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—Es que las mujeres, Floreana —dice Elena mientras caminan hacia el pueblo—, ya no quieren ser madres de sus hombres… y tampoco quieren ser sus hijas.

—¿Y qué quieren ser?

—Pares. Aspiran a construir relaciones de igualdad que sean compatibles con el afecto.

—No me parece una aspiración descabellada…

—Tampoco a mí. Pero existe una mitad de la humanidad que lo pone en duda.

—¡Y una mitad más bien poderosa!

—Es raro esto que nos pasa… Hemos crecido, hemos logrado salir hacia el mundo, pero estamos más solas que nunca.

—¿Por qué?

—Porque se nos ha alejado el amor.

—¿Lo sientes así, tan rotundo?

—No es que lo sienta; lo sé. Lo veo todos los días. Creo que la desconfianza y la incomprensión entre hombres y mujeres va agigantándose. Los viejos códigos del amor ya no sirven, y los hombres no han dado, o nosotras mismas no hemos dado, con los nuevos…

Elena se vuelve hacia el mar, verifica el persistente tronar de las olas.

—El sueño —continúa— era que, en la medida en que abarcáramos más espacio y tuviéramos más reconocimiento, seríamos más felices. Pero no me da la impresión de que esté siendo así.

Mierda, piensa Floreana. Reconoce la verdad en el diagnóstico de Elena, pero no tiene ganas de que se lo comprueben. Un dolor aún no anestesiado la impulsa a pronunciar palabras que creía secretas.

—¿Sabes, Elena? Es tan cierto lo que dices, que después de muchas idas y venidas he optado por lo más sano: la castidad.

—No me parece una buena idea, eres muy joven todavía.

—De acuerdo… Se podría juzgar como una renuncia seca, muerta. Pero, en serio, no quiero tener nunca más una pareja.

Mi instinto me acerca a los hombres, se dice atribulada, y mucho, pero sólo la absoluta prescindencia me permite ganar la pelea y tener paz. Siente una vez más su cuerpo como un estuche cerrado que no debe abrirse, para que no se desparramen las joyas guardadas allí. Lo pensó aquel día en que resolvió vivir en castidad.

—No puedes torcer la naturaleza —agrega Elena—. Creo que esencialmente es buena, aunque a veces los destinos están mal trazados. Deja la castidad para el día en que no tengas pasión alguna que esconder o confesar. Entonces, créeme, vas a ser libre.

—¿Eso también lo sabes?

—En carne propia. El día en que la libido me abandonó, en que prácticamente desapareció, comprendí que había alcanzado la libertad.

—¿Cuándo te ocurrió?

—Cerca de los cincuenta años. Todo cambió: nunca más un dolor… de ésos, al menos.

—Y tampoco un hombre…

—No tengo una posición, digamos, militante. De vez en cuando puede haber un encuentro… pero suave, relajado, sin las connotaciones de antes. Voy por otro riel, definitivamente.

—¿Pero es cierto eso? ¿Se acaba la libido algún día?

—Sí. Bueno, no sé si a todas les pasa, pero ésa es al menos mi experiencia.

Elena es un cuento aparte, piensa Floreana, en el amor como en tantas otras cosas.

Evoca a sus hermanas hablando de Elena con indisimulada envidia por los estragos que producía en el sexo opuesto y los muchos enamorados que la rodeaban constantemente. Recuerda los escándalos que le atribuían los que no soportaron la forma en que Elena les dio la espalda a sus orígenes. ¿Y a esta mujer —¡a ella!— la abandonó la libido? Se desconcierta observando esos ojos de aguamarina sin asomo de maquillaje. Sus arrugas están tostadas por el sol y luce el pelo blanco como un desafío, parece orgullosa de mostrar que por ella el tiempo no ha pasado en vano. Aunque parezca contradictorio, piensa Floreana, ese rostro y sus huellas resultan joviales y dignos al no intentar disimulo alguno. Su porte perfecto no amaina con el tiempo, su cuerpo sigue siendo templo, baluarte y gloriosa fortaleza. ¿Cómo iré a ser yo a esa edad? Así, como ella, aunque pusiera todo mi empeño, ciertamente no.

Llegan al almacén. Pegada a la vitrina, una hoja de cuaderno escrita con lápiz a pasta azul dice: Se vende vaca. Entran donde la anciana señora Carmen, probable protagonista de la vida del pueblo desde antes que éste naciera. Su brazo derecho no existe y la manga de su delantal cuelga vacía.

Luego de los saludos, Elena le pide azúcar.

—¿Un kilo o cinco?

—Deme dos no más, señora Carmen, que luego voy a la ciudad.

