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Floreana se siente tan ajena de sí misma como le sucedía en la adolescencia, cuando salía de un cine y enfrentaba la realidad de la calle. Por largo rato deambulaba, sintiéndose la heroína de la película, convencida de ser tal o cual actriz, encarnando con pasión al personaje, mirando a su alrededor como si todo fuera una porquería que se confabulaba para sacarla de su verdadero medio: el cine, la atmósfera, la fantasía recién vivida. Volvía a ser ella sólo cuando la inmediatez y la trivialidad se hacían ineludibles.

Regresar al Albergue significará arrancarla de la ensoñación en que la sumerge la piadosa mentira del filme que ahora protagoniza en Puqueldón.

Puqueldón es un pueblo tendido en la isla Lemuy, una de las cuarenta y dos que conforman el Archipiélago de Chiloé. No son más de mil sus habitantes y el aire es siempre fresco, aun en los días veraniegos de calor. Cualquiera sea la temperatura, el aire despierta a hombres y mujeres, los alerta, los mueve.

Floreana pensará a este pueblo como el lugar del aire.

¿Qué hace ella tan lejos del Albergue? Fue por culpa de la visita del ministro, del pueblo embanderado y de Elena que le sugirió reemplazarla.

Al llegar a la ceremonia, Floreana observó detenidamente, y por primera vez, a Elena —«la Abadesa», como dice Toña a sus espaldas— junto a su amigo el médico. Se apretaron las manos al darse el beso de saludo, arrimaron sus sillas para sentarse lo más cerca posible el uno del otro, y luego de hacerse comentarios al oído sus risas mostraban una evidente complicidad. Terminado el discurso del alcalde, y cuando estaba por comenzar el del ministro, uno de los carabineros se acercó al doctor con su radio encendida. Un feo accidente había ocurrido en Puqueldón: el hijo de la directora de la escuela estaba herido. Flavián no demoró en partir, pero antes le pidió a Elena que lo acompañara.

—No puedo, tengo que almorzar con el ministro. ¿Necesitas ayuda? —como chiquillos secreteándose, así de bajo es el tono de sus voces.

—Es que pasé casi toda la noche en vela…

—¿Por qué? —le pregunta Elena, preocupada.

—Estuve cuidando al Payaso, deliraba de fiebre y no quería que lo dejara solo.

El Payaso es un hombre viejo que trabaja cuidándole los caballos a un alemán de la zona. De paso le cuida también a Flavián el suyo; en su juventud fue payaso, y aún ejerce como tal en las fiestas del pueblo.

—Me da miedo dormirme mientras manejo —agrega Flavián.

—Que tu enfermera vaya contigo…

—Por ningún motivo, ¡tendríamos que cerrar el policlínico!

Elena mira hacia atrás, donde están sentadas, muy compuestas, Constanza y Floreana. Toma el brazo de ésta última para que se acerque. Cuando el doctor comprende lo que Elena está haciendo, protesta, todo en voz baja porque el carabinero espera y el ministro ya se dirige al micrófono.

—Por favor, no quiero molestar a nadie —alcanza a decir mirando a la elegida—. Mejor voy a buscar al auxiliar del policlínico.

—A mí me encantaría acompañarte —le susurra Floreana—. Cuanto más pueda conocer de estas islas, mejor.

Entre el apuro, la mirada impaciente de las autoridades y la distracción que causan al público, Flavián no tiene más remedio que acceder desganado… o así lo percibe Floreana mientras camina hacia el jeep, y se pregunta por qué Elena se lo ha pedido a ella y no a Constanza.

Se instala en el asiento delantero, cruza sobre su cuerpo el cinturón de seguridad y, una vez emprendido el viaje, abre la boca:

—¿Quieres que te cante para que no te quedes dormido? Lo hacíamos en los viajes cuando chicas, para mantener despierto a mi papá.

—Prefiero que me converses. Si cantas bien, me duermo de una vez —al menos sus ojos muestran una pizca de buen humor.

—¿Te puedo hacer preguntas? ¿O prefieres que maneje yo un rato? —Floreana es de los raros seres en este mundo que se relacionan con otro preguntando, como si todavía el género humano le interesara.

