10

Agatha Loodens, sentada en el sofá de mi casa, con un vaso en la mano… Era de veras elegante; perfectamente vestida, con sobriedad y coquetería, rubia y bien peinada. Una mujer de cuya respetabilidad nadie dudaría; de cuyo porte nadie podría colegir la existencia de negocios turbios.

—¿Se siente cómoda? —le pregunté.

—Mucho —dijo esbozando una sonrisa muy amable, de dientes blancos y regulares. Todo parecía estupendo para ella.

—Bueno, pues yo creo que debería usted decirme ahora para qué ha venido a verme…

Rió, con una risa muy armónica, musical.

—Usted siempre va al grano, señor Dempster, siempre tan directo… Preferiría que considerase mi presencia aquí como una cortesía hacia su persona.

—¿Cortesía? —dije—. ¿Acaso no ha muerto Joe?

—Por favor —dijo entonces, repentinamente seria—. Preferiría que no hablásemos de ello…

—Entonces no acierto a comprender para qué ha venido usted a mi casa; no sé de qué quiere que hablemos…

Dejó el vaso sobre la mesa de café que había entre el sofá y la silla que ocupaba yo.

—Usted le ha llamado Joe —dijo—. ¿Cómo sabe su verdadero nombre?

—Viene en el periódico —respondí—. Viene todo sobre él.

—Ya lo sé —admitió con gesto de resignación, y volvió a tomar el vaso entre sus manos—. Aunque quizá no lo sepa todo.

—¿Qué quiere decir?

—A lo mejor espero yo que usted me lo diga…

Me levanté a fin de prepararme otro trago.

—Esto no es un cuadrilátero de boxeo, señora. Puede buscarse un sparring en otro sitio…

—Eso que ha dicho es poco elegante.

—Es que yo no soy elegante, señora. Soy un tipo sin educación y además estoy cansado. He vivido y sufrido un montón de cosas en estos últimos tres días… He tenido que soportar a la policía, a mis compañeros periodistas, a un psiquiatra…

—¡Oh! ¡También ha hablado usted con el doctor Schwarm? ¿También le sometió a un test?

—Sí, también me hizo un test —respondí un poco atónito—. Por si le interesa, le diré que en el mío había unas láminas de colores, ¿qué le parece? En fin, le diré que, según el diagnóstico del doctor, yo no soy un pirómano. Se lo cuento por si quería saberlo…

—¿Por qué? Nunca he considerado esa posibilidad. Es usted muy susceptible, señor Dempster.

—Sí… Y ya que estamos en este punto, ¿qué hay de usted? ¿Qué hay de sus pruebas con las manchas de tinta?

Volvió a sonreír y adoptó una postura absolutamente encantadora, muy simpática.

—Pues no vi ramas ardiendo, ni nubes de humo, ni cosas por el estilo, si es lo que desea saber… Temo que mis reacciones fueron puramente femeninas. Es más, creo que el doctor sacó la conclusión de que soy una persona tremendamente frívola.

Volvió a reírse. En otro tiempo, quizá hubiera demostrado interés por su persona. Al echarse para atrás en el sofá descubrió unas piernas harto apetecibles. No tendría más que dos o a lo sumo tres años más que yo. Se conservaba de maravilla y no era, como habíamos supuesto, una vieja… O a lo mejor es que tomaba las cápsulas de energía atómica y se daba la vital cream. Sí, seguro que era eso…

Quise volver a lo que me interesaba.

—Bien, una vez repasados nuestros respectivos informes médicos, ¿para qué deseaba verme? ¿No querrá hacer algún trato?

—A lo mejor… —dijo adoptando un aire intrigante—. ¿Vio usted alguna vez a Amos Peabody?

—No.

—¿Y no sabe nada sobre él?

—¿Sobre su secta? ¿Sobre sus asuntos religiosos?

—Seamos francos, señor Dempster. Hablo de negocios. Pregunto si sabe usted algo sobre sus negocios… Era un estafador, igual que Joe.

—¿Lo admite usted?

—¿Por qué no iba a hacerlo?

Agatha Loodens parecía sincera.

