Llegué a casa sobre las nueve de la mañana y estuve durmiendo hasta las tres y media. Me desperté un par de veces, pero volví a conciliar el sueño sin ningún problema. Cuando decidí levantarme me sentía mucho mejor.
Justo cuando estaba terminando de ducharme sonó el teléfono. Salí corriendo a contestar la llamada.
—¿Diga?
—¿Phil? Soy Ed Cronin. ¿Qué demonios andas haciendo?
—Todo menos leer los periódicos.
—¡Leer los periódicos! ¿Qué demonios está pasando en esta ciudad? Te envío a cubrir un par de historias y te conviertes en el centro de esas historias, que, por lo demás, traen en vilo a todos los ciudadanos…
—Phil Dempster, reportero estrella —dije burlándome—. ¿Llamas para pedirme un autógrafo?
—Quiero tu reportaje —gritó Cronin—. ¡Y lo quiero ahora mismo!
—Pero el tipo está muerto —dije—. Achicharrado. Siempre que salgo a investigar, para poder luego escribirte el reportaje, va alguien y muere achicharrado.
—¿Qué me quieres decir con eso de que el tipo está muerto? Eso es aún más caliente, mucho mejor para la historia. ¿No encontraste tú el cuerpo de Ricardi? Pues eso es lo que esperamos… Un reportero del Globe, enviado especial, descubre… Pero escúchame, hombre… Lee el periódico.
—Habéis escrito algo ya, ¿es eso?
—Naturalmente. Y hemos dado la foto de tu libro ampliada. Por eso queremos tu reportaje para que salga mañana mismo. Una exclusiva, tío. ¿En cuánto tiempo podrás traerme mil palabras que lo cuenten todo? Quiero darlo en primera plana.
—Mira, Cronin, estoy muy ocupado ahora para darte esas mil palabras. Primero tengo que encontrar una secta que no arda luego de que yo la visite.
—No digas tonterías. Esto es importante.
—Ahora mismo necesito una docena de billetes de cien, eso sí que es importante para mí.
—Vale, te los pagaremos, entregues o no los artículos que te pedí. Pero ahora necesito esta historia, el reportaje contando los hechos, no la investigación… ¿Cuándo demonios me entregarás esas mil palabras?
—¿Estarás ahí a las seis? —le pregunté mientras echaba un vistazo a mi reloj.
—Seguro que sí.
—Vale, pues a esa hora me pasaré por el periódico.
—Ven bien peinado —dijo—. Vamos a tomarte otra fotografía.
—Oye, no querrás que pose con un incendio a mis espaldas, ¿no?
—Cállate y ponte a trabajar.
Me callé y me puse a trabajar. Me puse a redactar mi experiencia durante la investigación que intenté hacer en la Iglesia del Átomo Dorado. Hablé del tipo enano con la cara de payaso, adornándolo con tintes misteriosos. No me resultó muy dificil, únicamente dije la verdad. Sólo él sabía qué había hecho y por qué lo había hecho. Yo sólo era un testigo.
Cuando llegué al periódico, Cronin me esperaba de pie, bajo el enorme reloj de su despacho.
—Llego con un cuarto de hora de adelanto —dije poniendo el reportaje sobre su mesa—. ¿No pagáis una prima por el tiempo récord?
—Lee esto mientras yo leo lo tuyo —dijo alargándome un ejemplar del periódico.
Lo hice. Era la historia tal cual. Y, además, tal y como la presentaba el Globe, me hacía parecer —o hacía parecer al periódico, más bien— como merecedor del título de héroe. Y yo, siempre según lo que allí se contaba, me mostraba resuelto al esclarecimiento absoluto de aquellos crímenes causados por un pirómano; unos crímenes —se decía en la información— que habían sembrado el pánico en toda la ciudad.
«Terror en la ciudad». Ése era el título, por cierto, del reportaje… Un gran título, sin duda, a cuatro columnas y con letras enormes, espectaculares. Casi puede decirse que media página de toda una primera plana había sido consumida por el fuego en cuestión. Vi mi foto, la de Dalton, la de Ricardi… Era, ciertamente, una buena historia sobre Ricardi, escrita utilizando mucho del material que yo mismo tenía en mi cuaderno de notas, como si más de un reportero hubiese puesto manos a la obra de redactar lo que en principio se me había encargado.
Según lo que se decía allí, al día siguiente, o sea, el sábado por la mañana, se ampliaría la noticia. Anunciaban ya lo que Cronin me pidió por teléfono. Y se decía que andaba la policía tras los pasos del enano con la cara de payaso… Muy bien. Estupendo. Eso, al menos, quería decir que Dalton se había tomado en serio mi declaración.
