4

Comenzaba a despuntar el nuevo día. Pude ver las primeras luces a través de la ventana que tenía aquella pequeña oficina.

El capitán Dalton puso frente a mi una taza de café. Bebí un largo trago, saboreándolo bien. Tenía un cierto toque amargo, como la ceniza. Pero es que todo me sabía a ceniza, todo me olía a humo.

—Muy bien, señor Dempster —dijo el capitán—, vamos a hacer el atestado.

—Pero ya dije todo lo que sé al detective Henderson.

—Ya, pero esto es para elaborar un informe oficial.

Estaba frente a mí, de pie, con su cabeza de cabellos blancos y cortos alzándose una y otra vez para echar el humo de su pipa.

Me gustaría saber qué es lo que lleva a un hombre a hacer un trabajo semejante: estar allí, a las cinco de la madrugada, dispuesto a oír una declaración. Me gustaría saber, igualmente, por qué demonios la cabeza de un comisario debe estar siempre envuelta en el humo de una pipa… Me gustaría saber —me hubiera gustado saber entonces— un montón de cosas más.

—Trate de recordar los detalles concretos, por favor. Esto es serio.

Yo estaba anonadado. Era un asunto serio, de acuerdo… Serio como el infierno. El rojo infierno de un holocausto, paredes cayendo convertidas en brasas, alarmas sonando en las calles tomadas por el humo. Y más cosas: encontraron el cuerpo calcinado de Peabody en una habitación, junto con los de tres personas más, todas ellas miembros de la Hermandad Blanca. Murieron mientras dormían allí aquella noche. Había ardido, pasto de las llamas, el edificio entero. Ardido hasta su total destrucción. Había ardido hasta el sótano… ¿Cómo puede incendiarse también un sótano? Sí, ciertamente se trataba de un caso serio, lo sabía. Y sabía igualmeute que me habían llevado hasta allí para intentar dar con las claves del suceso. Pero yo ya había hablado con el detective, primero, y con el jefe de los bomberos después… Si el comisario pretendía interrogarme ahora, es que me había convertido en sospechoso, el sospechoso número uno.

—Bien, ¿podemos comenzar? —dije.

—Sí, empecemos hablando de la pasada noche. Quiero un informe detallado.

Empecé por lo que es común: quién era yo, a qué me dedicaba, qué hacia en el lugar de los hechos, etcétera. Hablé de Ed Cronin y de los reportajes encargados por él. Hablé de las copas que me tomé en el bar de Joe. Hablé de mi encuentro con Diana Rideaux y de cómo concluyó la velada. Conté que ella me llevó a casa, conduciendo mi propio coche, porque yo estaba borracho. Conté lo de mi búsqueda del cuaderno de notas…

Eso fue todo. Digamos que conté lo concerniente a mis acciones puramente físicas de la noche pasada. No hice mención alguna, por supuesto, de los efectos que me provocó el alcohol. Nada dije de cómo anduve por las calles con los ojos cerrados, ni por dónde anduve. Tampoco podía recordar con exactitud, eso es lo cierto… Y no es menos cierto que yo no quería recordar. Y no podía decir algunas cosas, naturalmente…

Lo que dije era todo lo que tenía que decir: que volví al bar, que lo encontré cerrado, que antes de ver las llamas olí a humo y que me dirigí a la bomba contra incendios para pulsar la alarma.

¿Eso era todo?

Cuando terminé de hablar, el capitán Dalton me miró fijamente.

—¿Eso es todo? —dijo.

—Eso es todo —respondí.

Echó un vistazo a unos papeles que tenía consigo.

—Hay un par de cosas más en las que probablemente pueda ayudarnos también —dijo—. De acuerdo con lo que Henderson ha escrito en su informe, usted no condujo durante todo el trayecto hasta el bar. Usted aparcó su coche en la Avenida Fuller, a la altura del número trescientos. ¿Por qué?

—Ya se lo dije. Llevaba encima algún trago y pense que tomar el aire podría sentarme bien.

Pareció contrariado.

—Así que volvió hasta el bar y lo encontró cerrado…

Nada respondí entonces.

