Quería dormir, es verdad, pero al tiempo eran muchas las cosas que tenía que hacer. Lo primero, tomar un taxi y dirigirme al bar de Joe. Estaba abierto y Joe andaba por allí.
Se trataba de mi cuaderno de notas.
—Me acordé cuando me puse a lavar los vasos, después de que ustedes salieran —dijo Joe—. Pero ya no podía avisarle.
—Gracias —le dije.
—Estuvo por aquí un detective preguntándome cosas sobre el cuaderno. Le echó un vistazo, aunque yo no se lo quería dar, pero no tuve más remedio… ¿Tiene algo que ver con el incendio?
—¿No ha leído usted nada?
Joe habló de lo muy duro que se hace atender un bar.
—¿De dónde va a sacar uno tiempo para leer en un negocio como éste? Además, no era cosa mía…
Me pareció aceptable su respuesta. A esas horas de la mañana, el bar estaba hasta arriba, parecía un negocio floreciente. Igual estaba la calle. Con mucho tráfico, con mucha gente; espectadores morbosos, curiosos arracimándose ante el edificio siniestrado… A la gente le gusta mucho el fuego. ¿Por qué?
—Usted perdone —dijo loe—, pero ¿tuvo algo que ver con el incendio?
—¡Claro! —dije un poco en broma—. Yo estaba allí.
—¡Ah! —exclamó él.
—Gracias por haberme guardado el cuaderno —dije—. Oiga, ¿nadie que usted conozca se percató del incendio?
—Yo no lo sé… ¿No lo vio usted?
—Estaba en casa —dije.
—¡Chico! Fue impresionante. ¡Llamas de más de cinco metros levantándose hasta el cielo! Mi mujer y yo lo vimos desde la ventana. ¡Qué espectaculo!
Me entraron unas ganas repentinas de abandonar el bar.
—¿Ha oído usted hablar de Peabody, eh? —preguntó Joe—. Pues apareció muerto junto a tres chicos más… ¡Qué forma tan terrible de morir!
No era lo que yo quería oír. Tenía que cambiar de conversación, aunque eso me hiciera seguir allí, en la barra del bar.
—¿Conocía usted a Peabody? —le pregunté.
—¿A ése? ¡No! Jamás entró aquí, ni siquiera para tomarse una cerveza. Ninguno de los suyos venía por este bar… Eran fanáticos, ya sabe a lo que me refiero. Gentes que daban todo su dinero al Gran Hermano, un gran ladrón… ¿Cómo puede la gente volverse tan loca?
Me encogí de hombros. De veras yo tampoco sabía cómo puede la gente volverse tan loca. Ayer mismo creí haberme vuelto loco. Pero estaba resuelto a que no me pasara más. Ninguna otra vez. Tampoco estaba muy seguro de lo que significa la locura. ¿Quiere decir que a uno le gusta provocar un incendio? ¿Quiere decir que a uno le asustan las llamas? ¡Cualquiera sabe! Si es así, ¡todo el mundo, en uno u otro caso, está loco!
—Perdone —dije—, me tengo que marchar. Tengo el coche aparcado un poco lejos de aquí.
Él abrió la boca como para decir algo más, pero yo abría en ese mismo instante la puerta del bar para salir. De nuevo tomé un camino equivocado.
Quería ver eso otra vez antes de irme a casa.
Parte de la calle aún estaba cortada y permanecían en el lugar de los hechos muchos coches de bomberos.
En las aceras y en las esquinas se amontonaban los coches aparcados. Había también infinidad de curiosos, a los que algunos bomberos instaban a despejar la zona. Pero la multitud prestaba oídos sordos; la gente hablaba entre sí, especulando con las causas de la tragedia.
Había, en el fondo, un ambiente de fiesta… Yo no es que estuviera precisamente para fiestas, pero también sentí una suerte de excitación, de ganas de reír, incluso. Por lo demás, ésos con quienes me cruzaba sonreían abiertamente.
