Hasta la mañana siguiente no me di cuenta de lo tonto que había sido. Yo y mi charlatanería. Yo, bocazas… Debería mantener cerrada más tiempo la boca, caramba. Al fin y a la postre había pasado un buen rato con ella. No estaban los tiempos para desperdiciar las oportunidades de placer, ya que poco placenteros me resultaban aquellos días.
Además, qué sabía yo… ¿Acaso que Agatha Loodens era la culpable de los incendios? ¿Acaso lo hacía con la intención de culpar a alguien? ¿Acaso había querido matar a Ricardi, y vengar así la muerte de su esposo, haciendo creer, sin embargo, que alguien había desatado una auténtica persecución contra las sectas y sus líderes?
Con Weatherbee fuera del cuadro, y con Ricardi muerto, quizá hubiera perdido ella, por lo demás, el control de la Iglesia del Átomo Dorado y quisiera hacer borrón y cuenta nueva…
¿Pero una mujer como ella sería capaz de matar a un amante?
¡Quién sabe! La verdad es que, por lo que había conocido de ella la noche anterior, no me parecía posible…
Pero, volviendo a las incógnitas que se me presentaban, ¿quién podría figurar a la cabeza de la Iglesia del Átomo Dorado? ¿Quién reuniría las características de fidelidad a ella y de convicción en el negocio? ¿Reservaría para sí el papel de líder espiritual, o andaría a la caza de un candidato que reuniese todo lo que se necesita para eso?
Era una posibilidad. Probablemente necesitara de alguien no «quemado». Alguien, además, con tirón popular; alguien que enganchara pronto a los fieles de la Iglesia.
En todo eso pensaba mientras tomaba mi desayuno, primero, y mientras me ponía guapo para el nuevo interrogatorio, después.
Pero lo cierto es que pensaba en muchas más cosas… Había otras posibilidades que no podían desdeñarse fácilmente. Si Agatha Loodens odiaba a su amante, era más que probable que pudiera haberlo matado. Ignoraba qué tipo de fantasías rondaban su cabeza. ¿Qué lleva a una mujer a la piromanía?
De acuerdo con lo que se desprendía de sus palabras, por otra parte, temía a su abogado, a Don Weatherbee. Le tenía miedo y, al tiempo, sospechaba de él como autor de la muerte de su marido, aunque no lo manifestara claramente… Y es posible que hasta me hubiera dicho la verdad; o, al menos, parte de la verdad… Me puse, pues, a repasar mi lista de sospechosos. Agatha Loodens, Don Weatherbee, el tipo de la cara de payaso o sus congéneres de la Hermandad Blanca… ¿Y no había más sospechosos? Probablemente, un montón. Gente que me era totalmente desconocida, a la que no podía llegar ni por asomo.
El capitán Dalton y sus muchachos trabajaban sin parar en el caso. Sin duda querían estrechar el cerco… No me equivoqué.
Escogieron, para los nuevos interrogatorios, un lugar extraño; un lugar más propio para una reconstrucción de los hechos. Así es que Dalton envió a uno de sus policías de uniforme azul a buscarme. Y cuál no sería mi sorpresa cuando, en vez de llevarme a las dependencias policiales, me condujo en el coche patrulla hasta el número 1902 de la calle Benson… ¡La casa de Ricardi! El lugar donde murió… Un lugar que aún olía a humo; pero en donde, curiosamente, las escaleras estaban intactas.
Pronto, sin embargo, supe cuál era el motivo de convocar allí la reunión. Un hombre apellidado Kleber, investigador de la agencia de seguros, se había personado en el lugar. Nada más verme, Dalton me tomó del brazo y me llevó hasta Kleber, para presentármelo. Era alto, con el cabello gris y muy tozudo y preguntón. Apenas sin saludarme, comenzó a interrogarme a fondo. Dije, naturalmente, todo lo que sabía sobre el caso. Todo lo que ya dijera a Dalton y a Schwarm… Evidentemente, Dalton le había mostrado ya mi declaración. Pero no importaba. El tipo hacía más y más preguntas, casi siempre las mismas, pero trastocando su enunciado, como si deseara cogerme en fuera de juego.