—Adelante, pregunta no más. Pero me reservo el derecho de decidir si respondo. Y después manejas tú, si yo me rindo.

—Partamos por lo más básico: ¿qué especialidad tienes en medicina?

—Soy internista. Vale decir, le hago a casi todo… como el antiguo médico de familia.

—¿Y por qué estás aquí?

—Me vine al sur por culpa de una mujer —el tono es casual—. Necesitaba aire fresco.

—¿Y piensas volver cuando estés curado?

—Aún no se airean mis pulmones. Además, como soy médico, tengo una tarea que cumplir aquí.

—¿Alma de misionero?

—Ojalá fuera tan bueno… No, no soy un hombre bueno. Y para que veas que no miento, te lo puedo contar: tuve un problema en la clínica privada donde trabajaba en Santiago y quise poner todos los kilómetros posibles entre ese lugar y yo. Entonces, elegí una localidad donde de verdad hiciera falta.

A pesar de su curiosidad, Floreana no se atreve a preguntar más.

—Bueno, algo de misionero tienes de todos modos, igual podrías estar en una ciudad grande.

—Es que, ¿sabes?, no soy hijo del cinismo ni del escepticismo, como está tan en boga hoy día. Todavía me gusta involucrarme con ciertas causas, de ésas que ya no le importan a nadie.

—¿Como los pobres?

—Por ejemplo.

—Bueno, pobreza no nos falta en este país. Según eso, podrías haberte ido a… veamos… a Putre, en el norte mismo.

—Pero es que en Putre no estaba Elena. Elegí este lugar porque ella estaba aquí.

—O sea, ejerce su cierta influencia en ti.

—Alguna… Debo haber estado enamorado de ella en mi juventud, como todos en la Escuela de Medicina, especialmente los de cursos inferiores, como yo. Eso siempre deja huellas…

—¿Qué diferencia de edad tienen?

—Unos siete u ocho años, no sé.

Floreana hace conjeturas mientras finge mirar el paisaje. Por supuesto, él no le pregunta nada.

—¿Tienes familia? —insiste Floreana.

—A medias: dos hijos semiadolescentes, el menor todavía es un niño… Un padre muerto, una madre un poco muerta en vida, varios hermanos y sobrinos, uno de ellos muy querido para mí.

—O sea, te casaste alguna vez…

—Que yo sepa, las exesposas no son parte de la familia.

—Era otra mi pregunta…

—Si lo que quieres saber es si estoy casado, no, no lo estoy.

Es fácil provocar en Floreana la percepción de ser una tonta, y ella lo resiente.

—¡Qué pregunta tan típica! —comenta él, por añadidura—. ¿Por qué será que a las mujeres les interesa tanto el estado civil de uno? Te puedo agregar información: pretendo seguir soltero para siempre.

—Un poco taxativo —responde Floreana, como si no hubiese detectado ni un dejo de agresión.

—No es extraño cuando uno ha sido esclavo de una mujer.

—¿Y qué pasó con ella?

—Luego de convencerse a sí misma de que la víctima era ella, ya sabes, el típico juego de los culposos deshonestos, los que se convencen de ser las víctimas cuando evidentemente han victimizado, partió con otro. Se fue, como en la canción mexicana, arrastrando la cobija y ensuciando el apellido —sonríe con buen humor.

Floreana no puede dejar de mirar esas manos que se mueven entre el manubrio y el cambio. Es un hombre que debe tocar tan poco, deduce lamentándolo.

—Además, pienso que el matrimonio es perverso —continúa él, ajeno a los pensamientos de Floreana.

Ella rompe a reír.

—En eso estamos de acuerdo, pero explícame por qué lo dices tú.

—Porque para mí es un hecho, no una posición intelectual. El matrimonio es el espacio de la esclavitud, la muerte de toda convivencia sana. También, el de la impaciencia, el aburrimiento y el ahogo de la sensualidad.

Sensualidad, se repite Floreana, sorprendida de que le guste tanto que él la mencione. Tal vez porque en ella es el flanco más débil.

