7

Tomábamos un café en el restaurante que había al final de la calle.

—Pues me dijeron que se encontraba usted de viaje. Nunca supuse que me lo iba a encontrar en un lugar como ése.

Schwarm esbozó una amplia sonrisa.

—Bueno, no hacíamos exactamente lo mismo. Tú andas en busca de material para elaborar una información periodística y yo ando metido en una investigación clínica. Como te he dicho, uno de mis pacientes es miembro, desde hace tiempo, de la secta. Y necesito conocer qué grado de organización tienen, cómo ejerce su influjo el profesor Ricardi sobre sus fieles… Y quiero conocer, de paso, al profesor Ricardi… Eso que él llama cura de enfermos es un fenómeno que me interesa sobremanera. Si logro encontrar un motivo razonable en ello mi investigación habrá dado un buen paso adelante… Me gustaría entrevistar a esa mujer a la que hemos visto abandonar su silla de ruedas esta noche… Me parece un claro ejemplo de histeria.

—No crea —dije yo—. Estaba preparado. Seguro que es un fraude. Estoy tan seguro de ello como de que el profesor Ricardi no es profesor de cosa alguna…

—¿Cómo tienes esa certeza?

Saqué mi cuaderno de notas.

—No hablo por hablar… ¿Quiere conocer los datos de que dispongo?

—Si no son confidenciales…

—Podrá leer más aún en el dominical del Globe de la próxima semana… Pero le adelantaré algunas cosas…

—Veamos —dijo Schwarm dando un sorbo a su café.

—Su amigo el profesor Ricardi tiene una historia muy convencional. Su nombre real es Joseph Edward Clutt. Nacio en Spokane, en 1929. Su padre fue fontanero. Joe fue aprendiz del mismo oficio hasta que se enroló en el negocio de un curandero. Llegó a esta ciudad en 1951 y fue arrestado por consumo de estupefacientes. En 1956 fue declarado culpable, en grado de adulterio, del divorcio de la señora Agatha Loodens de su marido Frederick. Según parece, había ofrecido a la dama en cuestión servicios que no son los propios de un fontanero.

Schwarm dejó su taza en el platillo.

—¿Quieres decir que ejerció como fontanero hasta 1956? ¿Y qué hay de sus viajes a Oriente y al Tíbet?

Me reí con ganas.

—Lo más lejos que ha ido Joe Clutt, en su camino hacia el Oriente, ha sido en busca de opio a Frisco.

—Sigue, por favor —dijo Schwarm—. Quiero saber cuándo se crea la secta.

—Es muy sencillo. Después de su divorcio, la señora Loodens recibió de su anciano esposo, en el reparto de bienes, un pequeño negocio de farmacia, que obtuvo una contrata gubernamental durante la guerra de Corea. Pero las cosas empezaron a ir mal en el 58… Entonces decidió actuar Joe, el amante de la vieja. Comenzó a manufacturar algo que llama aún cápsulas de energía atómica y Vital Cream. De ahí nació la idea de la secta.

—¿Quieres decir que un simple fontanero fue capaz de inventarse lo de las cápsulas?

—No, hay más… Hay un tercero en esta historia. El abogado de la vieja, el que le llevaba los asuntos del negocio, un hombre apellidado Weatherbee, fue quien tuvo la idea, eso seguro. Y creo también que fue él quien escribió La llave dorada y convenció a Joe para montar la secta. Al fin y al cabo, Clutt había ido por ahí con un curandero, de feria en feria, y algo de hierbas debía saber, además de poseer un cierto magnetismo. Justo lo que debió pensar la vieja señora Loodens… Ella y Weatherbee son los cerebros del asunto. Ellos hicieron que Joe se tiñera el pelo, que cambiara de nombre; ellos le escribieron sus primeras frases de impacto e invirtieron el dinero necesario para la edición de libros, de revistas y de folletos. Seguramente, una vez abierto el cuartel general, usaron de sus contactos con gentes de negocios para hacer sus primeros adeptos. Y empezó la estafa. Amasaron una fortuna con sus cursos para iniciados, o con sus lecciones para quienes quieran convertirse en iniciados. Impulsaron un buen negocio de venta de libros por correspondencia al tiempo que crecía el número de fieles a su iglesia. Las cápsulas y la crema también les dieron buenos frutos. Y los que daban desinteresadamente limosna… Creo que van a abrir una sucursal en Chicago próximamente…

