Sólo pido un verano, ¡oh, poderosas!,
y otro otoño para que madure mi canto,
y más conforme, colmado por el juego,
mi corazón se resigne a morir.
HÖLDERLIN,
A las parcas
—¿Con quién dejaste a tus hijos?
—¿Qué pasó con tu marido?
De boca en boca las preguntas, las voces pueblan el Albergue. Escucha: qué se preguntan, murmurando, las mujeres.
Detente.
Entre la lana y la madera se cuelan los susurros del mar: es que está ocupado prohibiéndoles a las olas abrir sus grandes fauces para contar historia alguna.
Es el invierno en la isla, el frío secuestra las historias de sol.
Las mujeres están tristes, Floreana.
Poco a poco se fueron plantando los campos con las nuevas semillas; los viejos robles, dueños de los potreros, enraizados en ellos desde siempre, no quisieron compartirlos y no movieron sus ramas para dejar al sol pasar. La semilla fue creciendo igual, ayudada por el agua y la luz porque éstas —agua y luz— se filtraban sin disolverse por las ramas. Pequeñas, lentas, esperaron las semillas a que sus frutos tomaran cuerpo. La tierra se mostraba amplia; esparcirse por ella era lo que habían soñado y, al atardecer, cansadas ya, ser acunadas por los árboles.
No ocurrió.
Algunas semillas, convertidas en fruto, crecieron tan altas que al no encontrar ramas donde treparse, lo hicieron sobre sí mismas, recogiéndose, obligadas a ser estepa y no hiedra. A los robles, fibrosos y rígidos, les faltó generosidad para albergarlas. Sólo las miraron, un poco atemorizados, anonadados: sí, crecían solas; salvajes, fuertes, aglomeradas, verdes en el día y rojas por la noche. Nadie las acunó.
Los robles no las quisieron, ¡que dejen de elevarse, nos tapan el sol! Pero ellas crecieron y se desencontraron; había sol para todos y los robles no supieron verlo.
El roble mayor, milenario y eterno, quedó en su sitio, pétreo, preguntándose qué había perdido, contemplando confuso a la semilla que no quería espigarse sola sino a su lado.
El roble quedó solo.
La semilla quedó triste.