Era mi noche de las sorpresas.
El lugar, sin embargo, no era sorprendente; simplemente, era el barrio negro de la zona sur. La noche parecía espesarse allí, y hasta calentarse en su temperatura, sin duda como consecuencia de los olores que salían de los sucios restaurantes amontonados por doquier, así como por la acumulación de basura en las aceras. Aromas de jamón grasiento y huevos fritos. Ojos negros de mirada profunda; también los había verdes. Tiendas de muebles de segunda mano con letreros de ofertas en negro sobre una cartulina de color naranja. Tiendas de venta de coches usados, Lincolns viejos, casi destartalados, un drug store, una farmacia, bares que también eran licorerías, un antiguo salón de baile transformado en pista de patinaje… Negros merodeando por las calles. Un edificio tan deteriorado que dejaba ver, a través de lo que le faltaba de fachada, el ascensor.
De repente se dejó sentir el viento frío que venía del lago, y no sé bien por qué, pero lo cierto es que tuve una sensación, más que un pensamiento: aquélla podía ser la noche que el destino me reservaba para morir. Estaba solo y rodeado de extraños que miraban mi coche: una presencia inusual en aquellos pagos.
Aceleré un poco y, calle abajo, aparqué al fin. Pero preferí observar un poco el terreno antes de salir del coche. Allí estaba el lugar adonde me había dirigido. Era como cualquier iglesia de las que menudean en los barrios bajos. Y tenía un letrero de neón: TEMPLO DE LA LLAMA VIVIENTE. TODOS SEAN BIENVENIDOS. Pero eso, en realidad, no me produjo una sorpresa especial.
Lo sorprendente fue que viera allí, saliendo del edificio a buen paso, una figura que me resultaba familiar. Y lo reconocí al momento: era el capitán Dalton, pipa en ristre. Tras él, a corta distancia, dos hombres perfectamente trajeados. Se metieron en un coche que les estaba esperando y marcharon a toda velocidad.
¡Así que conocían el lugar, después de todo! Probablemente, entonces, mi visita era vana, innecesaria… Me asaltó la duda de si entraba o me iba… Pero había algo más poderoso que mis dudas: Don Weatherbee.
Seguí sentado en mi coche largo rato. Aún no eran las ocho. Y quería ver a los primeros fieles llegar. No sé por qué deseaba verlos llegar; quizá para convencerme de que eran inofensivos. No quería encontrarme con algo…
Eso era lo que me decía entonces. Pero ahora sé bien qué buscaba. En realidad no quería encontrarme con el amiguete de la cara de payaso, con esa aparición.
Empezaban a llegar los fieles a sus oficios. Pero me hubiera resultado más que difícil encontrar al tipo pálido porque la gran mayoría de los rostros que por allí comenzaban a pulular eran blancos. Toda una sorpresa. Parecían dirigirse a un baile de máscaras.
Salí al fin del coche y encaminé mis pasos lentamente hacia el punto en donde comenzaba a congregarse la gente para entrar. Sólo cuando estuve cerca de ellos comprobé que eran en su totalidad negros. Había uno, enano y tullido, que alargó el sombrero pidiéndome limosna; y una chica delgada, raquítica, diría yo, con el pelo teñido de amarillo; y un viejo que lucía un parche blanco sobre su ojo izquierdo. Había también adolescentes con cazadora de cuero y blue jeans; y varios tipos que parecían llevar encima una borrachera más que notable… Y hasta una muchacha, muy bien vestida, que sin embargo, lucía un maquillaje como de concierto heavy. Y tipos con cicatrices en la cara; y otro que parecía hidrocefálico, y que hubiera seguido llamando la atención aunque no llevara la cabeza rapada.
Una banda de lo más rara… Pero ¿por qué me extrañaba? ¿No me había hablado Schwarm de los pirómanos? Adolescentes, deformes, subnormales o, simplemente, anormales… Weatherbee me había confirmado, además, que la gente de esa secta practicaba la piromanía.
Eran las ocho y media. Había llegado el momento de entrar. Subí las escaleras de la entrada y lo hice. Nadie tuvo que abrirme la puerta.