—Pero no puedes creer que la gente sea tan maleable —dijo Schwarm—. Me parece que lo tuyo es una observación puramente personal.

Lo negué.

—La gente cree porque necesita creer, porque quiere creer —dije—. Y ahí radica el éxito de las sectas. Hace cinco años estuve en una sesión pseudocientífica de ésas y no podré olvidarlo jamás. Se habían reunido unos doscientos sectarios. Gente de mediana edad, en buena parte, pero también un montón de jóvenes adolescentes y de parejas recién casadas y de otras que llevaban consigo a sus hijos. El médium era un tipo bajito, de unos cincuenta años, que, ante todo, hubiera necesitado un buen baño y un conveniente afeitado. Su mujer era una gorda infame que cobraba la entrada de acceso a la sesión y que presentaba a su marido ante el público anunciando el próximo trance de éste para comunicarse con el Altísimo… Poco después, tal y como lo anunciara la gorda, el tipo bajito cerró sus ojos, comenzó a contraerse y a soltar palabras que, en un principio, eran inconexas y dichas en un tono de voz sumamente agudo… Reconocí algunas de las palabras que decía en español y el resto, la verdad sea dicha, me sonaba a chino. Su esposa «traducía» todo eso, asegurando que se trataba de un importante mensaje del Altísimo que hacia predicciones de futuro soltando a la audiencia allí reunida preguntas estereotipadas que el médium respondía, siempre según la «traducción» de la gorda, de manera no menos estereotipada. Aquel acto, de haber durado diez años seguidos, habría mantenido el mismo nivel de atención en los fanáticos que escuchaban la supuesta voz del Altísimo. Todos estaban literalmente sentados en el filo de las sillas, tensos, expectantes… Creo que lo que buscaba aquella gente no era, por cierto, la luz de la verdad.

Schwarm encendió un cigarrillo.

—¿Pero cómo se puede embaucar a la gente impunemente? —dijo—. ¿Qué hacen las autoridades? ¿Acaso desconocen que este hombre no es profesor ni cosa que se le parezca, que no es más que un estafador religioso?

—Por favor —dije—. Usted ve las cosas desde un punto de vista puramente psiquiátrico, pero hay más vertientes legales… Clutt es Ricardi, por supuesto. Un fraude. Pero consentido legalmente, porque también es cierto que se cambió de nombre en pleno uso de sus libertades individuales y cumpliendo con los requisitos legales que se exigen para ello. Es Ricardi legalmente desde hace tres años. Y si quiere llamarse profesor, puede hacerlo tranquilamente… Como si quiere hacerse llamar doctor, mientras no ejerza… Cualquiera puede decirse experto en metafísica, e incluso graduado en esa materia con tal de haberse pagado un curso por correspondencia… Y el uso que usted hace del término estafador religioso no deja de ofrecer dudas… Usted sabe que las sectas y las iglesias están plenamente legalizadas siempre y cuando paguen sus impuestos, cosa con la que sus líderes, desgraciadamente, quedan a salvo de toda responsabilidad… Creo, sin embargo, que mis reportajes pueden ayudar a pensar a mucha gente…

—Quizá —dijo Schwarm apagando su pitillo—. No puedo hacer más que observar lo que acontece a mi alrededor… ¿Pero desde cuándo te interesas por estas historias? Creí que estabas escribiendo otro libro…

—Lo dejaré de lado durante unas semanas… La verdad es que me estaba agotando.