—No querría insultar a su inteligencia, señor Dempster, diciéndole que se trata de asuntos religiosos serios y nada más. La Iglesia del Átomo Dorado resultó ser un negocio excelente… Pero eso ya pasó a la historia. Y es eso lo que me interesa: qué pasó y por qué.

—Pues podría empezar por hacerle esa pregunta a su abogado, el señor Weatherbee —dije.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó con los ojos atónitos.

—Me parece normal… Al fin y al cabo, ¿no era socio de Ricardi?

—Sí, hasta hace un mes —dijo apurando su trago—. ¿Cómo sabe usted eso?

—Confidencias… —dije, adoptando también yo un aire intrigante.

—Bueno, hubo una disputa, hubo desacuerdos hace un mes acerca de los planes futuros de la Iglesia. El señor Weatherbee quería que nos asociáramos en otros negocios, de los que Joe sería cabeza visible… Pero Joe no lo veía claro. Así que Don se marchó y nos quedamos solos.

—Muy interesante —dije, tomando su vaso para servirle otro trago—. De manera que se deshace una sociedad que les da sus buenas ganancias sólo porque el señor Weatherbee quiere ampliar negocios y Joe no estaba de acuerdo. Y eso en un tipo como Weatherbee, acostumbrado a evadir toda clase de impuestos… ¡Qué bonito! ¡Cuánto idealismo y desprendimiento por su parte! Irse porque le llevan la contraria, sin más…

—¿Está usted tratando de mostrarse sarcástico? —me dijo, casi arrancando el vaso de mis manos cuando se lo iba a ofrecer.

—Un poco sí —dije—. Casi tan sarcástico como un inglés, señora… Usted dice que Weatherbee se largó porque no estaba de acuerdo con Joe, o Ricardi, como prefiera… O no me puedo tragar que lo hiciera sólo por una cuestión de ideas… Salvo que él tuviera otras ideas, mucho más concretas.

—¿A qué ideas se refiere?

—Las que tendría cualquier hombre, si pasara mucho tiempo a su lado, señora…

—¡Vaya! —exclamó con cierta indignación, que disimuló con una risa nerviosa—. Nunca antes me habían insultado de manera tan sutil como lo hace usted.

—Olvídelo… ¿Tengo o no tengo razón?

Agatha Loodens se sinceró.

—Sí… Don tuvo esas ideas a las que usted alude y Joe se molestó mucho. Incluso quiso golpearle…

—¿Y eso fue motivo suficiente para que Weatherbee dejara de ganar veinte mil o treinta mil dólares al año? Por favor, señora Loodens. No me haga ser sarcástico de nuevo… Creo que el dinero supera cualquier fantasía amorosa… Supongo que habría otras razones de más peso… económico, ¿no?

No contestó a mi pregunta, motivo por el cual me vi obligado a hacerle otra.

—¿Sabe usted cuál era el secreto que Weatherbee guardaba celosamente?

—Lo ignoro —respondió.

—Ricardi nunca se lo dijo, ¿eh? —me acerqué a ella y ella también se aproximó a mí. Agatha Loodens tenía un brillo de oro en sus pupilas—. Pues creo que Weatherbbe sabía algunas cosas acerca de cómo murió su esposo, señora.

Se llevó una mano a la boca y supe que le había golpeado en donde más le dolía.

—Weatherhee —proseguí— está implicado en la muerte de su esposo. Y usted y Ricardi debían saberlo. Al menos Ricardi. Pero supongo que callaron, porque obtenían buen provecho del negocio… Hasta que Weatherbee se encaprichó de usted y Ricardi lo largó con cajas destempladas, no sin amenazarle con decir la verdad a la que aludo. Y ahora ha venido usted a verme porque quiere saber si Weatherbee es el responsable de esos incendios criminales. Quiere saber si él se cargó a su amante, a Joe…

—Sí, es verdad —aceptó—. Ésa es la razón que me ha traído hasta usted.

—¿Mató Watherbee a su esposo?

