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Estaba esperándome frente al edificio de apartamentos cuando aparqué mi coche aquella noche, y por un momento pensé que era un payaso, de tan blanca como tenía la cara y de tan negros como en esa cara se le veían los ojos. Por lo demás, tenía los labios absolutamente enrojecidos. Luego, cuando dejé el coche, crucé la calle y me lo topé bajo la luz de una farola; vi que no era un bufón, sino que reunía en su expresión, a un tiempo, las máscaras de la Tragedia y de la Comedia. La cara de aquel hombre, sin embargo, tenía una palidez rara, poco normal; sus ojeras denotaban un profundo cansancio, una auténtica extenuación. Tenía los labios rojos porque, de tan nervioso y agitado, no paraba de mordérselos.

Pasé de largo y me disponía a entrar ya en el portal cuando noté que me seguía.

—¿Busca usted a alguien? —le pregunté.

—Sólo espero, hermano.

Entré y subí las escaleras hasta mi apartamento… Entonces reparé en que me había llamado «hermano». Sólo los miembros de las sectas se llaman así.

Volví a salir de mi apartamento. Cerré la puerta con llave y bajé las escaleras a toda prisa. Pero ya no había nadie. Todo estaba desierto. Aquel extraño sujeto de los labios casi en carne viva se había largado.

Miré la calle arriba y abajo. Nadie. Éste también se había esfumado, sabe Dios por qué o para qué. ¿Y a quién esperaría? ¿O qué esperaría?

Otra vez subiendo las escaleras. Metí la llave y abrí la puerta para de inmediato encender la luz… Traté de tranquilizarme. Daba igual quién fuese. El caso es que todo parecía estar en orden.

Todo estaba en orden, mi casa estaba en orden, pero yo no.

Me resultaba complicado, por no decir imposible, comprender algunas cosas. Cosa de fuegos. Una chica que me enardece por una razón y un sujeto extraño que me enciende por otra razón… Aquel tipo, casi enano, merodeando por donde yo vivía… Sí, podía tratarse de una simple coincidencia. Esas cosas ocurren. Pero no deja de ser extraño que el largo brazo de la coincidencia hubiera decidido tocarme.

El caso es que el largo brazo de la coincidencia parecía ponerme un nudo en la garganta. El tabernáculo había ardido y la idea general era que se trataba de un fuego intencionado. Alguien lo había hecho. Alguien había asesinado, además, al líder, Amos Peabody. Y nadie había podido socorrerle. Yo no era más que un simple testigo, pero había estado muy cerca de allí, del lugar de los hechos. Además, preparaba unos reportajes sobre las sectas. Quizá eso no gustara a algunas personas. Quizá alguien tratara de forzarme a desistir, acorralarme como a un pollo.

La cosa no tenía gracia. Cuando me pongo a freír bacon, el aceite siempre me salpica. Si cojo un guante de tela para no quemarme con la sartén, da igual, siempre noto el mordisco del fuego. Y cuando fumo, invariablemente quemo mis pantalones.

Tengo un contencioso claro con la vida, pienso a veces. Las cosas arden fácilmente a mi alrededor… Claro que al tiempo todo esto me provoca hilaridad.

Corrí hasta el teléfono y marqué el número de Schwarm. Le necesitaba, una vez más necesitaba de él… Era tarde, sí; pero Schwarm aceptaría que nos viéramos. Seguro que venía a mi casa, sí… Tenía que hablar con él, tenía que contarle muchas cosas. Schwarm siempre sabe qué hacer.

Al doctor Milton Schwarm todos lo tenían por un excelente psiquiatra y a menudo era llamado a consulta por el propio departamento de policía. Yo no le consideraba un «buceador de la mente», sin embargo. Era un amigo. Lo fue muy profundamente durante seis meses. Y en ese tiempo pudo saber unas cuantas cosas acerca de mis problemas, aunque nunca fui capaz de expresarle los más serios. Simplemente, no fui capaz de contarle todo sobre mí. O a lo mejor no lo hice precisamente porque era un amigo. Detesto confundir la amistad con una relación profesional.

