—El gran fracasado hoy en día es el amor.
Trasnochada, soñolienta, Floreana, sentada a la mesa de la gran cocina, comparte con Cherrie —la que hace muñecas— y con Rosario —la abogada— la tarea de pelar las papas y desgranar las arvejas para el almuerzo. Los olores que despiden las ollas hirviendo confortan su espíritu, las idas y venidas de Maruja la consuelan, la convencen de que está en la realidad.
—¿Te acuerdas, Cherrie, de que esa noche, cuando llegué, prometiste contarme tus penurias sentimentales? —había preguntado Floreana, tratando de sentir el buen humor que aparentaba.
—¡Ah! Quieres saber de Enrique. Todos lo conocen en la zona de Osorno y Puerto Montt. Es un hombre importante en el gobierno regional.
—Pero tú ya no estás con él, ¿verdad?
—No.
—¿Por qué? —pregunta Rosario—. ¿Qué pasó?
—Estuvimos hartos años juntos, tuvimos tres hijos, él era una buena persona. Odiaba a los militares y mientras trabajaba en el comercio también se metía en política. Cuando se acabó el gobierno militar, a él le fue bien, muy bien.
—Pero ¿qué tiene que ver eso con tu matrimonio?
—Es bien simple. Cuando mi marido se puso importante, me dejó porque yo ya no estaba a su altura. Miren, chiquillas, apenas empezó a hablar en difícil, yo pensé: ojalá le vaya bien. Pero también pensé: ojalá no le vaya bien, ahí me va a abandonar. Dicho y hecho.
—¿Por qué sentía él que no estabas a su altura?
—Porque en ese mundo de los poderosos miran en menos a la gente como yo. No alcancé a terminar el colegio, mi oficio son las muñecas, no entiendo el idioma que ellos usan y según él no soy para andar al lado del gobernador, del intendente, o del propio Presidente cuando viene. Enrique se abochornaba conmigo, ¡quién sabe!, empezó a decirme que era cursi. Se metió con una galla del Ministerio de la Vivienda, de ésas con harta cabeza y hartas palabras difíciles, y yo pasé a ser una nulidad al lado de ella.
—¡Qué típico! —comenta Rosario—. He conocido tantos casos así. Los huevones que surgen de la noche a la mañana cambian siempre de mujer. La que se mama sus tiempos de don nadie es siempre una de su propio origen, y nunca es ella la que lo acompaña en los momentos de gloria. ¡Carajos!
—Bueno, así pasó. Y volví fracasada a mi taller de muñecas mientras él se empinaba sólito.
Floreana la mira, compasiva.
—¿Y tú, Rosario? ¿Qué pasó con tu marido?
—Nada. Ahí está, esperándome en la casa.
—¿Cómo? —reacciona Floreana—. Yo creí que casi ninguna aquí tenía marido.
—Pues yo sí. Ahora, que estemos enamorados o no, es otro cuento. Eso terminó hace un buen tiempo ya.
—¿Por qué sigues casada?
—Él es mi segundo marido, tengo cuarenta y ocho años… Valoramos otras cosas ahora. Estamos agotados de tanta experiencia fracasada a nuestro alrededor. Para mí, nuestro matrimonio significa la familia que ya hemos constituido y un buen equipo de trabajo. Los nietos de mi marido serán el día de mañana mis nietos, sus hijos son mis hijos y los ajenos de cada uno ya fueron adoptados, con tremendo esfuerzo, por el otro. ¿Vale la pena pagar los costos de deshacer todo eso?
—Pero tú eres una mujer joven.
—¿Joven? No sé si tan joven —se ríe—. La cosa es que hemos hecho una opción que nos conviene a los dos. Somos un equipo. ¿Quién sería más honesta y más leal como socia de él que yo, si protegemos los mismos intereses? No tendría sentido romper todo esto.
—¿Y qué sucede con los terceros que a cada uno se le aparezcan?
—Ninguno pretende introducir a otro en su vida, al menos no en un cien por ciento: eso está fuera de cuestión. Como les decía, yo ya no soy tan joven. No me interesaría partir de cero con nadie. Un amante, a lo mejor, sí. Un buen amigo con quien hacer el amor de vez en cuando, también. Pero otro marido, ¡por nada del mundo! Para eso me quedo con el mío.
—¿Duermen juntos?
