Tampoco me resulta fácil decir qué clase de miedo hacía que me temblaran las manos. Pero, desde luego, no era ese miedo que cualquiera puede experimentar leyendo ciertas revistas, viento ciertas películas tanto en el cine como en la televisión… Todos tenemos una suerte de ojo particular que detecta lo peligroso…
Estaba en mi apartamento, trataba de escribir la crónica del día para el periódico y pensaba en lo que acabo de señalar. Ese ojo particularísimo que todos tenemos, esa especie de ultravisión, puede escudriñar montones de cosas, las más turbias, incluso. Y si era su particular ojo privado lo que había llevado al enano con cara de payaso a ponerme una navaja en el cuello, bien podría volver el tipo a las andadas; y con renovadas intenciones de causarme daño.
Y si el ojo particular de Agatha Loodens la había llevado hasta mí la noche anterior, podía darse la circunstancia de que no lo hubiera hecho en busca de ciertas informaciunes, únicamente, sino en busca de cualquier otra cosa.
Y si el ojo particularísimo de Weatherbee lo había llevado hasta mi persona, estaba claro que lo había hecho para algo más que concreto… El ojo particular de alguien, el ojo detector, puede decidir en un momento dado un disparo, la tortura de cualquiera, su desprestigio; pero no parecían concurrir semejantes supuestos. Ese ojo tan intuitivo de las personas se mantiene en vela, al acecho, día y noche, sin dormir, enfebrecido en su afán de controlarlo todo, pero con clarividencia, sin dejarse arrastrar por la neurosis… Y en lo que a Agatha Loodens se refiere, y también a Don Weatherbee, tan fuertes parecían en este sentido que daban la sensación de poseer una cierta energía cósmica… Como si usaran la vital cream. Parecían indesmayables, dispuestos a todo, capaces de soportar el más extraordinario esfuerzo con tal de alcanzar sus objetivos; como si sólo ellos conocieran el alcance definitivo de las cosas, las tensiones que cercan a un hombre común como yo, las respuestas para cada situación, la manera de actuar en cada momento. Era como si pudieran resolver cualquier enigma, incluso un crimen, en veintiséis minutos, para dedicar el resto del tiempo concedido a emitir anuncios comerciales. Como en la televisión… ¡Menuda historia!
El único problema, en todo esto, es que mi nombre salía en los periódicos y era muy común: Phil Dempster. Y que aun teniendo mi ojo particular, como todo el mundo, no era yo el ojo particular por antonomasia sino un simple ciudadano particular… En definitiva, nada sabía yo acerca de quiénes habían provocado los incendios, acerca de quiénes dieron muerte a Peabody y a Ricardi… Pero otros ojos particularísimos andaban al acecho de mi ignorante persona.
Así, apenas había tecleado unas cuantas lineas, cuando decidí llamar a Schwarm. Necesitaba una conversación larga y reconfortante con él. Pensaba decirle: «Usted me preguntó si tenía algún problema personal… Pues bien, si quiere nos vemos ahora mismo y se lo cuento todo…».
Eso quería decirle, sí. Eso traté de decirle. Pero marqué su número repetidamente y nadie contestó al otro lado de la línea telefónica. Sólo escuchaba en mi oído la llamada… Y eso, así y todo, era mejor que el silencio, mejor que la nada. Estuve no sé cuánto tiempo escuchando aquel sonido, nada más que ese sonido.
El silencio me rompía los nervios. Quizá debiera, me dije, ir a cualquier sitio ruidoso, en la ciudad hay muchos… Un lugar en donde pudiera sentirme entre la gente. Un lugar en el que no pudieran darme caza ni la señora Loodens, ni Weatherbee ni el enano con la cara de payaso… Un lugar en donde un asesino perdiera todas sus oportunidades de actuar.
