8

Creo recordar que fue Pitágoras quien expuso la teoría del eterno retorno; la idea de que las mismas cosas acontecen una y otra vez.

Me gustaría saber qué hubiera pensado Pitágoras… Me gustaría saber qué hubiera pensado Pitágoras, de verse allí, como yo, en aquella pequeña oficina, contemplando la salida del sol a través de la ventana.

Aunque, la verdad sea dicha, me importaba un pito lo que pudiera pensar cualquiera. Sólo me hubiese gustado ver a otro en mi lugar. Nada más. Incluso a Pitágoras. Verlo allí sentado, dos días después de la primera vez y escuchando decir al capitán Dalton: «Esto me huele muy mal… Debe usted admitir que este asunto huele muy mal…»

—Yo no admito nada —contesté—. Le he dicho todo lo que sé. ¿Por qué no se pone a buscar al tipo ése de la cara pálida? ¿Por qué no se pone en contacto con Schwarm?

—Estamos buscando a su misterioso compañero de esta noche —dijo Dalton—. Y el doctor Schwarm está a punto de llegar, ya le hemos avisado.

Deseé con todas mis fuerzas que llegara cuanto antes. Ya estaba harto de la pipa de Dalton que me apuntaba sin cesar… Dalton apuntaba a mi cabeza con su pipa, una vez, y a la siguiente consultaba sus notas. Así. Sin tregua.

—Usted insiste en que jamás ha tenido nada que ver con el profesor Ricardi —me dijo.

—Yo no insisto. Simplemente se lo digo. Nunca había visto a ese hombre hasta que fui a sus oficios religiosos.

—Pero insiste usted en que vio a ese tipo…

—Le digo que no insisto. Sólo digo que me abordó de noche, con una navaja.

—De acuerdo —dijo Dalton mesándose los cabellos—. Voy a interrogar ahora al abogado de Ricardi, un sujeto que se llama Weatherbee… Y a la señora Loodens… Quizá tengan algo interesante que decir.

Salió, dejándome allí sentado… Por mi parte, no deseaba más que escuchar, a quien quiera que fuese, algo dicho con sentido común. Sólo eso. Lo justo para sentirme mejor… Aunque, a decir verdad, no me sentía excesivamente mal, porque ahora sí estaba seguro de que yo nada había tenido que ver con ese incendio. No tenía, pues, nada que temer… ¿O sí? ¿Pero por qué? Al fin y al cabo había intentado salvar la vida a Ricardi… Había demostrado un comportamiento más que cívico y, por supuesto, absolutamente normal… Lo justo para probar, sencillamente, que yo era una persona normal… Aunque…

Alguien era responsable de esos incendios y de esas muertes. En algún lugar había un pirómano suelto; un tigre al acecho, sólo que sediento de fuego.

¿Qué clase de criatura podía haber hecho que Ricardi se asfixiara, primero, y que casi quedara carbonizado después?

Pensé en unas cuantas posibilidades. Diana Rideaux acudió a mis pensamientos, naturalmente… Pero ella era de hielo, no de fuego. Además estuvo conmigo cuando el primer incendio. Pero también la vi huir aterrorizada cuando arrojé negligentemente la colilla del pitillo a unos matojos y provocaron unas llamas de nada… No, ella no podía ser tan salvaje como para causar una tragedia de tales proporciones.

¿Y qué decir del tipo con la cara de payaso? Él pudo haber causado el primer incendio, de acuerdo. ¿Pero a qué enemigos se refería? ¿Y por qué deseaba tan ardientemente dar un «aviso» a Ricardi? Por otra parte, estaba claro que él no podía haber asesinado a Ricardi, porque se encontraba a mi lado cuando comenzó el fuego.

Sabía, sin embargo, que Ricardi era el próximo en la lista. ¿Por qué lo sabía? ¿Y por qué había querido involucrarme en todo aquello?

En algún lugar, indudablemente, había un responsable… Había que dar con él, había que interrogarlo. Sin duda sabía ya, a esas horas, que sus objetivos se habían cumplido.

Entonces entró Schwarm.

—Venga, vámonos de aquí, Phil.

—¿Ya se ha entrevistado con el capitán Dalton?

—Todo está bien, le dije que habías estado conmigo. Todo se ha aclarado.

—Esto es un auténtico infierno —dije—. Nunca había visto nada peor, ni siquiera parecido, en toda mi vida… ¿Tiene usted idea de lo que está pasando?