—Sí, duermo con él. Incluso me aprieto contra su cuerpo en las noches frías, pero sin sexo, eso quedó fuera. Tenemos un pacto civilizado: cada uno puede vivirlo fuera de la pareja mientras no se hable de eso y se haga con discreción. La idea es no ponerlo de manifiesto públicamente, cuidar el honor del otro, especialmente el honor del hombre; a las mujeres nos importa menos, estamos más acostumbradas a ser basureadas.
—Me parece una opción convencional, reaccionaria —objeta Floreana, asombrada de la vehemencia de su propio juicio.
—Son los años noventa, querida. Una opción de los tiempos. Hace diez años yo tampoco lo habría aprobado.
—Parece que después de todo soy una romántica. Aún creo en el amor. Sin él, nada. ¿Me entiendes? O el amor o nada.
—Creo, sinceramente, que estás fuera de lugar hoy día. Hemos pagado muchos costos y hemos aprendido la lección. ¡No se puede botar a la basura lo que ha sido tan difícil construir!
—Aun así, no me convences.
—Pero, Floreana, ¿es que no te das cuenta de que el gran ausente de fines de siglo es el amor?
Alcanza a retirarse un rato a su cabaña antes del almuerzo, entre las tres han hecho rápido el trabajo en la cocina. Siente en las palabras de Rosario una confabulación casi cósmica y necesita estar un rato a solas. A solas es un decir, lo que necesita es recapitular su noche anterior.
Se tiende en la cama de su pequeña habitación y, sumida en esa privacidad, las palabras acuden sin necesidad de ser llamadas:
—¿Has tenido «sueño eterno»? —le pregunta el sobrino mientras los ojos de Floreana no pueden apartarse de las manos de Flavián, ese portento: ella las define como una catedral, las manos que toman dulcemente el cuerpo de doña Fresia, la frente afiebrada del Payaso, el disco de Brahms, los chapaleles de la mesa humilde del profesor. Y el manubrio del jeep con segura firmeza. ¿Dónde está Flavián? ¿En qué intersección de las líneas del universo?
—No sé a qué te refieres…
—A pasarse la vida durmiendo y soñando la realidad.
Dios mío, ¿es eso lo que hago yo? Floreana trata de eludir la embestida del desamparo, no puede, no puede, vuelve a llenar el vaso con vodka. ¿Por qué estoy tan sola? Escucha desde lejos.
—Considero virtud aquella inteligencia que permite a los individuos conocer y estar en contacto con sus propias emociones. Lo demás es un fraude.
¿Flavián es un fraude? ¿Yo soy un fraude? ¿Es que necesitamos al pequeño David Hemmings para que nos lo recuerde?
—Eres poderosa, Floreana, Flora, the lily of the west.
Poderosa yo (¡yo!), piensa Floreana sin conciencia alguna del lugar que toma su yo público. No sabe qué ha dicho, qué ha hablado. Pero súbitamente despierta. Escucha lo siguiente.
—¡Mujeres! ¡Raros sujetos! ¡Temibles sujetos!
¿Cómo puede uno estar con seres tan poderosos y que más encima nos gustan? —Pedro mira a Flavián mientras Floreana lo mira a él, insinuante en la estrechez de su ropa—. Les tenemos terror a ustedes, Floreana, ¿sabías? Es irremediable reconocerlo. Al fin y al cabo, son los entes superiores que nos parieron, que tuvieron un poder total sobre nosotros, que nos expulsaron de su tibieza para ser nuestras dueñas. Claro, con el tiempo el miedo se ha mitigado, pero nunca del todo. Uno no puede, no debe, temer lo que ama. Basta con la madre, ¿o no, Flavián?
—Por eso yo vivo en la más sensata de las opciones. Es la misma razón por la que uno ejerce la voluntad —el médico concentra su mirada en la de su sobrino.
—¿La voluntad? ¿Y qué con ella? ¡Aplastarla a rompe y raja! Con el solo chasquido de dos dedos, una varilla estática comienza el bamboleo. Si la varilla viene de la madera y puede ser bamboleada con esa fragilidad, ¿cómo no la carne? ¿Quién soy yo, querido tío, para recordarte la obligación de diferenciar calentura de enamoramiento, o de condenar a los que no la diferencian? Intuyo que tú metes todo en el mismo saco. Pero volvamos a la voluntad. ¿Cuánto sentido tiene, si uno ya ha perdido la aspiración de ser santo?
—¿Alguna vez la tuviste? —pregunta Floreana.
—No quiero la santidad. Ya no la quiero, porque una vez la quise. Una vez, antes de conocer su límite y su total aburrimiento. ¡Viva Truman Capote, viva Céline, viva Tennessee Williams, viva Bukowski! ¡Vivan los tiburones que nunca duermen! ¡Y viva más que nadie el gran Malcolm Lowry! Vivan el vodka y el mezcal, su sabor profundo mezclado con el erótico negro del tabaco. ¡Viva la carne, señal única y final de que estamos vivos!