Pensé muy seriamente en todo esto. También pensé en llamar al capitán Dalton… Sí, eso era bastante razonable… ¿Por qué no contarle lo que me había dicho Weatherbee? El capitán Dalton podía darme la protección policial que necesitara. Nadie sería capaz, entonces, de tocarme un pelo…
¿Pero durante cuánto tiempo? ¿Durante cuánto tiempo podrían brindarme protección unos policías? ¿Durante una semana? ¿Diez días? Supongamos que en breve caía en sus manos el pirómano. Acabaría la protección que me daban… Y Weatherbee, a buen seguro, sabía esperar. Era, por lo demás, un hombre poderoso, con su reputación, con su alto nivel de vida y con sus muchas influencias… ¿Qué destino me esperaba?
Más tarde o más temprano acabaría ocurriéndome algo… Lo sabía bien. Lo creía a pies juntillas… Weatherbee me echaría el guante sin mayores problemas. Mejor, pues, no acudir a la policía.
Eso sí tenía sentido. No era una estupidez.
Así que no tenía más alternativas: sólo seguir tecleando mi crónica, escribir las mil palabras que Cronin me había pedido. Había empezado cuatro veces mi redacción. La volvía a recomenzar una vez y otra.
Nadie me interrumpía. Nadie me ponía una navaja en el cuello.
Al final me guardé los folios en el bolsillo de la gabardina, salí a la calle, no sin mirar antes arriba y abajo, y conduje hasta el periódico. De inmediato me presenté ante Cronin.
—Bueno, aquí lo tienes —dije.
—¡Estupendo! —exclamó él.
Cronin comenzó a leer los folios. Yo, mientras tanto, tomé un ejemplar del Globe: Dalton y el fiscal del distrito coincidían en el punto. El caso no quedaba cerrado, a despecho de toda la información acumulada. Necesitaban más. Y hasta los careos no eran, siempre según ellos, más que un formalismo imprescindible. La persona o las personas responsables de aquellos crímenes caerían pronto en poder de la policía… Y así un largo etcétera.
—Está muy bien —dijo Cronin—. Tu amigo Schwarm anduvo por aquí haciendo preguntas a los muchachos y luego fue al Departamento de Policía. Tenías que haber llegado antes.
—A lo mejor lo veo a la noche —dije.
—Vale… Necesitamos algo fuerte para el lunes. Manténte alerta porque me da la impresión de que la policía va a echar el guante pronto al culpable…
—¿Crees que ya saben algo?
—¡Quién sabe! —dijo Cronin alzando su mirada al techo—. El noventa por ciento de estos casos se resuelven porque alguien da una pista a la policía, por una confidencia. Pero poco sabemos de los miles de asesinatos que se cometen a lo largo y ancho del país, de esos para los que nadie tiene una pista… Nos asustaría pensarlo…
—Yo sí que estoy asustado —dije.
—¿Has recibido amenazas?
—No —dije—. Pero sé que alguien quiere pescarme… Primero fue a verme Agatha Loodens y después Weatherbee.
—¿Les sacaste alguna información?
—Fueron a preguntar, no a decir.
—Bueno, eso es normal —dijo Cronin—. Es lógico que quieran saber algo sobre todo esto… Phil, espero que todo este embrollo se solucione pronto, la verdad… Porque cada vez me huele peor.
—¿Qué quieres decir?
—¿Te acuerdas de lo del año pasado, de aquel tipo que descuartizó a su novia?
—Sí, Miller, ¿no se llamaba así?
—Exacto. Pues apenas en las dos semanas siguientes hubo seis casos más como el suyo. Maniáticos sexuales que esperaron el pistoletazo de un ejemplo para poner manos a la obra… Todos los sádicos de la ciudad leyeron las crónicas que hicimos sobre el caso y decidieron pasar a la acción.
—Crees que habrá más incendios, ¿verdad?
—Ya han comenzado.
—¿Hablas en serio? —pregunté.
—Lee lo que publicamos mañana… Desde la muerte de Ricardi los bomberos han recibido veintiséis llamadas. En dos días. El porcentaje es inusitado.
—¿Pero ha habido algún incendio grande?