También yo estuve a punto de sonreír, pero no lo hice. Aún echaban humo los restos del tabernáculo. Había caído la fachada y del tejado no quedaba rastro, naturalmente. Sólo en una de las alas del edificio, aún sin derruir, había ventanas que parecían ojos ciegos. Y una puerta que semejaba una boca quemada expeliendo cenizas. Las vigas achicharradas y lacias, pastosas de tizón negro, parecían el cabello grasiento de un delincuente juvenil. Había también papeles quemados, y sillas… Y mesas, mucho mobiliario total o parcialmente arruinado, junto a los restos de lo que fuera el tejado. Tantas cosas había por mirar que acabé olvidándome de que era la hora del almuerzo. En el fondo, el edificio siniestrado parecía un animal de vida extraña que conviviese, en perfecta simbiosis, con los animales urbanos que por allí hormigueaban: arañas y gusanos. Y pequeños ejércitos de ratas que hubieran tomado no sólo los restos del edificio sino las calles adyacentes. Animales que también pueden acabar sus días carbonizados, como los humanos. Y una vez arrasados por el fuego, parecerse ambas especies.
Los bomberos pisoteaban las ruinas y uno de ellos, desde la esquina en donde estaba la bomba contra incendios, tiraba aún de la manguera.
Allí. En aquel lugar en donde habían nacido las llamas para que unos hombres muriesen.
Y las gentes que por allí había parecían conscientes de esa alternancia entre la vida y la muerte. Lo vi en sus rostros. Podía leerse lo que sentían, lo que pensaban, incluso lo más secreto de sus anhelos. La Gran Bestia que mora ansiosa de su dieta cotidiana de violencia. La que siempre ha vivido en el hombre desde la noche de los tiempos, a través de los siglos.
Aquellas caras parecían reflejar en sí el incendio de Roma. Las caras de quienes contemplaban con entusiasmo el martirio de los cristianos; o las que miraban con deleite las piras inquisitoriales de Torquemada. En los ojos de aquella gente pude leer la avaricia, la violencia, su gusto por los linchamientos y el ardiente deseo de quemar. Era la multitud. Y para todas las multitudes el sufrimiento ajeno es siempre un espectáculo delicioso.
Sin embargo, a buen seguro que en pequeños grupos hablaban con tono compungido de la tragedia. Siempre lo hace así la gente, como las viejas en los funerales. Pero las viejas acuden a los funerales casi a diario y sólo de vez en vez la masa puede darse el gusto de presenciar un espectáculo devastador con el alegre contento del horror, tal y como lo describió Shakespeare.
Dadnos, Señor, un día como éste para alimentar nuestro pánico. ¿Una blasfemia? Quizá… Pero a mi alrededor no había sino blasfemia. Pude sentir cuáles eran los pensamientos, los más ocultos deseos de quienes por allí andaban.
«Esto no alegra mi ánimo», pensé: «aunque probablemente me gustaría participar de este sentimiento común. Y dar inicio a un fuego. Y quemar parte de la ciudad… En el fondo, ser tan perverso como todos los vecinos que se han echado a la calle para ver los restos del horror…»
Ha pasado en todas las épocas, en todo el mundo. Las masas quemaron la Biblioteca de Alejandría; y Roma; y París; y Londres…, y Atlanta. Chicago y San Francisco también sucumbieron en su día bajo las llamas. Y siempre las masas tuvieron mucho que ver en esos incendios. La masa saborea el olor del humo como si de incienso se tratase. ¿Acaso no lo adoran y le hacen ofrendas como a un dios de la muerte? Tienen que estar allí y solazarse en la contemplación de las llamas que unas veces son de color naranja, otras de color rosa, otras azules y blancas… Y ese sentimiento orgásmico de la gente cuando ve derrumbarse un techo, y unas paredes. ¡Oooh! ¡Aaah! Echan raíces las gentes ante el fuego y simulan un sentimiento de piedad y simpatía ante el voluntario que acaba con las piernas carbonizadas. Pero en el fondo no hay piedad para quienes pierden en un incendio sus pertenencias, sea un banquero o un tendero. Ni hay piedad para quienes perecen entre las llamas. Sólo un mar de ojos abiertos, expectantes: la masa adora a su dios del fuego.
Lo sé. Lo sé bien… La gente siempre dice esto: «Me asomé a la ventana en cuanto oí sonar las alarmas». Y también: «No sé qué pasó en el negocio de Tom. Pero oí las sirenas, y las alarmas, y al minuto lo vi salir en su coche a toda velocidad». Y hemos oído confesiones como ésta: «Hay algo en el fuego que me paraliza». Todo el mundo siente la necesidad de decir algo, de expresarse ante un incendio. Una necesidad ardorosa ante cualesquiera cosas que ardan. En el fondo, tenemos el corazón lleno de fuego. Y se nos incendia cuando presenciamos un sacrificio.