Flavián y Floreana se miran con un destello de mutua comprensión. ¿Pueden ellos ser calificados como vacíos? ¿Como corazones vacantes?
—No me sirvió de nada el estoicismo. Creí ser feliz en él hasta que lo contrasté —continúa apasionado el sobrino—. Mejor es perderse tres días en los tugurios. Mejor es no hacerse ese hara-kiri de mantener la cama vacía. ¡Mejor leamos, escribamos, forniquemos!
Flavián y Floreana escuchan. Un tercero los está volviendo cómplices involuntarios. Es probable que ambos se pregunten lo mismo: ¿cuánto tiempo hemos perdido apostando a la pura voluntad?
—Vodka, sexo, toxinas, tabaco. ¿Y qué? Al menos todo eso nos permite volar. ¿Sabes? —Pedro se dirige a Flavián—, te estás perdiendo la mitad de la vida. ¡Créeme! No sé si tú, Floreana, también te la pierdas.
—Yo me lo pierdo todo —responde, consciente de la cantidad de vodka que circula por sus venas—. Vivo el extremo opuesto al tuyo: he elegido la castidad.
Flavián la mira sin sorpresa.
—Eso dicen todas.
—Piensa lo que quieras —se encoge de hombros—, pero es cierto. Es lo único serio por lo que he optado en los últimos tiempos, para no ser lastimada de nuevo. No sólo me lastiman la falta de amor o el abandono del otro, lo que ya es bastante, sino mi propia torpeza.
De la mirada de Flavián escapa una inequívoca, inevitable suavidad que sin duda él trataría de reprimir si pudiera verse. Alza el vodka.
—¡Floreana! A tu salud.
—¡A la salud de la superhistoriadora, la poseedora de una equivocada sabiduría! —brinda con él su sobrino.
Floreana mira a uno y otro. Balbucea «salud» y de golpe piensa en algo que nunca había pensado: la cantidad de placer que durante su vida no alcanzó. Se expande su pecho, se ensancha, exhala la voluptuosidad, inspira la turbación, y arrebatada en la intimidad de esa madera, en el calor de esos pocos metros, un poco mareada, siente que todo en ella es efectivamente un gran equívoco, y el vodka se vuelve piedra en su mano levantada.
—Nos sacude la juventud —murmura Flavián cuando la toma del brazo en la leve oscuridad del amanecer que ignoraron para emprender la subida a la colina.
—Hablas como si fuéramos viejos —responde Floreana, agradecida de la mano que toma su brazo y que va advirtiéndole: cuidado, aquí hay un terraplén, aquí el camino es liso.
Suben en un silencio poblado. Flavián lo rompe.
—Es un delator —dice.
—¿Pedro?
—Sí, sabes perfectamente lo que quiero decir —y Floreana intuye su sonrisa.
Un delator.
Llegan por fin a la arboleda.
—No te librarás de él mientras dure su visita, ¿te queda claro? No te va a soltar, está fascinado contigo.
—Yo también con él.
—¿Es cierto que vas a venir mañana, como le prometiste?
—Sí. Pero nos vamos a juntar después del almuerzo. Tú vas a estar trabajando a esa hora.
Ya están frente a la cabaña.
—¿Ésta es la tuya? —Flavián observa la luz del porche que Angelita ha dejado encendida.
—Aquí vivo —sonríe Floreana.
Flavián está parado frente a la puerta de su cabaña. Inimaginable.
—La comida estuvo muy rica, me siento honrada de que hayas cocinado para mí.
—Lo puedo hacer cuando me lo pidas.
La luz del porche les permite mirarse. Floreana quisiera inclinarse sobre él, así, levemente, sólo para cerrar la noche. En cambio, él le toma ambos brazos a la altura de los codos, distanciándola de su cuerpo.
—Floreana… —su voz no es casual ni displicente, tiene algo de gravedad—. No sé por qué te digo esto, pero algo me obliga: mientras más joven sea mi sensibilidad, más dolorosa es. He decidido salvarme.
Esto es, renunciar a lo más personal que hay en mí.
Ella lo mira, muda.
—¿Comprendes lo que quiero decir?
—Sí, supongo.
—Buenas noches, entonces —se inclina, le besa la mejilla amorosamente y emprende el regreso, desapareciendo muy pronto por la pendiente.