Ahora, sin embargo, estaba hundido; más que hundido; me sentía al borde del terror. Esperé ansioso a que alguien descolgara el teléfono.

Al fin sentí una voz.

—Por favor, ¿está el doctor Schwarm? Soy Phil Dempster.

—Lo siento, señor Dempster. El doctor se encuentra de viaje.

—¿Puede decirme cuándo regresará?

—Seguramente el viernes por la noche estará de vuelta.

—Muchas gracias —y colgué el teléfono.

Volvería el viernes y aquélla era la noche del miércoles. Poco tiempo, pero me pareció una eternidad. Dos días. Demasiada espera para una persona en mi estado.

Aunque —pretendía insuflarme ánimos yo mismo— nada malo tenía que ocurrirme. Estaba sobrio, apenas probaba una chispa de alcohol. Justo lo que ocurre cuando uno se aleja de la línea de fuego.

¿La línea de fuego? ¿A qué me refería exactamente?

Schwarm podría acíarármelo. Yo se lo contaría y él me ayudaría a encontrar la respuesta. Pero no entonces. El próximo viernes.

Ahora tenía que descansar, dormir… Y mañana emprender mi jornada, trabajar. Dedicarme a la Iglesia del Átomo Dorado. A su líder, el profesor Ricardi.

Así es que, en vez de irme a la cama, acudí a mi cuaderno de notas para leer los apuntes, los datos que tenía a propósito del profesor Ricardi y sus átomos dorados. Así estaba, empapándome bien de lo que tenía escrito, y sí, al cabo de un rato, comenzó a rendirme el sueño lentamente, sin que oyera el más leve ruido del exterior, sin que nada me importunase.

Por lo general me resulta difícil dormir en un sillón, salvo si estoy bebido. Pero el caso es que, cuando desperté, ya brillaba el sol con fuerza. La noche del miércoles había pasado.

Curiosamente, me sentía bien, muy bien. El afeitado y una larga ducha ayudaron a que aún me sintiera mejor. Luego de tomar un buen desayuno me encontré en condiciones óptimas para comenzar a trabajar.

Sí, me disponía a trabajar.

La investigación es cosa que lleva tiempo pero que, al cabo, ofrece excelentes resultados. Acabé de recabar datos a eso de las cinco de la tarde y, para ampliarlos, me fui a esa especie de morgue que es el archivo del Globe, para buscar, entre montañas de periódicos atrasados, cualquier cosa que se refiriese al profesor Ricardi. Pasé también por el despacho de Ed Cronin, pero había salido… Así es que, al final de la jornada, me veía obligado a cenar solo.

Lo hice en un vulgar restaurante. No quería que me volviesen las angustias de la cena del martes. Me dirigí después al Grace Boulevard y aparqué justo frente a la sede de la Iglesia del Átomo Dorado.

Por cierto, no era el lugar típico de reunión de una secta. Nada indicaba que allí se celebraran ritos y mítines entre sectarios. Se trataba de un edificio muy moderno, levantado en el corazón de un selecto vecindario. Sólo en una de las esquinas de la fachada un letrero con luces de neón de color amarillo anunciaba: IGLESIA DEL ÁTOMO DORADO.

Aquello parecía respetable, me dije. Nada tenía que ver con los edificios y templos de otras sectas de la ciudad. Lo más seguro es que allí dentro se celebraran también bailes, convenciones y que hubiera hasta un bingo en donde jugarse los cuartos el sábado por la noche, así como un club de jóvenes con un futuro más que prometedor en el mundo de los negocios.