—¡María! —pega un grito la vieja—. ¡Tráete dos kilos de azúcar!

Floreana supone que María estará en la bodega oscura que se insinúa detrás del mostrador.

—Por mientras, deme un paquete de mantequilla.

Los movimientos de la señora Carmen son lentos como los de un ave herida. Estira su única mano hasta el estante, saca la mantequilla y la envuelve en papel. La operación toma exactamente ocho minutos. Nadie llega con el azúcar.

—¡María! —el segundo grito es igualmente sonoro—. ¡Tráete la azúcar!

Elena pide fósforos: todo el procedimiento tarda casi lo mismo que con la mantequilla. No hay caso, el azúcar no llega.

—¿Cuánto le debo, señora Carmen?

La vieja trata de sujetar una pequeña libreta y al mismo tiempo sumar las tres pequeñas cifras con una máquina calculadora. Que no se preocupe, le dice Elena, ella sumará. Al tercer grito hacia la invisible María, Floreana empieza a taconear el suelo con su bota, enervada.

—Calma —le susurra Elena al oído—. Tienes que olvidarte de la ciudad; estamos en el tiempo del sur.

Se encuentran con un carabinero a la salida del almacén. A Floreana le sorprende la amabilidad de su trato con Elena:

—¿Todo bien, señora Elena? ¿No se le ofrece nada?

—No, gracias, mi cabo, todo bien.

—Estamos preparando la llegada del ministro.

—¡Qué interesante! ¿Cuándo llega?

—Dentro de diez días. Pero no se preocupe, le avisaremos a tiempo —responde pronunciando con precisión cada s y cada z.

Se lleva una mano a la gorra y se despide. En uno de sus dedos reluce un grueso anillo con una piedra roja al centro.

—El ministro es amigo mío y ellos saben que yo moví algunos hilos para que viniera —le explica Elena a Floreana; cuando termina la frase, la alcanza un anciano vestido pulcramente—. ¿De nuevo la cuenta de la electricidad, don Cristino? —Elena descifra el papel que el anciano le muestra.

—Es que alguien tiene que explicarme, pues, Elenita. El costo de un kilovatio… ¿dónde dice el costo? ¡Yo no puedo pagar estas cuentas!

—Pregúntele al ministro, don Cristino. Viene en diez días más. Usted sabe que yo no entiendo de kilovatios…

—Pero si usted entiende de todo, Elenita, no se haga la lesa.

—Le sugiero que hable con el alcalde para que le fije una audiencia, no vaya a ser que ese día no pueda conversar con el ministro.

—Buena idea, buena idea…

Parte don Cristino camino a la Alcaldía.

—Siempre la misma historia —se ríe Elena—, vive obsesionado con los kilovatios.

—Se ve que te quieren en el pueblo.

—Al principio me miraban con bastante recelo. Tuve que superar un lento proceso de aceptación… y por fin se hizo claro que a ambos, pueblo y Albergue, nos cundía más si hacíamos alianza. Les trajimos un poco de prosperidad, también. Constituimos una buena fuente de trabajo para ellos, desde la señora que nos hace el pan cada mañana hasta los pequeños agricultores que nos venden los corderos, los patos y los vacunos. Además de los huerteros con sus hortalizas, porque nuestra pequeña huerta no da para abastecernos… ¿Te imaginas la fortuna que se ha hecho con nosotras el tipo de la Telefónica, o el del Correo? También ayudaron las conexiones que tengo en Santiago. Tú sabes, éste es un país chico y no es difícil conocer gente. Consigo que los parlamentarios vengan más allá del período de elecciones y que gestionen proyectos. Pero la razón por la que más me quieren es el policlínico.

—¿Tú lo formaste?

—No. Cuando yo llegué, tenían la infraestructura pero no había médico. Ningún profesional parecía dispuesto a venirse a este pueblo perdido. Convencí a un colega que atravesaba por una crisis personal en Santiago para que se viniera. El pueblo adquirió otro carácter ahora que tienen doctor. Y el policlínico es su orgullo, vienen de todos los pueblos vecinos a atenderse aquí.

—¿Y cómo se te ocurrió formar el Albergue? —pregunta Floreana mientras comienzan a escalar la colina, a la salida del pueblo.

—Mi padre era un hombre muy rico y construyó un hotel en esta isla por puro capricho, antes de que estuviera de moda, cuando aún no existía en este país un concepto del turismo como negocio. Lo recibí de herencia a su muerte. Mis hermanos decidieron que yo era la única chiflada de la familia que podía sacarle algún provecho.

—El lugar es estupendo y tiene una vista privilegiada. Si lo hubieras destinado a un hotel común y corriente habrías ganado mucha plata.