Al fin Dalton y los suyos me rescataron, para llevarme a prestar testimonio ante una curiosa corte: el jefe de bomberos, varios de sus hombres, el propio Dalton, un detective apellidado Henderson, la asistenta por horas de Ricardi y unos rostros más que me resultaban familiares ya.
Aquella especie de jurado estaba a un lado de la habitación. Mientras me volvía a interrogar Finch, el coronel de la policía, vi allí, al otro lado, a unos cuantos amiguetes. Estaba, naturalmente, Schwarm, acompañado de su colega, el profesor y también doctor Oakes (que vivía cerca de allí y había certificado la defunción de Ricardi, una vez conseguí sacar el cuerpo de la casa en llamas). Un poco más allá, había un tipo bajito, de gesto agrio, vestido de gris… Supuse que era Weatherbee y supuse también que estaba en lo cierto cuando, a su izquierda, vi a Agatha Loodens.
También ella estaba allí, sí. Y unas veces miraba a Don Weatherbee y otras veces me miraba a mí.
Sólo faltaba en aquella familia tan grande y tan bien avenida el tipo enano con la cara de payaso, ¡caramba!
Hubiera deseado vivamente su presencia allí, sobre todo cuando Finch me interrogaba. Pero por mucho que hablé de él a lo largo de mis respuestas, por mucho que clamé por la necesidad de su presencia, ni la más mínima emoción dejaron traslucir aquellas caras de piedra. Aquellos ciudadanos me miraban como si fuera yo, ciertamente, el principal, no ya sospechoso, sino encausado.
También dije a Finch cuanto sabía, naturalmente. Schwarm me echó una sonrisa cálida, pero los demás seguían mostrando un gesto petrificado, helado. De vez en vez el capitán Dalton y Kleber cambiaban impresiones, en voz baja, con otro individuo bien trajeado, al que me pareció reconocer, luego de un rato, como fiscal del distrito… Aquello, excuso decirlo, no me gustaba ni un pelo.
Cuando terminaron conmigo, me dispuse a prestar una particularísima atención al resto de los interrogatorios. El siguiente fue el doctor Oakes, y tanto él como el coronel estuvieron intercambiándose latinajos médicos durante unos cuantos minutos. Al cabo, ambos llegaron a la conclusión de que Joseph Clutt, alias profesor Ricardi, estaba legalmente muerto y había fallecido, sin embargo, de manera un tanto ilegal. ¡Vaya conclusiones!
La asistenta también prestó declaración. No había ido a limpiar en los últimos tres días. Le hicieron algunas preguntas sobre la distribución del mobiliario, y poco más.
Pero antes de que declarase yo, algunos seguidores de la Iglesia del Átomo Dorado confirmaron que Ricardi, después de los oficios de la noche de autos, había tomado su coche para irse del templo. Y que había manifestado su intención de irse a dormir cuanto antes, pues temía estar resfriándose… Lo que quiere decir que las cápsulas de energía atómica no contienen antihistamínicos, ¡vaya por Dios! Y nadie, naturalmente, observó nada extraño, nada que indujese a sospecha.
Iban decantándose los testimonios, pues, y nadie daba muestras de incoherencia. Ricardi se fue a su casa, yo descubrí su cadáver y un médico certificó su defunción. Así de simple.
Pero testificó más gente. Weatherbee fue el siguiente. Lo hizo con voz grave. Y, como buen profesional que era de lo suyo, utilizó su poderosa voz para no decir una sola cosa de interés sustancial.
Sí, había llevado los asuntos legales del profesor Ricardi; una asociación profesional que concluyó tiempo atrás; dio incluso la fecha de ruptura. Pero sin encono, sin discusiones. Dijo que sus otras muchas obligaciones profesionales le impedían seguir dedicando más tiempo a los asuntos legales de la Iglesia del Átomo Dorado. Negó repetidamente que hubiera visto al profesor Ricardi la noche de su muerte. Ni que, desde su ruptura profesional, hubieran vuelto a entrevistarse para tratar cualquier asunto de negocios.
En la noche de autos, por lo demás, se encontraba jugando al póquer en casa de un amigo. El capitán Dalton había comprobado su coartada.