—¿Acaso creía que el bar abría durante toda la noche y cerraba por la mañana? —dijo.

No respondí.

—Ya veo —el capitán Dalton apuntaba a sus papeles con la pipa—. ¿Está seguro de no olvidarse algún detalle?

—Por supuesto. ¿Qué más iba a hacer allí?

—Eso es lo que trato de preguntarle.

Dalton volvió a ponerse de pie. Era un hombre de corta talla, pero por momentos se me iba haciendo enorme.

—Porque usted fue en su coche, eso es evidente. Y el coche apareció en dirección contraria a donde se encontraba el tabernáculo de la Hermandad Blanca, ¿no es así? Y nosotros lo encontramos a usted en la esquina contraria.

—Había visto las llamas —dije—; había olido el humo.

—¿A qué hora fue eso? —preguntó acercándose más a mí.

—No se me ocurrió mirar el reloj; ya le he dicho que estaba un poco bebido, ya sabe…

—No, no sé lo que es eso… ¿Podría asegurar que pulsó la alarma de la bomba contra incendios inmediatamente?

—Sí, por supuesto. ¿Qué otra cosa podía hacer?

No me respondió. Al menos directamente. Pareció hablar con la pared.

—Si usted pulsó la alarma inmediatamente, eso quiere decir que alguien está medio tuerto o ciego…

—¿Qué quiere decir?

—La alarma sonó exactamente a la una y cuarto de la madrugada, todo un récord. Usted dice que se dirigió desde la puerta de la taberna a la bomba contra incendios porque comenzó a oler el humo y vio algunas llamas, ¿es así?

—Sí.

—¿Cuánto cree usted que tardó en dirigirse desde la puerta del bar a la bomba contra incendios?

—No sé, tres minutos… A lo mejor menos…

De nuevo me miró fijamente.

—Tres minutos, quizá menos…

Ahora, de súbito, el humo de su pipa pareció cegar mis ojos.

—Así que —prosiguió— de acuerdo con su declaración, usted llegó a las puertas del bar sobre la una y diez. Uno o dos minutos después usted vio las llamas en el edificio. Llamas que salían, según usted, del piso alto, por la ventana.

—Así es.

El capitán Dalton abrió entonces una puerta para llamar a alguien.

—Shelby, ¿puedes venir un minuto?

El capitán volvió, seguido de un hombre tocado con gorra de taxista y abrigado con una cazadora de cuero.

—¿Es usted el señor Shelby? —preguntó Dalton.

—Sí, yo soy Vick Shelby.

—Me llamo Dalton, soy el comisario… Ya he leído su declaración.

El taxista descansaba alternativamente su peso, una vez sobre la pierna derecha, otra sobre la izquierda.

—¿Qué pasa? —preguntó—. Ya he dicho todo lo que sé. Mire, tengo que largarme de aquí cuanto antes, porque yo vivo del taxi, ¿sabe? No puedo perder el tiempo.

—No pasa nada, no se preocupe, todo está en orden… Podrá irse en un par de minutos. Pero, primero, quiero escuchar yo mismo lo que ya ha declarado. Veamos. Dice usted que bajó por la calle Mason a la una y diez minutos, ¿no es eso?

—Sí, correcto. Venía de Claybourne cuando iban a ser las menos diez. Entonces escuché por la emisora que pedían un coche en el aeropuerto a la una y media. Tomé el servicio y me dirigí adonde me llamaban, tomando la calle Mason, ya lo he dicho.

—Pero, veamos, veamos… Claybourne está a una milla, al norte del edificio de la Hermandad Blanca, ¿no es cierto?

—A unas catorce manzanas, contando el edificio de la YMCA.

—Y pasó por el templo, entonces, a la una y diez o a la una y once minutos…

—Uff…

—¿No vio las llamas cuando pasó por allí?

—No.

—¿Ni olió a humo?

—No.

Vick Shelby seguía pasando su cuerpo de un pie a otro.

—Ya lo dije antes, no vi nada de eso. Si lo hubiera hecho, me habría bajado del coche para pulsar la alarma de la bomba contra incendios. ¿Qué quiere? ¿Que le diga que yo soy el culpable del incendio?