—Sí —me contestó mientras abría la puerta para que saliéramos—. Pero ya hablaremos de eso más tarde.

Aquella vez habían encontrado mi coche lejos. Tuve que firmar para poder sacarlo del aparcamiento de la policía. Schwarm me esperó.

—¿Le llevo a alguna parte? —le pregunté.

—Sí, a mi consulta. ¿Podrás concederme unos minutos?

—La verdad es que estoy agotado…

—Lo comprendo. Pero creo que tenemos que hablar, creo que debes verbalizar todo lo que llevas dentro… De hecho, le he prometido al capitán Dalton que hablaríamos.

—¿Está investigando usted este caso?

—Sí, aunque de manera extraoficial. De vez en cuando me llaman para consultarme cosas, como bien sabes. Sobre todo cuando suponen que un crimen es responsabilidad de alguien con cualquier trastorno mental.

—En otras palabras, Dalton cree que tengo algo que ver, ¿es eso?

—No, pero…

—Bueno, usted es un psiquiatra experto —dije—. Y a lo mejor consigue que me aclare yo mismo… O consigue mejorar mi humor. ¡Quién sabe!

—Quizá —dijo Schwarm—. Al fin y al cabo, en eso consiste mi trabajo. Te pido que vengas a mi consulta precisamente porque rechazas cualquier implicación en este asunto, ¿comprendes?

—Usted gana —dije.

Conduje hasta el edificio Soames y dejé el coche en el aparcamiento. Aún era muy temprano y no había paciente alguno en la consulta. Ni siquiera estaba la recepcionista; sólo nosotros dos, frente a frente y sin testigos.

—Siéntate y háblame de la historia —dijo Schwarm mientras encendía un cigarrillo—. ¿Quieres fumar?

—No, gracias —dije con alguna dificultad pues tenía la garganta seca y estaba sediento—. ¿Es una conversación privada, nada más?

—Tengo que tomar notas, pero respetaré lo que sea puramente confidencial, Phil…

—De acuerdo —dije poniéndome cómodo en el asiento—. ¿Por dónde quiere que empecemos?

—Por el principio.

—¿Se refiere a esta noche o a la otra? Supongo que ya le habrán contado que pulsé la alarma para avisar del incendio en la Hermandad Blanca…

—Sí, ése es el principio. Comienza desde ahí. Tú sabes desde dónde me interesa que empieces.

Sí, lo sabía. Pero no me daba la gana. O, mejor dicho, no podía hacerlo. No podía hablar del comienzo, o de mi sueño, como se prefiera… Ve con cuidado, me dije. Debes ir con todas las precauciones del mundo.

Así que me limité a repetir lo que ya había contado a Dalton en mi declaración oficial: la historia del encuentro con Diana Rideaux, mi llegada a casa, mi salida en busca del cuaderno de notas, lo de la taberna, mi posterior encuentro con Diana, nuestra cena y el rato que pasamos a la orilla del lago.

Pero iba demasiado rápido y acabé contándole lo de la colilla del pitillo y el pequeño incendio que provocó en los matojos.

Lo miraba mientras le iba contando cosas, pero su cara nada traslucía. Se limitaba a tomar notas y nada más… Por un momento pensé en decirle que lo de la colilla había sido un simple accidente, una negligencia por mi parte. Pero, si lo hacía, ¿no despertaría con ello sus sospechas? Así es que continué hasta llegar a la noche anterior. Hablé del oficio de la Iglesia del Átomo Dorado en el que, por cierto, nos habíamos encontrado; hablé del rato que pasamos en el restaurante y de mi posterior encuentro con el tipo de la cara de payaso. Y de cómo me obligó a que le llevara hasta el lugar del crimen, y del fuego, y de cómo me topé con el cuerpo de Ricardi.

—Eso es todo —dije—. Creo que está usted entrevistándose con la persona equivocada, ¿no le parece? Si tuviéramos aquí al dichoso enano de la cara de payaso, a buen seguro que él le contaba lo que usted necesita saber.

—Probablemente —dijo Schwarm dejando su lápiz sobre la mesa—. Pero, antes que nada, debemos ser prácticos. Tu amigo, por llamarlo así, el enano en cuestión, no está a nuestro alcance, así que no podemos trabajar más que con lo que tenemos a mano.

—¿Y puedo decirle algo más? —pregunté—. Creo que no me queda nada.