El coronel, en este punto, interrumpió la declaración y preguntó en voz alta, al capitán Dalton, si era cierto. Dalton dijo que sí.
Entonces llegó el turno a la señora Loodens. Iba elegantísima, toda de negro… Y hasta lucía ojos llorosos. Parecía abatida, terriblemente abatida… Ni una palabra sabía de toda aquella historia. Y ni siquiera había estado en la Iglesia la noche del suceso. Estaba en su casa, aquejada de una terrible jaqueca. Por supuesto, tenía testigos que lo confirmaban. Incluso tuvieron que llamarla por teléfono para darle la trágica noticia. El capitán Dalton ya lo sabía. De nuevo tuvo que confirmar ese extremo ante la pregunta del coronel.
Vi cómo la miraba Weatherbee cuando volvía a su asiento. Y luego me echó una larga ojeada.
Era el turno de Kleber. Un testimonio muy preciso, el suyo… El fuego había sido, indudablemente, provocado. No era un simple accidente… Y, más aún, alguien había golpeado a Ricardi en la cabeza, para después atarlo a su lecho antes de provocar el incendio.
Casi me caigo de la silla. ¿Cómo no se me había pasado por la cabeza semejante posibilidad? Ricardi atado a su cama. Y golpeado previamente por su asesino.
Seguí con mayor interés aún el relato de Kleber, a pesar de los muchos tecnicismos que empleaba.
En primer lugar, ¿cómo entró el asesino en la casa? Todas las puertas y las ventanas estaban perfectamente cerradas cuando llegaron los bomberos y la policía, a excepción de esa por la que yo saqué el cuerpo de Ricardi, ésa que yo mismo había forzado para poder entrar. En ese aspecto, la casa toda parecía incólume.
Si mi testimonio era válido —dijo Kleber, y no reparé en la excesiva condicionalidad de su si—, eso significaba una cosa: que Ricardi conocía a su asesino, que él mismo le abrió la puerta. Y luego venían las conjeturas. ¿Golpeó el asesino a Ricardi en la planta baja, para luego subirlo hasta su dormitorio? ¿Fue golpeado allí mismo, en su dormitorio? Nada aseguraba una cosa o la otra. Pero había que pensar seriamente en el asunto. Eso recomendaba Kleber.
Más importante aún: la rapidez. Obviamente, el crimen se cometió en cuestión de pocos minutos, es decir, el incendio, porque el golpe que recibiera Ricardi no fue mortal de necesidad. Leve golpe para la cabezota de Ricardi. Quienquiera que fuese el asesino, hubiera tenido que golpear más duro al profesor para matarlo así.
Ricardi, pues, había muerto por asfixia. Antes de que el fuego comenzara a carbonizarle las manos, las piernas y la cara. Ésa, sin lugar a dudas, era la causa primera de la muerte de Ricardi. Lo decía el experto. Que iba más allá, barriendo para casa: la residencia de Ricardi estaba totalmente cubierta por un seguro que declaraba beneficiaria a la corporación empresarial, esto es, a la Iglesia del Átomo Dorado. Kleber quería dejarlo bien claro por si era preciso buscar por ahí a los posibles sospechosos… Pero, sobre todo, quería dejar bien claro que Ricardi había muerto a causa del incendio.
Comprendí pronto lo que pretendía: un incendio provocado, esto es, con intención criminal, dejaba libre de responsabilidades económicas a la empresa aseguradora para la que él investigaba. Tal cual. Pero no fui yo la única persona de cuantas allí había que captaron pronto el mensaje de Kleber. Agatha Loodens tenía los ojos desmesuradamente abiertos, sorprendidos y expectantes, mucho más que en cualquier otro momento de aquel remedo de vista judicial… Ella era la corporación empresarial, naturalmente. Y todos los allí presentes lo sabíamos bien.
Entonces llamaron a declarar a Schwarm. Aquél sí que era, según se anunció, el más experto de los testimonios… Escuché con atención más que grande por si a través de sus palabras se deslizaba algo que tuviera que ver conmigo, o con la señora Loodens.