De hecho, todo el mundo se estaba tomando muy en serio los acontecimientos. Aunque Cronin hubiera dado muestras más que excesivas de sensacionalismo, cargando las tintas en la información, magnificando el terror inherente a la historia. Por ejemplo, en una de las columnas de apoyo Cronin especulaba con la existencia de negocios turbios relacionados con el sexo, cosa de la que no había constancia.
—Muy bien —dijo Cronin al terminar de leerse lo que le había entregado—. Lo daré a imprimir ahora mismo. Sube y hazte una foto. Arréglate, hombre…
—¿Hablas en serio?
—Más que eso. Debes ponerte en marcha, ir mañana al careo que harán… A buen seguro que encuentras allí más cosas. Nuestros reporteros también andarán a la caza de cualquier noticia que brote por ahí. Haré que te pasen cualquier indicio que encuentren. Tú eres el protagonista de esta historia, eres lo más importante.
—Sí, y también mi cuello. Me lo estoy jugando…
—¿Tienes miedo?
—No, si te parece… Aunque miedo, lo que se dice miedo, el que pasé anoche… No sabes lo que es que un lunático te ponga la punta de una navaja en el cuello…
—¿Crees que él es el pirómano?
—Esta vez, por lo menos, no… No pudo hacerlo, estábamos juntos. Pero sí pudo en el anterior. Lo sabe todo al respecto… Y, por lo que me dijo, hay una estrecha relación entre los incendios y las sectas.
—Pues tu trabajo consiste en descubrirlo.
—¡Mi trabajo! —exclamé—. ¿Y mi vida?
Cronin guardó silencio mientras el fotógrafo me hacía sentar en una silla, me empolvaba la cara e hizo tres disparos con su cámara.
—Ya está —me dijo, y me levanté mientras Cronin ponía sus manos en mis hombros.
—No puedes abandonarme en esto, Phil. Te repito que eres fundamental.
—Sí, para acabar en una tumba —dije.
—¡No digas tonterías! No te pido que corras riesgos innecesarios, sólo que mantengas los ojos bien abiertos. Pura rutina que puede, sin embargo, llevarnos al fin de todo esto con éxito.
—Sí, eso haría feliz al capitán Dalton, supongo… Creo que se llevaría un gustazo enorme si viera que uno de sus principales sospechosos resolvía este caso. Y mucho mejor que uno de sus detectives.
—A la mierda con el capitán Dalton, Phil —dijo Cronin—. No tiene nada contra ti. Créeme. He hablado con él más que suficientemente. Mira, volverá a llamarte mañana para una nueva declaración. Así que ve allí tranquilo… Te daremos un anticipo por si tienes algún gasto extra. Y si nada extraño acontece, manana publicaremos tu reportaje sobre el enano con la cara de payaso… Creo que deberías entrevistar también a algún psiquiatra para ilustrar mejor, en otro artículo, pasado mañana, qué es un pirómano.
—Ya lo he hecho —dije casi alegremente.
—Muy bien. Llámame mañana.
—Lo haré.
Me despedí de él y me metí en el ascensor. Era la hora de cenar.
El Gong estaba hasta los topes pero, así y todo, pude hacerme con una mesa apartada en la que comer a solas. Sólo yo estaba solo en la mesa. Pero por poco tiempo… De repente levanté la cabeza y vi, unas mesas más allá de la mía, a una chica con el pelo como el cobre. Y a su lado al enano de la cara pálida y los labios rojos. Y junto a ellos, al profesor Ricardi con su pelo amarillo; o, mejor dicho, al profesor Ricardi que ya no tenía el cabello dorado, sino negro, chamuscado. Y poco después su cara dejó de ser la que era y comenzó a descomponerse como se funde la cera. Me restregué los ojos y, cuando los abrí, pude ver que se habían ido de la mesa. Y que la ocupaba otro comensal: el doctor Schwarm. Él, que bien sabía que quien tiene tanto miedo al fuego, como yo, puede ser un pirómano en potencia. Él, que sabía bien que muchas veces un pirómano no es consciente de lo que hace ni lo recuerda luego.
Volví a cerrar los ojos y a restregármelos hasta que me dolieron. Los abrí y se habían esfumado aquellas representaciones de mis nervios. Pensé que era imposible que cuatro personas me acecharan desde otra mesa, más que nada porque allí no había sino pacíficos comensales que en absoluto tenían cosa alguna que ver con el caso… Un lunático, una neurótica, un sectario y un psiquiatra… ¡Vaya mezcla! Pero si sólo había parejas y gentes de negocios… Nadie podía hacerme nada allí… Pero me sentía solo y desamparado. Totalmente solo y abandonado a mi suerte.