¡Buenos pensamientos, los míos, a tan temprana hora de un día, después de no haber pegado ojo en toda la noche! Y eso que tenía la intención de dirigirme adonde estaba aparcado mi coche y marcharme de allí.
Pero estaba en la calle. De pie. Tenía en el bolsillo las llaves del coche, el dinero necesario para tomar algo. Pero seguía allí, entre la muchedumbre.
Al fin conduje hasta mi apartamento, no sin antes detenerme para comprar una docena de huevos y unos rollitos de primavera congelados. Tenía que tomar algo, afeitarme, ducharme…
Pero lo primero que hice, nada más llegar a casa, fue telefonear a Cronin.
—¡Dempster! ¿Sabes algo de lo de anoche?
—¿Anoche? ¡Cielo santo, estamos metidos hasta el fondo en ese asunto! ¿Dónde estabas tú? ¿Por qué no apareciste?
—Ya sabes; además tú estabas con Dalton, declarando…
—Sí, ¡qué maravilla!
—Por un momento temí que te hubiera ocurrido algo.
—¡Gracias por tus buenos sentimientos! —le dije.
—No seas sarcástico, Dempster. Quiero concederte una especie de premio y saldrás en titulares, puesto que fuiste quien pulsó la alarma. No podemos dejar tu nombre fuera de la historia precisamente por eso. Pero sí quitaremos todo lo que se refiere a tu declaración, al interrogatorio. Tampoco diremos nada acerca de que estuviste en el lugar de los hechos porque habías ido en busca del cuaderno de notas, ¿te parece?
Cronin hizo una pausa y añadió:
—¿Recuperaste el cuaderno?
—Sí, no te preocupes, no tiene nada que temer la reputación del periódico.
—¡Vete al infierno! —me espetó Cronin, y luego pareció mas calmado—. ¿Te encuentras bien, Phil?
—Sí, muy bien, estupendamente, hombre… Sólo un poco cansado, nada más.
Otra pausa. Y luego:
—Phil, ¿seguro que no tienes nada importante que contarme?
—Seguro que no, hombre. Ya le dije al capitán Dalton todo lo que sé del asunto.
—De acuerdo. ¿Qué planes tienes?
—De momento, descansar un rato… Ya me pondré en contacto contigo.
—Vale, hazlo…
—Sí, no te preocupes.
Y colgué. El cansancio comenzó a golpearme de tal manera que acabé durmiéndome. Dormí sin soñar cosa alguna. Dormí hasta que se hizo de noche.
Luego me levanté, tomé una ducha y pensé en cenar algo. Era la hora de la cena. Y también la hora del teléfono.
A lo mejor estaba ella en casa, esperando mi llamada.
—Hola.
—¡Ah, eres tú! ¿Cómo estás?
—Bien, gracias…
—Te llamé esta tarde desde la oficina pero nadie cogió el teléfono.
—Estaba dormido.
—¿Cansado?
—No, ya no… Estoy hambriento, eso sí… ¿Ya has cenado?
—No.
—Estaré listo en quince minutos.
—De acuerdo.
—¿Te dará tiempo?
—Mejor dentro de veinte minutos. Tengo que cambiarme.
En realidad tardé hora y media en presentarme en el edificio de Fairhope donde ella vivía. Era un antiguo dúplex convertido ahora en cuatro apartamentos. Mi chica vivía en el último.
¿He dicho mi chica? Bueno…
De veras pareció ser mi chica cuando me abrió la puerta. Vestía de verde, el color de sus ojos. Su pelo seguía siendo cosa aparte, una maravilla mayor. Como ella misma. O como lo que yo sentía.
—Tienes buen aspecto —me dijo—. Aunque a veces uno no cree lo que dicen los demás… Perdona…
—No pasa nada.
—¿Quieres un trago?
—No, de momento —dije—. Ni quiero fumar. La noche pasada me ha quitado todos los vicios.
—¿Y eso?
—Bueno, no todos… Por ejemplo, sí me apetece comer algo.
—Fenomenal. Voy a coger mi sombrero… ¿Adónde vamos?
—Me apetece ir al Chateau. ¿Te gusta?
—Tenías que habérmelo dicho antes; no estoy vestida como para ir allí…
—Claro que lo estás. Estás guapísima —hice una pausa—. Perdona que te metiera en lo de anoche…
—No te preocupes, no pasa nada —me miró y volvió a hablar—. ¿Acaso creen que tú provocaste el incendio?