El vestíbulo era mínimo, sin comparación posible con el que tenía la Iglesia del Átomo Dorado. Nadie vendía publicaciones de ningún tipo ni brebajes ofreciendo la eterna juventud. No era más que una estancia que conducía, directamente, al templo.
Había unas cuantas sillas rodeando la tarima. Las paredes estaban empapeladas en colores chillones, ofreciendo un aspecto digno de cualquier discoteca donde se ponga música house. Sólo un panel daba cuenta de los objetivos y actividades del lugar. Unas grandes cortinas negras tras la tarima ayudaban a crear ambiente. Unas cortinas que, en su justo centro, lucían un bordado: un pájaro de fuego. Un símbolo… Que comprendí de inmediato, lógicamente: el Ave Fénix, resurgiendo triunfal de entre las cenizas.
Ya estábamos todos. Y súbitamente, alguien corrió las cortinas. Apareció entonces el líder, Ogundu, y, ¡oh, sorpresa! ¡No era ruso ni polaco! Era negro. Negro como la noche. Y vestía de rojo, como una llama.
Allí estaba, con una pose teatral, alzando las manos al cielo mientras los fieles se arrodillaban. Pude observar que tenía diáconos. Uno de ellos permanecía a un lado, presto a encender los focos cuando fuese menester. Había otros dos, uno a cada lado de la tarima con el altar. Portaban unos grances candelabros con velas, en una mano, y en la otra un brasero que colgaba de un trípode.
Las manos de Ogundu comenzaron a bajar muy despacio.
—¡Encended la llama viviente! —gritó.
Y a mi alrededor sonó la respuesta. Felizmente, era el estribillo de un canto ritual. Todos gritaron: «¡Encended la llama viviente!».
Entonces se apagaron las luces, prendieron los diáconos las velas y también los braseros, para iluminar el rostro de Ogundu y la imagen del Ave Fénix. Aquello parecía un mar de sombras.
Allí estaba yo, teniendo que admitir que el rito de Ricardi, con su música de órgano y todo lo demás, resultaba más tranquilizador que aquello.
Esto era muy diferente.
Comencé a sentir algo, un cuerpo extraño, casi, en mi garganta. Algo picante. Pero supe al momento qué era: el agrio sabor de la suciedad, del polvo, el sudor corporeizándose… No en vano me encontraba en unos barrios sucios, y en un lugar sucio, rodeado de cretinos sudorosos que respiraban incienso, lo que se había prendido en los braseros… Me dije que Ogundu podía ser tan farsante como Ricardi, pero éste, al menos, con sus toques dorados, no olía así de mal.
Ogundu, en una especie de pebetero, arrojó más incienso, un trozo de terciopelo, y prendió fuego a la mezcla para desvelar, nada menos, lo que tenía apariencia de misterio.
¿Qué había dicho Schwarm? Algo que yo entonces comprendía bien… El fuego es magia… Ogundu hacía brotar el fuego y devenía en una suerte de Prometeo, de Pitágoras, de Zoroastro, de Mazda y Arimán; se convertía en todos los dioses y demonios que ansiaban reencarnarse en la persona indicada.
Los fieles parecían absortos; más que eso: hipnotizados por el fuego. Ahora sabía por qué estaban allí. El fuego era la verdad. El fuego que ardía, que destruía, el fuego que creaba y purificaba; el fuego que es muerte en vida y vida en la muerte.
Hablaba Ogundu. Tenía una voz profunda, de barítono; voz de evangelista, de profeta; voz que dice lo que se siente en lo más hondo del ser. Una voz, la de Ogundu, que iniciaba a los fieles en los secretos del fuego; de la magia del fuego.
Sí, yo pensaba esas cosas; pero porque Ogundu las iba desgranando con su palabra.
No era un predicador propiamente dicho. Ni exhortaba ni explicaba cualesquiera cosas. Tampoco prometía maldades o bondades; ni ofrecía la salvación a las almas acongojadas. Se limitaba a proclamar que el único Dios verdadero era la Llama Viviente. La Llama que evita al hombre su destrucción.