—Por supuesto que no —el capitán Dalton se mostraba paciente y amable, incluso cuando apuntó al taxista con su pipa—. Una cosa más, por favor… Mientras conducía, ¿no vio a nadie en la calle, en la acera, caminando o corriendo?

—No, nadie, ni un alma —dijo el taxista, cada vez más incómodo—. No había nadie en la calle.

—¿No vio a un hombre frente a la bomba contra incendios de la esquina?

—Ya le he dicho que no.

Dalton, entonces, me apuntó con su pipa.

—¿Está seguro de que no vio a este hombre?

—Jamás. Nunca en mi vida lo había visto antes.

—Muy bien, señor Shelby. Puede irse y gracias por todo. Si lo necesitamos de nuevo volveremos a llamarle.

—Vale.

Y se fue. Abrió la puerta el taxista y salió ligero y libre como el aire. Yo, sin embargo, seguía allí envuelto en el humo de la pipa del comisario.

—¿Tampoco usted vio ese taxi?

—Por supuesto que no. Ya lo hubiera dicho, como les he dicho todo lo que sé.

—¿De veras?

Dalton volvió a sentarse.

—Usted ha dicho que llegó a las puertas del bar a la una y diez o un poco después. Como usted anduvo calle Mason abajo y cruzó, debió ver las llamas a la una y doce minutos, o a la una y trece. Pero el taxista afirma no haber visto nada de eso. Y dice que tampoco lo vio a usted…

—Lo siento, no puedo ayudarle en esto —dije—. Quizá no pudo verme a causa de la oscuridad. A lo mejor se produjo una explosión y las llamas comenzaron a brotar de golpe en un segundo. La verdad es que no esperé ni un segundo para ir hasta la alarma.

—¿Está seguro, señor Dempster?

—¡Claro que estoy seguro! ¿Usted cree que me quedé contemplando el incendio?

Noté que mi voz adoptaba entonces un acento callejero, como el del taxista.

—Yo no creo nada —dijo Dalton—. Ni he dicho en momento alguno lo que pienso acerca de los orígenes del incendio. Por lo que sabemos, pudo producirse espontáneamente. Pero nuestro trabajo consiste en averiguar si eso es así o si hubo otras causas, ¿comprende? Sobre todo porque el edificio tenía hecho un seguro contra incendios.

—Mire —dije ya un poco harto—, he contado todo lo que sé de este asunto. Y le he contado las circunstancias por las que me encontraba allí, y el estado en que me hallaba… A veces un hombre no puede recordarlo todo. Quizá estuve antes por allí. No sé. Lo que sí es cierto es que vi las llamas y corrí hacia la alarma de la bomba contra incendios. ¿Acaso es un crimen pulsar esa alarma cuando se produce un incendio? ¿Es un crimen aparcar el coche y dar un paseo? Esto no tiene sentido.

—No tiene sentido, ciertamente —dijo Dalton—. Resulta que usted iba a ir allí, para presenciar un encuentro de la secta, y luego no va… Resulta que se encuentra con una chica extraña y pasa un rato agradable con ella, pero no sabe dónde vive, sólo su nombre… Resulta que ella lo lleva a casa, pero luego usted vuelve a conducir porque se ha olvidado un cuaderno de notas. Resulta que después decide aparcar el coche y dar un paseo, para airearse un poco… Dice que todo eso ocurrió antes de que se produjera el incendio, ¿pero por qué no pudo ser al revés? Puede ser cosa de minutos, ¿no? ¿No pudo usted aparecer por el lugar de los hechos a las doce y media en vez de a la una y diez?

—¿Por qué? —cada vez me sentía más enojado con Dalton—. Usted quiere hacer que cambie mi declaración. ¿Por qué motivo? Todo crimen tiene un motivo, ¿no es eso?

Dalton golpeó con su pipa el escritorio y negó con la cabeza.