—¿Sí? ¿Cuál era el problema? —preguntó.

Hizo la pregunta por casualidad, pero conocía a Schwarm lo suficiente como para saber que me la hacía con toda la intención del mundo… Ahí estaba mi oportunidad de contárselo todo, absolutamente todo, sin dejarme el más leve detalle. Todo lo relacionado con Diana, y con el fuego, y con la Hermandad Blanca, y con la borrachera que me agarré antes del incendio, y las razones por las que bebía…

Pero probablemente, me dije, no era aquélla la ocasión más propicia para ir tan lejos… Antes del fuego había ocurrido lo de la bebida, y la borrachera fue precedida de un sueño y tras ese sueño se escondían cosas de las que no tenía fuerzas para hablar.

Quería hablar, contárselo todo, pero no podía, me sentía incapaz de vaciarme… Y temeroso de lo que pudiera decir él, temeroso de lo que pudiera diagnosticarme… Era, al fin y al cabo, un psiquiatra, y podría señalarme cuáles eran mis errores de conducta más graves, cosa que, en el fondo, me daba mucho miedo.

—Digamos que se me secaron las ideas —contesté llevándome las manos a la cabeza—. Llevaba mucho tiempo con el libro y sentí que me vaciaba… Ahora este trabajo puede venirme muy bien para salir un tiempo de la escritura, lo necesito… Y escapar un poco de mí mismo…

—¿Escapar de ti mismo? —dijo.

—No, por favor, no me pretenda psicoanalizar ahora…

—Perdona, Phil, pero ya sabes que si tienes algún problema nada mejor que verbalizarlo.

—Sí, claro —dije—. Ya lo sé, muchas gracias. Bueno, ahora tengo que irme —añadí mirando mi reloj—, se hace tarde… ¿Puedo llevarle a alguna parte?

—No, he traído mi coche.

Schwarm se levantó, mientras apagaba un nuevo cigarrillo en el fondo del cenicero. Allí quedó la colilla humeante mientras unas pequeñas brasas rojas aún parecían tintinear. Eché un vistazo raudo al restaurante… ¿Y si alguna leve brasa de un cenicero, levantada por un aire súbito, fuera a incrustarse en una de las cortinas, o en uno de los manteles, y provocase un incendio? Si las cortinas se prendían, y ese fuego prendía además las paredes enteladas, todo ardería rápidamente, todo el restaurante sería pasto de las llamas apenas en el tiempo que dura un suspiro.

Schwarm echó a andar en direccion a la puerta, y yo, con un gesto mecánico, apagué por completo, casi con saña, la colilla que él dejara a medias en el cenicero… Era una tontería, de acuerdo… Pero no pude evitar hacerlo… Y si él me viera, ¿qué le diría? ¿Tendría que decirle que era yo un boy scout y que celebrábamos la semana de la prevención contra los incendios?

Pero no me vio. Nadie me vio hacer aquello y todo quedó en orden para mí. Schwarm me pagó el café, salimos, nos despedimos cordialmente en la calle y todo pareció estupendo.

—Llámame cuando quieras y quedamos para comer —me dijo—. A ver si nos reunimos con más frecuencia.

—Lo haremos —dije yo.

Vi como se alejaba en su coche y desaparecía al final de la calle. Entonces fui a buscar el mío al punto en donde lo había aparcado.

La oscuridad era ya grande, pero no lo suficiente como para que no viese la figura que se perfilaba junto a mi propio coche… Y cuanto más me acerqué, más la vi y más la reconocí: el tipo con la cara de payaso.

Pareció como que se estiraba al verme.

—Aquí estoy, esperando, hermano —dijo.

—Ya, ya lo veo…

—Quería asegurarme de que estabas solo —me soltó entonces mostrando sus dientes por encima de sus labios—. Porque estás solo, ¿verdad?

