Jamás olvidemos nuestra mecha. La mía estaba ya prendida, aunque no era consciente de ello ni de cuán rápidamente puede progresar la llama. Si no era consciente de eso, no por ello los acontecimientos iban a dejar de producirse, siguiendo su curso normal.
Si alguna vez has visto cómo va quemándose una mecha, acaso puedas comprender el porqué de lo que digo. Te dejas llevar sin reparar en los peligros, mirando, mirando únicamente a la llama, la breve y roja llama que devora todo a su paso, que se cimbrea de manera bella, lentamente, mágicamente. Miras a la llama y parece no haber más vida en derredor tuyo. Llegas a identificar inconscientemente tu ser con eso, con la llama, en la esperanza de que siga viva en los rescoldos aun cuando se haya agostado. Hasta que se produzca la explosión.
En aquellas circunstancias yo tenía poco que decir, o que razonar. No sabía sino que estaba viviendo un sueño. Un buen sueño; el mejor, sin duda.
Y aquella ensoñación me dijo:
—Creí haberlo reconocido, pero no estaba segura… Aunque la verdad es que está usted igual que en la foto de la solapa de su libro.
Entonces lo comprendí todo, y no era un sueño. Nunca más lo sería.
—Así que leyó mi libro.
—Por supuesto Compramos tres ejemplares para la biblioteca.
—¿Es usted bibliotecaria?
—No, ya no. Lo fui, pero ahora trabajo como secretaria.
Me echó una larga mirada plena de seguridad y añadió:
—Quizá no sea muy correcto haberlo abordado sin presentarme antes.
—Dejémoslo —dije—. Me parece estupendo que lo haya hecho, pues no suele ocurrir; la gente no recuerda el nombre de los escritores. Usted ha sido bibliotecaria y debe saberlo. La gente lee un libro y casi al momento lo olvida. Preguntas quién escribió ese libro que acaban de leer y son incapaces de responderte.
—Eso es cierto, señor Dempster…
—¿Qué está bebiendo, señorita…?
—Bourbon.
—Ya lo veo. ¿Y su nombre?
—Diana Rideaux —y deletreó su apellido.
—¿Francesa, eh?
—Mi padre lo era, yo nací en Nueva Orleans.
—¡Maravillosa ciudad! Tengo que volver allí un día de éstos —le dije—. Siempre he querido escribir un estudio definitivo sobre el vudú… ¿Sabe usted algo de eso?
—No. La verdad es que he vivido aquí la mayor parte de mi vida.
Me volví hacia Joe.
—Dos bourbons —pedí—. Con hielo.
Joe nos sirvió los tragos. La chica y yo hablamos algo más. Había caído por aquellos barrios con la intención de visitar a una tía, pero no se encontraba en casa. Había olvidado coger un abrigo, y como estaba helándose mientras esperaba el autobús en una esquina entró en el bar para calentarse con un trago… No tenía la costumbre de entrar, sin embargo, en cualquier taberna para echarse un trago, y mucho menos yendo sola; no quería que me hiciese una impresión equivocada de ella.
Le dije que no se preocupara por eso; que, por el contrario, tenía de ella la mejor de las impresiones. Lo cual era cierto. Cuanto más la miraba, más me gustaba. Y cuando se puso a hablar de mi novela, más me gustó.
Entonces volví a echar un vistazo a mi reloj. Eran ya las ocho y cuarto. Ella se dio cuenta de mi apuro.
—¿Le estoy entreteniendo? —dijo.
—No, no es eso… No podría encontrar otro lugar, ni otro momento, en que me sintiera mejor.
Lo cual era cierto. Empezaba a sentir que flotaba, probablemente a causa del alcohol, aunque también, acaso a partes iguales, gracias a su presencia; su proximidad me hacía sentir en calma, tibio, confortado.
Era en verdad placentero estar allí sentado, bebiendo y charlando con una hermosa joven que, además, hablaba fundamentalmente sobre mí… Puede que esto suene en exceso fatuo, pero creo que cualquier hombre se hubiera sentido como yo me sentía entonces, aunque a más de uno le hubiera costado reconocerlo.
Pero tenía que cambiar de aires; quizá, dejar para mejor ocasión un nuevo encuentro con ella, en otra fecha y en otro lugar. Mis obligaciones me llamaban a los oficios de la secta.
Aunque me dije que total no había perdido más que unos minutos. Y lo más probable es que los actos tardaran en comenzar. Incluso las ocho y media podía ser una buena hora… Podríamos, pues, tomar un trago más.
Y lo hicimos. Y la señorita Rideaux sugirió que fuésemos a cualquiera de los pubs que a esas horas empezaban a abrir sus puertas. Así que, al poco, nos vimos caminando en busca de uno de ellos.
Volví a mirar mi reloj y eran ya las nueve menos cuarto. Poco después, en otro local, pedíamos un nuevo trago.
Pero no me sentía molesto ni desasosegado por no haber ido a cumplir con mis obligaciones profesionales. La Hermandad Blanca celebraría otra de sus reuniones, una nueva especie de jam-session, el jueves por la noche. Había tiempo para hacer mi trabajo. El jueves próximo… ¿Por qué iba a irme ahora, cuando todo me resultaba tan agradable, cuando me hallaba navegando en un mar de bourbon y de perfume embriagador?
Por primera vez en muchos meses me sentía realmente a gusto, sin problemas. Todo era perfecto. Hay chicas con las que te gusta hablar y chicas con las que te gusta beber; el problema radica en saber, a veces, con cuáles de ellas te sentirás mejor. La solución, en ocasiones, pasa por estar con dos chicas a la vez, una a la que le guste hablar y otra a la que le guste beber… Pero eso suele acarrear algunos problemas de relación…
Yo, sin embargo, estaba con una chica que reunía en si las dos características antes señaladas. Una antigua bibliotecaria, una lectora a la que le gustaba el trago. Y que, encima, me estimulaba la libido. Sí, también eso… Algo demasiado bueno como para ser cierto.
