12

Sentada en los escalones del porche de la cabaña, Constanza aguanta la vida, sintiéndose la dueña de toda la escasez, la más pobre entre las pobres.

Son las tres de la tarde.

—¿Hoy no haces tu caminata habitual?

—No tengo energías.

—¿Y si te tiento? —le sonríe Floreana—. Vamos juntas, necesito un poco de ejercicio.

Constanza se levanta de mala gana y emprende el movimiento. Floreana está deseosa de compartir aquella danza de luces que entrevió en la caleta.

—La conozco —dice Constanza—, pero vamos, es un lugar precioso.

Ya lejos del Albergue, tras un largo silencio, Floreana la mira de reojo. Su rostro es un óvalo perfecto. ¡Qué golpe de vista dan esos huesos tan afilados de los pómulos y el mentón!

—¿Cómo te las arreglaste para venir al Albergue, teniendo un puesto de tanta responsabilidad?

—Pedí tres meses de permiso sin sueldo. Nadie se atrevió a negármelo, si he trabajado como una bruta todos estos años.

—Dime, Constanza… ¿te ha costado mucho llegar a cargos tan altos en ese mundo tan masculino?

—Siempre pensé que no, que incluso me ayudaba el ser mujer. En una audiencia con el Presidente de la República o en una conferencia de prensa, creía que este dato me favorecía. Pero ahora que he reflexionado, comprendo que he pagado enormes costos. Creo que el peor ha sido trabajar el doble que los hombres para demostrar que me la podía…

—Con el consiguiente costo para tu vida personal…

—Evidente. Pero yo no me daba cuenta.

Siguen caminando. Las finas botas de cuero de Constanza aplastan los helechos y las malezas.

—¿Con quién dejaste a tus hijos? —Floreana vuelve a la carga.

—Con mi madre. ¿Sabes? Apenas los echo de menos. Y no porque sea una mamá desnaturalizada, no lo soy en absoluto. Es porque por primera vez en mi vida adulta me he dado un tiempo para mí misma.

Se acercan al mar, la marea está baja aún, un par de pescadores trabajan en sus redes y las observan curiosos. Al hincarse en la arena amarilla, los ojos de Constanza son arrancados por el reflejo del agua, tumultuosa y airada.

—¿Te pasa algo malo? —Floreana pondera si debe o no interrogarla; Constanza es tan reservada.

—Sí.

—¿Quieres conversarlo?

—Estoy enferma de amor, es sólo eso.

—Sólo eso… —repite Floreana, dimensionando la respuesta.

—Hace tanto que necesito una amiga, Floreana —hasta en sus suspiros mantiene cierto control—, que estoy dispuesta a confiarte todo.

Recoge de la playa una varilla y comienza a hacer círculos con ella, como si quisiera perforar el aire, darle mil vueltas. Transformarlo en otro aire, distinto.

—Estoy enamorada de un hombre casado. Me juró que se iba a separar de su esposa por mí, pero no ha sido capaz de hacerlo. Y sabiendo a ciencia cierta que su única posibilidad de ser feliz es conmigo.

—¿Por qué no lo ha hecho?

—Él es católico, más bien tradicional en sus concepciones. Luego de dos años de apasionada relación, en que me prometía rehacer su vida y no llegaba a hacerlo, le di un ultimátum. El resultado fue negativo. No exagero si te digo que casi enloquecí.

—Comprendo… debe ser un conservador.

—¿Cómo definirías a un conservador?

—Como el policía de las costumbres. Tiene más relación con cómo se comportan los demás que con el comportamiento propio. No cejará nunca de controlar la vida sexual y personal de los otros, para que se adapten a sus propias restricciones… las de su mente, no de sus actos.

—Es un poco duro, pero en el fondo tienes razón… Bueno, se supone que a partir de entonces el romance terminó. Pero igual espero noticias suyas cada día desde que llegué aquí… y nada. Como nuestro amor fue clandestino, tampoco puedo llamar, preguntar abiertamente por él. No resisto su distancia. Aunque sé que necesito este aislamiento, a veces me mata.

Su rostro tan hermoso se contrae, pero su voluntad le devuelve de inmediato la expresión anterior.

—Es un hombre de cincuenta años. También es ingeniero comercial y está a la cabeza de una de las empresas más importantes del país.

—Igual que tú…

—No es casualidad, son empresas asociadas. Al fin y al cabo mi mundo laboral y social es también el suyo, y es el único que tengo; no me da el tiempo para mirar más allá. Él está casado con una mujer de su edad… sé que es una injusticia para ella, siendo yo diez años menor —Constanza sonríe con un dejo de amargura—. Tiene cinco hijos, cree en Dios y en el valor de la familia por sobre cualquier otra cosa.

—¡Pobre! ¡Me imagino sus contradicciones!