—Tu información me resulta muy valiosa, Phil; estás cooperando bien —dijo cerrando su cuaderno—. Has hecho un relato muy pormenorizado, y demuestras tener una excelente memoria para los detalles…

—Es imprescindible cuando uno se dedica a la escritura.

—Sí; pero no sé por qué me parece que ocultas algo, Phil… Me parece que omites cosas de capital importancia.

—¿Por ejemplo?

—En ningún momento, al relatar los hechos, has hecho mención alguna de los sentimientos que te embargaban al vivirlos… Nada me has contado acerca de tus reacciones…

—Bueno, yo pensaba que usted, ante todo, quería hechos, no impresiones… Y no creo que mis sentimientos al respecto tengan mayor importancia.

—Bueno, digamos que sólo por curiosidad, te pido que me cuentes cuáles eran tus impresiones, todo lo que ha pasado por tus pensamientos en los últimos tres días.

—Estaba atónito —dije—. Infernalmente atónito. ¿Cómo no iba a estarlo? Resulta que pulso la alarma para avisar de un incendio y prácticamente me toman por un pirómano. Después viene esa pequeña bestia y me secuestra pero no precisamente para llevarme a un picnic… Y lo de la chica; ya sabe, su forma de actuar para luego acusarme de forzarla… Y el incendio de los matojos… Todo eso me turba especialmente…

—¿Por qué?

Había ido demasiado lejos como para detenerme ahora.

—Porque sé que fue un accidente —dije—. Y como no estoy del todo desinformado a propósito de las teorías con las que usted, por ejemplo, trabaja, sé bien que hay actos inconscientes; o mejor dicho, que provienen del subconsciente… Puede que cuando tiré la colilla del pitillo quisiera mi subconsciente iniciar un incendio… No sé. A lo mejor es que todos los hombres, en lo más recóndito de nuestros corazones, queremos ser pirómanos…

—¿De veras lo crees?

—Usted es el médico, usted puede decírmelo.

Schwarm sonrió ampliamente.

—¿De veras crees que arrojaste esa colilla por un deseo inconsciente de iniciar un incendio?

—No quiero ni pensarlo, ya no… La verdad es que me aterroriza el fuego. Y esta noche, cuando entré en la habitación de Ricardí, a punto estuve de quedarme inútil, paralizado por el terror…

—Y, sin embargo, entraste.

—Sentí que tenía que hacerlo.

—Podías haber esperado la llegada de los bomberos…

—Una persona no puede pensar racionalmente en circunstancias como ésa —respondí—. Es el subconsciente lo que actúa.

—O sea, que fue tu subconsciente lo que te hizo entrar en una casa en llamas…

—Bueno…

—Y ahora, en pleno uso de tu consciencia, crees tener un pánico cerval hacia el fuego…

—Yo —comencé a decir levantándome— no puedo explicarlo, doctor… No puedo decirle nada más.

—Está bien, no te preocupes… Te creo. Creo que no puedes ir más allá en tu verbalización. Aunque quizá sí pueda hacerlo tu subconsciente. ¿Te atreves a intentarlo?

Volvía a tener miedo. Y, a pesar de eso, sentía una fuerte atracción por lo que me sugería.

—¿Qué va a hacer, hipnotizarme? No irá a inyectarme una de esas drogas de la verdad…

Schwarm se echó a reír.

—No seamos melodramáticos, Phil. No utilizo métodos como esos… Quiero profundizar un poco más en lo que sugieres, simplemente. Creo que tu concepción del subconsciente es un tanto trivial. Yo creo que no hay área o entidad, tanto física como psíquica, que pueda identificarse con eso que algunos llaman «mentalidad subconsciente». Sólo la consciencia recibe e identifica lo que nos es preciso tanto para bien como para mal. Cierto que algunas cosas nos resultan poco placenteras. Cosas que suprimimos o reprimimos directamente. Pero se han recibido y están ahí, de una forma o de otra. Unicamente a eso podemos definir como subconsciente. Cosas que se truecan en fantasía, en ocasiones, o que adquiren matices simbólicos; cosas que, sin embargo, al permanecer en el sujeto, pueden terminar por acarrearle alguna suerte de trastorno psíquico. La fantasía, en ese caso, actúa como sustitutivo de la realidad poco dichosa. La mente trata de comunicarse en toda circunstancia, ¿me comprendes?

—No del todo.

—Ya verás cómo sí lo entiendes…

Se levantó y al poco trajo consigo una especie de folleto voluminoso.

—¿Qué es eso?

