9

Inobjetable la hermosura de su rostro: tendida esa noche en la alfombra de la salita común, con el licor de damasco en la mano y su largo pelo alborotado, Angelita hace su relato.

—Lo peor de todo es que vivo entre dos aguas y no distingo bien cuál es la mía. No soy, en el fondo, una de ustedes. No sé a qué categoría pertenezco —lo dice con delicadeza, mirando una por una a sus tres compañeras de cabaña.

La pieza se ha convertido en una sola y densa humareda azul. Cada vez que la conversación se pone «intensa», las cuatro encienden un cigarrillo tras otro…

—Es el impulso de la antigua mujer, la que cabalga entre dos caballos y se ha quedado al medio, sin identidad muy definida. No se atreve a acelerar, por razones casi ancestrales, pero intuye que el freno no la lleva a ninguna parte —murmura Constanza, vestida entera de gris perla. Está sentada en una de las sillas y reclina su cabeza sobre el brazo que apoya en la mesa del desayuno.

—Me da la impresión —dice Toña— de que las mujeres del mundo popular lo han resuelto mejor que las pitucas, han avanzado más. No se dejan embaucar así no más. Con o sin conciencia, ellas tienen bastante propiedad sobre sí mismas, la vida las ha obligado a echarle para adelante con todo. Miren a Aurora, por ejemplo —Toña está sentada con las piernas cruzadas en el suelo y Floreana la imagina, por su posición y su cara tan pintada, como un jefe indio—. Para mí, Aurora está a la vanguardia con respecto a Angelita.

—Eso yo creo que habría que discutirlo más —opina Constanza.

—¿Y cómo llegaste tú aquí? —le pregunta Floreana a Angelita, temiendo perder el hilo anterior.

—Por sugerencia de mi sicóloga. Al principio me miraron raro, debo reconocerlo.

—¡Obvio! Todas pensamos: ¿qué hace aquí esta mujer tan linda y tan elegante? ¿Qué problema puede tener? —Toña imita a una mujer censuradora.

—Mi problema es que siempre me encantaron los hombres de mala reputación, hasta que me casé con uno —Angelita sonríe—. Era un sol, un verdadero Adonis. Su olor siempre fresco me fascinaba. Le entregué mi devoción absoluta. Él pensaba que mi belleza (por favor, no me crean pretenciosa, lo decía él) era la única justificación para que yo estuviera en esta tierra, la única.

—¿Y qué pensabas tú? —pregunta Constanza, un poco agresiva—. ¿No calculaste que la belleza es pasajera?

—No, yo no pensaba nada, sólo que él era mi razón de ser. No se me habría pasado por la mente estudiar ni trabajar. ¿Para qué? La plata nos sobraba, vivíamos en una casa muy bonita, teníamos un fundo precioso en Paine. Viajábamos continuamente, vivíamos de fiesta en fiesta. Él tomaba como loco, coqueteaba mucho, pero a mí me daba risa, nunca se me ocurrió que fuera a hacer nada contra mí, aunque todo el mundo sabía, incluida yo misma, que era un putamadre.

—Un poquito frívolo… —acota Toña, pero tras su comentario se adivina una benevolencia desacostumbrada en ella.

—Sigue, Angelita —pide Floreana.

—Tuvimos hijos apenas nos casamos, tres hijos en tres años. No pienso aburrirte con el cuento —mira a Floreana como disculpándose—, pero entre el trago, el juego y su pega como agricultor, empecé a verlo cada vez menos y él a aburrirse cada vez más conmigo. Bueno, pobrecito, la verdad es que yo era enferma de aburrida.

—¿Cuándo resuelve una que es aburrida? ¡No es tan fácil darse cuenta!

—Ay, Constanza, ¡era evidente! Fui criada en las monjas, alemanas más encima, y en mi mente no existía el mal, eran diablos o demonios que aparecían en los libros, tan ajenos a mí. Le buscaba un lado positivo a todo y, en mi inocencia, lo encontraba. Pero este hombre empezó a hacerme una carajada tras otra, ¡cómo serían para que una tonta como yo tuviera que reaccionar! Le perdoné varias, te diré. Pero ya al final era demasiado.

—¡Flor de autoestima! —comenta Toña.

