17

La tormenta arreciaba y el único sonido que llegaba hasta ellos eran sus golpes de viento y lluvia. Sólo porque Floreana le tiene miedo a este silencio, y porque no quiere que él se levante de la mesa, le pregunta:

—¿De dónde vienes, Flavián? ¿Cuál fue el mundo que te crió?

—La antigua oligarquía chilena —no titubea, poniendo de manifiesto al interior de Floreana las propias incertidumbres de ella, su eterno deambular entre preguntas, acechando luces sobre lo que, por su carencia, la hería.

—Mis padres y abuelos estuvieron todos ligados a la tierra y a un alto sentido de servicio hacia el país. Creían en su historia, en forjarla. Que lo hayan hecho mal o bien es cuento aparte. Nunca ricos del todo, más bien empobreciéndose cada vez más, mantenían un cierto orgullo por la autenticidad de representar algo que se desvanecía. Vengo de la decadencia, mujer, y eso no necesito explicárselo a una historiadora.

—¿Y cómo la vives? ¿Prima lo encantador o lo patético?

Flavián se ríe. Aleja los ojos, se va a algún lugar remoto y vuelve de la mano de palabras precisas; las suelta de a poco, como si no estuviese dispuesto a repetirlas:

—¿Sabes? Este país cambió irreversiblemente. Mi mundo se acabó, Floreana. Era el mundo agrario. Terminó eso y el sentido del servicio público, que constituían la esencia de mi biografía.

—En buenas cuentas, la tierra y la política.

—Exactamente. ¿Conoces la diferencia entre los decadentes y los emergentes?

—¿Cómo es eso?

Se levanta hacia la estufa, la rellena con leña fresca y vuelve a sentarse. Bajo la mesa, las rodillas de ambos están a punto de rozarse.

—¡Ah! —Flavián sonríe—. ¡El mundo de los emergentes! Allí no existe el desaliento, que es un concepto importante para mí: tengo que espantarlo continuamente para que no me sobrepase. Los emergentes tienen una inagotable energía. En ese mundo se evita el dolor de forma sistemática. No entra por las rendijas, no lo dejan pasar, no cabe. Y si te detienes un momento, comprenderás que es muy coherente: el desaliento y el dolor van siempre unidos. Los propensos a una cosa lo serán también a la otra.

—Comprendo… No me imagino al hijo de un nuevo rico haciendo una opción como la tuya: el médico de un pueblo perdido.

—¡Qué alivio que me entiendas! —vuelve a sonreír, como si constatara un hecho—. En los grupos ascendentes siempre existe el futuro —sintetiza—. Y no te imaginas cuánto los envidio a veces.

Sirve más vino en ambos vasos. Ninguno se ha tomado el trabajo de mirar su reloj.

—Ya sabes de dónde vengo. Dime tú ahora, ¿tienes hijos?

—Sí, uno solo. Se llama José.

—¿Qué edad tiene?

—Dieciséis.

—También yo tengo uno de dieciséis, es el mayor. ¿Tú vives con él?

—Vivimos los dos solos en un departamento en el barrio de La Reina, en un quinto piso. Los pájaros trinan en la ventana de mi escritorio.

Siempre está ese trinar, vive llena de canto de pájaros, le asombra que no se detengan, esas ganas de cantar siempre… Y cuando sus ojos amanecen nublados el trino la confunde, le impide ubicar el origen de su desazón.

—¿Has pensado alguna vez en lo que significa quedarse sin los hijos?

—Supongo que en parte será un alivio.

—¿Por qué lo dices?

A Floreana se le esfumó la vigilancia interna y el resentimiento habló por ella:

—Porque creo que es fácil y cómodo no criarlos, saltarse la pataleta diaria, la disciplina de las tareas, los platos intactos sobre la mesa de la cocina. Los padres de fin de semana se convierten en una fuente de placer para los niños, son la diversión, no el día a día. Ustedes pueden proteger su paternidad de los aburrimientos rutinarios.

—¡Cómo te equivocas! —Flavián sube la voz.

—¡Déjame hablar! Éste es mi punto de vista, escuchamelo: ¡nadie se siente tan magnánimo y encantador como el papá separado que les cocina un plato de espaguetis a sus hijos en su nuevo departamento de soltero!

—¿Y qué tal si somos víctimas, sin el más mínimo aire de «encanto»? ¿Te lo has preguntado? ¿Has pensado en nuestra mortificación al mirar cómo los que uno más quiere se transforman en instrumentos de una madre que las tiene todas a su favor, desde la ley de tuición hasta esa misma vida diaria, para convencerlos de que su padre es una mierda? ¿Qué tal cuando te prohíben las visitas para chantajearte con el tema de cuánto dinero más ella requiere para seguir viviendo de un exmarido y sin trabajarle un solo día a nadie?

—¿Y qué tal la cantidad de hogares financiados en su totalidad por mujeres que se sacan la mugre para poder hacerlo, por culpa de un padre irresponsable, o de uno fresco, como hay muchos?