—El método que yo utilizo para descubrir lo que se halla oculto. Seguramente has oído hablar de esto. El test de Rorschach. Las manchas de tinta… Las miras y me dices qué ves en cada una. Nada más que eso…

Tenía razón. Nada más que eso. Fui mirando cada una de las láminas en el orden en que me las ofrecía, mientras él anotaba mis reacciones. Algunas eran rojas; otras, de color rojo y anaranjado; y había también manchas de color naranja, y de color rojo, y de color azul, todo junto… Y hasta verdes.

Nada más acabar, iniciamos de nuevo la secuencia, pero en distinto orden. Y lo hicimos una tercera vez. Él me hizo preguntas que yo le respondí. No trataba de evadirme ni de evitar sus prospecciones.

Schwarm no paraba de tomar notas. Al fin dejó a un lado las láminas y tomó asiento cerca de mí, comenzando a leer cosas que tenía apuntadas… De tanto en tanto interrumpía su lectura para hacerme alguna pregunta… Contesté a todo, absolutamente a todo lo que me pedía.

—Bueno —dije—. ¿Cuál es su diagnóstico? ¿Soy un pirómano?

Sonrió.

—Deberías hacerte esa pregunta a ti mismo —me dijo—. ¿No sostienes la opinión de que todos somos pirómanos en potencia?

—No, usted es quien se dedica a investigar en el alma y en la mente de los pacientes… No estoy muy seguro, en realidad, de lo que es un pirómano.

—Ni yo… Pero dejemos esto. Quizá podamos encontrar cosas más interesantes al margen de semejante controversia.

—Sí —dije—. Pero no quiero discutirías; ni quiero encontrar cosa alguna, de verdad…

Pero dejé que él tomara la iniciativa, que comenzase a explicarse.

—En primer lugar —dijo Schwarm— pensemos en el fuego, concentrémonos en eso. El fuego es algo elemental, como bien sabes. La auténtica chispa de la vida. El fuego que proviene del Sol: fuerte, brillante, cálido… Lo reconocemos en cuanto brota y pronto nos cautiva. Por eso resulta tan importante el color rojo; el color primigenio, el más excitante; el primero de cuantos atraen la atención de un bebé. El rojo equivale al fuego.

—Y también a la sangre —dije.

—Exacto… Y también la sangre es vida en la simbología y en la fisiología. Así que el fuego es sangre y vida. Algo casi mágico, ¿no te parece?

—Sí, podemos encontrar esa asociación entre el fuego y la magia en todas las tradiciones y leyendas de las culturas que conocemos. La purificación zoroástrica. Vesta y Agni fueron diosas del fuego. Seguro que sabe la historia de Prometeo, que robó el fuego de los dioses, un mito tan común a otras religiones como a la griega. Nuestra propia Biblia está repleta de asociaciones entre el fuego y los sobrenatural. La historia de Moisés y la zarza prendida; el fuego que guiaba a los israelitas… Y los ángeles con espadas de fuego…

—Ciertamente —dijo Schwarm—. Siempre, desde antiguo, se ha considerado al fuego como mensajero de los dioses… Pensemos en los altares sacrificiales, en las piras rituales para hacer morir mediante el fuego a los herejes… Y, por supuesto, no olvidemos la asociación que se hace entre las penurias del infierno y el fuego que le es consustancial. Como tampoco debemos olvidar que los alquimistas medievales buscaban la piedra filosofal a base de mercurio, de agua y de fuego… El fuego siempre ha tenido una transustanciación misteriosa; una suerte de materialización, en sí mismo, de conceptos como vida y creación, por un lado, y muerte y destrucción, por otro. Pura magia, amigo mío. Magia que hasta los más niños captan, o, por mejor decirlo, magia que hasta a los más niños atrapa. Cuando provocas un fuego, en realidad creas un mundo nuevo. Y al tiempo destruyes otro, el antiguo… El incendio no es más que una circunstancia. Yo siempre digo que los pirómanos son unos sujetos, en un setenta por ciento de los casos, con una inteligencia fronteriza, una inteligencia claramente por debajo de lo que se considera normal…

—De manera que tiene usted alguna experiencia clínica con pirómanos…

—Sí, alguna…

Schwarm se levantó entonces para dirigirse a su biblioteca. Volvió con un volumen en las manos.

—La Asociación Psiquiátrica Americana —dijo— clasifica como pirómanos en potencia a los psicasténicos y a quienes padecen accesos compulsivos… ¿Eso te dice algo?