—No, todavía no… Pero lo están intentando, ya verás… Hasta ahora, cosa de poca monta; aficionados, locos y así… Quema de coches de bebés, afortunadamente vacíos. Incendios en lugares donde la cosa no podía ir a mayores… Casi todos, provocados por niños… Pero…
—Es lo que dice Schwarm —le interrumpí—. Casi todos los pirómanos son adolescentes.
—No te fíes de la Psicología —me dijo Cronin—. Está bien para hacer literatura, pero esto es distinto; es real, Phil. Tan real como tu amiguete con cara de payaso y una navaja en las manos.
Suspiré profundamente y luego sonreí.
—¿Qué te hace tanta gracia? —me preguntó Cronin.
—En realidad, nada… Ya veo que no soy el único que tiene miedo… Nunca supuse que tú lo tuvieras.
Cronin me miró en silencio un buen rato.
—Ya sé —dijo al fin— que todo el mundo cree que los responsables de un periódico sólo pensamos en ganar dinero vendiendo historias truculentas, pero no es así. Sabemos, como ya te dije antes, que hay miles de asesinatos sin resolver cada año… O sea, que vivimos sobre ascuas. También sabemos que se dan dos millones de abortos cada año. ¿Pero cuántos no se contabilizan? Y sabemos, igualmente, que cada año desaparecen treinta mil personas. ¿Pero cuántas más se esfuman sin dejar ni rastro? ¿No te parece preocupante? El tipo de la cara de payaso nos plantea un nuevo problema. Existe, tú lo has visto… ¿Pero cuántos hay como él por ahí, pululando tranquilamente? Pues habría cinco millones. Y otros cinco que suelen llevar pistola. Quizá no sean criminales de oficio. Pero pueden matar en cualquier instante. Gente que, en un momento dado, explota porque necesita hacerlo.
Cronin se dirigió entonces hasta la ventana y miró pensativo a través de los sucios cristales. Parecía deprimido en su contemplación de la ciudad, de su propia ciudad; una ciudad que, aun formando parte de su vida, no le ofrecía seguridades. Una ciudad a la que tomaba el pulso y la temperatura para constatar, indefectiblemente, que estaba enferma, podrida. Cronin sabía que se estaba incubando en ella el virus de una plaga terrorífica y violenta. Y que él, por su condición de periodista, estaba también en el ojo del huracán… Ahora sí me parecía el hombre que siempre sospeché que fuera, aunque tratase de disimular sus sentimientos.
—Si pudiéramos adelantarnos a lo que va a ocurrir —dijo—. Si pudiéramos saber cuántos de esos miles de ciudadanos de apariencia tranquila están locos… Quizá el doctor Schwarm también albergue temores semejantes… Le he oído decir que una de cada tres personas necesitaría asistencia psiquiátrica en un momento u otro de su vida… ¿Cuántas personas tendrían que pasar por una consulta en nuestra cuidad? ¿Te has parado a pensarlo? ¿Has pensado que estamos en una ciudad de locos? Una ciudad en la que mucha gente duerme con un revólver bajo la almohada, porque teme a sus conciudadanos. Una ciudad en la que hay gente, ahora mismo, fabricando una bomba incendiaria, o envenenando perros… O tipos que encierran a su mujer y a sus hijos en una habitación, antes de asesinarlos… Asesinos, descuartizadores, violadores… Tipos que persiguen a las mujeres animados por un pensamiento atroz… Las cosas que he visto y oído en los últimos diez años nadie podría creerlas. Pero son reales. La gente tiene una tendencia natural al vicio.
—La gente sólo tiene miedo —dije—. Ésa es la respuesta. Y el miedo les hace crueles. A veces llegan a tener miedo de cosas intangibles… Por eso acaban muchos en las sectas. No hay otra razón.