—No te desvíes del tema, ése no es mi caso, Floreana. ¡Ni lejanamente! ¿No has pensado que yo tengo el mismo derecho que tú a verlos crecer en ese día a día que tanto miras en menos? Uno llega de noche a ese piso de soltero y daría cualquier cosa por oír la voz de un niño. Su sola presencia te relativiza todo lo cósmico que ronda por tu cabeza exhausta cuando llegas a casa. Cuando ya te has saltado los besos de tantas buenas noches y de tantos despertares, cuesta mucho volver a besar. Uno queda desarmado frente a quien los cría, sólo porque se supone que ella lo hace mejor por el simple hecho biológico de haberlos parido.

—Lo que no es un detalle, si me lo permites.

No hay disimulo ya en el enojo. No logra quedarse sentado, se ha levantado hace un rato, recorre la pieza mientras habla y sus pisadas hieren las maderas del suelo.

—Yo hice lo imposible por quedarme con mis hijos, hurgué todas las posibilidades, hice todas las proposiciones… ¡y me quedé sin ellos porque no quise traumatizarlos con juicios ni nada por el estilo! Y cada vez que los veo, estoy obligado a gastarme todo el tiempo con ellos en convencerlos de que la campaña que su madre ha hecho en mi contra es una sarta de mentiras. ¡Mira qué fluida relación! Yo prácticamente perdí a mis hijos.

—No todos los casos son así, Flavián…

—Pero hay muchos que sí son así. ¿Sabes en qué condiciones nació mi segundo hijo? Cuando me quise separar la primera vez, porque mi mujer se había enamorado de otro, a ella le vino el terror de que yo me fuera. Parece que el romance no funcionó y lo único que a ella le importaba era no quedarse sola. Entonces, ¿a qué recurrió? ¡Al embarazo! Habíamos pactado solemnemente que eso no podía ocurrir, me tenía convencido de que tomaba sus píldoras todas las noches. Lo planificó para que yo no me fuera. Tuvo la desfachatez de confesármelo años más tarde: lo había calculado fríamente. ¿Sabes de la cantidad de niños que han nacido en esas condiciones? ¿Sabes el daño que eso significa para ellos? ¿Y sabes lo que un hombre siente cuando la mujer manipula su propia capacidad reproductora como chantaje? ¿Conoces el sentido de la impotencia? El concepto de dar vida es sagrado cuando refleja un deseo compartido. Por eso la manipulación se vuelve tan terrible. Pueden engañarnos como quieran, nosotros no tenemos defensas. Y eso que no voy a entrar en el tema de todas las que se han embarazado para casarse…

—Me da pena oírte hablar así, pero no me parece tampoco que las justas paguen por las pecadoras.

El intenta sacudirse la ira.

—¿Eres justa? —exclama—. ¿Existe una mujer justa sobre la faz de la tierra?

—Mira: tú tienes rabia, yo tengo rabia. A mí me abandonaron como a ti, y he tenido inmensos problemas para criar a mi hijo… No todas somos iguales… Considero deshonesto lo que hizo tu esposa… pero estamos las otras, las que peleamos por relaciones pares y honradas… Estamos las que sufrimos… Te he hablado de ellas. ¿Sabes tú, Flavián, que en el Albergue hay mujeres que duermen hechas un ovillo cada noche, porque la pena les impide enderezar el cuerpo, y que hacen enormes esfuerzos para quererse a sí mismas porque nadie más las quiere?

Flavián no cambia su gesto ni su posición.

—Son todas iguales, en el fondo.

—No. No lo somos, aunque te escudes en eso —Floreana inspira con dificultad el aire desde su desolación y se lo arroja—. Yo creo que los hombres no quieren amarnos.

—A ver, explícamelo mejor —no es un tono invitador ni receptivo, pero al menos ha dejado de caminar por la pieza.

—No nos aman desde que nos dio por pelear por el amor para nosotras, y ya no preocuparnos solamente de satisfacer al otro.

—Algo en tu tono me indica que estás en guerra. Sí, claro, es difícil amar a quien nos trata como a enemigos.

—Puedes imaginar entonces la imposibilidad de amar a uno como tú —ya se arruinó la noche, piensa Floreana, ya no importa nada.

—La diferencia es que yo no pido que me amen, no pretendo que nadie me ame, no me quejo, y es más, te puedo agregar que no soporto que me amen… y no te sorprenderá, espero, que no me guste la mujer guerrera.

—Bueno, las guerreras les tienen mucha rabia a los hombres, por mil motivos reales, y no se imaginan con un hombre sino en la transacción. Pero también hay mujeres que no quieren más guerra, que apuestan a la dulzura, a la solidaridad, al cuidado profundo y recíproco de uno por el otro, al amor mutuo; no a la protección convencional.

—¿Y tú —la escudriña—, qué quieres tú?

Floreana lo mira incierta, casi perdida.

—No sé. Sólo sé que tengo miedo a ser herida otra vez.

—Las mujeres piden ellas mismas que las duelan… —se levanta de la mesa, brutal, bebe el último sorbo de vino.

… para no llegar secas a la tierra de Dios, Floreana completa la oración en silencio.