—No —respondí—. Salvo que, por lo que me acaba de decir, los pirómanos son imbéciles, o casi, que tienen una irrefrenable tendencia a provocar incendios. ¿Pero por qué? ¿Y qué hay del treinta por ciento restante que posee una inteligencia normal? ¿Por qué cometen incendios?

—Ahí está el meollo de la cuestión, ¿no crees?

—Ni me mire… No tengo la más remota idea —dije.

—¿Estás seguro de lo que dices?

Schwarm volvió entonces a abrir su cuaderno de notas.

—Veamos qué significa para ti el fuego, veamos qué otras cosas te sugiere —dijo—. Veamos con qué has asociado el fuego.

—De acuerdo —dije—. Palabras y hasta frases. Nada más. Una bola de fuego. Fuego del infierno. Fuego creativo. Chispa del ingenio. Estás ardiendo… Jugar con fuego. Qué sé yo… Asiento caliente. Tú me incendias… Mejor casarse que abrasarse. Número caliente… Vieja llama. Chica calentorra… Fuego en el que la pasión se consume… ¡Bah, tonterías! Palabras nada más… ¿Sigo diciéndole más frases hechas a propósito del fuego?

—No, ya es suficiente… Veamos, como decía, lo que tú has verbalizado… ¿Qué te sugieren todas esas frases hechas?

—Algunas, en mi opinión, aluden al castigo, a la expiación, ¿no? El infierno y el mar caliente. Una contradicción amarga… Y, por lo demás, el resto posee, a mi parecer, una clara intención sexual.

—¡Eso es! —exclamó Schwarm—. Por lo general acudimos a figuras retóricas como ésas, casi a diario, o casi cada diez minutos, para expresar algo que nos concierne de manera muy profunda… A tal punto, que es mucha la gente que piensa directamente en esos términos, sin mayores sutilezas. Para ellos dichas frases poseen un significado mucho más que elíptico, tienen una connotación enraizada en su cotidianidad… No debe sorprendernos, pues, que abunden los pirómanos que se iniciaron en el delito ya en su adolescencia. Es ése, precisamente, el período en donde los trastornos sexuales, los desajustes emocionales, anuncian la aparición de la paranoia esquizofrénica, por ejemplo… Celos, rivalidad, impotencia, frigidez, perversiones y fetichismos no son sino circunstancias añadidas… El fuego parece arrasar con todo ello. Como bien sabes, la expresión «sentarse en el fuego» alude claramente al acto sexual, al coito. Podría tratarse, en el fondo, de un afán de castigo para expiar la antigua costumbre del incesto, avisando de un durísimo castigo si se vuelve a consentir en el tabú… Algunos pirómanos llegan a creer que son capaces de controlar el fuego como si se tratase de una emoción más. Otros, sin embargo, se sienten dominados por el fuego. En cualquier caso, la descarga emocional que un incendio les procura no es suficiente, por desgracia. Tienen que repetir el acto. Así actúan los pirómanos…

—Pero si una persona es consciente de su condición de pirómano, ¿por qué no puede corregirse? —le pregunté.

—Ésa es una buena pregunta. Casi todos los pirómanos niegan que lo sean; incluso se lo niegan a sí mismos. Muchos actúan en trance, bajo los efectos de una amnesia traumática. Otros aseguran haber oído voces que les obligaban a provocar incendios. Y siempre tienen la sensación de que el fuego es culpa de otros. No quieren tener nada que ver con eso porque el fuego les asusta. Y porque su condición piromaníaca les provoca un bajo concepto de sí mismos. Quizá sea así porque todos los pirómanos se saben asesinos en potencia y eso es algo que a nadie, ni al más tonto, ni al más asesino, le gusta saberse… Algo parecido a lo que le sucedía a un joven paciente que tuve: padecía eneuresis, tenía un carácter ciclotímico… Y un sadismo de componente uretral claro… Solía torturar al pequeño ratón blanco que tenía como mascota…

—Un momento… Puedo entender lo del ratón, pero lo otro… ¿Podía contármelo en un lenguaje asequible, doctor?