—Cualquiera sabe… Gracias por haberme proporcionado una coartada…
—No tienes que agradecerme nada, yo sólo les dije la verdad, lo que sabía…
—Pero —titubeé— en realidad no me dejaste a la una…
—Yo creo que sí. Puede que fuese casi la una cuando tomé el autobús. O quizá la una menos cinco, o menos diez, qué más da… ¿Por qué iba a decirles que era más pronto?
—Veo que de veras no sabes a qué hora nos despedimos… En fin, el caso es que me has salvado, encanto. Me gustaría agradecértelo, pero no se cómo…
Di un paso al frente con la intención de hacer lo que más me apetecía en el mundo: besarla.
Diana, sin embargo, se dio media vuelta.
—Phil —susurró—, ¿estás diciendo lo que yo creo que estás diciéndome? ¿Provocaste tú el fuego?
—Claro que no.
Me contrariaba que ella se hubiera vuelto cuando iba a besarla.
Me había gustado mucho, sin embargo, que me llamara Phil.
—La verdad es que no tienen ni la más remota idea del caso —dije.
—Pero… —comenzó a decir—. ¿No has visto los periódicos? El jefe de bomberos ha hecho un informe en el que dice que alguien reventó una de las ventanas de la primera planta y se metió por allí con un galón de gasolina, que derramó por el sótano, la primera planta y las escaleras… Por eso quedaron atrapados arriba los que murieron. Las llamas alcanzaron una voracidad tremenda en muy poco tiempo.
—¿De veras?
—Léelo si quieres —y me dio el Globe—. Voy a buscar mi sombrero.
Lo leí. Cronin había hecho un buen trabajo. Mencionaba mi nombre, pero sólo para referirse a la persona que había dado la alarma. También incluía la declaración del taxista.
Dalton no se extendía demasiado sobre el asunto. El periódico había construido su historia en base a las declaraciones del jefe de bomberos. Había testimonios, también, de varios miembros de la Hermandad Blanca. El jefe de bomberos, naturalmente, decía que el asunto estaba en manos de la policía. Su informe estaba lleno de «sugerencias para iniciar las investigaciones, claros indicios de criminalidad», que debían tenerse en cuenta para llegar a una resolución del caso.
En otra página se ofrecía una sucinta historia de la Hermandad Blanca y de su líder Peabody. Allí estaba todo lo que debía saberse de la secta; en suma, la historia que yo tenía que haber escrito. Así es que se me había ido de entre las manos una clara oportunidad profesional. Una oportunidad hecha humo.
Había en el informe, sin embargo, algo de capital importancia: ¿cómo se había iniciado el incendio? Desde luego, era más que verosímil lo de la ventana reventada y la gasolina. ¿Pero por qué no afinar más? ¿No podía tratarse de queroseno, o de cualquier otra sustancia inflamable? ¿No podía haberse iniciado el fuego porque alguien prendió papeles, o alguna prenda de vestir? Hay cientos de maneras de provocar un incendio. Un incendio devastador. En muy pocos minutos. En el sótano, en las escaleras… Cinco o diez minutos son mucho tiempo; las llamas, en ese espacio, lo arrasan todo.
Pensar en todo ello me hizo desear un trago. Pero antes de que sucumbiera a la tentación volvió Diana. Llevaba puesto el sombrero y traía consigo el bolso.
—¿Hace frío como para que lleve mi abrigo? —preguntó.
—No, la temperatura es agradable. Casi de verano. Tanto, que me gustaría tener un descapotable.
—Eso sí que es un lujo —dijo sonriendo—. Nunca he ido al Chateau. ¿Cómo adivinaste que me gustaría ir a cenar allí?
—Pura anticipación psíquica…
Sí, mucha anticipación psíquica, pero me pasé un buen rato conduciendo en sentido contrario adonde quería ir.
Al fin llegamos al restaurante y, en efecto, el menú era delicioso, el servicio extraordinario, la comida abundante… Sin embargo, apenas pude probar bocado… Y todo porque en una mesa próxima a la nuestra alguien había pedido un plato flambeado… Un plato que sirvieron en llamas a los comensales.
—¿Qué te ocurre? —dijo ella.
Señalé a las llamas. A las llamas azules y rojas. Miré en derredor y otro camarero portaba, en su bandeja, unas «crêpes Suzette» también envueltas en llamas.