—¡Las sectas! —exclamó Cronin—. A veces pienso que habría que acabar con ellas, aplastarlas, barrerlas del mundo… ¿Sabes una cosa? Lo único bueno de todo esto es que la Hermandad Blanca y la Iglesia del Átomo Dorado ya no están entre nosotros… A lo mejor eso era lo que pretendía el pirómano… A lo mejor desea destruirlas todas…
Miré a Cronin, no sin extrañeza… Hablaba de manera arrebatada; jamás lo había visto expresarse en forma tan apasionada.
—Me parece que estás hablando como un fanático —le dije—. ¿De veras crees lo que acabas de decir?
—Por supuesto que sí. Sé bien lo que digo. Mi mujer estuvo dos años mezclada en asuntos de éstos; nadie pudo convencerla de la maldad de las sectas. Durante uno de sus ritos, sufrió un ataque de apendicitis del que murió, estando como estaba embarazada de lo que iba a ser nuestro primer hijo… Murió dejando una fortuna a esos charlatanes… ¡Los detesto y maldigo!
—Bueno —dije levantándome—. Creo que debo irme…
Cronin, entonces, pareció calmarse. Pasó sus manos por el cabello y habló con más tranquilidad.
—Perdona, me excito mucho cuando hablo de estas cosas… No me hagas caso, he tenido una semana durísima…
—No te preocupes, lo sé…
—¿Podrías entrevistarte con Schwarm por si tiene algún dato sobre los sospechosos? —me pidió.
—Tendrás otro reportaje el lunes —le prometí—. Y cuídate.
Salí de allí. Pero no podía olvidarme de lo que acababa de oír. Todo el mundo, según Cronin, es vicioso en potencia. Y Cronin odiaba a las sectas y a quienes pertenecen a ellas… Se alegraría de su desaparición de la faz de la Tierra. Me había dado este trabajo para que convenciera a la gente sobre la necesidad de su desaparición.
¿Dónde estaba él cuando ocurrieron los incendios? ¿Qué hacía? ¿Hasta qué punto no era sospechoso?
Pero me dije que tales pensamientos eran una locura. Cronin no podía ser el pirómano. Era un tipo absolutamente normal… Aunque, ¿no necesita asistencia psiquiátrica uno de cada tres sujetos normales? ¿Cuántos de ellos van a la consulta de un psiquiatra?
Cené en el Gong y me dieron tostadas quemadas. Sí, quemadas… En una hora tendría que estar en lo de la Llama Viviente. Pero no quería ir. Nada le había dicho a Cronin de eso… Weatherbee deseaba que no lo supiera nadie.
Me puse a pensar en el Templo de la Llama Viviente. Weatherbee me había dicho que era un redil de pirómanos… Pero, si resultaba tan evidente, ¿cómo la policía no había caído aún sobre ellos?
Pensando en eso me llegó la idea de que acaso en mi cuaderno de notas pudiera hallar alguna información… Tenía que encontrar algo relacionado con un tipo llamado Ogundu… Un nombre muy sonoro, desde luego. Polaco o ruso, probablemente.
Eran las siete en punto. Tenía tiempo suficiente para pasar por mi apartamento, coger mi cuaderno de notas y ponerme en camino… En mi poco apetecible camino… Conduje despacio. Aparqué dos portales más abajo del mío. Alguien me llamó entonces.
—¡Señor Dempster!
Reconocí al instante la voz. También reconocí el coche. Allí estaba de nuevo, esperándome.
—Hola —dije—. ¿Todavía enfadada?
Negó con la cabeza, agitando su hermoso y rubio cabello, dejando ver los pendientes que lucía.
—¿No me vas a invitar a subir?
—Perdona… Tengo que salir de inmediato.
—Quiero hablar contigo —me dijo.
—Espera un poco. Ahora mismo bajo.
Tardé apenas un par de minutos en coger mi cuaderno y en bajar de nuevo a la calle. Me metí en su coche.
Agatha Loodens parecía haberlo preparado todo para una gran noche. No pude evitarlo y la miré, recreando mi vista en su figura. Parecía haberse vestido para mí. No lo digo por las joyas que lucía, ni por la carísima ropa que llevaba, sino por el enorme escote que, al echarse para atrás el abrigo, me mostraba.