—Sí, veamos… Gran parte de los pirómanos proceden de una extracción social baja, de familias a menudo rotas o en las que se daban lacras como la promiscuidad sexual. Nuestro pirómano prototípico, aunque detesto clasificar como típico cualquier caso, suele ser un muchacho con muchas complicaciones y complejos, que adora a su madre pero que odia a su padrastro, o a cualquier hombre que se relacione con ella, por sospechar que su madre y ese hombre no se entregan más que a una continuada transgresión de lo sexualmente aceptado. Teme, sin embargo, rebelarse abiertamente; por lo que abandona el hogar en uno u otro momento. Cae entonces en el alcohol y, por lo general, en un matrimonio precipitado que termina en ruptura… Para colmo de males, la situación se complica en ocasiones con un defecto físico acentuado o con una fealdad sin paliativos, que hacen que ese sujeto posea una muy baja autoestima. Eso, ineluctablemente, lleva a la manifestación de graves problemas mentales… A despecho de que el pirómano en cuestión sea una persona más que conformista… Nunca se enfrentará a las autoridades. Será un gregario, un tipo que coopera con todo lo que se le propone. Pero cuando la situación deviene intolerable, se escapa. Se escapa como se escapó del hogar de su madre. Deja el trabajo; si es preciso, deserta del Ejército si está cumpliendo el servicio militar… Cualquier intento de ajuste a la realidad le resulta problemático. Y se dice siempre que no es por su culpa sino por culpa de los demás; esto es, por culpa de quien secuestró y violó a su madre. Odia a su padrastro, pero también hay pirómanos, con las mismas características, que odian a su propio padre por idénticos motivos.

—O sea que, según usted, en el fondo lo que les lleva a la piromanía es un impulso sexual insatisfecho.

Schwarm negó con la cabeza.

—No, no tratemos de establecer premisas. Sólo busquemos lo que hay ante nosotros. Pero sí es cierto que en la piromanía se da una connotación sexual muy clara. La tensión que provoca esa necesidad de hallar satisfacciones; el ansia de la exaltación y de la relajación posterior…

—Muy interesante —dije—. ¿Pero qué pretendemos con esto? Usted me ha hecho una prueba, doctor. ¿Qué pasa con el test? ¿Cuál es su diagnóstico?

Schwarm encendió un cigarrillo más.

—Supón que, a través del test, me has dicho justo lo que piensas…

Dudé un instante.

—No creo haber tenido padres que me causaran mayores problemas… Mi padre y mi madre —dije— eran felices el uno con el otro y no recuerdo haber tenido ningún trastorno especial durante mi niñez. Por otra parte, está claro que ya he dejado de ser un adolescente. Y no tengo impedimentos físicos, ni soy excesivamente feo, ni soy un tipo conformista. Tampoco me dedico a pasar mi tiempo libre provocando incendios para luego llamar a los bomberos, no sé… Ya le he dicho que el fuego me da miedo. ¿Qué pasa con su diagnóstico?

—Nada que no me hayas dicho. Tú no eres un pirómano, aunque pienses que todos lo somos en potencia —dijo Schwarm, pasándose la mano por su cabello—. Pero demuestras una inquietud ante el fuego que tampoco es normal. Casi una pirofobia… Has llegado a decirme media docena de veces que te aterroriza el fuego. Pero no me has dicho por qué…

—Porque no lo sé.

—¿Te viste alguna vez, aunque fuese hace tiempo, involucrado en algo que tuviera que ver con el fuego?

—La verdad es que no lo sé…

—¿Y qué hay de tus sueños, Phil? ¿Alguna vez has soñado con fuego?

Se oyó una puerta en la recepción de la consulta… Fue como si los marines hubieran desembarcado para salvarme.

—Tiene usted visita, doctor —dije mientras me levantaba—. Será mejor que dejemos nuestra conversación para otra vez.

—Como quieras —dijo él—. Pero creo, Phil, que puedo ayudarte. Lo creo sinceramente. Puedo ayudarte sólo con que te prestes a ello. ¿Lo harás?

—¡Claro que sí! —y me dirigí a la puerta.

—Sal por la otra puerta —me dijo—. Estoy esperando a alguien más, alguien a quien Dalton quiere que haga un examen también hoy.

—Vale. Gracias por su tiempo y por las atenciones que ha tenido conmigo.

—¿Estarás en casa por si alguien… por si alguien quiere ponerse en contacto contigo?

—No pienso huir de la ciudad, doctor —le dije casi riéndome—. Diga a su amigo Dalton que no tema… Sólo me voy a dedicar a ir por ahí por si encuentro…

Schwarm completó mis palabras:

—¿Pirómanos?

—Eso es —dije—, por si encuentro pirómanos que quieran incendiar el mundo.