—¿Te preocupa algo? —volvió a preguntar Diana.
Dije que no con la cabeza e intenté que, de veras, no me preocupase aquello. Quería creer que eso no me afectaba… Pero ¿qué me estaba sucediendo? ¿Acaso era presa de una variante de la manía persecutoria? ¿Era algo peor? Imaginemos que alguien comenzaba a cantar El humo ciega tus ojos. ¿Era razón para levantarme y salir corriendo?
—No me ocurre nada, estoy bien —dije, y ciertamente se me había pasado ya el pánico. Pero también se me habían pasado las ganas de comer. La carne que pedí era excelente, muy sabrosa y bien hecha, casi achicharrada. Como a mí me gustaba… ¿De veras que me gustaba la carne abrasada?
Aquella cena se me había convertido en una especie de ordalía, un trago amargo que pasar. Y allí estaba ella, sonriente, con su pelo cobrizo brillando cual llama viva…
«¡Ya está bien!», me dije. Traté de concentrarme en la conversación; traté de que sólo sus palabras me importasen. Traté de que no hubiera en mí más pensamientos que los necesarios para responder a sus preguntas… Pero si era ella quien hablaba, se me hacía casi imposible seguir su conversación.
Me contó, sin embargo, algunas cosas. Que su familia vivía entonces en Ohio, el lugar de donde, luego de residir un tiempo, había salido Diana cuando su madre volvió a casarse después del divorcio, para acabar sus estudios en el colegio. Ahora trabajaba como secretaria con un médico.
Pretendía prestarle atención, pretendía mostrar interés en lo que me decía, cosa que de común consigo… Pero aquélla no era una situación común. A mi alrededor había llamaradas azules y rojas y yo intentaba recordar, en lo más profundo de mí mismo, qué había hecho a las menos cinco, o a las menos diez, o a las y cinco, o a la una y diez de la madrugada del día anterior… Mis ropas estaban limpias y secas… Pero no podía razonar, porque el fuego me dominaba, me aterrorizaba… Tenía, simplemente, pánico al fuego.
Tomábamos ya el café cuando uno de los camareros se acercó a nuestra mesa para encender un candelabro con velas. Me levanté rápidamente.
—Vámonos —dije.
Ella me miró algo turbada. Cuando ya salíamos me tomó de un brazo.
—Pobre Phil —dijo—. Estás muy cansado… ¿De veras que no necesitas un trago?
—Bueno, sólo uno —dije.
Entramos en un bar próximo y tomé un trago. A los cinco minutos ya habíamos salido.
La noche era tibia y sentía la brisa del lago.
—Vamos a dar un paseo —dije.
Dimos, en efecto, un paseo corto casi sin hablarnos. Acabamos en la orilla del lago, en un lugar que me gustaba mucho. Para llegar hasta allí tuvimos que sortear matojos, pero lo hicimos. Yo había cogido del coche una pequeña manta.
Se estaba bien allí abajo, en la paz que ofrecía aquella oscuridad. Extendí la manta y ambos nos sentamos. Le dije que, al llamarla por teléfono, temí que no quisiera verme; pero estaba de más. Ella no era de esas chicas que se dan coba.
No era engreída. Pero tampoco tímida. Yo no sabía muy bien, a esas alturas, para qué la había llevado hasta allí. Era, a buen seguro, la chica más atractiva de cuantas había conocido; pero también era la segunda vez, nada más que eso, en la que nos encontrábamos. Yo no soy precisamente un lobo depredador… Me conformaba con estar sentado junto a ella un rato, y quizá tomarle una mano después y besarla. Eso me hubiera hecho feliz.
Pero ella no quería descansar, ni hablar. Me tomó de las manos y vi que su boca se acercaba a la mía no sólo como un ofrecimiento de placer, sino decidida al placer. Sus labios besaron los míos enardecidamente, nuestras lenguas se enredaron… Diana movía sus manos, movía su cuerpo y supe que no podía quedarme quieto. Y me moví yo también. Y así estuvimos mucho rato… Al cabo, apaciguados ya, por pura costumbre busqué en uno de mis bolsillos el paquete de tabaco.
—Creo haberte oído decir que no ibas a fumar más —dijo ella en un susurro.
—Siempre me salvas, Diana —dije—. Siempre me salvas… Y de un montón de cosas.