Había algo, de entre todo lo que allí uno podía percibir, que me interesaba particularmente. Era un edificio del que irradiaba una luminosidad inaudita. Brillaba. No me apetecía especialmente, sin embargo, caminar al amparo de aquella luz tan especial, aunque lo hice no sin antes repetir para mis adentros que el letrero brillaba, que del edificio todo se desprendía una luminosidad rotunda, pero que no estaba ardiendo

Después de convencerme de esa manera pude entrar. El vestíbulo estaba hasta los topes. Allí se encontraban todos los sectarios de la ciudad aquella noche: viudas de mediana edad, rozando el climaterio o padeciéndolo de lleno; jóvenes pálidos de ojos desorbitados; hombres de esos con la mirada hundida, inspirando compasión; viejas con el pelo teñido de color naranja; jovencitas gordas y con la cara llena de granos; niños con paperas. Conocía bien a ese tipo de gente: ciudadanos de la clase media, con una vida confortable en lo material, pero viviendo siempre en el filo de las apetencias espirituales. La salvación, para ellos, es lo más de lo más. Y no quieren esperar a la muerte para ganarse el premio de la Gloria. Quieren la Gloria del más allá en el más acá.

Había, de paso, otros tipos dignos de especial atención: tullidos, paralíticos y ciegos. Bastones, muletas y sillas de ruedas.

Me detuve ante un mostrador en el que se ofrecían distintas publicaciones. La llave dorada fue un título que llamó poderosamente mi atención, a buen seguro por lo atractivo de su portada de un azul chillón sobre el que iban, en efecto, las letras en amarillo. Y una revista en cuya cabecera se leía La Ciencia del Átomo.

Una gorda se encargaba de cobrar las publicaciones. Una gorda que se afanaba en demostrar gestos de mucha bondad. Tenía a su derecha una pequeña caja fuerte y a su izquierda una botella de coca-cola por la mitad.

—¿Puedo ayudarle en algo? —me preguntó.

Dije que no con la cabeza y seguí de largo. Un poco más allá, otro mostrador. De lo que allí había se encargaba un sujeto decidido a parecer todo un caballero. El tipo en cuestión se encargaba de vender frascos en forma de pirámide que contenían un producto llamado Vital Cream. Tenía el mostrador repleto de frascos. En la etiqueta del producto —amarilla, naturalmente— ponía: cápsulas de energía atómica.

—Usted dirá, señor —me dijo el caballero.

Dudé unos instantes… Al cabo metí la mano en mi bolsillo y le dije:

—Déme un frasco de cada. ¿Cuánto es?

—Son cinco dólares por la crema y seis por las cápsulas.

Me dije que aquello era una auténtica estafa, pero me limité a pagar lo que el viejo me pedía… Todo fuera por llevárselo a un químico farmacéutico para que lo analizara.

Después, decidido ya al derroche, volví sobre mis pasos y me compré un ejemplar de La llave dorada y otro de la revista Ciencia del Átomo. Sólo por cincuenta centavos cada uno.

En total, doce dólares me gasté en mi investigación. Bien vendrían a los fondos del profesor Ricardi.

Pero…, no. El profesor Ricardi sabía hacer bien las cosas. Pude comprobarlo allí dentro. Lo que podríamos llamar la iglesia de las sectas era un recinto harto convencional, con bancos a cada lado de un pasillo que llevaba desde la puerta de acceso al altar. Un órgano común sonaba tocado por un organista no menos tópico, que se afanaba en llenar los aires con una música infinitamente conocida.

Junto al altar había un estandarte: un sol profusamente amarillo con una corona de la que salían centellas… Y allí que apareció, ante el altar, justo un instante después de que yo accediera al templo, el eminentísimo profesor Ricardi en cuerpo y alma.

Parecía levitar.

Vestía de amarillo; y amarillo parecía también su cabello; y su barba… Y sus dedos repletos de anillos de oro… Esos dedos con los que bendijo a sus fieles.

