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Esa tarde, al caer la hora obligatoria de silencio, Floreana abre el último cajón de la cómoda y saca las fichas de su investigación. Las recorre hasta dar con la que busca.

«Cuenta la mitología que antiguamente, cuando mandaban las mujeres, los hombres estaban obligados a obedecer y a efectuar todos los trabajos, aun los menos agradables. Para mantener a los hombres en esta subordinación, las mujeres habían inventado unos juegos que transformaron en la ceremonia llamada Kloketen. Éstos consistían en que las mujeres se pintaban el cuerpo de formas diversas y a través de la pintura se convertían en espíritus. Por medio de apariciones de estos espíritus fingidos, atemorizaban a los hombres haciéndoles creer que tales espíritus descendían del cielo o salían del interior de la tierra.

»Sigue refiriendo la mitología que un día el Sol, en aquel entonces hombre inteligente y buen cazador, era marido de la Luna, la que ejercía gran influencia sobre las demás mujeres. Un día el Sol, al regresar de la caza, observó cómo dos mujeres se bañaban en el río, haciendo desaparecer del cuerpo la pintura con la cual se presentaban como espíritus.

»El Sol comunicó sus observaciones y sospechas a los demás hombres, quienes seguían observando a las mujeres sigilosamente; de este modo se descubrieron los engaños. Entonces los hombres, muy enojados y armados de un gran palo, asaltaron el rancho del Kloketen, matando a todas las mujeres. La luna, que era de gran poder, recibió también un fuerte golpe. Pero en seguida se estremeció el mundo entero y el cielo amenazaba romperse. Nadie se atrevía a darle un segundo golpe para terminar con ella. Al final, un hombre valiente la echó al fuego; mas la Luna logró huir hacia el cielo, llevándose en el rostro algunas quemaduras que todavía pueden verse.

»Muertas así las mujeres, con excepción de las creaturas pequeñas, los hombres estudiaron la manera de imitar y practicar los juegos que antes ellas ejecutaban. Se pintaron de la forma más variada y según las características del espíritu a quien querían representar. Engañaron a las mujeres de igual modo y las tuvieron bajo su dominación. Hoy, ellas contemplan desde lejos los movimientos y bailes de esos espíritus y el miedo las mantiene sujetas a la voluntad de sus maridos».

Hacia la derecha de la arboleda, en cuyo interior parecen esconderse las cabañas, se levanta una pequeña construcción, aislada, a la que llaman «capilla». No se escucha ningún ruido humano. La hora de silencio es solemnemente respetada por las mujeres. Viendo que aún le queda tiempo, Floreana se dirige hasta ahí.

Entra y se sienta en un banco. Todo es de madera. En lugar de las inexistentes imágenes —ni Jesús, ni Buda, ni Krishna—, sólo troncos en los muros y en el cielo, y al centro, presidiendo los bancos, un entramado de varillas de canelo forma un dibujo, una escultura, un altar virtual que la naturaleza pura ofrenda a las huéspedes.

Debe haber estado pendiente Floreana de que estaba viva. Todo su silencio —¡bendita hora diaria!— se concentra en un detalle inmenso: no ha muerto. Ella no ha muerto. El movimiento de sus vísceras continúa, como la respiración a través de su apretada garganta: no duele el aire que del mismo aire penetra. Por lo tanto, está viva. Sigue pensando, aunque sus pensamientos no tengan ton ni son: está viva. Siguen frente a sus ojos las varillas de canelo: está viva. Y los troncos en el cielo: está viva. Sus dedos siguen apretándose unos a otros: está viva. Se levantará, caminará por la arboleda y si se cruza con el Curco, éste saltará como conejo: por lo tanto, el Curco y ella están vivos. Entrará a la cabaña y la controlada voz de Constanza romperá la ausencia de sonido: imposible no estar viva si oye a Constanza en su hablar. La lluvia, sí, también la lluvia romperá el silencio, y si ella aún escucha la lluvia y siente la lluvia, y se moja con la lluvia, quiere decir que no ha muerto.

Ella no ha muerto.

Aunque parezca romperse el firmamento y la lluvia dé paso a la tormenta y se aproxime la borrasca y crujan vidrios y puertas, no morirá. La lluvia insensible y despiadada y desnuda, la tormenta y el firmamento enfurecido, serán inofensivos. Porque la vida aún no la ha descartado.