El fuego es vida. El fuego es muerte. Y el fuego es también el infierno. Quienes no entreguen y consagren su vida al fuego serán consumidos por el fuego en la otra vida. El fuego arrasará el mundo. Y el universo resurgirá porque nació del fuego y todos somos parte del universo. Tal era el gran secreto; un secreto que era consecuencia de la verdad.
Ogundu había dejado a un lado los viejos hábitos de los predicadores, las palabras místicas. Iba al centro de las emociones humanas. A eso que entronca con lo que en lo más recóndito late en el hombre. Y cuando palabras como las de Ogundu se dejan sentir en un ambiente como aquél, en la oscuridad, sin más luz que la de las llamas, sin aire y con incienso, algo ocurre…
Lo iba comprendiendo poco a poco. Weatherbee tenía razón; también Schwarm. Y Cronin… El mundo está lleno de cuerpos retorcidos, de mentes no menos retorcidas; cuerpos y mentes que sólo encuentran excitación, razón de vivir, en el fuego. Podía sentirlos a mi lado, en la oscuridad, desvelados a veces por una llamarada, habitantes en la candela, ofreciendo unos rostros idénticos a los que deben habitar en los infiernos… Ojos enrojecidos, dientes enrojecidos, manos enrojecidas… a mi alrededor… Y la voz de Ogundu. Y su aliento, que era como pintura espesa que todo lo inundaba… de rojo. Como las llamas del pebetero, y como las velas, y como los braseros en donde el incienso ardía como ardía el deseo, la necesidad del fuego en aquellas gentes. Un deseo creciente, irreprimible.
De un lugar que no puedo precisar, porque originándose en mi mente no tenía nada que ver con los pensamientos que a la sazón me envolvían, escuché una voz diciendo «sálvame, sálvame…». Y reconocí esa voz. La voz que ya creí olvidada. La voz del único sueño que en verdad me pertenecía.
Y me estremecí de nuevo. Como antes. Como hacía tiempo que no me estremecía. Y quise escapar de aquella manada de adoradores del fuego, de aquella cueva de pirómanos… Pero al instante el diácono encargado de los focos dio la luz y unos tipos empezaron a pasar los cepillos en donde depositaban los fieles su óbolo. Sí, se había apagado el fuego. Y aquellas gentes hablaban entre sí con voz baja, como de lagarto; usaban palabras mágicas dichas con voz grave… Tenía que reaccionar. No importaba en qué grupo, entre qué gentes me hallase, tenía que reaccionar… Y vino la reacción.
Sí, ¿pero por qué? ¿Por qué se asocian la oscuridad y el fuego a la magia? Por atavismo puro. Algo que nos devuelve a la noche de los tiempos, a las cavernas en donde el hombre primitivo comenzó a adorar al fuego; esas llamas que lo libraban de las tinieblas y que, al tiempo, lo convertían en bestia con hábitos nuevos. El fuego. Eso que, más adelante, hizo que el hombre lo empleara en altares para honrar a sus dioses, a los que ofrecía víctimas propiciatorias en festivos holocaustos… Ésa es nuestra herencia… ¿Una herencia que provocaba reacciones instintivas?
Puede que sí. Cualquier cosa que fuese, lo sentía entonces. Y supe el porqué de las presencias que allí había; supe bien cuál era la profunda fascinación del fuego. Lo supe por las reacciones de los demás y por mis propios sentimientos.
Tenía la garganta seca y dolorida, las manos rígidas, en tensión, a uno y otro lado de mi cuerpo; mi corazón palpitaba con fuerza, como conducido por el rítmico acento barítono de la voz de Ogundu; una voz, la suya, que parecía convulsionarse como una llama. Era, sin duda, la sensación que experimenta cualquier pirómano.
¿Había sentido algo parecido antes? Cinco días atrás, cuando se incendió el tabernáculo de la Hermandad Blanca, ¿había sentido eso? ¿Había conocido y reflexionado antes sobre ese sentimiento?
