15

—¿Dónde está ella? —preguntó Weatherbee sin dejar de encañonarme.

—¿Ella? ¿Quién?

—Sabes muy bien de quién hablo. ¿Qué tratabais de hacer?

—Nada —dije—. Sólo hablábamos…

—¡Hablar!

Se me acercó lentamente y, por su aliento, pude comprobar que estaba un poco más que bebido… Pero su mano no temblaba.

—¿Hablabais? ¿Aquí, en la oscuridad?

—¿A ti qué te importa? ¡Es mi novia!

—¡Ah, vaya! Así que ahora es tu novia… Vaya, hombre, mira que tienes éxito con las mujeres, ¿eh? Me parece que tengo más de una razón para darte tu merecido…

—¡Espera, tío, espera! Creo que estás equivocado… Piensas que la señora Loodens y yo hemos tenido algo que ver, ¿es eso?

—¿Que si lo pienso? ¡Lo sé muy bien!

—Pues no, te equivocas… La vi aquí mismo a eso de las siete, sí… Pero se marchó pronto… Y no ha vuelto… La chica con la que estaba es Diana Rideaux.

—¡Demuéstramelo!

—¡No puedo! Se ha ido asustada, por la puerta de atrás.

—Venga, salgamos…

Su pistola me empujó hasta la calle. Allí estábamos, a solas los dos en la parte de atrás del edificio de apartamentos.

—No hay nadie… Se ha ido —dije.

Y al decir aquellas palabras tuve plena consciencia de su significado… Allí, en efecto, no había un alma. Sólo la oscuridad y nosotros. Nadie que pudiera socorrerme. El viento barría la calle y me puse a pensar que pronto tendría un agujero de bala en algún punto de mi cuerpo.

Pero él seguía sin apretar el gatillo.

—Espero que digas la verdad —habló Weatherbee al fin—. No tienes nada que ganar si proteges a una persona como la señora Loodens; todo lo contrario… Se convirtió en mi mayor enemigo cuando descubrí algo con relación a su esposo…

—Pero si ella me dijo que…

—Ya, ya lo sé… Ella te diría que yo lo maté… Pero, no seas estúpido… ¿Por qué iba a hacer yo algo semejante? ¿Qué iba a ganar con eso? Ella era su única heredera.

—¿Puedes probar todo lo que dices? —le pregunté.

—¿Hablas de probarlo legalmente, con pruebas incontestables? Pues no… Si pudiera, hace ya tiempo que la policía estaría al tanto de todo… Pero sé que puedo pillaría in fraganti, sé que puedo cogerla provocando un incendio. Es cuestión de esperar y de permanecer alerta… ¿Por qué te crees que vengo siguiéndola durante toda la semana?

—No puedo creer que ella sea la pirómana —dije—. ¿Por qué iba a prender fuego al tabernáculo de la Hermandad Blanca?

—Tenía miedo de que yo les desbancara, a ella y a Ricardi, en los negocios. Tenía miedo de perder el control económico de la secta. Simplemente…

—¿Y por eso mató a su amante? ¡No tiene sentido!

Weatherbee parecía relajarse por momentos. Pero no su pistola.

—Tengo noticias para ti —me dijo—. Ricardi tenía previsto venderme su parte en el negocio. Yo ya había preparado los papeles necesarios y en un par de semanas Ricardi iba a anunciar su abandono de la Hermandad Blanca.

—¿Ella estaba al tanto de todo eso?

—Aunque llevábamos una cierta discreción en el trato, se enteró de todo… Piensa una cosa, Dempster… Recuerda todo lo que se dijo en aquel careo, o interrogatorio, como se prefiera. ¿Quién podía entrar en casa de Ricardi, a tales horas de la madrugada, y meterse directamente en su dormitorio?

—Pero su criada ha declarado que la señora Loodens estuvo en su casa con jaqueca…

—Por veinte dólares esa chica vería a cualquiera en los lugares más insospechados.

Le miré fijamente.

—Oye, ¿estás seguro de que todo esto es algo más que un asunto de celos?

La pistola pareció apuntarme más fijamente y tragué saliva. Me pareció que iba a apretar el gatillo de un instante a otro… Pero no… Weatherbee se relajó. Y bajó su arma.

—De acuerdo, estoy celoso, sí… Tú la has visto y podrás comprenderlo… Pero sé que está metida en esto hasta el fondo y no tengo más que esperar a que dé un paso en falso.

—Bueno, pues aparentemente no parece que tenga previsto salir esta noche… Y, en lo que a mi respecta, te he dicho la verdad. Estaba con Diana Rideaux, la secretaria de Ogundu.

—¿La secretaria de Ogundu? —volvió a apuntarme con su pistola—. ¿Cómo no me lo dijiste antes?