—Lamentablemente, no soy como las mujeres que he conocido aquí. No sabía ni que existía la autoestima. Lo que sí sabía era el terror de quedarme sin él. Terror, terror. Prefería cualquier humillación a que me abandonara. Es que sencillamente yo no podía existir al margen de él…

—¡Para variar! —exclama Constanza.

—Exactamente —le responde Angelita—. Y tampoco me atrevía a contarle a nadie mis penas, ni menos a buscar consejo. Todo esto de las redes de mujeres, de la solidaridad de la que habla Elena, era chino para mí. Nunca tuve muchas amigas, no sé por qué las mujeres nunca me han querido demasiado…

—¡Por envidia, pues, tonta!

—Bueno, los hombres no me tomaban en serio… y como yo seguía con mi «adicción a los hombres malos», tuve un par de aventuras buscando consuelo, pero terminaron siendo el peor remedio. Horribles experiencias, horribles.

—¿Sigues casada con ese hombre?

—Fernando, se llama. No, me separé de él hace cinco años y empecé, literalmente, a dar bote. Los hombres huían de mí o se me tiraban al cuello en forma escandalosa, hasta los mismos amigos de Fernando. En mi medio pasé a ser «la Separada», con mayúscula.

—Exactamente lo que me pasó a mí. ¡Hay ambientes donde es tan complicado ser separada! —se exalta Constanza.

—Y yo era tan loca que hacía el amor con los hombres sólo mientras los estaba conquistando; después los seguía queriendo, pero ya no me excitaban.

—Eras una narcisista.

—No sé, Toña, no sé de sicología, llámalo como quieras… yo lo concibo como locura. Y, obvio, ellos me abandonaban cuando me sospechaban medio frígida. Caminaba por la vida sin rumbo. Hasta que un alma caritativa, una compañera de colegio con la que me encontré en un avión, me recomendó a una sicóloga. Si entonces me hubieran hablado de terapia, habría salido arrancando, arrancando. Pensé en una sola visita, una conversación con alguien que no quisiera lastimarme, y nada más…

—Pero volviste a ir, evidente —agrega Floreana.

—Tal cual. Así empezó todo esto. Cuando mi sicóloga quiso trabajar en serio el tema de mi identidad (dice que casi no tengo, se lo podrán imaginar), decidí que la única forma de soportar el día era durmiéndolo, y empecé a no levantarme en las mañanas.

—O sea, estabas totalmente deprimida…

—Eso me dijo mi sicóloga —se pasa una mano por los cabellos—. Yo no me había dado cuenta y el término me pareció medio indecoroso. Fue entonces que ella le escribió a Elena… y Elena me aceptó.

—Como huésped —específica Toña—, porque has de saber, Floreana, que en el Albergue no se es cliente ni paciente; somos todas huéspedes.

—Es una bonita palabra —dice Floreana—. Pero volviendo a ti, Angelita, ¿cómo tuviste el valor para dejar a tu marido?

—Fue la época en que me vino la feroz crisis. A mí como ser humano, al margen de mi matrimonio. ¿Quieres saber esa parte?

—Sí, y en detalle.

—Fernando tenía una oficina, de ésas muy elegantes, que a su vez era un departamento. Supongo que le servía para ahorrarse los hoteles. Era domingo, los niños estaban fuera con mi madre y Fernando, que como ya te dije se aburría como loco conmigo, decidió ponerse al día con trabajo atrasado. Se fue a la oficina y yo me quedé sola todo el día, sola, sola, sin nada que hacer sino darle vueltas al absoluto sinsentido de mi vida.

—Es cuando una toca físicamente el vacío —Constanza lo describe llevándose una mano al corazón.

—Sí, cuando una toca físicamente el vacío —repite Angelita dulce, dulcemente—. Mi tristeza era tanta que partí a verlo, quería que me hiciera cariño en el pelo… algo así. Serían como las siete de la tarde cuando toqué el timbre del edificio. El portero no estaba, por ser domingo, y nadie me respondió. Vi luz en la ventana del departamento, así es que insistí. Esperé un rato frente al portón, igual no quería ir a ningún otro lado. Entonces salió por la puerta del edificio una mujer. Me llamó la atención su apuro. Pasó frente a mis narices totalmente ensimismada, y caminó hacia su auto estacionado en la vereda del frente. La observé: iba tan desarreglada, la blusa colgaba fuera de la pollera, las medias no estaban estiradas… ¡se acababa de vestir! Ni siquiera alcanzó a peinarse. Se me apretó el pecho: viene del tercer piso, fue mi corazonada. Nunca había tenido ante mis ojos una evidencia tan material. Subí al departamento por la puerta del edificio que la mujer había dejado abierta.