—Esto es lo más extraño de todo el asunto, y de mi trabajo —su voz era suave, parecía reflexionar—. Puede haber muchos motivos, ciertamente. El seguro, uno de ellos. También la venganza. Por ejemplo, alguien que pega fuego al edificio porque se ha cabreado con el jefe. Lo vemos a diario… Cuentan, también, los celos. Y en no pocas ocasiones el incendio no trata más que de encubrir un crimen… Montones de motivos. Pero, digámoslo así, estas cosas son racionales, en cierto modo lógicas, las podemos comprender… Tenemos lo otro, lo más irracional. Los casos en los que no hay un motivo aparente, los casos que no tienen sentido lógico. Esos casos en los que alguien pega fuego a una casa porque sí, sin más, porque ha oído una voz que le dice que prenda fuego; o porque quiere ver crecer las llamas, o porque quiere ver actuar a los bomberos; o también porque quiere meterse entre las llamas que ha provocado, para salvar a cualquiera y convertirse así en héroe… A veces nos hemos encontrado con pirómanos que no eran conscientes de lo que acababan de hacer…

—Todo esto me parece una locura —dije.

—Sí, es que se trata de eso, de una locura.

Dalton volvió a encender su pipa.

—Todo esto tiene un nombre —añadió—. Se trata de la piromanía, así lo llaman…

—Pues en esto no puedo serle útil —susurré y la verdad es que comenzaba a sentir miedo—. Usted ha dicho que no sabe, a ciencia cierta, si alguien provocó ese incendio… Puede que tenga un crimen, pero sin criminal… Y debo decirle que, si quiere inculparme, tengo derecho a llamar a un abogado… Le aseguro que he dicho toda la verdad. Puede comprobarlo llamando a Ed Cronin, buscando a la chica con la que estuve bebiendo…

Entonces se abrió la puerta y apareció un agente.

—Aquí está la chica —dijo.

Dalton felicitó al agente.

—Muy bien. Y usted quédese aquí hasta que vuelva —dijo volviéndose a mí—. No le quites ojo, Scotty —añadió dirigiéndose ahora al agente.

La escenografía pareció ponerse en negro.

Allí estaba yo, como rodeado por la nada, por una oscuridad creciente y hermosa; como el fuego, casi.

Entonces cerré los ojos. Piromanía. A veces caes en ella sin que lo sepas. ¿Durante cuánto tiempo anduve y hacia dónde me dirigí? Fuego. El fuego que abrasa las máscaras.

¿Qué estaría pasando fuera de donde yo me encontraba? ¿Qué preguntas harían a Diana Rideaux? ¿Qué contestaría ella?

No sé decir si Dalton estuvo fuera cinco minutos o cinco horas. El sol que entraba por la ventana hería entonces mis ojos, cuando volvió él.

—De acuerdo, Dempster, puede marcharse —dijo—. Puede irse a casa. Pero no salga de la ciudad, al menos sin avisarnos, por si necesitamos otra vez de sus servicios.

Me levanté como atontado.

—¿Dónde está la señorita Rideaux? —pregunté.

—Se acaba de ir… Pero todo está en orden, no se preocupe. Su historia coincide con lo que nos ha contado usted. De acuerdo con lo que nos ha dicho, no se despidieron hasta la una en punto. Salga, que aún puede encontrarla.

Yo tenía algún problema para mantenerme en pie. Se me habían dormido las piernas y los pies.

—¿Se encuentra bien? —me preguntó el capitán Dalton.

—Sí, muy bien —respondí.

—Mire —añadió—, debo decirle algo. Sea prudente con sus investigaciones periodísticas… Sé de algún que otro caso muy poco agradable, por así decirlo… No hay nada más peligroso que un pirómano.

—Lo comprendo, gracias.

Comencé a caminar hacia la puerta y el comisario me puso una mano en el hombro.

—Salga mejor por la puerta de atrás. En la principal hay un montón de reporteros.

Le volví a dar las gracias.

—Uno de nuestros hombres le llevará a casa —dijo Dalton—, le será más cómodo —hurgó en uno de sus bolsillos y sacó un paquete de tabaco—. ¿Un cigarrillo?

—No, gracias. Por hoy ya he tenido bastante humo.