—Me alegro.
Volví a tumbarme a su lado.
—¿De veras estás contenta? No me gustaría defraudarte…
—No podrías; ni lo pienses, cariño. Nadie puede defraudarme. Nunca más.
Eché el humo. La roja brasa de mi cigarrillo brillaba en la oscuridad como un faro. ¿Una luz de alarma? No podría asegurarlo, pero el caso es que apenas oí mi voz al hablar.
—¿Qué quieres decir? ¿Hubo algún hombre que te hizo daño?
Deslizó su boca sobre mi pecho y soltó una carcajada al llegar a la altura de mi corazón.
—¿Un hombre? Phil, quiero ser sincera contigo… Ha habido en mi vida un montón de hombres… Un montón…
—Cuéntamelo.
—¿Por qué iba a hablarte de eso?
Hizo una pausa y prosiguió:
—Conocerías mis puntos débiles y entonces sí podrías herirme.
—No, no lo haría…
—Quieres hacer que te lo diga, ¿verdad?
—¿Decir qué?
—Que estoy enamorada de ti.
—¿Lo estás?
—¿Es que no se me nota? ¿Crees que he hecho esto por simple…?
Volvió a reírse.
—Pues claro que sí, tío, lo hice por pasar el rato… Tú serás como todos los hombres. Harás lo que todos: seguir tu camino, irte corriendo.
—No me he escapado, Diana. Estoy aquí. Y además quiero y me gusta estar aquí, a tu lado.
Di otra calada al pitillo y observé de nuevo su brasa.
—Creo que no debes ponerte en plan cínico y decir que todos los tíos somos iguales. Sabes bien que no es verdad, admítelo.
—Sí, mi padre era distinto… Pero ha sido el único —murmuró—. Así y todo, ¿qué hizo de bueno? Mi madre sabía que él la adoraba, pero no dudó en engañarlo. Para ella es una ventaja haber tenido una experiencia así… Cuando yo era pequeña, mi madre solía llevar a sus acompañantes a casa. Ella no hubiera querido por nada del mundo que yo me enterase del asunto, pero lo cierto es que me enteraba, porque tampoco ella adoptaba excesivas precauciones. Y cuando encontró al hombre que la encandilaba, pidió el divorcio e hizo pagar a mi padre los gastos. Ahora ama a mi padrastro… Pero bueno, es su problema… Él trató de follarme una vez, antes de que me largara de aquella casa… Por eso, como comprenderás, me fui.
Volví a sentir de nuevo sus labios sobre mi pecho y mi cuello.
—No —dije—. Ya vale de dudas… Yo no soy como los demás, créeme.
—Bueno, eso es lo que decís todos —me respondió—. Pero no te enfades, no quiero acusarte de nada… Eres un hombre. Y puedo comprender lo que sientes… ¿Pero cómo pudo mi madre adelantarse a lo que de común sienten los hombres y proceder en consecuencia? Como si fuera un hombre, así me gustaría comportarme.
La tibia noche pareció, de súbito, enfriarse. Diana empezaba a mostrarse ante mis ojos como una mujer muy diferente a lo que yo esperaba… Extraña, muy extraña, dubitativa, veleidosa… Como un personaje de película. O como la figura de algún museo de cera que, devastada por el fuego, dejara de ser hermosa para semejar una monstruosidad… Traté de salir de mis abstracciones, incluso de mis sueños de antes a propósito de ella, y volver a la realidad.
—¿Y no te ha gustado hacerlo?
—No… Lo odio. Si tú no me hubieras forzado…
—¿Que yo te he forzado?
Volví a dar una larga calada a mi cigarrillo, intentando tranquilizarme, y añadí:
—¿Qué pretendes decir ahora?
—Sabes perfectamente a qué me refiero, Phil.
—No, te juro que no lo sé… Todo lo que sé es que te amo y creí que tú sentías lo mismo por mí. Por tu forma de actuar, eso me pareció.
—Era una farsa.
Se puso de pie y yo también me levanté, arrojando la colilla del pitillo. Nada de todo aquello parecía tener sentido. Era irracional.
—¡Quitame tus sucias manos de encima!
¡Ahora mis manos eran sucias! ¿Por qué? Nada malo le había hecho y me odiaba. Podía verlo en sus ojos enfurecidos, de mirada torva y fija en los míos. Hubiera preferido que los cerrara. Me daban miedo.