Hizo una exposición francamente buena. Incluso bonita. Habló, en primer lugar, y en términos exclusivamente médicos, de la piromanía y de las circunstancias que concurren en quienes padecen dicha patología. Habló después, tal y como yo lo había sospechado, de los exámenes que nos hizo a la señora Loodens y a mí. También del test al que sometió a Weatherbee. Y —esto sí que me resultó sorprendente— a la asistenta por horas de Ricardi.
En su más que respetable opinión, la opinión de un psiquiatra solvente y reputado, ninguno de nosotros era un pirómano.
Kleber pareció contrariado. Para él, se trataba de un asesinato. Cometido con fuego.
No obstante, permaneció en silencio hasta que Schwarm terminó de explicarse. Luego volvió a pronunciarse en el mismo sentido de antes, con mucha calma, dejando caer de forma contundente, sin embargo, todas y cada una de sus palabras.
Habló de los motivos más comunes para provocar un incendio. Fue enumerándolos uno por uno. Con solemnidad, incluso… Si Weatherbee, me dije, había querido asesinar a Ricardi para vengarse, allí, en la casa de la víctima, tenía de todo para hacerlo, para provocar el incendio. En el sótano, por ejemplo, había gasolina. Una materia que se prende y expande en cuestión de segundos.
Y en lo que a la señora Loodens concernía, seguí diciéndome, los motivos no podían ser otros que los de cobrar el sustancioso seguro… Aunque, la verdad sea dicha, poseía bienes y dinero en efectivo en cantidad más que suficiente como para no necesitar esos veinte mil dólares que hubiera cobrado de haberse tratado, siempre según lo que decía Kleber, de un accidente. Claro que también cabía la posibilidad de que hubiese actuado por razones estrictamente sentimentales y de venganza… Pero, al igual que Weatherbee, tenía una coartada…
Y en lo que se refería a Phil Dempster —o sea, a mi persona— no había por qué abrigar la más leve sospecha, siempre según Kleber… Yo no conocía a Ricardi. No tenía, tampoco, móviles objetivos para matarlo. Es más, traté de salvar su vida, arriesgándome entre el humo y las llamas. Quedaba claro que mi declaración era digna de tomarse en cuenta; y que, muy probablemente, el misterioso tipo enano de la cara de payaso había llamado a los bomberos para después largarse del lugar del crimen. Yo, arriesgándome para entrar en la casa en llamas, no hubiera tenido tiempo de hacerlo. Además, Schwarm se había entrevistado conmigo a hora temprana y explícitamente ratificaba mi declaracion… Así pues, también yo tenía una coartada.
Parecía quedar claro que no se trataba de un crimen con móviles. Era obra de un pirómano, según Kleber. Lo cual seguía evitando a su empresa el pago del seguro.
Una y otra vez insistía Kleber en el asunto del pago de la póliza. Y, de golpe, deslizó una nueva interrogante: era muy posible que el criminal no tuviese la intención, la consciencia de querer matar provocando un incendio. Era más que posible que hubiera llegado hasta la casa sin un plan premeditado para dar muerte a Ricardi, y luego, mediando para ello su actuación inconsciente, y al correr de los hechos que allí se produjeron, o según las conversaciones que tuvieran el homicida y su víctima, haber dado rienda suelta, de manera espontánea, al fuego… Al fin y al cabo, el propio doctor Schwarm había dicho que el incendio tenía todos los visos de ser obra de un pirómano.
Hubo más testimonios y discusiones sustentadas sobre puntos de vista que, no obstante, apenas disentían. El coronel Finch parecía anotarlo todo. E hizo un veredicto, poco antes de marcharse, que nada aclaraba: el profesor Ricardi había sido asesinado por una persona, o por varias personas, de cuya identidad nada se sabía.
Salida sonriente, con un «buenos días, señores», del coronel. Muchos de los allí presentes experimentamos también las ganas de sonreír… Pero no el capitán Dalton. Ni Kleber.
Me fui hasta uno de los reporteros del Globe que esperaban en la calle y le di un mensaje para Cronin: le entregaría un articulo sobre lo que acababa de acontecer, aquella misma tarde.
Busqué entonces al doctor Schwarm. Hablaba con la señora Loodens. Pero cuando estaba llegando a la altura de ambos, un brazó sujetó el mío…
—Señor Dempster.
Me volví. Era Weatherbee.
