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¡Qué fácil es despacharme, qué fácil herirme! Floreana lo piensa al día siguiente camino a la capilla. Las últimas palabras de Flavián no han dejado de perseguirla. Comienza la hora del silencio. La privacidad de la capilla, su diseño de varillas de canelo y sus troncos en los costados y en su cielo han terminado por conquistarla, hasta el punto de que se siente allí como en su lugar más propio.

En el presente intemporal del amor, en ese loco espacio donde una mujer y un hombre lo son todo para luego pasar a otro espacio donde ya nada resta, donde los derechos se han acabado, desapareciendo la intimidad para ser guardada con llave en el baúl de los recuerdos, en esa arbitrariedad de los amantes donde de un minuto a otro se ha instalado la nada, emergen los recuerdos.

«¿Por qué no te conocí antes, Floreana mía? No puedo irme contigo, sembrando la destrucción a mi alrededor. Pudimos constituir una gran pareja, enseñándome tú ese mundo tan distante para mí, el de las emociones, y potenciándonos, tu cerebro con el mío. Nos habríamos entretenido, nos habríamos divertido, y eso no es secundario. ¡Quizás fue un gran error que me llamaras a la vuelta de Ciudad del Cabo! Todo esto ahorrado, y el recuerdo imborrable. ¿Entiendes que no debo verte nunca más?».

Floreana sabe, con la misma certeza con que conoce su propio nombre, que el Académico no ama a su esposa. Tal vez nunca la haya amado. Y piensa con melancolía que es probable que existan hombres, cierto tipo de hombres, que conocieron el amor sólo porque una mujer fuerte se les puso por delante, se les paró al frente y los obligó: una mujer que les torció esa voluntad que no era siquiera voluntad. Existen las mujeres que tienen esa capacidad. Alguna vez Floreana conoció a alguna. Son escasas, pero sabe que las hay. Y Floreana tiene la certeza de no ser una de ellas.

No puedo dejar de enjuiciarte, no puedo dejar de acosarte; sin embargo, tampoco puedo dejar de amarte. Lo piensa mientras musita: sí, comprendo…

Él la toma de la cintura, esconde la cabeza en su cadera. «Necesito que me hagas dos preguntas, Floreana. Pregúntame, en primer lugar, si estoy dispuesto a pactar con el Diablo. Luego, si huiría contigo en caso de que me lo pidieras».

«¿Estás dispuesto a hacer un pacto con el Diablo?».

«No».

«¿Te arrancarías conmigo a algún lugar del mundo? ¿Por ejemplo a Capri?».

«No».

«¿Cuál es la razón de la doble negativa?».

Entonces, esa palabra maldita; la obsesiva, la culpable:

«El miedo».

No más que eso.

Aquí no hay locura.

Aquí no hay delirio.

Aquí no hay nada.

Creo, le dice Floreana al Académico, muy seria desde su banco en la capilla, que esto no habla bien de nosotros. En el momento del Juicio Final, nos van a preguntar: Señor/Señora, ¿cuántos momentos de verdadera pasión se permitió usted vivir? Yo voy a traer al baile mis libros de historia, pero ¿con qué te salvarás tú? ¿Qué ardor de temperamento mostrarás? Te acusarán de haber aplacado tu sangre, de no haberla dejado correr por tus venas…

Y se mantuvo respetuosa frente a su negativa, se amarró las manos y los pies para no acudir a él. Hasta la mañana en que salieron a pasear todos los monstruos agazapados en su cabeza y condujeron sus pasos a la Universidad. La secretaria le dijo que él estaba en una reunión. Ella pidió que lo interrumpiera. Apareció muy asombrado: ¿no se habían despedido para siempre envueltos en las sábanas de un hotel?

«¿Tú aquí?», detrás de su sorpresa ella creyó adivinar un cierto placer.

Pero él vio su mirada maltrecha.

«¿Pasa algo, Floreana?».

«Sí, estoy destruida…», es lo que responde; pero por dentro grita: ¡mi hermana se está muriendo! «Y necesito tu consuelo».

«Estamos en una reunión… No puedo hacer nada ahora, te llamo mañana».

Mudado el cuerpo —en un breve instante ha experimentado mil transformaciones—, Floreana se retira de la oficina preguntándose cuál será el hilo que la conecta todavía con la realidad.

El teléfono tardó tres días en sonar. La cita es en un café, el mismo donde se encontraron aquella primera vez antes de inaugurar el hotel. Ella espera.

Él no llegó.

Y con el corazón mojado, Floreana murmura: es aterradora la forma en que ha envejecido el siglo.