Súbitamente, aparece una curva peligrosa y Flavián prefiere concentrarse en la conducción. Floreana, siempre atemorizada de parecer demasiado evidente a los ojos del otro, guarda silencio para no enturbiar la tenue comunicación que se insinúa y que ella anhela. Tras la segunda curva, le habla:

—Creo que ya me toca manejar a mí, Flavián.

—De acuerdo, pero… —la observa dudoso— ¿has manejado alguna vez un jeep de este porte?

—Sí. ¡Por favor, qué pregunta!

—Perdón, perdón —Flavián detiene el jeep y abre la puerta para bajarse—, ¡si ustedes son las su-per-mujeres!

Ella decide ignorarlo y se instala al volante. Él se recuesta en el asiento a su lado, tan felino como lo vio aquel día en el almacén. Extiende sus dos brazos detrás de la cabeza, parece disponerse a conversar frente a una chimenea.

—A ver si estamos de acuerdo en esto del matrimonio, que me interesa —prosigue él—. Primero, la generosidad no resulta una buena aliada para formular una vida en común. Las mujeres siempre se aprovechan de un hombre generoso y uno termina siendo un títere en sus manos. Segundo, me molesta sobremanera que el matrimonio sea el lugar elegido para vivir la suma de las impaciencias: un lujo único. Impacientarse cada vez que uno quiere, y hacerlo gratis, porque en ningún otro espacio puede perderse el control… Para eso se inventó esta institución: el corral donde pueden enjaularse, bien protegidas, todas las impaciencias.

Ella piensa en todo lo que ha escuchado y decide que él es un poco loco. Nadie habla de estas cosas con una desconocida.

Tomando un paquete de Kent, Flavián le ofrece un cigarrillo que Floreana rechaza.

—Tú, como médico, no debieras fumar —le sonríe—. No debí regalártelos.

—Les ruego siempre a mis pacientes que no me sigan el ejemplo —desprende apenas los escombros grises de la punta del cigarrillo en el cenicero del jeep y continúa charlando sólo cuando aparece el brillo de la brasa, listo para llevarlo otra vez a su boca—. Al mes de la muerte de mi padre, le pregunté a mi madre, con toda la consternación del caso, cómo estaba. Me miró sin saber si decirme o no la verdad. Al fin estalló en llanto y me dijo: ¡esto es horroroso, ya no tengo con quien pelear! Textual. Eso es el matrimonio.

Floreana ríe.

Luego de aspirar el humo, él vuelve a hablar. Da la impresión de que lo hace más para sí mismo que para ella.

—Tercero: el erotismo. ¿Has pensado que los casados no tienen casi derecho a calentarse? Están obligados a usar el bache, el pequeño espacio que les quedó entre una cosa y otra, aprovechar la coyuntura al margen de las ganas. Por eso buscan amantes, para poder planear el deseo y los preparativos románticos que tanto les gustan a ustedes. Para inventarse el momento.

—Eso no es culpa nuestra —se defiende Floreana, y hace un esfuerzo por disimular el vértigo que le produce esta descripción. De nuevo oye el dúo de sus voces, la que se enciende con sólo escucharlo y la que le recuerda que es aquélla la parte más negada y difícil de sí misma.

—No, no he dicho que lo sea… —vuelve a aspirar el humo con indolencia—. Pero coincidirás conmigo en que, para la búsqueda del erotismo, la preparación del deseo es importante, esa anticipación fantasiosa de lo que viene —habla mirando por la ventana, como si los patos o los corderos fuesen interlocutores tan válidos como Floreana—. Los casados, en cambio, tienen la obligación de usar el tiempo que tienen, y hacerlo, además, entre el hastío, la pequeñez doméstica y las intromisiones de los hijos. En buenas cuentas, ¡el sexo en el matrimonio no es una fiesta!

—¿Cuántos puntos más te quedan?

—Ya he tocado los principales —responde riendo.

—Veo que hablas en serio sobre no volver a casarte. ¿Y el amor? ¿Tampoco ahí piensas reincidir? —ella quisiera que él hablara de erotismo para siempre, pero es más seguro hablar de amor.

