Pero no estaba frío.
Sentía algo caliente y húmedo. La sangre fluía lentamente de mi cabeza, cubriéndome. También sentí cómo lentamente ella me daba la vuelta, me ponía bocabajo y me ataba las manos a la espalda… Sí, sentía que estaba tirado en el suelo, y sentía que estaba húmedo, sangrando.
Abrió los ojos. La vi a mi lado, sonriente… Sonriente y comenzando a derramar el queroseno…
—¿Despierto? —dijo—. Bien, me alegro mucho. Deseaba verte despierto. Para que tú veas cómo yo…
—¿Qué quieres que vea? No quiero ver nada, Diana, déjame ir…
—No, quédate donde estás y espera. Querías saberlo todo, ¿no es eso? Querías llegar al fondo del asunto… Bien, pues aquí tienes la oportunidad de hacerlo…
El olor del queroseno me hería. Aun estando tumbado, traté de moverme, traté de incorporarme. Pero no pude.
—No, hermano —dijo ella—. Déjalo, no te esfuerces.
Fue cogiendo más papeles de la mesa mientras con la otra mano terminaba de verter el líquido inflamable.
—Ya está… Creo que con esto habrá suficiente, ¿no te parece? Supongo que estarás pensando en lo muy loca que me he vuelto…
Algo pasaba en su voz. Si hubiera tenido los ojos cerrados, habría pensado que hablaba una niña.
Pero mis ojos estaban abiertos… Abiertos para ver a una mujer despeinada, enloquecida, con la blusa rota y mostrando entre los senos la marca a fuego del Ave Fénix.
—Mamá siempre decía que yo estaba loca. Una vez que provoqué un pequeño incendio en casa, dijo que estaba loca y me castigó.
Traté nuevamente de ponerme en pie. Pero ella volvió a acercárseme amenazante.
—No te muevas… No hagas locuras.
De nuevo me apuntaba con el revólver y, al dejarme caer otra vez contra el suelo, sentí que tenía cada vez más ensangrentada la parte de la cabeza en donde me rozara el disparo.
—Túmbate tranquilo, nada más… Túmbate tranquilo y espera… ¿No quieres ver cómo empieza esto?
—Diana —supliqué—. ¡Por el amor de Dios!
—Sí, ¡por el amor de Dios! —gritó ella—. Al fin lo has comprendido. Dios me ha enviado para destruir los altares abominables, para limpiar la Tierra de todos los que adoran imágenes falsas, para eliminar a los idólatras y a los infieles, a esos que pudren la carne y el espíritu de la gente.
Estaba de rodillas. De rodillas ante una considerable pila de papeles. Y con una caja de cerillas en la mano.
De nuevo cambió su voz. Era, otra vez, una voz de mujer, la de siempre… Una voz cálida, íntima, apasionada.
—¡Oh, Phil! ¿No te parece excitante? Espera y verás… No puedes imaginarte qué maravilloso resulta, no sabes cómo te hace sentir algo así… Es algo parecido a un orgasmo, ya verás. Como cuando estuvimos juntos… Pero esto, sin embargo, procura un sentimiento limpio; es algo puro y benéfico, no como lo otro… No es como tú sientes lo otro, no…
—¡Diana, por favor! ¡Deténte!
—Sí, voy a acabar. Voy a acabar contigo. Y con todos los que aman la lujuria. Porque la lujuria es lo que todos deseáis. Tú, mi madre, su amante, todos… Tú sólo piensas en la lujuria y el pecado.
Estaba crispada. Las cerillas cayeron de entre sus dedos y rauda se agachó para recogerlas. Luego, de un tirón se quitó de encima lo que le quedaba de la blusa antes rasgada.
—Mírate… Tienes las manos atadas. No puedes tocarme ya. Nadie puede tocarme. ¿Ves esta marca? Dios me dijo que la tatuara a fuego en mi pecho. Ogundu nada sabía de esto, era impuro. Dios me dijo que me tatuara el Ave Fénix en el pecho para que me preservara del Demonio y de quienes le sirven… Y Dios es quien me ha enviado para quemar los pecados del mundo. Y para quemar a todos los pecadores.