—No es tan cierto. Tendría clientes sólo en verano. ¿A quién se le ocurriría pasar aquí el invierno? Pero la verdad es que ni el lucro ni la hotelería me interesaban.

Floreana constata el buen estado físico de Elena a través de la fluidez con que habla, a pesar del esfuerzo que significa subir la colina.

—¿Cuándo te vino la idea del Albergue, entonces?

—Cuando detecté un nuevo mal: las mujeres ya no eran las mismas, pero no todos los resultados del cambio las beneficiaban.

—¿O sea?

—O sea que, alcanzada su autonomía, se quedaron a medio camino entre el amor romántico y la desprotección.

—¿Y eso es todo?

—No deja de ser. Los hombres se sienten amenazados por nuestra independencia, y esto da lugar al rechazo, a la impotencia… y así empieza un círculo vicioso bastante dramático.

—A este rechazo masculino siguen el desconcierto y el miedo femeninos; ¿es ésa la idea?

—Es que las mujeres viven esta lejanía como agresión, lo que a su vez produce más distancia en ellos. ¿Te das cuenta del resultado? Las mujeres se vuelcan más hacia adentro, se afirman en lo propio…

—Se quema la cara de la luna.

Elena la mira, interrogante.

—¡Olvídalo! Es parte de la mitología del pueblo yagan.

—Bueno, el resultado es lisa y llanamente el desamor —dice Elena, categórica.

Se detiene y mira a su interlocutora con intensidad, como advirtiéndole que no bromea.

Floreana le cree. ¡Cómo no va a creerle, si lleva las marcas del desamor en sus propias espaldas!

—Me haces un diagnóstico, de acuerdo —prosigue tras unos momentos Floreana, reanudada la caminata—, pero lo que no me has respondido es qué te trajo hasta aquí.

—A ver… Todo comenzó cuando partió Fernandina. Abandoné el trabajo político y fui desarrollando a fondo mi profesión. Al trabajar con los problemas sicológicos y culturales de mis pacientes, fui descubriendo que para poder sanarlas, en este mundo tan complejo, no bastaba la actividad siquiátrica que yo podía ejercer en la ciudad; era necesario darle un carácter más sistemático al proceso de recuperación de las mujeres.

—¡Menuda tarea! ¿Cómo se puede lograr?

—Mis objetivos son modestos. Algo se logra permitiéndoles «socializar» sus penurias, contarse sus dramas individuales, los que, créeme, siempre terminan siendo colectivos, y generando así una atmósfera de compañerismo.

—¿A condición de estar a más de mil kilómetros de Santiago?

—Ironías aparte, sí. El silencio es vital, Floreana. Concebí un lugar lejos del mundanal ruido, donde las que necesitan recuperar la paz puedan hacerlo, para luego reinsertarse…

—¡Qué difícil armar esta enorme empresa!

—Sí —Elena suelta una risa divertida—. No fue fácil; tengo un punto de vista medio heterodoxo y no encontré apoyo institucional. Tampoco una socia dispuesta. Pero perseveré, eché mano a mis propios recursos, y contra viento y marea me vine.

—A fin de cuentas, Elena, ¿qué es el Albergue? ¿Una terapia, una casa de reposo, un hotel entretenido, un resort ecológico? ¿Puedes definírmelo?

—El Albergue es lo que tú quieras que sea.

Floreana guarda silencio un trecho, concentrada en el brillo de las piedras lavadas por la lluvia, semihundidas en la huella de barro.

—Y con ello —insiste—, ¿resolviste tus propias inquietudes?

—Sí. Logré lo que no pude hacer en los veinte años anteriores: ayudar realmente a personas de carne y hueso. He llegado a una profunda tranquilidad personal.

No cabe duda, basta mirarla, piensa Floreana.

—Los tiempos en Chile estaban muy revueltos entonces, y esperé a que eso acabara —sonríe Elena, maliciosa—. ¿Te imaginas la cara de los militares ante un grupo de mujeres refugiadas en un cerro de Chiloé?

—¡Una facción lesbiana del Frente Patriótico!

Elena se ríe. Al llegar a la arboleda que anuncia la gran construcción central de alerce y sus cinco cabañas, da un cierre a sus ideas:

—Cuando en Chile comenzó la transición a la democracia, sentí que estábamos todos convocados a construir acercamientos, a hacer posible esa convivencia que antes no tuvimos. Pero como yo ya estaba lejos de la política, mi proyecto fue éste. Me vine con camas y petacas. La ciudad ya no me interesaba, mi alma buscaba desesperadamente lugares todavía humanos. Entonces abrí el Albergue.