral frente al Océano Pacífico, en un remoto país llamado Chile.
Entonces Floreana se va. Entre nieblas ve que se acerca Prosperina, una de las empleadas del Correo, bamboleando sus enormes pechos, cimbrando su cintura, abriendo los brazos para bailar con el doctor como si todo el gimnasio se hubiese arrebatado, como si la excitación de Floreana, extendiéndose, provocase el goce de cada criatura allí presente.
Flavián, con paso lento, vuelve donde el sacristán, retira su cinta, la guarda en el bolsillo trasero del pantalón y, ya con ritmos familiares, toma otro cuerpo de mujer sin que sus ojos busquen siquiera a Floreana.
La fiesta continúa.
La pista está libre. Quédense con su bendito doctor, se lo regalo a ustedes, cómanselo entre todas. Yo me voy.
Y la fiesta continúa.
Nadie le pone atajo. Floreana sube el cerro hasta el Albergue, sordas escalan sus piernas, no percibe la oscuridad. No es posible ignorar el invierno ni el mar, pero ella lo hace… No se detiene hasta llegar a la cabaña, entra en su dormitorio y se tumba sobre la cama. Porque efectivamente fueron convocados los dioses de la lascivia y lograron sobornar sus sentidos. Porque durante ese tango sintió lo incógnito.
¿A cuántos gestos les hemos dado el nombre de amor?
Ahogada, turbada, y sin embargo extrañamente engrandecida, ya no podrá ser, quiéralo o no, la misma. ¡Dios mío, el deseo! ¡Cuan avasallador e inoperante, cuan irreversible!