Me quedé estupefacto. Sí, estaba solo. Y no me gustaba nada. Estaba solo en mitad de la calle y con un fanático esperándome.

—Eso está muy bien —dijo—. De otra forma no te habría abordado. Prefiero que estés solo, me siento más seguro.

¿Seguro para qué? ¿Seguro para matarme? Eso fue lo primero que se me pasó por la cabeza.

Estaba de pie, tranquilo, sabiendo muy bien lo que hacía. Lentamente metió la mano en uno de los bolsillos de su abrigo y antes de que fuera posible hacer cualquier maniobra, ni siquiera salir corriendo, blandió una navaja amenazadora.

—Ve con mucho cuidado —me dijo—. Puedo hacerte mucho daño.

Con su mano derecha, armada con la navaja, me amenazaba. Con su mano izquierda me tomó de una de las solapas de la gabardina, primero, y después comenzó a desabotonarme el cuello de la camisa. Sentí al momento sus fríos dedos sobre la parte alta de mi pecho, muy cerca del cuello.

Intenté hacer un movimiento defensivo con mis manos y noté más aguda la punta de su navaja en mi cuello.

—Ni lo intentes —me dijo—. No quiero matarte, sólo trato de buscarte la señal.

Un loco de los infiernos, un loco de los infiernos, un loco de los infiernos, eso era yo…

Sus fríos dedos siguieron clavándose en mi pecho mientras con la navaja me destrozaba la camiseta en un corte de arriba a abajo. Al fin todo mi torso quedó a su merced.

—¡Bien! —exclamó al fin—. Tal y como me imaginaba, no eres uno de ellos… No tienes la señal.

—¿Qué señal? —pregunté.

—La señal de la Bestia. La señal del Diablo… Pero ya veo que no eres uno de ellos, después de todo. Eres bueno, un hombre de sentimientos puros… Así es que podrás ayudarme.

Al fin me soltó. Aún con la camiseta desgarrada, abotoné mi camisa y me arreglé la gabardina sobre el cuerpo.

—¿Ayudarte? ¿Quién eres tú?

—Soy el elegido… El elegido para la venganza…

¿Qué puede hacer uno después de oír una cosa como ésa? Uno no puede, en un momento semejante, tratar de pensar racionalmente, ni decir cosas con sentido… Mucho menos ante alguien que sigue teniendo en las manos una navaja que en una centésima de segundo podría clavársete en el estómago… Así que me quedé mirando la cara de payaso de aquel tipo, a la espera de lo que pudiera seguir contándome.

—Tú puedes ayudarme —repitió—. Vamos —dijo aproximándome al coche—. Entra, ya te diré a dónde nos dirigimos…

—¿Pero qué vamos a hacer? —le pregunté.

Sin embargo, allí estábamos, en mi coche, dispuestos a partir. Seguía recordando que el tipo con la cara de payaso tenía una navaja.

—Sé prudente —me recomendó.

—¿Por la policía?

—Sí, son nuestros enemigos. Seguramente lo sabes bien. Odian a la Hermandad.

—¿La Hermandad? —dije—. ¿Perteneces a la Hermandad Blanca, es de eso de lo que quieres hablarme?

—La Hermandad Blanca ha quedado destruida por un fuego demoníaco. Ya lo sabes. Un fuego demoníaco que todo lo arrasa pero que no evitará que otros, con nuevos bríos, resurjan de las cenizas.

El sujeto medio enano y con cara de payaso, que además tenía una navaja, me hablaba susurrante en la oscuridad. Me moví un poco en el asiento y sentí de nuevo la punta del acero. Sus ojos y su navaja seguían todos y cada uno de mis movimientos.

—Por aquí es —dijo—. Vamos al número 1902 de la calle Benson.

Aquella dirección nada me decía. La calle Benson, para mí, era una más de las calles de la ciudad, una más de los suburbios.

—¿A quién buscamos?

