14

Estábamos tumbados en el sofá. Había pasado un montón de tiempo y la señora Loodens seguía sin aparecer. Yo, a decir verdad, no había dejado una luz en la ventana para ella; es más, no había dejado encendida una sola luz.

—¿Te sientes bien? —dije.

—Umm, sí…

—Pero ¿por qué no me lo contaste?

—¿El qué? ¿Que trabajo con Ogundu? ¿Cómo iba a hacerlo después de oírte decir lo que largabas a propósito de las sectas y de sus fieles? Me daba vergüenza… Y me sigue dando un poco de vergüenza ahora mismo…

—Pero has vuelto otra vez…

—Tenía que hacerlo. Cuando te vi anoche en los oficios supe que tenía que hacerlo. No quiero volver a sentir miedo nunca más.

—Sabes bien que yo jamás te haría daño.

—Lo sé. Y sé también que fui una estúpida al pensar…

—Al pensar, ¿qué? —dije.

—Que tú eras el pirómano.

—¿Por lo de la colilla del cigarrillo? ¡Fue un simple accidente! —me defendí.

—Sí —aceptó convencida—. Pero en aquel momento no estuve muy segura… Después leí en el periódico lo del profesor Ricardi…

—Y leerías también, supongo, mi reportaje y lo que escribí acerca de los interrogatorios y del careo…

Volví a sentirla estrechamente.

—Perdona… De veras que lo siento mucho… Pero luego, cuando me siguieron…

—¿Quién te siguió?

—No, nada… Ogundu dice que son imaginaciones mías.

—¿Pudiste verlo? ¿Por casualidad se trata de un tipo medio enano, pálido, con cara de payaso?

—Déjalo, no quiero saber nada de eso ya —dijo luego de suspirar profundamente—. Ya no importa… Nada ni nadie podrá hacerme daño estando contigo, Phil. No debes preocuparte por mí, de veras. Olvídalo.

—No hay que olvidarse de nada. Tú no eres la única persona que ha puesto en entredicho mis opiniones sobre las sectas. La verdad es que sospecho de todo el mundo. Incluso de ti, Diana. O, mejor dicho, sospeché cuando te vi entrar en el despacho de Ogundu… Pero todo está bien ahora —dije oliendo el maravilloso aroma de su cabello—. No me importa en qué trabajes, sólo quiero que seas mi chica.

—Lo soy, Phil, quiero ser tu chica. Lo sabes bien.

—Sí.

—Y creo que dejaré el trabajo con Ogundu.

—Buena idea —dije.

Aparentemente, él no había hablado aún a Diana de sus planes para irse de la ciudad. Yo no es que creyera que aquél era el mejor momento para hablar de eso… Pero no pude resistirme.

—Diana, cuando hablé con Ogundu le pregunté por los incendios, como te puedes imaginar. Quería saber si él albergaba alguna sospecha sobre sus seguidores… Tú los conoces bien. ¿Sabes algo?

Pareció molesta, se enderezó en el sofá. Pero respondió.

—Nunca he visto nada sospechoso. Los oficios son muy espectaculares, pero nada más… Salvo que los marcados a hierro…

—¿Los marcados a hierro? Ogundu no me contó nada de eso…

—Son algunos diáconos, no todos… Una especie de círculo de iniciados, que llevan el Ave Fénix marcado a hierro candente en los brazos o en el pecho.

—¡Qué burrada más bonita!

—Pero tampoco es que sospeche de ellos… Ogundu siempre dice que son inofensivos, una especie de fraternidad que se reúne al margen de la secta para celebrar sus propios ritos.

Estreché sus manos.

—¿Qué clase de tipo es Ogundu? —le pregunté entonces con voz tranquila, para no alterarla—. ¿A qué se dedica habitualmente? ¿Has visto en él algún detalle extraño, alguna excentricidad que te haya llamado la atención?

Noté que sus manos temblaban.

—Phil, ¿crees que él…? ¿Crees que él pudo hacerlo?

—No lo sé.

—Esto es como una pesadilla, ¿verdad? —susurró—. Por donde quiera que mires, aparece un sospechoso.

—No te preocupes —le dije—. Olvidémoslo, no quiero que nada te altere.

Hice que se recostara en mis piernas.

—Es que, cada vez que pienso en todo esto, Phil… Por favor, enciende la luz.

—¿Te da miedo la oscuridad? —dije después de besar sus labios otra vez.

Tenía que decírselo; no era el momento, pero tenía que decírselo:

—¿Te doy miedo?

No respondió. Únicamente sentí que se estremecía en su propio silencio. Fue peor que si hablara.

Sentía su cuerpo entre mis brazos, como nunca antes… Igual que cuando saqué a Ricardi de entre las llamas y, sosteniendo su cabeza, le vi el rostro. Igual que sostenía ese otro cuerpo en mis sueños, al que veía el rostro como una máscara descompuesta, achicharrada por el fuego. Aquel sueño del que no podía dar cuenta a Dalton, por ejemplo; ni siquiera a Schwarm, porque temía hablar de eso que tan en el fondo me pertenecía.