Eran los míos pensamientos enloquecidos, febriles. Quizá todos mis pensamientos, todas mis razones, fueran cosa de un loco; y, si lo eran, ¿significaba eso que yo estaba loco?
Pero volví a concentrar mis atenciones en la tarima del oficiante. Algo nuevo acontecía. Los diáconos, después de haber pasado el cepillo, estaban allí. Descorrieron las cortinas y apareció otro sujeto portando sobre unas andas un recipiente de hierro, un pebetero del que salía humo, como un incensario… Pronto acudieron dos hombres a ayudarle en el transporte, y pasaron a recorrer la sala por los laterales para llenarla bien de humo, para engrisecerla.
Ogundu, entonces, comenzó a cantar algo que hablaba de luchar… Los fieles coreaban aquel cántico. Era como un himno sin acompañamiento musical; pero con un contrapunto: el humo caliente del incensario gigantesco.
Los diáconos seguían paseándose a un lado y otro de la sala. Crecía el ritmo del cántico. Casi al final, en el paroxismo, se llegaron hasta la tarima de Ogundu y subieron frente al oficiante el incensario para que el humo envolviera su cara, sus manos, casi su figura entera, a fin de darle un aspecto demoníaco.
Crecía el arrebato de aquella gente. Los gritos desgarrados de las negras, el cántico de voz grave de los hombres me envolvían… Escuchaba, más que gritos, auténticos chillidos. Sentí como si toda aquella gente estuviera poseída por un espíritu capaz, igualmente, de poseerme también.
Posesión. Posesión demoníaca. Demonios del fuego…
Tuve que decirme que me llamaba Philip Dempster, para no perder la razón. Y que estaba en lo que antes seguramente fuera un almacén, observando, sólo eso, cómo se desarrollaba un culto de sectarios; más bien, un show de estafadores… Mas ¿por qué aquello parecía aprisionarme la garganta, paralizar mis manos y mis piernas, acelerarme el corazón? Mi pulso parecía sujeto al influjo del rictus del oficiante.
Volví a concentrarme en la figura de Ogundu. El humo, y algunas llamaradas esporádicas, seguían envolviéndole, iluminándole una vez sí y otra también, después de cierta pausa en negro, mientras conducía con las manos, como un director de orquesta, la agitación de sus fieles. De repente se detuvo, se quitó los zapatos, que puso a un lado, y cerró los ojos.
Comenzaron a cantar los diáconos y él respondía en una suerte de letanía. Algunos fieles cayeron de rodillas, de golpe, sin miedo a hacerse daño, y unos cuantos más les imitaron. Otros empezaron a dar brincos en el suelo, sobre las puntas de sus pies, y en un segundo sentí que me envolvía el rumor de aquellos saltos, creciendo poco a poco; el ritmo de unas pisadas que tenía mucho de rito salvaje; un rito en el que participaban, con igual entusiasmo, los viejos y los jóvenes. Aquello hacia vibrar el suelo, como si de un movimiento sísmico se tratase. Como vibraban las llamas… Y yo también me sentía vibrar, me sentía arrastrado.
Ogundu, descalzo, empezó a moverse también a un lado y otro de la tarima. Lo hacía felinamente, con la apostura de una pantera negra. Tenía los ojos encendidos. Comenzaba a participar del rítmico pisar de sus fieles, como dejándose llevar por un rumor de auténtico tam-tam de la selva. Caminaba lentamente, con enorme suavidad, demostrando en sus movimientos una agilidad casi inhumana, retorciéndose, sin embargo, con enorme armonía… Y así, poco a poco, fue desapareciendo tras las cortinas.
Yo había leído alguna cosa sobre este tipo de ritos africanos. Ritos que, en el corazón de Africa, ofician los curanderos.
Pero aquello no era exactamente como yo lo había leído. Ni Ogundu era un curandero de una tribu, ni estábamos en África, sino en el 101 de la calle Sherburne, en el distrito sur… Y acababa de ver, sí, eso era, a un hombre, a un negro, que se había marchado luego de pasar por encima de las brasas que los diáconos pusieron a sus pies, sin herirse.
