Quité el revólver a Diana y lo arrojé encima del escritorio.
—¿Era suyo?
—Sí, lo tenía preparado —dijo ella.
—¿Preparado…? ¿Para qué?
—Para ti —dijo, volviéndose a abrazar a mí—. ¿Es que no lo comprendes? Yo tenía razón, era una trampa…
Acaricié su barbilla.
—¿Qué ha pasado, Diana? Cuéntamelo desde el principio.
—Me vine corriendo cuando salí de tu casa. Me daba miedo esperar en mi apartamento a que todo acabase… Yo quería saber qué había detrás de todo esto…
—Hubiera sido mejor que esperases, o que llamaras a la policía, no sé…
—No lo pensé, Phil, no me atormentes ahora con eso. Bastante mal me siento ya con haber hecho esto —y empezó a llorar.
La apreté fuertemente contra mi pecho y siguió hablando.
—Utilicé mi llave para entrar. Ogundu me descubrió y comenzó a preguntarme qué hacía aquí… Le dije que tú no podías venir y que lo hacía yo para recabar la información que te reservaba.
—¿Te dijo algo?
—No, se extrañó mucho y sólo me dijo que lo que tenía que decirte era cosa que únicamente te interesaba a ti. Dijo que tú eras el único que tenía que saberlo todo. Le pregunté qué significaba eso y se negó otra vez a responder; sólo me gritó que me fuera y yo le dije que no pensaba hacerlo hasta que me contara la verdad… Entonces me miró y me dijo: «¿De veras quieres saberlo todo?». Miró al suelo, sonriéndose ampliamente, y al mirar yo adonde él lo hacía descubrí el galón de queroseno que había en el suelo, a sus pies…
Diana hizo una pausa y yo miré adonde me señalaba. Allí había, efectivamente, un galón de queroseno abierto y con papeles en donde estuviera su tapón… Un escalofrío me corrió por la espalda… Sólo las palabras de Diana me sacaron de mi estupor.
—Phil, Ogundu volvió a decirme: «Muy bien, le diré a Dempster toda la verdad». Sacó entonces el revólver y, apuntándome, siguió diciéndome que, cuando llegaras, te reduciría, prendería fuego al galón de queroseno, y saldría de allí para llamar a la policía y decirles que quisiste matarlo incendiando su templo, pero que pudo escapar luego de matarte en defensa propia… Eso daría a la policía la solución de los casos y lo dejaría a él libre de toda sospecha… Te odiaba, Phil, porque temía que estuvieras acercándote a la verdad… Creo que su intención era la de hacerse con el liderazgo de todas las sectas de la ciudad, hasta que llegaste tú…
Diana cerró los ojos y prosiguió.
—Entonces, Phil, volvió a apuntarme para que saliera de aquí, pero forcejeamos y sonó un disparo… Él cayó en su silla. Me quedé atónita, y creo que estuve así un largo rato, hasta que oí pasos, se abrió la puerta y apareciste tú…
—¿Eso fue todo? —pregunté.
Ella asintió con la cabeza.
—Pues me parece que la policía va a querer saber muchas más cosas, Diana…
—¿Vas a llamar a la policía? —dijo Diana abriendo desmesuradamente sus ojos.
—¿Qué otra cosa puedo hacer? —dije.
—Phil, por favor, no…
—Supongamos que me has dicho la verdad… Vale. Pero la policía querrá saber cómo, si hubo un forcejeo, se disparó el arma de Ogundu yendo a darle, precisamente, en la nuca.
—No sé, no puedo recordar bien lo que pasó. Quizá él se dio la vuelta mientras forcejeábamos; sí, eso fue, ahora me acuerdo, él…
Diana empalidecía por momentos, abría los ojos aún más y hablaba atropelladamente. Y yo sentí que me ponía enfermo, profunda y lamentablemente enfermo… Enfermo y frío… Una vez amé a una chica y murió… Ahora amaba a otra y, aunque de manera diferente, también se me moría…
—Déjalo, Diana —dije—. Ogundu estaba sentado en su silla cuando lo mataste… Él no luchó contigo. Ni siquiera se enteró de que llegabas por detrás para dispararle… No pudo ni defenderse.
Puso sus manos en mis hombros.
—Cariño, no sabes lo que estás diciendo…
—Sí, Diana, sí lo sé… Y ahora empiezo a comprender un montón de cosas… Viniste para matar a Ogundu porque el tipo con cara de payaso le dijo que tú eras la pirómana.
—¡No! —gritó ella—. Eso es imposible… Tú sabes mejor que nadie que, cuando ocurrió el primer incendio, estaba contigo.
—Te fuiste después de la una para dirigirte a la Hermandad Blanca, en vez de ir a tu casa… En realidad, cuando ante Dalton me diste una coartada, no hacías sino procurarte una tú misma… Un buen trabajo, ¿no?
Intentó decir algo pero no le salieron las palabras.
—Pero hay una cosa con la que no contabas —seguí diciendo—. El tipo de la cara de payaso te vio, Diana… Y supongo que te siguió y vio cómo quedabas con Ricardi, al que sin duda le apetecía llevarse a la cama a una chica como tú… Pero ése fue su error… Un error mortal. Le golpeaste hasta dejarlo sin sentido y luego prendiste fuego a su casa.
La verdad es que no me detenía a pensar. Las palabras salían de mí por sí solas, como si la comprensión de cuanto sucedía las impulsara, sin más.
—El enano de la cara de payaso lo sabía todo, Diana… Todo… Se enteró de que trabajabas aquí y quiso ver a Ogundu para avisarle, pero éste se asustó al encontrárselo con la navaja y lo puso en fuga… Pero volvió, consiguió hablar con él y Ogundu me llamó para contármelo todo… Tú empezaste a sospechar cuando me viste aquí, hablando con Ogundu después de sus oficios… Y cuando supiste que me llamaba, decidiste pasar a la acción. Lo mataste y después has montado el numerito éste del galón de queroseno y los papeles…
Ella ardía, ardía como puro fuego entre mis brazos.
—¿Qué vas a hacer? —me preguntó con gran resolución.
—¿Qué puedo hacer? Voy a llamar a Dalton —dije, apartándola.
—¡No! —gritó Diana.
Trató de agarrarme y me defendí. Luchó fieramente y, en la pelea, desgarré su blusa.
Sí, desgarré su blusa y pude ver, entonces, lo que no había visto en mi apartamento, cuando hicimos el amor a oscuras; ni en la orilla del lago… cuando traté de quitarle el vestido.
Vi lo que estaba en las cortinas del salón de actos; eso de lo que ella misma me había hablado acerca de unos diáconos con unos ritos especiales, al margen de la secta.
Allí lo tenía, tatuado a fuego en su pecho, bajo los senos, como ardiendo en la blancura de su piel, como salido de sus más negros pensamientos.
Vi la marca del Ave Fénix.
Pero me quedé absorto en esa contemplación y fue un error. Tenía que haberla agarrado. Tenía que haber evitado que cogiera la pistola del escritorio, que me apuntaba y me pegase un tiro.
Tenía que haber evitado que me dejara fuera de combate.