En cualquier caso, no fueron aquellas imaginaciones mías lo que hizo que me levantara casi al instante y saliera de allí… Estaba solo, sí… Y en algún lugar de la ciudad había otro tipo solo, que sabía bastantes cosas de mi persona. Alguien que acabaría de leer el periódico. Alguien que temía mis reportajes, pues podrían descubrirlo. Alguien, en suma, dispuesto a pasar a la acción.
Seguramente estaba en lo cierto Schwarm al decir que muchos pirómanos poseen un ego adolescente y otros un grado de subnormalidad más que alto… Pero aquellos incendios no parecían cosa de un subnormal. Anormal sería el término más correcto… Aquellos incendios habían sido provocados con total intención, para obtener unos resultados bien previstos. No eran cosa de un imbécil sino de un asesino.
Schwarm, al fin y al cabo, lo había dejado clarito como el agua: «Todos los pirómanos son asesinos en potencia».
El responsable, ese a quien tanto temía yo, no era un asesino en potencia sino en pleno uso de sus facultades criminales. Y además sabía cómo encontrarme. Y cómo hacerme pagar mis indiscreciones. Un tipo que me sabía solo y desamparado, a su merced.
No había podido terminar de comer. Tuve que irme de allí a toda prisa, aunque llegara con hambre. Cuando monté en mi coche, tuve que hacer un esfuerzo sumo de concentración para recordar dónde vivía. Estaba absolutamente nervioso. Sólo pensaba en salir de allí, en escapar; sí, escapar… Como si fuera yo el criminal.
¿No había dicho también eso Schwarm? ¿No había dicho que los pirómanos huyen, se olvidan de toda responsabilidad, escapan de la realidad?
¿Y bien?
¿Era o no era yo un pirómano?
La única manera de saberlo consistía en perseverar en mis investigaciones. Yo quería saber la verdad. Tenía que conocer una parte de mí, que me antojaba de capital importancia. Y lo haría. Pero con prudencia… Reparé en mi persona. Y me dije que Dalton y los suyos sospechaban de mí, acaso con razón… Pero no quería hacer más tonterías; ni pasar más noches de angustia.
Aún había luz y eso me hacía sentir mejor. Eso y que, junto a esa leve luz natural, se habían encendido ya las farolas y la calle relucía… Sí, las luces me ayudarían a volver sano y salvo a casa… El fuego es peligroso, pero el fuego da luz y la luz nos es necesaria para protegernos de la oscuridad y sus peligros. Del poder de la oscuridad. Tenemos miedo al fuego, pero más tememos a la oscuridad. ¿Por qué? Lo rojo es vida. Lo negro, muerte…
Tales eran mis pensamientos mientras conducía. Estaba llegando ya a casa, doblé la última esquina y aparqué… Entonces vi algo; algo, o alguien, esperándome frente al portal, metido en un coche enorme. Enorme y negro. Todo negro. Negro como la muerte.
Me esperaba, sí. Era a mí a quien esperaba.
Sólo unas horas después de que alguien más me hubiera esperado, otra persona hacía lo mismo. En un gran coche negro, como un furgón mortuorio.
Los nervios me podían por momentos. Pero así y todo traté de ver quién era, con el rabillo del ojo mientras me dirigía al portal, como quien no quiere la cosa. Pero no pude. Y, muy en el fondo de mí mismo, tampoco quería saber de quién se trataba… Ya se sabe que la curiosidad mató al gato, como dice el refrán. La curiosidad. Se me pasó por la cabeza que yo era, en aquel momento, quien más sabía de las sectas y de sus cultos en toda la ciudad. El primero que se atrevía a retar, llevado de su curiosidad profesional, a los asesinos. ¿Por qué no haber bebido como la primera vez? No, mejor no hacerlo. ¿Qué iba a saber luego? ¿Adónde iría a parar el grado de consciencia que me era imprescindible? Mejor no pensar más tonterías. Estaba claro que alguien más sabía que yo estaba en posesión de un grado superior de conocimiento sobre más de un trapicheo mortal. Alguien sabía que yo sabía más que la propia policía, incluido su capitán Dalton.
Había llegado el momento de volver sobre mis pasos, ser realista, meterme en mi coche, ponerlo en marcha y escapar de allí a toda prisa. No siempre tiene uno la oportunidad clara de escapar a un peligro concreto, me dije. Iría al despacho de Dalton, él podría ayudarme. No había razón para no pedirle ayuda.
Di, pues, un par de pasos, desandando mi camino.
Entonces se abrió la portezuela del gran coche negro y escuché una voz:
—Señor Dempster, por favor, me gustaría hablar con usted.
La voz era suave y musical. Una voz de mujer. Me volví y comprobé que se trataba de una mujer de buen aspecto, con el cabello rubio.
—Por favor, señor Dempster. Me gustaría hablar con usted —repitió—. Soy Agatha Loodens.
Entonces me dirigí al encuentro de la amante de Ricardi.