Cuando se encendieron los focos, sin embargo, vi que allí había negros normales, como los de cualquier barrio. Y que los diáconos eran eso, negros comunes de cualquier ciudad. Negros comunes que, como si limpiaran, arrojaron agua sobre las brasas que antes pusieron en el suelo de la tarima, para que Ogundu pasara sobre ellas, y el fuego, naturalmente, se extinguió. Y los fieles comenzaron a irse lentamente. El oficio había terminado.
Algo había visto aquella noche. Algo que me recordaba el viejo libro de Seabrook titulado La isla mágica, en el que hablaba de los ritos de Haití. Que hablaba de cómo unos pobres negros ignorantes se adentraban en las sendas de la magia, transformándose en auténticos sacerdotes de un rito ancestral: el vudú. Seabrook, en su libro, no lograba desentrañar el misterio. Pero sí ofrecer toda una casuística muy digna de estudio.
¿Y yo?
No estaba seguro de nada. Sí me di cuenta, sin embargo, de que intenté ver a Ogundu, luego del rito, y me fue imposible. Subí a la tarima por eso y uno de los diáconos me salió al paso.
—¿Qué anda buscando, señor? —me dijo.
—Quiero ver a Ogundu.
—El Padre ya se ha ido…
—Soy del Globe —dije, alegrándome por primera vez de que Cronin me hubiese dado una acreditación de prensa, que enseñé al tipo aquel.
—Bueno, espere un momento… Voy a ver si puede recibirle.
El diácono se metió entre las cortinas. No tardó mucho. Al poco apareció sonriente.
—Bien, puede pasar —me dijo—. La primera puerta del vestíbulo.
Fui donde me decía.
Pasé entre las cortinas; vi, efectivamente, otro vestíbulo tras de ellas y la puerta indicada, que abrí yo mismo pues estaba entornada.
Eso era lo que había tras de las cortinas que, sin embargo, sugerían un misterio insondable. Eso había tras aquello que parecía guardar fieramente el Ave Fénix. Nada más que una simple y común oficina amueblada con lo que a buen seguro se había adquirido en una tienda de segunda mano. Algo que desentonaba un poco con aquel negro que estaba ahora tras del escritorio, un negro de mediana edad que, desde luego, parecía haber sido desprovisto, súbitamente, de sus virtudes sacerdotales. Un tipo común y muy delgado, más de lo que parecía durante el rito.
—Bueno, ya está bien de humo por hoy —dijo aplastando la colilla de su pitillo en el cenicero—. Siéntese, por favor… ¿Le gustó la ceremonia?
Iba a abrir la boca para decir algo cuando se asomó una chica. Era blanca.
—No te necesito ya esta noche, puedes irte —dijo Ogundu.
Me miró y dijo:
—Es mi secretaria, una chica encantadora.
—Sí —dije yo—. Ya lo creo que es encantadora.
Traté de mirar, a través de la apertura de la puerta, pero Diana Rideaux ya se había esfumado.
Ogundu seguía descalzo. Pero no había en sus pies herida alguna. Ni la más leve callosidad tenía en ellos. Ni una quemadura mínima, una ampolla…
—¿Cuál es el secreto para no herirse? —le pregunté—. ¿O se trata de un entrenamiento específico?
—En parte, sí —dijo sonriendo—. Los poros de la piel pueden absorber perfectamente el fuego siempre y cuando se deslice con rapidez sobre ellos. Lo más importante es saber cómo caminar, cómo pisar… Y no tener miedo. ¿Nunca ha oído hablar de los nigerianos que andan sobre las brasas?
—No me dirá que es usted africano…
Se echó a reír.
—No, naturalmente que no —dijo—. Nací y crecí en esta ciudad. Pero no es preciso haber nacido o crecido en África para aprender algunos trucos… Tengo otros. Sé comer fuego, llenarme la mano de carbones ardiendo…
—¿Le importa que hable de usted en mi reportaje? —le pregunté.