En un intento último de reconciliación, la tomé de una muñeca… Me pareció helada. Toda ella estaba fría, como el hielo… Era de hielo.
Era de hielo y yo ardía. Yo era fuego; mis labios eran cerillas dispuestas a convertirse en una llamarada con el beso; mis manos parecían incendiarse, mi cuerpo ardía a tal punto que hubiera fundido a Diana.
Fuego, pasión, hambre… Cosas que te hacen enrojecer… Su cabello cobrizo contrastando con las oscuras aguas de la orilla; su cabello cobrizo que, como al margen de sí misma, parecía arder… Y su cuerpo como una llama blanca que poco a poco va haciéndose escarlata… El fuego que se impone al hielo y el hielo que enloquece porque jamás podrá convertirse en puro fuego. Porque el hielo se derrite, pero no arde.
Pero yo también estaba volviéndome loco a esas alturas de la noche. O es que la locura todo lo irradiaba, expandiéndose como el fuego. Todo era, efectivamente, una locura… Pero todo era, al tiempo, muy real.
Como atraído por una fuerza ignota, volví la cabeza. Y vi llamas. Fuego real. Los matojos ardían en ese punto adonde yo arrojara la colilla de mi cigarrillo.
Ella y yo estábamos de pie, mirándonos y mirando al tiempo hacia las llamas. Diana abría los ojos y la boca y su grito parecía salir, a un tiempo, de su mirada y de su garganta.
Las llamas eran como diablos danzarines que se multiplicaran para rodearlo todo. Diana salió corriendo a lo largo de la orilla y no pude seguirla. Allí me vi, impedido para correr, gritándole que volviera, que esperase.
Ella no volvió ni me esperó y supe que no tenía más opción que salir de allí sacando fuerzas de flaqueza, pisoteando matojos; pisoteando, incluso, el fuego con mis pies desbocados.
Al poco, sin embargo, el breve fuego se apagó. Tranquilamente. Y me quedé allí, solo. Ella se había ido.
Caminé lentamente un trecho, subí la pendiente para dirigirme adonde había dejado el coche. Nada. Diana tampoco estaba allí. Había desaparecido. Se había esfumado.
Puse en marcha el automóvil y salí a la carretera. Pensé que acaso debiera buscarla, pero no lo hice. Tampoco estaba muy seguro de por dónde podría haberse ido. No obstante, cuando llevaba unos minutos rodando, me metí por un sendero que, como inopinadamente, salió a mi encuentro; un sendero, para qué decirlo, que me llevaba en dirección contraria. Como siempre. Llegué al final, y nada. Tampoco la vi por allí. Volví a recorrer el camino, salí otra vez a la carretera y al poco alcancé la autopista… No pude encontrarla en ningún punto de la ruta… Quizá hubiera tomado un vehículo, un autobús… Para irse de mi vida.
Decidí no volver a preocuparme. Mejor que desapareciera. Diana Rideaux, con sus extrañas ideas acerca del amor y de los hombres… ¿Para qué volver a pensar en ella? Uno no puede convivir con una persona que piensa y dice esas cosas. Una persona que se mueve por impulsos, al borde de la locura, sin noción de las circunstancias…
¿Y qué decir de mí mismo, de esa imprudencia al tirar la colilla? ¿Lo hice por culpa de un deseo inconsciente? ¿También yo me había vuelto loco y no respondía a las más mínimas nociones de la lógica? La verdad es que tampoco se puede vivir con una persona que actúe como yo lo hice.
¿Cómo era capaz de aguantarme a mí mismo?
Pero dejé a un lado mis pensamientos y encendí otro cigarrillo. La verdad es que no deseaba fumar, pero me obligué a hacerlo quizá para probarme algo. Para comprobar que todo quedaba reducido a mis imaginaciones; para demostrarme que podía comportarme como cualquier persona normal… Aunque incendios provocados por fumadores descuidados los hay todos los días… ¿Por eso hemos de llamarles pirómanos? ¿No se trata de meros accidentes?
Conduciendo comencé a sentirme mejor… Quizá porque estaba solo. Me sentía lo suficientemente bien como para encender la radio. La música suele calmarme, además. Y eso es lo que pretendía. Cierta música comenzó a llenar el coche; una música sugerente y, a la vez, inquietante… Creí reconocerla, sí… Era, era… ¿Por qué demonios en aquella emisora habían puesto la Danza ritual del fuego?