—Me gustaría conversar con usted —dijo.
—Bueno —dije.
—Pero alejémonos de aquí —me sugirió—. Tengo el coche ahí aparcado.
Así que me dispuse a partir. Weatherbee y yo, al poco, entrábamos en su impresionante Lincoln recién estrenado. Un coche más que apropiado para un picapleitos. Lincoln es nombre que evoca la Ley… Aunque si Lincoln viviera en el presente, dudo mucho de que se complaciese de que ciertos abogados tengan coches bautizados con su apellido. Era un coche duro y a la vez suave, como el propio Weatherbee.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
—Creo que podríamos almorzar juntos.
—No, disculpe… Tengo que escribir ahora mismo… ¿Por qué no me lleva a casa y charlamos durante el trayecto?
—Como guste… Así que cubre usted las informaciones de este caso para el Globe, ¿eh? ¿Y qué opina del asunto?
—Creo que Schwarm y Kleber tienen razón… Es obra de un pirómano.
—¿La señora Loodens cree lo mismo?
—¿Y cómo iba yo a saberlo?
—¿No le ha comentado nada? ¡Qué raro! Ella estuvo anoche en su casa, ¿no?
No respondí. Weatherbee pareció molesto con mi silencio.
—Me pregunto qué deseaba saber ella —dijo.
—Lo mismo que usted: información, eso quería…
—¿Le contó algo sobre mi persona?
—Sólo me contó que habían roto la sociedad.
—Ella fue quien rompió nuestra sociedad —dijo, acelerando de súbito al punto de que el corazón me dio un vuelco.
Más que nunca, Weatherbee se me apareció entonces como el principal sospechoso. Y yo, infeliz de mí, había caído en sus manos con la misma placidez y tranquilidad con que llega a cualquier familia honrada el regalo de una cesta de Navidad… ¿Qué hacer cuando un sujeto, del que sospechas como criminal, te lleva en su coche a toda pastilla? ¿Abrir la portezuela del coche y tirarte en marcha? ¿Bajar la ventanilla y pedir socorro? ¿O seguir tal cual, como si nada, esperando que los acontecimientos no te resulten un pelín luctuosos?
—¿Cree ella que yo maté a Ricardi? —me preguntó al poco.
Volví a quedar mudo.
—Bueno, ya he tenido bastante por hoy, amigo —me dijo—. Pero sí puedo asegurarle que yo no lo hice. El crimen no es mi negocio…
—¿Y cuáles son sus negocios? ¿Espiar lo que hacemos la señora Loodens y yo?
—Ésa es una pregunta muy molesta, señor Dempster. Molesta y poco elegante.
—Y a mí me molesta y me parece poco elegante que me espíen, señor Weatherbee.
Pareció, entonces, calmarse…
—Acaba usted de preguntarme cuáles son mis negocios —dijo—. Pues bien, se lo contaré… Y extraiga usted sus propias conclusiones; es más, dejo a su albedrío considerar lo que voy a decirle como confidencial o no… Sí, yo me dedico al negocio de las sectas religiosas, señor Dempster…
—Sí, ya lo sé… Y Ricardi y usted fueron socios… Pero ¿por qué rompieron?
—Sí, rompimos nuestra sociedad…
—¿Entonces?
—Yo era socio de Ricardi. Y Ricardi no era el único santón de esta ciudad. Yo, además, soy abogado. Y la Iglesia del Átomo Dorado no es la única secta. Hay otras, como La Hermandad Blanca, y la Casa de la Verdad… Dykes, el líder de la Casa de la Verdad, requirió también mis servicios como abogado. Y el mes pasado, después de romper con Ricardi, me entrevisté también con Amos Peabody, de la Hermandad Blanca… Tenía mucho interés en informarse acerca de mis últimas actividades profesionales y le hablé de mi ruptura con Ricardi. También le di detalles sobre la forma en que creamos la Iglesia del Átomo Dorado, convirtiéndola en un negocio más que rentable. Dije que podría hacer lo mismo con la Hermandad Blanca, que agrupaba a fieles descontentos con la Iglesia Evangelista… Así es que comencé a prestar mis servicios en la Hermandad a cambio de un cincuenta por ciento de los beneficios… Pero alguien incendió el tabernáculo y mató a Peabody… ¿Sabe usted qué es lo que más me interesa en estos momentos?