—A uno a quien tenemos que dar un aviso. Vamos, rápido.

Conduje, conduje en la esperanza de cruzarme con un coche cualquiera al que hacer una señal, qué sé yo… Conduje con la esperanza de poder pegar un acelerón, de encontrar el momento oportuno de quitarme de encima al enano; conduje con la esperanza de tener un accidente, cualquier cosa…

Pero nada aconteció. Todas mis esperanzas fueron en vano. No había más que oscuridad. Y calles. Una oscuridad rodeándome por todas partes. Y un tipo canijo con una navaja. Yo le llevaba en mi coche, pero en realidad era él quien me llevaba a alguna parte… Era él quien me llevaba a la más terrible oscuridad.

—Más rápido —me ordenó—. Debemos darnos prisa porque el fuego de los infiernos se mueve a velocidad vertiginosa en su afán por destruir el mundo. Tenemos al alcance de la mano el día del Juicio Final.

—Fuego —dije—. En realidad llevas un buen rato hablándome sólo del fuego… ¿No serías tú quien prendió fuego al tabernáculo de la Hermandad Blanca?

Volví a sentir la punta de su navaja, y esperé a que se hundiera en mi carne, totalmente resignado, casi como esperaba chocar contra algo… Me sentía pendiente de un clavo… ardiendo. Mas nada ocurrió. Casi al momento me quitó de encima la punta del acero.

—No quiero matarte, hermano, porque sé que en el fondo eres un ignorante, no sabes lo que dices —me espetó.

—Entonces, ¿por qué no me lo cuentas todo? —le sugerí.

—Muy pronto, hermano, muy pronto. Cuando se lo diga también a la persona que buscamos… Entonces os enteraréis los dos de todo.

—¿Para eso me llevas? ¿Por qué no puedes hacerlo tú solo?

—Porque si voy solo no me escucharía. Diría que soy un lunático… ¿Sabes lo que es un lunático, hermano?

Temí dar una respuesta, tanto negativa como afirmativa… Seguí conduciendo en silencio, hasta tomar por el Ammon Boulevard para desembocar luego en la calle Benson.

Pero su voz, cada vez más aguda, martilleaba ahora mi cabeza:

—Lunático significa loco, hermano… Loco sin remedio, con toda la locura y la maldad metida en los pensamientos. Me lo vienen llamando desde pequeño. Mucho antes, incluso, de que ingresara en la Hermandad. Sólo el reverendo sabía que no estoy loco, que no soy un lunático; sólo él lo sabía, porque también él creía en las voces, las voces del más allá… Pero muchos otros miembros de la Hermandad seguían llamándome loco. Y eso me enfurecía, me hacia sentir ganas de sacar mi navaja y dejarles sin lengua… Esas lenguas suyas que mentían y mentían sin parar…

Allí estaba yo. Callado y conduciendo, ahora un poco más despacio, ya en plena calle Benson, dirigiéndome hacia donde él me indicaba, ora con una palabra, ora señalándome el camino con un dedo. Y seguía susurrando:

—Lo sabrás todo en unos momentos… Y también él. Sabréis que no soy un lunático y que digo la verdad acerca del fuego del infierno… Él debe saberlo, además, porque es el próximo, el siguiente en la lista…

Había menos árboles en las aceras a esa altura de la calle y pronto estuvimos ante el número 1902. Una casa de dos plantas.

—Bien, ya hemos llegado —dije.

La casa estaba oscura y silenciosa. Pero en cuanto nos bajamos del coche, observé que una luz se encendía en la segunda planta, iluminando la ventana.

Ya estábamos ante la puerta de entrada.

—¿Por quién tengo que preguntar? —dije en voz baja—. ¿Qué tengo que decir? Imagínate un desconocido a estas horas…

—Yo hablaré, no te preocupes… Venga, llama al timbre —me dijo el enano armado con la navaja.