Encendió entonces una cerilla. Y al momento vi que ardía un papel en su mano.
—No lo haré rápidamente, descuida —me dijo.
Aquel papel prendido arrojaba sombras muy negras contra las paredes de la habitación.
—¿Lo ves? ¿Lo ves bien? —me susurraba—. Pues muy pronto verás crecer las llamas, verás que se hacen enormes y fuertes, tórridas… Yo también esperaré a ver cómo crecen. Y luego me iré. Pero ahora quiero disfrutar del espectáculo Quiero ver, contigo, cómo va creciendo el fuego…
Las llamas de aquel papel eran rojas y azuladas; y la habitación entera me pareció, por unos instantes, azul y roja… Entonces vi que en el suelo comenzaba a alzarse una línea de fuego que venía hacia donde estaba tendido.
Diana pegó su espalda a una de las paredes y comenzó a reír. Yo rodé por el suelo, tratando de buscar refugio en un rincón del despacho. Pero las llamas crepitaban, crecían, amenazaban.
—Sí —dijo ella—. Quiero ver cómo arde esto. Y quiero ver cómo te achicharras. Tú quisiste que yo ardiera como sólo es capaz de hacerlo el pecado. Eso es cosa del Demonio y tú eres uno de los suyos. Pero ahora voy a contemplar el castigo que te envía Dios. Y voy a disfrutar viéndolo. Es algo que aparece en la Biblia. Ahí el fuego lo purifica todo. ¿No empiezas a sentirlo, Phil? Bueno, en seguida, ya verás… Será cosa de un minuto…
A duras penas conseguí arrastrarme hasta un rincón, intentando alejarme de las llamas que comenzaban a devorar el escritorio de Ogundu. El fuego se expandía por el suelo como un lago que rompiera sus márgenes en una gran ola.
Vi en las pupilas de Diana la excitación que el fuego le producía.
—¡Quiero ver cómo arde…! Mamá no me dejaba jugar con fuego, pero ya está muerta. Dios quiso que muriese, porque Dios quiere que los pecadores desaparezcan de la faz de la tierra.
Era horrible oír los cambios de su voz, ahora de niña otra vez… Pero verla resultaba aún peor… El sudor la hacia parecer una figura de cera derritiéndose; y vi a Diana, sí; pero también a una niña enloquecida, y a una mujer en éxtasis… Vi, en suma, lo que es la piromanía, sin más. Y vi también la locura que lleva a la piromanía; una locura que no requiere motivos concretos.
Oí, además, cómo rugía de placer.
Yo trataba de proteger mi cara, poniéndola contra la parte del rincón en donde me había refugiado y adonde aún no llegaban las llamas.
Diana seguía de pie, contra la pared, cerca de la puerta, presta a irse… Pero la puerta estaba abierta y, de golpe, alguien apareció allí.
Vi su cara, la cara blanca de payaso que ahora, en aquel ambiente, parecía roja.
Pero él no me vio. Se encaró con ella.
—Tú incendiaste el tabernáculo. Yo te vi. Avisé a Ogundu y he venido porque sabía que te iba a sorprender aquí.
Diana intentó ganar la puerta.
—¡Bruja! —gritó él.
El hombrecillo cortó la huida de Diana. Le escuché pronunciar, entonces, unas palabras bíblicas: «La bruja no debe vivir entre los hombres».
Y lo entendí todo. Lo comprendí mejor, fundamentalmente, cuando vi a Diana revolverse con la navaja clavada en la espalda, entre los hombros.
La bruja estaba muerta…
Intenté levantarme de nuevo. Ya ardía el escritorio de Ogundu, ardía todo en derredor mío… Yo era como una isla en medio de un océano de fuego y el humo comenzaba a intoxicarme.
Como si llegaran de muy lejos, oí ruidos, pelea, golpes, tiros… Creo recordar que vi a Diana, herida ya de muerte, levantar de nuevo el revólver. Y creo recordar que vi salir corriendo al hombrecillo, pero entonces me sentí ya totalmente rodeado por las llamas. No pude incorporarme.
Yo también empezaba a quemarme.