Negué con la cabeza.
—Quiero que me lo diga —contesté.
—No sé, quizá usted haya visto algo, Dempster… Ha habido dos incendios provocados. Y dos líderes de sectas han muerto en ellos… ¿Qué le sugiere eso?
—Pues que alguien quiere dejar K. O. a los líderes de las sectas —dije.
—Si, muy brillante… ¿Pero no imagina por qué razón?
—¿Por rivalidad? —aventuré.
Estábamos llegando al edificio de apartamentos en donde yo vivía.
—Será mejor que se informe usted bien de todo —me dijo—. Vaya esta noche a los oficios de Ogundu, ya verá…
—¿Ogundu? —dije.
—¿No le conoce? Es el líder del Templo de la Llama Viviente… ¿No le dice nada ese nombre? ¿No le sugiere nada?
—¿Pirómanos?
—Sí, pirómanos. Y además muy peligrosos. Capaces de incendiar la ciudad entera.
—¿Por qué no habló de esto con el capitán Dalton?
—No seamos ingenuos… Le dije a Dalton lo que acabo de decirle a usted, me preguntó por qué me interesaba por estos asuntos y mostró un periódico en el que aparecía mi nombre, mala cosa…
—Y yo estoy trabajando para el periódico. ¿Qué más da?
—Ya lo sé… Pero usted, al no estar mezclado con las sectas, despierta menos animadversión que yo… Usted, además, puede llegar adonde no es capaz de llegar la policía.
—¡Pues vaya consuelo! —exclamé—. Lo que ocurre es que, si tengo que escribir sobre todo esto, no sé cómo voy a guardar su nombre en secreto.
—Bueno, tiene usted mucho tiempo para pensarlo… Pero sí le digo que no quiero, ni por asomo, que Ogundu me relacione con las pesquisas que contra él y su culto puedan hacerse.
—Lea lo que escribiré en el periódico después de asistir a los oficios que me recomienda para esta noche… Seguramente se publicará el lunes.
—Quizá… Si es que puedo…
—¿Qué quiere decir?
—Seamos sinceros, Dempster… Usted no está haciendo esta investigación, ahora mismo, pensando en el periódico… Usted piensa en mí… Así es que será preferible que no piense tanto en el periódico y se tome su trabajo como si lo hiciera para mí. Quiero mañana su informe. Si me parece publicable, lo publica usted. Si no me lo parece, lo rompe o lo cambia.
—¿De veras cree que voy a hacer eso? ¿Trata acaso de sobornarme? Usted mismo acaba de decirme que el crimen no es su negocio.
Don Weatherbee sonrió.
—Bueno, bueno… No estoy tratando de sobornarle… Es más, si quiere puede ir a Dalton y contarle nuestra conversación. Sólo tengo interés en estar perfectamente informado, porque me creo en ese derecho.
—¿Sí?
—Sí —dijo encendiendo de nuevo el motor del coche, cuando ya me había apeado—. ¿Recuerda que le dije hace poco que tuve negocios con la Hermandad Blanca? Bien, pues creo que el enano con cara de payaso, al que alude usted, es uno de los nuestros… No le conozco, y cuente conque me gustaría, porque él debe tener las respuestas a varias incógnitas; pero sí puedo asegurarle que conozco a otros como él. Ciudadanos de apariencia amable, de los que nadie sospecharía; ciudadanos como Dios manda… Pero fanatizados. Muy sugestionables, fáciles de dirigir; ya sabe a lo que me refiero… Sé, además, que saben utilizar la navaja. Así que, si les digo que usted es uno de nuestros enemigos, un enemigo de la Hermandad Blanca, a lo mejor creen que tuvo usted algo que ver en la muerte de Amos Peabody… Pero no tema, Dempster… Haga sus averiguaciones, siga mis consejos y escriba una buena historia… Yo le espero mañana para que me entregue la otra historia que le pido.
Poco después entraba en mi apartamento y cerraba la puerta. Me costó hacerlo, porque mis manos temblaban y no era capaz de meter la llave en la cerradura para dar dos vueltas al cerrojo.