Aquel sueño que me había llevado a la bebida, porque gracias al alcohol podía dormir sin soñar. Beber era bueno porque dormir también lo es. Sin pesadillas.

—Ya vale —me interrumpió ella, en un susurro.

Pero yo no quería callar, porque si lo hacía volvería a pensar, y eso sí que me aterrorizaba. La piromanía, tal y como dijera Schwarm, se caracteriza por el miedo al fuego y a la vez por el deseo del fuego… Y, acaso, por el miedo a recordar un incendio, y una cara…

La acaricié. Mi mano hurgó por entre su vestido y ella volvió a susurrar algo. Pero…

Ella se deshizo de mi abrazo, alargó la mano y encendió la lámpara de peana que había junto al sofá.

Se encendió la luz, como si fuera fuego.

Volví a abrazarla con todo el espanto de mis sueños. Y entonces grité: «¡Margery!».

Sólo eso. Nada más que eso… Y todo volvió a estar en orden. La cara espectral había desaparecido. Diana seguía entre mis brazos, como ensoñecida. Y sentí que tenía que contárselo todo, sin dejarme nada. Tenía que contárselo porque ella sí podía entenderme.

—Ocurrió cuando anduve por la Costa —comencé a decir en voz muy baja—. Hace un año, más o menos, hacía acopio de datos para mi libro y conocí a una muchacha. Se llamaba Margery Hunter. Era artista y vivía en una casita de la playa, al sur de Long Beach… Nos enamoramos y le pedí que se casara conmigo. Pero decidimos, previo compromiso, que no nos casaríamos hasta que yo concluyese mi libro y fuera publicado. Bien, acabé el libro, lo envié al editor, y luego de un par de revisiones fue aceptado al fin. Así es que decidimos dar una fiesta, para celebrar la aparición del libro y para anunciar nuestro compromiso matrimonial. Margery tenía un montón de amigos: artistas, músicos, etcétera. Gente que vivía en absoluta libertad… Cuando les comuniqué el porqué de la fiesta, aceptaron la celebración. Y trajeron ginebra en grandes cantidades, así como otras bebidas. La fiesta, con tanto alcohol, acabó degenerando en una auténtica orgía. Margery se emborrachó por completo y tuvimos que llevarla al dormitorio. Los demás seguimos bebiendo. Poco a poco, muchos de nuestros invitados fueron cayendo dormidos. Sólo quedábamos cuatro en pie cuando Oscar Ringold, un pintor, dijo que por qué no íbamos a nadar un poco. Aquello nos pareció bien y salimos a la playa. El agua nos despejó bastante, ésa es la verdad. Estábamos bañándonos cuando Oscar nos avisó: había fuego en la casa… El resto, puedes figurártelo. Nadie sabe cómo comenzó el incendio… Quizá la colilla de un cigarrillo, un accidente estúpido de esos que cada dos por tres salen en los periódicos… Pero yo, en aquel momento, no estaba leyendo la noticia de un suceso sino que lo estaba viendo. Soplaba un fuerte viento del mar y las llamas crecieron en cosa de segundos. Cuando pudimos acercarnos, en un par de minutos, la casita estaba totalmente envuelta en llamas y el tejado empezaba a desprenderse. Margery estaba dentro. Oscar y otro tipo trataron de ayudarme, pero no se podía atravesar la puerta; sí pude entrar, sin embargo, por la ventana del dormitorio… Y encontré a Margery. Estaba en el suelo, bocabajo; tenía las ropas quemadas. Pero eso no fue todo… Lo comprendí al instante, en cuanto vi su cara nada más sacarla de la casa en llamas; su cara carbonizada, las cuencas de sus ojos… Algo se transformó en mi interior entonces, Diana… Dicen que caí en un fuerte shock nervioso que me duró dos días… Cuando me recuperé, no quedaba nada. Ni resto de la casa; ni de Margery, que fue enterrada nada más hacerse las primeras averiguaciones…

—¿Te acusaron de algo? —preguntó Diana.

—No había motivos. En todo caso, hubieran tenido que repartir las responsabilidades; o, mejor dicho, las irresponsabilidades. Los periódicos dijeron que se trató de un trágico accidente… Pero yo sé que… Yo sé que pudo tratarse de uno de mis cigarrillos. Igual que la otra noche, en la orilla del lago… Si hubieras visto su cara… si la hubieras oído…

—¿Oído? —se extrañó Diana.

—Sí, eso fue lo peor… No lo había vuelto a recordar hasta que me topé con el cuerpo de Ricardi… Cuando lo vi, ya en la calle, me pareció que su rostro era el de Margery; y que ella me decía «sálvame, sálvame»… Fue todo lo que alcanzó a decir, porque murió al instante, entre mis brazos —me detuve un momento; tenía la camisa empapada en sudor y proseguí—. ¿Comprendes ahora de qué tengo miedo? —pregunté a Diana—. ¿Comprendes ahora por qué bebo y por qué bebí tanto la otra noche? Si bebo, no tengo pesadillas. Puedo olvidarme de todo…

Pero al abrazar a Diana tenía la terrible sensación de estar abrazando a Margery. Una mezcla de sentimientos y de sensaciones totalmente injustos para con ella. Todo había pasado ya. Era Diana la mujer que tenía entre mis brazos.