—Tengo mi trabajo. Es lo único que controlo, por lo tanto no quisiera desviarme de él. No estoy dispuesto para el amor; me debilita y me hace perder energías preciosas.

—¿Perder? ¿Y no podrías ganarlas? —¡miren quién habla!, le dice a Floreana su segunda voz.

—¿Ganarlas con el amor? No, no. El amor me desconcierta y me descontrola. No me sirve.

Busca una cassette en la guantera y le comenta, sin mirarla:

Oye… ¿qué está pasando? Nadie me hace nunca preguntas tan directas. Estaré muy cansado, o muy solo, o tú eres mágica, que me haces hablar así…

De puro nerviosa, Floreana le pregunta qué música va a elegir.

—La estoy buscando, algo muy bonito… además, acabo de instalarle un equipo nuevo al jeep y se escucha estupendo… —sigue buscando—. Como manejo tanto de pueblo en pueblo, valía la pena la inversión.

Mientras se concentra en el paisaje —que en esta isla tiene el don de subyugarla—, llegan a sus oídos las primeras notas de una sinfonía, y junto a ellas un golpe lacerante a sus entrañas.

—¿Puedo cambiarla? —balbucea.

—¿No te gusta Brahms? —Flavián parece confundido.

—Mucho, pero no esta sinfonía —y sin pedir permiso la arranca del aparato.

Flavián la mira. En el fulgor de esa mirada, Floreana reconoce los ojos que trataron la pena de doña Fresia; la observan como si fueran expertos en detectar heridas aunque éstas pretendan ocultarse.

—¿Quieres hablar de algo especial? —se lo dice con un tono cuidadoso que hasta ahora no había usado con ella.

—No.

Coloca un concierto para clarinete de Mozart y el silencio se instala entre ellos por un buen trecho.

—Falta poco para el trasbordador —la alienta él transcurridos unos diez minutos—. Y cruzando, estaremos muy luego en Puqueldón.

Ella mira complaciente hacia el camino y no responde. Entonces, él vuelve a hablar, otra vez como para sí mismo. Ya ha olvidado el episodio de Brahms.

—Las mujeres piensan, y lo que es peor, discuten sus emociones infatigablemente. Nosotros no lo hacemos, ¿sabías?

—Ustedes se lo pierden.

—Es que los hombres no tenemos amigos, como las mujeres. Tenemos competidores.

—A veces ustedes me dan pena… honestamente —murmura Floreana.

—A mí también. Creo que los hombres estamos atravesando por algunos problemas.

Sube el volumen de la música en un pasaje que lo conmueve. Pero el respeto por Mozart no dura mucho.

—Sin embargo —sigue—, las sensaciones de las mujeres están bastante desprestigiadas también, tienes que reconocerlo —él nunca pierde el hilo, observa ella—. ¿O no? Que las hormonas, que las emociones, que la identidad… ¡Tanto rollo!

—Perdóneme, señor doctor —dice Floreana, sardónica—, pero por muy desprestigiadas que estén, al menos las tenemos. ¿No cree usted, suponiendo que cuenta con algún conocimiento sobre el ser humano, que la ausencia de esas emociones nos aplasta contra el vacío?

—No. Y lo que es yo, señorita, no quiero saber de ellas.

Pero medio kilómetro más allá, agrega:

—No sé en qué están ustedes allá arriba en el Albergue, pero quizás no andemos tan lejos…

—Lo que nosotras tratamos de enterrar es la tristeza, no las emociones.

—Bueno, admito que eso es honorable. La desesperación o la mala suerte pueden ser indecorosas, pero la tristeza no. Y quisiera explicarte algo que me pasa con ustedes. Estoy demasiado cerca de la miseria real, la que estoy obligado a compartir todos los días con los que de verdad sufren, para guardarle espacios a la compasión por un grupo cuyos dolores quedan muy por debajo de esa línea. La verdad es que me aburre el pesar del intelecto.

Desasosegada, Floreana calla. Divisar de pronto el trasbordador en el mar resulta una salida para su ánimo.