En la capilla, Floreana piensa en la muerte.

Luego, al saberse viva, recuerda que el camino a casa está siempre abierto. Ésa es la esperanza, le dijo Dulce un día: la última llama. Pero Floreana se pregunta: la casa y la patria, ¿qué son, dónde están?

Palabras que retumban en la madera vacía.

Su archivo de historiadora es un delirio del tiempo detenido. Todo lo que quedó del pasado yace ahí, inmovilizado en su materialidad. Ella lo hará vivir: es una forma de controlarlo. En los documentos mismos nada puede pasar ni cambiar, pero ella los hará bailar a su ritmo. Su interés en la Patagonia, ¿no es, Floreana, una fascinación por esa marginalidad radical que implica la extinción, los mundos que se acaban? Es la forma más absoluta de desaparecer de la historia. («Allí, al abrigo de sus pobres chozas, me referían cómo y de dónde habían venido los primeros hombres a estas regiones; cómo se formó la inmensidad de los canales y la nieve eterna que cubre de blanco sus montañas. Me dejaron conocer los nombres de las aves y demás seres vivientes, refiriéndome la particularidad mitológica de cada una de ellos; finalmente me referían los destinos de su raza, su pasado y su presente, y el porvenir oscuro que los condena a una desaparición definitiva»).

Mis muertos vivirán en mi recuerdo, pero ¿qué pasa con un pueblo entero que desaparece de la geografía y, finalmente, de la historia? Sólo la memoria rescata a esos hombres y esas mujeres, allí vuelven a vivir. Consuelo que no les queda a los muertos propios, los que una amó, los que no perecieron colectivamente.

La memoria es más potente que el recuerdo.

La memoria quedará en los textos, el recuerdo no.

Y la patria. En latín, la tierra de los padres. ¿Dónde está el origen, dónde la pertenencia? No te engañes, Floreana, la historia para ti no es más que una necesidad, una forma aparentemente digna de buscar arraigo, de aplacar tu infinito terror a su opuesto, el desarraigo. Si estudias la dimensión temporal de los problemas del hombre es porque el tema del tiempo es para ti vitalmente significativo, por tu miedo a su volatilidad, a lo perecedero. Pobre Floreana, tan profunda tu angustia frente al no pertenecer. Sólo te queda rescatar. Eso es tu profesión: rescatar lo vivo de los muertos.

No, Dulce, no conozco bien el camino a casa.

No debo confundir este mar con el de Ciudad del Cabo, se repite Floreana. No es su deseo desamar estas aguas frías, azules y australes. Fija los ojos hasta que no queda en ellos ni una gota de humedad. Entonces atraviesa la arboleda y se dirige a la casa grande. Al inscribirse esa mañana en el diario mural de la entrada para ayudar con el almuerzo, le agradó la idea de participar en el trabajo doméstico, no sólo porque las dos chiquillas del pueblo no dan abasto sino porque hacer cosas mínimas le viene bien. Nada grandioso, nada que sea tan fuerte que carezca de lenguaje. Floreana ha llegado al momento paralizador de enfrentarse con sensaciones tan intensas que no es posible, a su juicio, modularlas. El dolor no tiene lenguaje, el cáncer tampoco lo tiene, la injusticia no lo tiene. La representación nunca podría ser suficientemente pura; falsearía las imágenes con sólo pretender describirlas.

Camina rápido para tomar su puesto en la cocina. Pelar papas no requiere palabras. Eso, además de la poética monacal que el Albergue le sugiere, la calma. Confía en que llegará el día en que las aguas de Ciudad del Cabo, frente al mar de Chiloé, sean sólo una coincidencia a lo lejos. Pero no se engaña, sabe que el mar no lo es todo y que deberá aprender a vivir con otros fantasmas, multiplicadamente innombrables.

Acercándose a la casa, detiene su atención en esas hortensias purpúreas, lilas, moradas, celestes, azules, escarlatas… tantas hortensias descansan con su voluptuosa pigmentación contra la madera. ¡Los lirios del campo!, recuerda Floreana… ¿dónde, dónde está la voluntad de Dios?