Ogundu jugueteó con la colilla del cigarrillo que antes apagara.
—No, en absoluto… Actúe usted como lo crea conveniente, escriba lo que guste… No es mi problema.
—¿Se siente usted tranquilo en su templo?
—Sí, muy a gusto, además. Igual que ahora mismo…
—¿No le ha interrogado Dalton?
—Ha venido para avisarme, si es lo que quiere saber… ha venido con el jefe de bomberos para decirme que no debo utilizar el fuego en mis oficios, ni hacer procesiones con antorchas. Me han dicho que es peligroso.
—¿Y usted, qué piensa hacer?
—Pues estoy pensando en trasladarme a otra ciudad… No andan muy bien los asuntos del culto por aquí en los últimos tiempos…
—¿Ha leído usted lo que he publicado en el Globe?
—Sí. Y escriba lo que guste, de verdad… Lo más seguro sea que, cuando salga su historia, yo ande por ahí siguiendo mi camino —dijo comenzando a ponerse los calcetines y, después, los zapatos—. No se preocupe, responderé a cuantas cosas quiera saber, pregunte…
—Le agradezco su cooperación —dije.
—Para eso estamos —dijo haciendo el nudo de sus cordones con mucha lentitud—. Pregunte lo que quiera, señor Dempster.
Sonreí ampliamente, tomé aliento y solté la pregunta que más deseaba hacerle:
—Me gustaría saber si entre su congregación de fieles hay algún pirómano.
Su enorme sonrisa pareció mantequilla que se derrite en una tostada caliente.
—¿Eso es lo que más le interesa para sus reportajes?
—Sí —dije—. La verdad es que no tengo, hoy por hoy, mayor interés en las sectas. Me interesan los pirómanos.
—¿Trabaja para la policía? —me preguntó.
—No, en absoluto… Trabajo por mí mismo. Pero, sin quererlo, me he visto envuelto en estos dos casos… No me gustan los incendiarios ni me gustan los asesinos. Y me gustaría saber qué es lo que está ocurriendo, por qué se han dado esas muertes…
—Sí, eso quiere saber también su amigo, el capitán Dalton. ¿Lo vio usted aquí esta noche? ¿Le sugirió usted que viniera?
—Créame, no tengo nada con él. Pero me parece lógico que haya venido. Simple rutina profesional… Querría saber qué hace usted en sus ritos; y, quizá, comprobar si sus oficios pueden atraer a los pirómanos de la ciudad.
—Ya le he dicho que no sé nada de eso…
—Sí, pero no responde a mi pregunta…
—No puedo, señor Dempster, no sé nada del asunto. Usted piensa que alguno de mis fieles es un pirómano. Si así fuera, ¿cree usted que se lo diría? ¿O acaso cree que envié por ahí a una pareja de pirómanos para provocar esos incendios? ¿De veras lo cree?
—Yo no creo nada. Sólo quiero oír su opinión…
—Hasta donde yo sé, mi gente está libre de culpa. Pero no puedo asegurar nada, ni decirle más. Pregunte al capitán Dalton, si gusta. Salió de aquí llevando una lista de todos los afiliados a mi culto. ¿Responde eso a sus preguntas?
—En parte —dije—. Y, a propósito de su gente, ¿puede decirme si hay entre sus fieles un tipo bajito, que lleva una cazadora marrón? Ése al que me refiero es blanco y muy pálido, tiene unas ojeras muy pronunciadas y se muerde los labios continuamente… Parece un pequeño payaso…
Ogundu se levantó. Lentamente, muy ceremonioso y solemne, caminó hasta un armario de oficina que había a un extremo de su despacho, lo abrió y vino hacia mí con algo en la mano… Una navaja que yo había visto antes, que había sentido en mi garganta.
—¿Esto pertenece al tipo del que me habla? —dijo.
—Sí. O sea que le conoce…
—Le vi ayer por la noche. Trabajé hasta muy tarde y a eso de las diez salí a tomar un café. Apenas había traspasado el umbral de la puerta, cuando me abordó… Afortunadamente, pude ponerlo en fuga y hacerme con su arma… ¿Quién es?