—¡Tremendas! Se enamoró de mí muy a pesar de sí mismo. Cuando lo conocí, creí que la infidelidad era imposible para él. Yo estaba recién separada, con ganas de empezar a vivir luego de un matrimonio aburrido y de un marido que no soportaba que yo ocupase cargos de más importancia que él ni que ganara más dinero. Me había casado virgen, y nunca le fui infiel.

—Suena aburrido, en realidad.

—Al quedarme sola, me compré mi penthouse, es una lindura, ya lo conocerás cuando estemos en Santiago. Lo decoré con una sensualidad que ni yo misma sospechaba que tenía. Ése fue nuestro nido, porque mis hijos van mucho a alojar donde su padre y la casa queda sola para mí.

—¿Qué tipo de relación tenían?

—Mira, lo que más me atrajo al comienzo fue la paridad con que nos enfrentábamos. A él le merecían mucho respeto mi trabajo y mis conocimientos.

Me tomaba en serio. Hablábamos el mismo lenguaje, éramos compañeros, algo que ninguno había vivido nunca, ni él con su mujer, ni yo con mi marido.

—Perdón, Constanza, pero dime: ¿qué hombre resiste estar con una mujer inteligente, importante, y que además es buenamoza y rica?

—Parece que ninguno —su risa corta fue la primera del día—, acuérdate de que él sigue con su esposa. Una vez me dijo: nosotros los católicos también somos infieles, y tal vez con menos dolor que los agnósticos, porque reconocemos nuestra calidad de pecadores y tenemos a quien pedirle perdón.

Constanza sonríe otra vez con tristeza ante este recuerdo.

—Es un hombre muy desconfiado —retoma el hilo luego de un momento en que Floreana temió que lo abandonara—. Ven, tendámonos sobre mi poncho —se despoja de esos metros de suave alpaca blanca, tan fina, y lo extiende sobre la arena—. Tanta lana invernal tranquiliza, ¿verdad?

Se instalan, sacan cigarrillos —ambas conservan ese vicio tan femenino—, y Constanza, absorta la vista en una bandada de pájaros que vuelan por el cielo, no logra ocultar un brillo extraño, parecido al delirio, que desprenden sus ojos. Algo cambia en su voz, comienza a hablar en un tono monocorde.

—Su madre se metió con el jardinero de la casa. Él tenía catorce años ese día que volvió del colegio con fiebre. Vivían en una casa enorme, una especie de parcela, en Las Condes. Estaban las empleadas, el mozo, todo el mundo haciendo el aseo en el primer piso. Al pasar a su pieza, sintió ruidos en la de su mamá. Eran ruidos que él nunca había oído y que nunca pudo olvidar después. Como de gatos, no de seres humanos. En vez de irrumpir en el dormitorio, lo turbó algo que aún hoy no puede identificar claramente, algo que lo obligó a espiar. Se quedó oyendo. En la ventana abierta a la terraza se reflejaban las imágenes de un hombre y una mujer revolcándose en la cama. Le dieron ganas de matarla cuando reconoció al jardinero… pero se quedó paralizado. De ahí en adelante, vivió como en una pesadilla.

—¡Pobrecito! Debe haber sentido una impotencia feroz…

—Sí, feroz. Ella con sus blusitas de seda cerradas hasta el cuello en la mesa, escandalizándose si alguien decía «poto», y su padre tratándola como si fuera una mujer decente. Lo odió más a él que a ella, por débil, por crédulo, por imbécil. El jardinero iba todos los jueves. Su padre se despedía de él en la mañana, afable, cariñoso, dándole instrucciones sobre el pasto, las rosas, el riego, y el otro siempre obsecuente. Y mi pobre amor lloraba de rabia. Empezó a enfermarse los jueves para no ir al colegio y así asegurarse la atención de su madre, coartándola con su presencia para que aquella escena no se volviera a repetir. Nunca lo habló con nadie.

—Eso sí que mata… el no hablarlo.

—Era incapaz de hacerlo. A los dieciséis años se masturbó por primera vez con la imagen de su madre y el jardinero, vomitando y eyaculando al mismo tiempo. No confió más en las mujeres. Se casó con una especie de monja, fea, santa, asexuada.

—Previsible, ¿no?

—Absolutamente. Nunca volvió a querer a sus padres. De ahí hasta que me conoció, tenía sospechas de todo y de todos. ¡Y de todas! No te imaginas cómo era su casa, su mundo: la formalidad extrema. La aparente bondad, los buenos modales, los principios inamovibles. Su sentimiento íntimo era así: todos son crápulas, yo también. Cuando me conoció en el directorio de su propia empresa, donde nos tocó trabajar un buen tiempo juntos, se fue enamorando sin darse cuenta, básicamente por mi apoyo diario a sus asuntos. Viajamos muchas veces los dos, sin ser amantes todavía. Ni siquiera éramos amigos.