—¿Era buenamoza? —pregunta Toña.

—No le vi la cara, pero tenía buena facha.

—¿Crees que ella sabía que tú eras tú? —pregunta Constanza.

—No, ni me miró. Además, intuyo que Fernando me pintaba ante ellas como inofensiva, casi inexistente, y que aunque hubiera sabido que era yo, le habría dado lo mismo.

—¿Entonces?

—Toqué el timbre, ya del departamento mismo, y no me abrieron. Seguí tocando con desesperación. Sentí el ruido de la cadena del baño. No me cupo duda, él estaba dentro. Por fin me abrió. Y tú, me dice con cara de espanto, ¿qué haces aquí? Estoy muy triste, le dije, quiero que me consueles, déjame entrar.

Angelita prende un cigarrillo y continúa, inmóvil frente a la salamandra.

—En el living las evidencias estaban por todas partes. Un plato de helados a medio consumir en el suelo; Fernando nunca come helados. Tomé un vaso con cocacola y automáticamente me lo llevé a la boca. ¡No!, me gritó, y me lo quitó, fue a la cocina a buscar uno limpio. No quiere contaminarme, pensé, en el fondo me está cuidando. Sacaba ceniceros, los vaciaba desesperado. Huellas y más huellas. Fui al baño, pasé frente a la pieza donde él puso una cama y que nunca quiso llamar dormitorio, y vi las sábanas todas revueltas. En el basurero del baño vi el sobre de un condón. Me sujeté del lavatorio, creí que iba a desmayarme. Son pruebas irresistibles para una mujer, créeme, Floreana, una cosa es sospechar la infidelidad y otra es verla así, descarnada. Como una loca metí las manos al basurero y encontré una caja de condones ahí botada… Traía ocho.

—¡Pero qué pasión, a esa edad!

—A lo mejor inflaron la mitad para entretenerse…

Angelita se ríe, luego continúa:

—Correspondían a dos días, supongo. No pude moverme, no podía salir del baño. Cuando por fin lo hice, dejé salir el llanto que venía reteniendo por meses, desde que caí en la cuenta de que mi vida era una mierda y yo no valía ni un centavo. No me importaba todo lo que estaba viendo…

—Sí —la interrumpe Constanza—, entiendo. Una se siente básica, con dolores tan primarios que no le caben los sofisticados dolores de la infidelidad. No en ese momento.

—Déjame dormir aquí, le pedí. A él no le pareció adecuado. En el sillón, Fernando, le dije, ni siquiera me voy a meter a tu cama. Él me miró dudoso, seguramente pensando también que mi crisis estaba llegando al límite y preguntándose, yo creo, si importaba o no que otra mujer hubiese abandonado recién el departamento… Porque en el fondo no era de verdad importante para ninguno de los dos.

—A veces ese tipo de cosas son culturalmente importantes, pero no genuinamente —dice Toña, comprensiva.

—Terminé en su cama deshecha, ni asco me dio. Fernando se quedó dormido en el sofá. A medianoche lo fui a ver.

Azorada, escruta a sus interlocutoras con sus ojos verdes —los ojos de un gato, confirma Floreana: el color limón del suéter los realza—, vergüenza y sumisión parecen combatir en ella.

—Terminamos haciendo el amor.

—¿Cómo te sentiste sabiendo que eras su segunda opción de la noche? —le pregunta Constanza—. Porque una casi nunca tiene las pruebas, que siempre son virtuales…

—Ni vejada ni humillada. Es que yo misma se lo pedí, y de la forma más obscena: yo, que era tan recatada, me encontré fuera de mí, desnuda frente al sillón donde él estaba durmiendo, con las piernas abiertas, rogándole, desesperada… ¿Saben por qué no me importó? Era como si me hubieran tirado un misil de frente para destruirme, y yo lo desarmé con mis propias manos.

Angelita vuelve a prender un cigarrillo, su licor está casi intacto. Mira a Toña, que no ha cambiado un ápice su postura en el suelo, a Floreana y a Constanza, sentadas ambas, reclinadas sobre la mesa del desayuno, y con la mano trata de limpiar el aire:

—Así logré topar fondo. Eso es todo.