Entonces él le entregó su suéter: ya es muy tarde, vamos a dormir, le dijo, y ella se retiró a la única habitación de la casa.

—¿Floreana? —oye su llamado al salir del baño con la escobilla de dientes en la mano—. Ven un poco.

Se dirige a la salita. Ahí está él, acostado en el sillón, vestido con la sola camisa celeste, los pantalones y los zapatos ordenados sobre la silla, su cabeza y sus ojos vueltos hacia el techo como si esa noche todas las constelaciones estuviesen reunidas allí.

Cuando Floreana se acerca, él alarga su mano por encima de las frazadas revueltas y busca la de ella, de pie frente a él. Se la toma ligeramente. Es un contacto mínimo, pero su piel lo registra de inmediato.

—Te queda bien el suéter. Me gusta esa cosa larga y huesuda que tienes, tan desmañangada…

—Me da pena verte así. ¿Por qué no me dejas a mí el sofá y te vas tú a la cama? Ahí vas a poder dormir bien. Es culpa mía, yo debería estar en la casa de la directora de la escuela.

—Me diste la oportunidad de sentir que te abrigaba, y tengo que reconocer que eso me tocó el corazón. Pero mira cómo lo he hecho… —se vuelve hacia ella, Floreana se conmueve ante lo contrariada que luce su expresión—. Soy un imbécil, y necesitaba decírtelo. Y si no supiese a ciencia cierta que soy ese imbécil, no estaríamos hablando de esto sino de compartir la cama. Discúlpame, Floreana, me he descargado contigo y tú no eres responsable de nada. Ha sido feo de mi parte, una especie de cobardía inexcusable.

—Parece que el destino de las justas es pagar por las pecadoras, como te lo dije antes… Al menos tú eres más sano que otros, tu rabia es evidente y eres capaz de expresarla. Hay tantos que se la guardan, no la reconocen y hieren de lado, no de frente.

—Pero es imperdonable que se la arroje a una mujer como tú, que es lo último que se merece.

Es que algo se me mueve adentro y me aflora la rabia sin que yo la controle. Soy un caso perdido, Floreana, te diste cuenta ya, ¿verdad? Ésta ha sido una noche larga, muy larga, la más larga de muchas noches. Me apena…

Floreana se sienta a su lado, en el borde de la cama, siempre con su mano sujeta por la de Flavián.

—¿Qué te apena?

Flavián la mira con los ojos del hombre que el afán de Floreana quiere que sea.

—Nada. Mejor me callo. Voy a cumplir prácticamente dos noches sin dormir; no estoy en mis cabales y me siento a punto de cometer cualquier estupidez. Anda, Floreana, anda a acostarte —retira con suavidad su mano.

Cometámosla, la estupidez que sea: es su plegaria interna junto a su anhelo de guarecerse bajo esas mismas frazadas. Pero su voluntad largamente entrenada la obliga a levantarse. Sabe que no se le ofrendará otra noche como ésta.

—Buenas noches, Flavián —le dice, su mano vacía, de pie en el umbral.

—Buenas noches, Floreana —y cierra los ojos.

Así comenzó la larga vigilia. Entre los nudos del temor y los del deseo, Floreana esperó. Palpó su cuerpo inútil y, al hacerlo, acudió a ella otro momento lejano, demasiado, quizás, pero siempre fijo en la acumulación de su sangre.

Floreana embargada de placer, de ése, de aquél. Se tiende a esperar el día, a esperar el cuerpo del delito que la mantiene alucinada, avergonzada, estremecida. Cada poro se hunde y espera y espera para ver a ese hombre testigo, dueño y hacedor de su desenfreno. Floreana se lame los dedos, roza sus pezones, se palpa abajo preguntándose cómo tanto grito, líquido, espasmo, delirio y delicia se desatan, cómo, de dónde vienen. Cuenta las horas para que él llegue, aunque sabe que puede no llegar más… y si reptara por el suelo y si jugara a que la alfombra es el cuerpo del otro… Arrojada en la alfombra juega a balancearse, la pelvis sujeta a la alfombra como único anclaje hasta que empieza la voluptuosidad, luego el cosquilleo, es suyo este cosquilleo, sigue la alfombra, es suyo ese espasmo, sigue la alfombra, es suyo el voltaje, sigue la alfombra, es suyo, todo suyo el desborde, sin testigo, sin dueño, sin hacedor: es su propia estrella que irrumpe en un gran fuego artificial. Comprende que no necesita esperar al hombre.

En ese momento comprendió que estaba preparada para asumir la castidad.

Por fin pasó la solemne fijeza de la noche y sólo la lluvia ha impedido que su silencio fuese sepulcral. No hubo otro sonido, fuera de ése, indiscernible, de su espera.

Después del amanecer, el día, tan poco respetuoso con las ondulaciones de la noche previa, desmintiendo lo que se creyó cierto cuando el sol se ocultaba, siempre falsificando una armonía que sólo desliza la oscuridad anterior, ese día frío se precipitó hacia el campo y el Albergue. Floreana se sintió lanzada a los primeros reflejos del alba, siendo ella quien se precipitaba, y no el día.