—No lo sé —dije—. Y le aseguro que me gustaría saber quién es. ¿Se lo contó usted a la policía?
Ogundu negó con la cabeza.
—No, ya tengo bastantes problemas con ellos. Han estado dejándose caer por aquí toda la semana, desde el incendio de la Hermandad Blanca. También han interrogado a mi secretaria…
—Sí, su secretaria —dije—. ¿Qué pasa con ella?
—Nada. Se llama Diana Rideaux. Lleva conmigo siete meses y es una buena persona, una chica excelente, encantadora… La acaba de ver usted…
—¿Ella es… creyente, fiel a su culto? —pregunté.
—No, no lo es… La verdad es que tiene la cabeza muy bien puesta sobre los hombros… ¿Cómo iba a creer en esto si conoce todos mis trucos? Pero ¿por qué lo pregunta?
—No, sólo quería saberlo. Resulta difícil encontrar un trabajo como éste, si no se es creyente…
Ogundu volvió a sonreír.
—Ya me imagino lo que está pensando… ¡Una chica blanca trabajando con un negro…! Bueno, creo que puedo explicarle eso. Cobra cien dólares a la semana; no está mal, ¿eh? Eso es todo. Pero, además, Diana es una buena persona, muy sensible. O lo era, hasta hace una semana… También ella me habló del tipo de la navaja… Fue el miércoles, creo recordar. Yo, entonces, me reí de ella…
—Pero ya no se ríe de eso…
—Es verdad. Ya no me río de eso. He conseguido sobrevivir a un ataque…
—Y tiene miedo —sugerí.
—Sí, tengo miedo… Hasta ahora llevaba una vida de lo más apacible aquí, con mis oficios… Pero todos estos sucesos de los últimos días… Cosas horribles. Incendios y muertes; y alguien que pretende asaltarme con una navaja… No sé qué está pasando y, la verdad sea dicha, tampoco quiero saberlo. Me da miedo saberlo. Prefiero largarme de aquí… Escriba eso en su periódico, si lo cree oportuno. No me importa.
—¿No le importa? ¿No le importa que su gente piense que huye porque tiene miedo? ¿No cree que alguien podría pensar que se marcha precisamente porque sabe más de la cuenta?
—Le repito que no sé nada —dijo Ogundu, algo molesto.
—Yo creo que sí sabe algo más de lo que afirma… Si me lo dijera, quizá pudiera prestarle mi ayuda… Piense que han muerto inocentes y que pueden morir más… Piense que la ciudad entera corre peligro.
—Me gustaría prestar toda mi ayuda para que eso no fuera así —dijo—. Pero, bueno, creo que es hora de irse…
Aquello me pareció una advertencia. Y la acepté.
—Buenas noches —dije levantándome.
—Adiós…
Caminé hasta salir a la calle, atravesando el vestíbulo, la sala de los oficios y el otro vestíbulo, el de la entrada. Salí a la calle. El enano de la cara de payaso no me esperaba. Tampoco me esperaba acechando en mi propio coche. Aquélla era la noche de mis sorpresas, sí. Pero ninguna mayúscula, al menos por el momento. Conduje a toda velocidad hasta mi casa. Eran las once pasadas.
Aparqué y eché un vistazo en derredor mío. Buscaba a la señora Loodens, pero, según parecía, aún no había llegado. No vi su coche. Subí las escaleras. La puerta de mi casa seguía convenientemente cerrada y tampoco estaba ella en el descansillo.
Bajé de nuevo a fin de esperarla en el portal. Pasaban los minutos. Las once y cuarto, las once y media, las doce menos veinte…
Ésa, aparentemente, era la última sorpresa de la noche: que no acudiese a nuestra cita. Por una u otra razón, no llegaba.
Me disponía a subir de nuevo las escaleras hasta mi apartamento, cuando vi que un taxi aparcaba frente al portal… Miré y me llevé otra sorpresa.
Diana Rideaux se apeó del vehículo, subió a la acera, entró en el portal y se arrojó entre mis brazos.