También su voz era dorada, sí… Y de oro parecían sus palabras. No eran, lógicamente, palabras que se materializasen, al salir de su boca, en piezas de oro, no, qué va… Pero en ellas tremolaba el oro del espíritu, la auténtica naturaleza de lo áureo… Había en ellas un tesoro sin fin, inacabable; el átomo primigenio, sin duda…

Según él, la vida toda surgió del Átomo. El Átomo era la fuerza de la creación, el padre de todos nosotros. ¿No era el bíblico padre Adán un miserable comparado con la magnitud del Átomo?

La Tierra, según Ricardi, nació de la energía atómica del Sol. El Sol —a quien cabía otorgar el título del primer Átomo— era la auténtica fuente de nuestro alimento. La energía solar confería a la Tierra su vigor; un vigor del que todos podríamos disfrutar siempre y cuando encontráramos las llaves de la sabiduría.

Y a quienes no fueran capaces de aprender esa verdad revelada, el Átomo condenaría a un fin, en plena vida, demoníaco. Y todos aquellos que se atrevieran a trocear esa materia primigenia, esos que osaran dividir el Átomo y corroer su esencia, verían caer sobre sí la destrucción sin paliativos.

Había llegado la hora del Átomo, la hora de su única Iglesia indivisible, la que llevaría al mundo la verdad, la Iglesia de la única Ciencia verdadera, la que otorgaba al hombre merecedor de ella LA LLAVE DE LA SABIDURÍA. La llave de la eterna juventud, la de la eterna salud, la de la vida eterna; una vida eterna que acogeña en su seno, sin hacer distinción alguna, al pobre y al rico, que así verían colmados sus más íntimos y espirituales deseos de crecer.

Decía el profesor Ricardi, igualmente, que era menester despreciar los bienes vanos, las miserias cotidianas, las ínfimas necesidades materiales. Sus muchos años de experiencia como científico cósmico, trabajando en los secretos laboratorios del Tíbet, le habían dado la experiencia necesaria como para saber diferenciar lo eterno de lo cotidiano, lo glorioso de lo miserable, la verdad rutilante de la mentira artera.

Durante cuarenta años —decía— viajó por las tierras del Error hasta que, al fin, encontró el Camino. Y maldijo a los malos científicos que, desoyendo sus indicaciones, se dedicaron a convertir la energía atómica en una bomba.

Ahora, sin embargo, conociendo bien tales poderes maléficos, el profesor Ricardi había tomado la insobornable decisión de revelar al mundo su Verdad. Quedaba poco tiempo y era dura la tarea en pos de evitar la inmediata destrucción de la vida y, en ese combate, crear una vida nueva. Pero él se sentía fuerte y dispuesto.

El profesor Ricardi llevaba toda su muy noble y benemérita existencia dedicado —recibía para ello alientos de la eternidad— a desvelar los mensajes del Átomo Dorado, la única fuente natural de vida, la energía pura del sol; algo que sólo era posible conseguir mediante su Vital Cream y merced a sus cápsulas atómicas. Unos preparados científicos que otorgaban la inmortalidad a quien los consumiera y llenase con ellos de la indesmayable luz de la Verdad; esa que se explicitaba en La llave dorada.

Todas esas cosas dijo el profesor Ricardi, hablando sin parar durante casi una hora. De vez en vez sus palabras recibían el subrayado de la música del órgano.

Y entonces focos de luz dejaban caer sobre él sus chorros amarillos y él daba las gracias al Poder Atómico que todo lo rige y que, si es menester, todo lo transforma.

Ese poder, pues, caía sobre Ricardi sobredimensionando su ya proverbial condición aurífera, perceptible, más que en ninguna otra parte de su ser, en su cabeza. Y agitaba las manos en alto como queriendo dibujar esa energía que había de llenar, igualmente, el espíritu de sus seguidores; que les haría sentir la pura Energía Atómica penetrando en sus cuerpos para salvárselos de la ruina, de la decrepitud física, y conferirles el don único de la armonía.

Así concluía su mensaje. Caía más luz para dorar su pelo y su barba. El órgano atacaba algo que semejaba una obertura operística y gracias a los avances de la electricidad la figura del predicador se agigantaba a los ojos de quienes allí estaban.