La verdad es que tuve que hacer más de un esfuerzo para que mis manos permanecieran quietas.
—Esperaba haber podido hablar contigo después de la sesión con la policía —dijo—. Pero te fuiste de inmediato con Weatherbee.
—Sí, así fue…
—¿Y qué pretendía?
—Nada… Sólo hablar un poco de todo esto…
—Phil… Recuerda lo que te dije anoche… Procura mantenerte lejos de él, es peligroso… Muy peligroso.
—Sí, tendré mucho cuidado, no te preocupes.
La miré largamente a los ojos, buscando el brillo dorado de sus pupilas, admirando lo muy hermosamente que se los había pintado.
—¿Sólo has venido para recomendarme prudencia? —le pregunté al cabo.
—No… Pero es que al ver que te ibas con Don sentí miedo.
—¿Por qué? ¿Miedo de que me contara algo que no debería saber?
Sus labios parecieron furiosos.
—¿Cómo puedes ser tan…?
—No lo digas —y me reí—. Pero creo que estoy en mi derecho de ser suspicaz. Son muchas las personas que me han abordado en los últimos días. Todo el mundo parece buscarme. Y temo que alguien quiera causarme algún mal…
—¿De veras lo crees?
Otra vez se me había acercado más de lo debido; sus labios, ahora, volvían a relajarse, a ser carnosos y a demostrar ternura. Vi cómo asomaba entre ellos la punta roja de su lengua; como alguien que se asomara a la puerta para decir «bienvenido a casa».
—La verdad es que ya no estoy seguro de nada —dije.
—¿Tiene eso algo que ver con los careos?
—Sí.
—¿Y con Weatherbee?
—No. Además no pienso verle esta noche.
—Muy bien… Te diré que he encontrado unas cuantas cosas sobre su persona. Cosas que a lo mejor te interesa saber.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, que también tenía negocios con otra secta, Phil… También estaba con la Hermandad Blanca.
—¡Ya lo sé! Él mismo me lo dijo.
—Pero hay más, Phil… Un montón de cosas más. Creo que no te lo ha contado todo… Si me escucharas… Deja que te ayude, por favor.
—Adelante, te dejo. Pero tengo que salir a continuar con mis investigaciones y estaré de vuelta a las once… ¿Por qué no vuelves a esa hora? Tendremos todo el tiempo del mundo para hablar.
Agatha Loodens asintió con la cabeza. Se acercó aún más y me besó. Era el nuestro, desde luego, un encuentro cordial y lamentaba tener que interrumpirlo, pero no me quedaba otra opción.
—Te veré a las once.
—De acuerdo… Ten cuidado.
Entró en su coche y partió. Esperé a que desapareciera por la esquina y volví a mis asuntos. Entré en mi apartamento, que cada vez estaba más desordenado, pues apenas me entretenía en recoger las cosas, y eché un vistazo a mi cuaderno de notas.
La Hermandad Blanca, la Iglesia del Átomo Dorado, el Centro de la Sabiduría, la Casa de la Verdad, el Nuevo Reino del Tabernáculo y… nada más.
Volví a repasar las notas. Sí, encontré la dirección del Templo de la Llama Viviente y el nombre de Ogundu. Pero ni una nota al margen… Aparentemente, la gente de Cronin no había podido recabar más datos. ¿O si? ¿Y si alguien hubiera decidido suprimir esos datos?
Me sentí incómodo. A veces las cosas se te van de las manos y eso repercute en detrimento de tus intenciones. Estaba empezando a dejar que mis imaginaciones se desbocaran libremente. Imaginaciones que me hacían pensar en Cronin como en el pirómano que acecha a los demás cuando duermen. El hombre que exhibe dos armas: la navaja y la antorcha.
Había llegado el momeno de volver a la realidad y dejarme de historias. Había llegado el momento de marcharme. Así que bajé, cogí mi coche y puse rumbo hasta el 101 de la calle South Shernurne, en donde se alzaba el Templo de la Llama Viviente.