—No lo sé, se lo juro… Puede que Joe lo supiera, pero jamás me dijo una sola palabra sobre eso. Seguro que lo hizo por no implicarme en un asunto tan…

—Y usted no acudió a la policía… por miedo a verse involucrada en una muerte, la de su marido… Ya veo…

—No, no sea injusto; tal y como habla, parece como si me acusara de un crimen. Pero las cosas no son tan simples, señor Dempster… Yo amaba a Joe y, si hubiera ido a la policía, ¿qué hubiesen pensado de nosotros? Usted sabe perfectamente la respuesta. Hubieran supuesto que urdimos un plan para eliminar a mi marido, quedarnos con todo y poder casarnos sin problemas. Weatherbee nos avisó…

—Sí, él la quería a usted para sí… Y usted cree que él asesinó a Joe anoche.

—Es por lo que quería hablar con usted —dijo—. Quería comprobar si usted sabía algo más sobre todo esto, algo más que la versión oficial. Quería saber, también, si Weatherbee se había entrevistado con usted para darle su versión de todo esto haciéndole guardar silencio…

—Suponga que lo hiciera —dije—. ¿Qué haría usted?

—Tengo dos métodos infalibles de persuasión —dijo abriendo su bolso—. El primero es…

Y sacó un revólver, que brillaba en su delicada mano.

—¡Interesante método! —exclamé—. ¿Y el otro? ¿Es igual de interesante?

—Juzgue usted mismo…

Se levantó, dio unos pasos hacia atrás y luego comenzó a dirigirse lentamente adonde me encontraba… No pude evitar que mis brazos la estrecharan. Ni que cayéramos al suelo, revolcándonos salvajemente, sintiendo el calor de su cuerpo, abrasándome en ella, lamiendo su boca igual que ella lamía mi boca…

Así que tenía que juzgar yo, ¿no? Bien, pues la corte de justicia estaba en plena sesión. Aquellos ojos suyos, de brillo dorado, me habían hecho caer de espaldas en el suelo. Y ella, encima de mí.

Poco después descansábamos, mi cabeza sobre su regazo, cuando sentí que en los bolsillos de su falda había algo… Metí la mano y sí, cajitas de cerillas rojas, negras, alguna blanca, alguna verde…

—Perdona —dije—. Guardas algo ahí…

—No sabía que fumaras.

—No, no fumo ya… Yo… Yo colecciono cajitas de cerillas. Un hobby. Mucha gente lo hace, ¿no?

—Sí, he oído hablar de un montón de colecciones.

Ella se volvió a dejar caer entre mis brazos.

—Por favor —dijo—, ¿no creerás que tengo esas cerillas para…?

Sonó el teléfono.

Me levanté y ella hizo lo mismo al instante.

—No contestes —me suplicó, como si temiera que alguien preguntase por ella.

La aparté, no obstante, y me dirigí a descolgar el teléfono… Me miraba intensamente con sus ojos, oía mi voz, escuchaba atenta… Sí, me miraba con sus ojos intensos, tan intensos como su cuerpo.

Me observó expectante cuando colgué, mientras regresaba junto a ella… Volvió a abrazarme.

—¿Quién era? —preguntó—. ¿Era Weatherbee?

—No, era el capitán Dalton.

—¿Ocurre algo?

—No, sólo quería comprobar que sigo aquí.

Descargó la tensión que poco antes la embargara, respirando muy profundamente. Sus dedos acariciaban mis hombros. Acercaba de nuevo su cara a la mía y yo me sentía otra vez arrebatado por su mirada, por el brillo dorado de sus pupilas.

—El capitán Dalton me ha dado un mensaje —dije yo, en tono muy bajo, casi en un susurro—. Me ha recomendado que sea buen chico y me vaya a dormir. Mañana tengo que presentarme muy prontito en su despacho para otras averiguaciones con respecto a la muerte de tu amante.

Ella se levantó de golpe.

—Me alegro de que tomes en consideración, también tú, la advertencia del capitán Dalton —le dije—. Hay que mantener bien fresca la mente para poder recordarlo todo.

Agatha Loodens se dirigió rápidamente a la puerta; tanto, que no creo que pudiera escuchar lo que le dije cuando ya se iba.

—Las chicas como tú no deben jugar con cerillas.