Pero faltaba algo… Entonces el profesor Ricardi extendía sus manos hacia el auditorio y ésa era la señal para que sus fieles lo siguieran llegándose hasta el mismísimo altar constituyéndose casi en una multitud.

Allí, ante el altar, rodeado de los suyos, el profesor Ricardi volvía a predicar, aunque esta vez en una especie de confesión pública que, uno a uno, iban haciéndole sus seguidores. Mientras les soltaba el sermón, individualmente, tomaba sus manos y ellos ponían los ojos en blanco, como en un éxtasis. Y rezaban… Y yo contemplaba a la masa.

Tenía a mi izquierda a un tipo gordo que, a modo de salutación, se quitaba y se ponía el sombrero una y otra vez. A mi derecha, una chica parecía convulsa de tanto como se estremecía al rezar en voz alta. El profesor Ricardi los tenía a todos en la palma de su mano.

Una mano que ahora tocaba la cabeza de un viejo para que éste cayera al suelo casi pataleando, gritando palabras de gratitud.

Un poco más allá de donde me encontraba estaban los tullidos.

Ricardi, ahora, se acercaba a una mujer en silla de ruedas. Silencio. Expectación… Ricardi ponía los dedos sobre sus rodillas, presionaba unos instantes y la mujer, como enloquecida, se levantaba y salía corriendo, abandonando su silla de ruedas. Los fieles emitían un rugido bestial.

Ricardi volvía sobre sus pasos, sonreía, se agitaba como si bailara mientras el tumulto crecía… Entonces volvía a sonar el órgano con una lenta melodía, muy suave, las luces se iban apagando lentamente y un acólito de cabellos plateados se unía al oficiante y comenzaba a pasar entre los fieles el cepillo de los óbolos. Todos soltaban los cuartos.

El gordo de mi izquierda, a toda velocidad, sacó de su bolsillo un billete de diez dólares. La chica de mi derecha echó tres dólares y algunos centavos. En la estancia tintineaba el inequívoco sonar de las monedas, eso que tanto gusta a los que tienen el privilegio de comprar la Gloria.

Ya había visto suficiente. Intenté acercarme entonces hasta el lugar en donde estaba Ricardi, y también la mujer que había salido corriendo desde su silla de ruedas, pero me topé con cuerpos sudorosos, espesos, plenos de excitación, que me cerraban el paso.

Cuando alcancé mi objetivo, ambos, Ricardi y la mujer, se habían esfumado. Traté de ver por dónde andaba el acólito del pelo canoso, pero en vano. Se había ido con su excelente cosecha de billetes y de monedas.

Quizá hubieran salido a tomar un poco el aire… Fui hacia la entrada del edificio, y tampoco estaban allí. Pasé de nuevo por el vestíbulo, ante los mostradores en los que se vendían La llave dorada y las cápsulas de energía atómica, para buscar una puerta trasera… Y sentí que unos ojos seguían mis pasos.

Encontré, efectivamente, la puerta de atrás. Había alguien allí, sentado como en guardia, mirándome… Cuando me acerqué, el hombre, de corta talla, me miró más profundamente y lo reconocí. Pude ver de nuevo su cara pálida, sus ojos negros, sus rojos labios de payaso… Entonces, después de echarme otra larga mirada, se levantó y se fue. Por la calle abajo…

Había estado allí aquella noche; y me vigilaba… Pero ¿por qué?

No quería darme por vencido, sin embargo… Volví al vestíbulo y me asomé de nuevo al templo, por ver si de nuevo andaba por allí Ricardi. Nada… Volví a salir, caminé un poco por un pasillo que había al final del vestíbulo y vi una puerta entreabierta… La empujé suavemente, para asomarme… Entonces oí una voz a mis espaldas.

—Phil, espera un minuto…

Me volví. Era el doctor Milton Schwarm con su sonrisa de cara de luna.