Toqué el timbre. Esperé. Volví a llamar.

—¿Lo ves? No hay nadie. O quien quiera que sea está profundamente dormido —dije.

El tipo con la cara de payaso me echó a un lado y se puso a aporrear la puerta con el mango de la navaja.

—Espera —dije—. Volveré a intentarlo, aunque no se…

—Está ahí dentro —me dijo—. Hay luz, mira…

Levanté los ojos y volví a mirar hacia la ventana. Efectivamente, aquella luz parecía más fuerte que antes. Como si ardiera…

Como si ardiera en su puro brillo, en su luminosidad.

Me volví hacia el enano y me di cuenta de que él también se había percatado del asunto. También él pudo ver las primeras llamas, también él pudo oler el inequívoco aroma del humo.

—Vayamos hasta la esquina —dije—. Hay que pulsar la alarma contra incendios.

—¿Pero qué dices? ¿Qué quieres hacer?

—Ve tú a pulsar la alarma, que yo trataré de entrar en la casa…

—No, es demasiado tarde —dijo él—. Morirás si lo intentas.

Era él, ahora, quien parecía aterrorizado. Miré al tipo con la cara de payaso y no volví a sentir miedo. Antes de que pudiera reaccionar, me abalancé sobre él y conseguí quitarle la navaja.

—¿Qué vas a hacer con eso? —me gritó.

—Ahora lo verás.

No tenía sentido alguno intentar derribar la puerta. Me fui hasta la ventana, de tipo francés, que había en el porche. Rompí el cristal con el mango de la navaja y la ventana cedió.

Una especie de sofocante ola de humo salió por allí.

—Vamos, ¡ve y pulsa la alarma! —grité al tipo.

Sin esperar más, me metí en la casa. Todo estaba a oscuras y el humo se me metía por los ojos, por la nariz, por la garganta. Con mis ojos nada podía hacer. Pero me tapé la nariz y la boca con el pañuelo.

Pegado a la pared recorrí la estancia. Tropecé con una lámpara de peana y caí de rodillas sobre un sofá. Buscaba una luz que encender, para conseguir ver algo, pero casi al momento esa búsqueda me pareció estéril. Las llamas todo lo alumbraron. El vestíbulo ardía ya. Y vi que ardían también los peldaños de la escalera que conducían a la segunda planta, convirtiéndose en una suerte de faro que me guiaba… O que me abrasaba.

El humo era espeso y agrio… No quería subir porque sentía un miedo mortal por el fuego.

Pero lo hice. Temía al fuego pero más me temía a mí mismo. Tenía que hacerlo. Quizá la respuesta que ansiaba estuviese arriba, en la segunda planta, adonde llevaba la escalera que ardía. Quizá allí me aguardara la revelación de los secretos que me corroían.

Subí los peldaños vertiginosamente, de dos en dos. Y al llegar arriba el humo parecía una mano invisible y poderosa que quisiera hacerme bajar de nuevo. Una mano invisible, poderosa, gigantesca y caliente.

Trastabilleé por el pasillo, yendo de una pared a otra. Aquella especie de mano me quería tirar y yo trataba de escapar de ella por muy pugnaz que se mostrara, por mucho que quisiera meterme lo que parecían dedos en la nariz, en la garganta, en los ojos.

Allí estaba yo. Rodeado de humo negro. Notando lo cerca que me pasaban unas llamaradas como lenguas enormes…

Llamas que salían ya de las habitaciones alcanzando el pasillo. Y un humo que era una nube indivisible, una masa auténtica y espesa.

Traté de mirar en el dormitorio y unas bocanadas de humo y de fuego me echaron para atrás.

¿Para qué decir que era como una representación del infierno llena de verosimilitud?

Alguien había pegado fuego a las cortinas, eso desde luego. Y a la alfombra… Y a las ropas de abrigo de la cama. Alguien había querido, y logrado, que el incendio comenzara allá arriba, en el dormitorio.