—¿Pero se coqueteaban, o algo?

—Inconscientemente, sí. Claro que ninguno de los dos lo habría reconocido. No sé cómo empezó a excitarse conmigo. La primera vez que nos acostamos, él estaba aterrorizado. Me dijo que no sabía nada en materia de amor. Prometí enseñarle, disimulando lo poco que sabía yo, aunque muy pronto me di cuenta de que a pesar de la pobreza de mi vida sexual anterior, él era efectivamente mucho más ignorante que yo. Vomita cada vez que se acuesta conmigo, al eyacular. Se descompone de amor y de rabia.

—¿Vomita? Pero, Constanza, ese hombre te tiene pavor… Jamás había oído algo semejante.

—El mismo no podía explicarme por qué, y yo me angustiaba. Imagínate cómo me insegurizaba: ¿quería decir que verme, tocarme desnuda, le daba asco? Me volvía loca de desconcierto. Creí que nunca se iba a atrever a contarme qué le pasaba. Hasta que hubo una noche rara, especial. Estábamos en Singapur, en un antiguo hotel inglés, el Raffles, que es como de sueño, un lugar que te transporta, no sé, a la India del siglo pasado. Creo que influyó que estuviera tan lejos de nuestra realidad cotidiana.

—Sí, yo también he comprobado en carne propia que en el extranjero los hombres se sueltan.

—Y nosotras también… Esa noche, otro miembro del directorio, joven y bastante buenmozo, le confesó en medio de una especie de borrachera que estaba enamorado de mí y le pidió consejos sobre cómo abordarme. Esto lo volvió loco. La sola idea de imaginarme en manos de ese hombre le desató tal angustia (el otro no sólo era más joven sino que además estaba disponible) que tuvimos un encuentro sexual desenfrenado. Y a la hora de vomitar, ante el miedo de perderme, tomó la decisión de hablar conmigo. Allí me contó esta historia. Fue un puro acto de pasión.

—Y de confianza.

—Sí, o mejor dicho: a mí me quiere, a pesar de sí mismo. Me ama siempre que me vomite. No puede quedarse con el amor adentro.

Constanza se cubre el rostro con sus manos cuidadas.

—¡Qué horror lo que te he contado! Debe ser el Albergue…

—Sabes muy bien que te entiendo…

—Sí, sí, lo sé… —el delirio ha emergido abruptamente a la superficie, sofocado de tanto esconderse.

Se pone de pie. Parece fatigada, como oscilante, sacudida. Una hoja de otoño a punto de ser aplastada por una inminente pisada.

—Perdóname, Floreana… Déjame caminar un rato sola.

Olvida la alpaca blanca y se va en dirección a los cerros que resguardan la caleta. Floreana recoge el poncho, se lo cuelga sobre los hombros y se queda mirando a los pescadores. Debe dejarla tranquila. Constanza ha descubierto en sí misma el salvajismo de una forma de franqueza vivida por primera vez.

Yo también pillé a mi madre, aunque no fue tan brutal, piensa, mientras por una estrecha fisura de su mente se cuelan imágenes olvidadas. Cursaba uno de los últimos años de colegio y había una reunión con alumnos y apoderados en su curso. Cuando ésta terminó, Floreana caminó al paradero de buses, frustrada por la ausencia de su madre. Entre el colegio y el bus, en una esquina, se situaba un pequeño pub, tranquilo y oscuro, que ella ya no veía por el hábito de pasar cada día frente a él. Floreana nunca se ha explicado qué la impulsó a mirar para adentro. Allí estaba su madre, en una pequeña mesa, tomada de la mano con un hombre. Salió disparada, por el terror de que la hubiesen advertido. Su madre llegó al hogar casi a la misma hora que ella, como si viniera de la reunión. ¿Supuso que le guardarían las espaldas?

Esa noche la alcanzó en su dormitorio y la vio frente al espejo del tocador, observándose minuciosamente. Ignoraba —era evidente— que su hija la había visto. Floreana la abrazó por la espalda y le preguntó qué ocurría.

—Me siento indigna.

Y no hubo más palabras.

Al día siguiente, a la hora de la siesta, Floreana presenció cómo se acurrucaba contra el cuerpo de su marido, que leía en el gran sofá del escritorio. Ella copiaba unas definiciones de la enciclopedia; pensó que su mamá dormía, pero al volverse vio que sus ojos estaban abiertos, fijos y grandes. Floreana recordaría siempre lo que detectó en esos ojos: miedo.

Caminando sola de vuelta de la caleta, siente cómo cada día el manto de la noche cubre tantas cicatrices en el Albergue. ¿No estará ella a tiempo de destapar sus propias espaldas?