—Bueno, ya está bien —dije—. Al fin lo he contado… Contigo me ha sido más fácil que con Schwarm.

Diana se echó el cabello hacia atrás.

—Eso es algo que no puedo comprender —dijo.

Sonreí.

—Las cosas, a partir de este momento, irán mucho mejor —dije—. Ya lo verás…

Entoncés sonó el teléfono.

—¿Estás solo? —me preguntó una voz al otro lado de la línea.

Dudé un momento.

—Sí —dije—. ¿Por qué?

—Ven rápidamente. Acabo de tener una visita, tu amigo de la cara de payaso…

—¿Esta ahí?

—No, se ha ido ya como alma que lleva el diablo… Pero no sin antes decirme algo…

—¿Qué te ha dicho?

—Justo lo que andas buscando, Dempster. Por eso vino a verme. Dijo que yo era el próximo de la lista. Él sabe quién es el asesino.

—¿Y no me lo vas a decir?

—Sólo cuando te vea… Cuando hablemos de la recompensa…

—¿Qué recompensa?

—El periódico publicó que había una recompensa de mil dólares por cualquier información fiable…

—Llamaré a Cronin, quizá él…

—No llames a nadie. No me gusta tu amigo Cronin. Y no quiero que la policía se inmiscuya. Ven a verme a las seis de la mañana. Ahora o nunca.

—De acuerdo, estaré ahí.

—Muy bien, te esperaré. Pero ven solo.

Colgué.

Diana parecía extrañada.

—¿Quién era? —preguntó.

—Ogundu —dije—. Él sabe quién es el pirómano.

—¿Qué? Pero cómo…

—Mi amiguete —reí—. El enano de la cara de payaso. Ha vuelto a ver a Ogundu. Y yo también tengo que ir a verlo, porque Ogundu planea dejar la ciudad.

—¿No vas a llamar a la policía?

—Me ha hecho prometerle que no voy a llamarles. Tu jefe es un hombre de veras miedoso.

Diana tomó mis manos entre las suyas.

—¿Pero por qué tienes que creerte lo que te ha dicho? ¿Cómo sabes que no miente acerca del tipo ése de la cara de payaso?

—Me parece que Ogundu anda detrás de la recompensa de mil dólares —respondí—. Eso es lo que más debe interesarle ahora. Por eso está deseando hablar. Y lo que me ha dicho del tipejo ése parece verdad…

—Sí, pero…

—Vamos —dije—. Tengo que ponerme en marcha… Te llevaré a casa.

—Por favor, Phil, no vayas…

—No puedo dejar pasar esta oportunidad —dije sonriendo—. Te dejaré en tu apartamento e iré solo a verme con Ogundu… Mira, haremos una cosa. Si en una hora y media no estoy de regreso, llama a la policía. ¿Te parece?

—No, iré contigo —volvió a decir muy resuelta, arreglándose el peinado.

—No creo que le parezca bien.

—Me da igual… Al fin y al cabo, piensa largarse sin haberme dicho nada, ¿por qué? No me parece bien.

—¿Y es ésa razón suficiente para que vengas?

Diana sonrió triunfante.

—Bueno, debes admitir que es peligroso. Razón de más para que yo quiera acompañarte, ¿no? Hemos quedado, por cierto, en que no volveremos a separarnos, ¿lo recuerdas?

Tuve que aceptar.

—De acuerdo. Pero esperarás fuera, en el coche…

—Ya hablaremos de eso cuando estemos allí —dijo—. Venga, vámonos…

Bajamos las escaleras. Era grato sentirla a mi lado, colgada de mi brazo. Pero en cuanto llegamos al portal, me separé de ella no sin cierta brusquedad.

—¡Phil! ¿Qué pasa?

—Nada, quiero echar un vistazo antes de salir.

Miré a través de la puerta de cristal, arriba y abajo de la calle… Desde poco antes de salir tenía yo una sospecha, que se confirmó: allí, aparcado un poco más abajo, estaba el enorme y negro Lincoln.

—Vayamos por la parte de atrás —dije.

Antes, volví a echar un vistazo para cerciorarme. No me había equivocado. Allí estaba Weatherbee, que bajaba de su coche en ese instante para dirigirse al portal de mi casa… Y me vio… Metió una mano en el bolsillo de su chaqueta y, aunque lo intentara, no procedí con la celeridad suficiente.

Weatherbee echó a correr. Miré hacia atrás. Diana abría ya la puerta trasera del portal, la que daba a la calle paralela… y vi que desaparecía. Cuando me volví, Weatherbee me apuntaba con una pistola.