—No me has dejado… La vi hace unas noches y he vuelto a verla hoy… Pero no sabía que trabajase con Ogundu. Estuve en sus oficios esta noche y hablamos…

—¿Qué te dijo?

—Se va a largar de aquí… Tiene miedo de la policía, me parece…

—¿La chica sabe algo? ¿Adónde ibais cuando os he visto?

No respondí.

Weatherbee parecía deseoso de apretar el gatillo. Apretaba los dientes.

—De acuerdo —dije—. Recibimos una llamada de Ogundu. Dijo saber quién es el pirómano. Iba a verle ahora…

—¿Y la chica?

—Le dije que me esperase en su apartamento hasta que volviera.

La pistola fue quien me dio la última orden.

—Venga, vayamos a ver a Ogundu.

—Pero le prometí que iría solo…

—Bueno, pues le daremos una sorpresa… Venga, en marcha.

Y marchamos. Anduvimos un trecho por la calle, con el viento frío dándonos en la cara. Y la pistola dándome en la espalda. Al entrar en el coche se volvió a meter la pistola en el bolsillo de la chaqueta, pero tuve la impresión de que en cualquier momento podía sacarla de nuevo.

El Lincoln rodaba. Era muy tarde y, en consecuencia, no había tráfico en la calle. Nos envolvía la oscuridad y el silencio. El Templo de la Llama Viviente estaba a oscuras.

Caminamos por la acera. Hubiera querido encender una cerilla para ver algo, pero en el fondo no me apetecía hacerlo.

Weatherbee llamó a la puerta. Nadie respondió. Ningún ruido de pasos. Ninguna luz en las ventanas. No se dejaba sentir más que el silbido del viento.

Recordé, necesariamente, otra noche no muy lejana. Ésa en la que me vi ante la puerta de Ricardi… Eché un vistazo… No había ventanas de estilo francés.

—A lo mejor hay otra entrada —dijo Weatherbee—. Vamos a buscarla.

Bajamos las escaleras de acceso al edificio y hallamos un estrecho pasadizo entre el templo y el edificio próximo.

—Ve tú delante —me dijo Weatherbee.

Caminé, con él detrás, pero sin que me apuntara ya con su pistola. Llegamos al final del pasadizo, que hacía esquina con la calle paralela, y allí encontramos una entrada al edificio. No tuve más que empujar la puerta y se abrió fácilmente.

—Entremos —dije en voz muy baja—. Todo parece tranquilo.

Estaba oscuro. Caminamos por ello pegados a la pared, y, de súbito…

—¡Weatherbee! —grité con todas mis fuerzas.

Había distinguido perfectamente, pegadas al muro del pasadizo, unas figuras humanas. No sin miedo, me acerqué a una de ellas y toque su rostro. Estaba frío. Mis dedos recorrieron después su cuello y los noté húmedos y pringosos.

La primera intención fue, naturalmente, la de salir corriendo de nuevo por donde había venido; la de escapar. Pero me metí en el edificio y escuché a mis espaldas cómo se cerraba la puerta con el «click» de su cerradura.

Era, evidentemente, la entrada posterior del templo; una especie de entrada secreta, para los iniciados. Tenté las paredes en busca de un interruptor de la luz, pero desistí pronto; prefería seguir a oscuras por el pánico que me inspiraba hallar algo que no sabía muy bien, entonces, cómo definir… Sentí, además, pasos, sin saber exactamente de dónde venían.

Así que anduve por el pasillo que, eso me pareció recordar, conducía adonde estaba el despacho de Ogundu. Cualquier cosa estaría bien con tal de alejarme de aquella puerta trasera.

Seguí deslizándome en la oscuridad hasta llegar al vestíbulo posterior… Y de golpe, aunque sin asustarme tanto como lo hubiera imaginado, una luz se encendió en el despacho de Ogundu… Rogué para que me estuviese esperando. No quería más sorpresas.

Abrí la puerta y allí estaba. Mostraba una sonrisa que contribuyó a tranquilizarme en grado superlativo.

—Phil, gracias a Dios que has venido —dijo.

Lentamente, cerré la puerta de su despacho a mis espaldas. No era Ogundu, sin embargo. Era Diana, que corrió a echarse en mis brazos.

—¿Qué es lo que está pasando? —pregunté.

Ogundu, en la silla, parecía sonreír. Pero tenía helada la sonrisa. Me acerqué a él, miré por detrás y vi que tenía un disparo en la nuca.

Ogundu, desde luego, no tenía motivo alguno para sonreír.

—¿Qué ha pasado? —volví a preguntar a Diana.

Diana pareció turbada; sus ojos querían suplicarme algo; algo que comprendí en seguida, al ver que en la mano tenía un revólver del calibre 38 especial.

Estuvimos mirándonos largo rato, sin hablar… Al cabo ella rompió aquel silencio para decir algo que pareció retumbar en aquella habitación cerrada.

—Sí, Phil… Yo lo he matado.