Alguien había conseguido que el hombre que yacía bocabajo en la cama, con las manos y los pies ya carbonizados, no pudiera tener la más mínima posibilidad de escapar, prontamente abatido por el humo.

Pensé en eso. En que es difícil escapar de un incendio, no ya por las llamas en sí mismas, que pueden llegar a burlarse, sino por el humo. Aquel hombre era la prueba palpable: una humareda súbita es cosa más que suficiente para asfixiar a cualquier persona.

Aquello había estado perfectamente previsto, bien planeado. Primero, la asfixia; después, la incineración… Sentía como si me hirvieran la cabeza y las manos. El papel pintado que cubría las paredes se desprendía ya, convertido en un hachón de fuego; las llamas comenzaban a correr libre y velozmente incluso por el suelo, como regueros.

Quité rápidamente la manta de la cama, que ardía. Tenía que sacarlo de allí inmediatamente.

Me eché el cuerpo sobre los hombros. Pesaba como un fardo enorme. Un saco pesadísimo, muy difícil de llevar a cuestas entre el humo y las llamas serpenteantes hasta el vestíbulo, también envuelto por el humo y las llamas.

Tosía, me lloraban los ojos, tropezaba a cada paso, estuve a punto de caer varias veces. Sudaba inmisericordemente y estaban a punto de alcanzarme los fogonazos que lanzaban lo que fueran cortinas, muebles, escalones.

Mientras bajaba de la segunda planta, creí escuchar sirenas, las de los bomberos y la policia; pero tampoco podía estar seguro de ello, pues dominaba el sonido de la crepitación; un sonido que parecía querer morderme los talones.

Pero tras aquel trecho había una ventana; y tras de la ventana, el aire… Eso era todo cuanto necesitaba. Aire fresco, incluso frío; sí, mucho mejor si era frío… Y dejarme caer, tirarme en plena calle, al aire, a la intemperie, al puro frío; sentir el frío, saberme definitivamente a salvo de las llamas; libre del humo… Deseaba reírme del humo y de las llamas.

Me quedaban sólo unos pasos, nada más que unos pasos para obtener lo que era, y quizá había sido nunca, más importante para mí, lo que más había ansiado a lo largo de toda mi vida; eso en lo que jamás reparase como ahora lo hacía: el aire y el frío. Y ojalá la lluvia… Unos pasos más y estaría en la calle… Mientras llegaban los bomberos con sus máquinas, y con sus mangueras, y con sus escaleras, y con sus cascos… Y con sus botas mojadas; sí, por el agua que moja y apaga el fuego… Al fin lo conseguí. Al fin estaba en la calle y sentía el aire y el frío que refrescaban mi sudor… Traté de encontrar con la mirada al tipo de la cara de payaso, pero no lo vi. Se había largado.

No importaba. Nada me importaba en tanto estaba ya a salvo. Lejos de las llamas, inmune ya al humo. Podía dejar en el suelo, pues, aquel cuerpo que pesaba como un fardo.

Lo hice. Lo dejé tumbado boca arriba. Y entonces vi su cara. Y me estremecí. Volví a sentirme preso de las llamas y del humo; supe que jamás podría apartar de mí el peligro de los incendios, la espantosa sensación del ahogo; y que tampoco podría evitar cuanto el fuego dejaba a su paso, arrasado.

Volví a mirar aquel rostro para mejor cerciorarme. Me agaché para hacerlo, para evitarme cualquier duda… Era el rostro de Joseph Clutt, alias profesor Ricardi; era el rostro abotargado y cianótico del líder del Átomo Dorado.

Allí estuve, paralizado por el miedo, unos segundos, acaso unos minutos. Y entonces me pareció que aquel rostro se acercaba al mío, pero no; yo corría ya hacia lo más oscuro de la calle, dejando atrás el fuego y el humo que antes me envolvieran.