—Pareces demasiado buena como para ser de verdad. Prométeme que eres de verdad —le dije comenzando a tutearla.
—¿Cuál es el problema? —me respondió—. ¿He metido la pata en algo?
—No, por favor…
—Pareces contrariado…
—Perdona. Sólo estaba recordando una cosa…
—Quizá tuvieras algo importante que hacer hoy…
—No, no es tanto el día de hoy en sí como un sueldo —dije.
—¿Un sueldo? ¿Qué quieres decir?
Así que tuve que hablarle de la Hermandad Blanca. Y mientras lo hacía pedimos otro trago. Y otro más. ¿Cuántos? Pues, al fin y a la postre, unos ocho; sí, ocho en vez de siete. Pero tampoco podría asegurarlo. Quizá fuesen más… En fin. El caso es que yo hablaba y hablaba y ella escuchaba con enorme atención. Y el caso es que, mientras hablaba, sentía yo el olor profundo de su perfume, y de su pelo; y que me hundía en sus hermosos ojos verdes como dos esmeraldas; o, mejor dicho, como el jade; como el cobre y el jade.
Pero, por supuesto, nada de eso, de mis impresiones, le dije. Me limitaba a hablar, de forma experta y brillante, acerca de las sectas. Total, con ocho tragos, o los que fueran, tenía la lengua bien suelta. ¿Andaríamos ya por el décimo trago? Da igual. Le conté absolutamente todo lo que sabía de la Hermandad Blanca y ella pareció interesada al máximo. También le hablé de los miembros de las sectas a los que había conocido en la Costa: los del Movimiento del Yo, los de la Humanidad Unida; de Arthur Bell y de Riker; de Kullgren y de la organización del Hombre de Lemuria, de Ojai. Hablé de Bell, quien, en apenas diez años, ganó dos millones y medio con su secta. Y le conté también que el Movimiento del Yo ingresó aún más dinero.
—Comenzaron a funcionar en los años treinta —seguí diciendo—. Un hombre llamado Guy Ballard y su esposa eran los líderes. Él era un librero de viejo y escribió un libro titulado Los misterios sin revelar, con el seudónimo de Godfrey Ray King. ¿Lo conoces?
Ella sacudió su cabeza haciendo un movimiento de negación. No había más que ver… Era el momento, eso sentí, de acariciar su pelo… Pero seguí hablando.
—Ballard quiso escalar el monte Shasta un bonito día después de acudir a la presencia de San Germán, el Gran Maestro. San Germán dio a beber a Ballard un trago de algo que llamaba «esencia electrónica», con una tableta de cierta sustancia estupefaciente… De ahí saldría la festividad, para la secta, del «Día de la vitamina». La mezcla, sin duda, debía tener propiedades mágicas, porque del bebedor salieron llamaradas blancas que casi tocaban el cielo y que lo hicieron levitar a través del espacio sideral. El propio San Germán organizó después una gira por Egipto, Sudamérica, la India y, finalmente, por el Parque Nacional de Yellowstone, donde decía se hallaban enterradas antiguas ciudades que fueron esplendorosas gracias a sus muchos tesoros. Decía también que bajo aquella tierra vivían su eternidad otros Grandes Maestros conocedores de los más secretos puntos de la tierra y capaces de guiar los destinos del mundo… Había llegado el momento de revelar al mundo todas esas verdades y Ballard era el hombre elegido para ello —hice una pausa, apuré mi trago y le ofrecí un cigarrillo.
—No, gracias… Continúa, me parece muy interesante —dijo ella.
—Sí, aún falta lo mejor… Veras, Ballard volvió adonde vivía y comenzó a escribir su libro. Un libro, al parecer, dictado por San Germán, y en cuya redacción Ballard invirtió varios años, aunque no estoy muy seguro de que los derechos por la venta fueran a parar a él. Ballard, en cualquier caso, tenía ya sus buenos dineros y vivía estupendamente. Levantó un templo, naturalmente, que adornó con grandes anillos a imitación de los campos magnéticos del Cosmos. Allí, de paso, se vendían helados, libros y discos con lo que llamaba «música de las esferas». Imprimían una revista mensual, además de otras publicaciones, e impartían cursos especiales. Él mismo, sin delegar en nadie, daba clases desde las siete de la mañana hasta la noche. Los discípulos aprendían canto y el secreto color de las vibraciones. Tenían de todo. Incluso una máquina a la que llamaban «la llama en acción», que valía un par de cientos de dólares.
—Es fantástico —dijo la señorita Rideaux.
—Sí, realmente lo es —dije—. Aún quedan discos en los que se estudian las palabras, los colores y las oraciones necesarias para acabar con el dominio que sobre la tierra ejerce el Demonio, el Ángel caído. San Germán y los otros Grandes Maestros imponían una disciplina férrea y cuando alguno se desviaba, igual que el Demonio, era desterrado, se le hacía sentir la amargura del corazón de los otros fieles. A los fieles, eso sí, se les concedían todos los dones. Incluso una máquina, para la «precipitación» de sus deseos; una máquina maravillosa que les daba cuanto necesitaban… Pero tenían los adeptos más beneficios. Ballard pronosticó la destrucción del sur de California en 1936, pero todos los adeptos de la secta se salvarían, gracias a la intercesión de San Germán, en el último minuto. ¿Que Hitler enviaba tres submarinos con la intención de destruir el Canal de Panamá? El Gran Maestro lo evitaba. ¿Que prometía riqueza e inmortalidad? Pues los fieles soltaban los cuartos con que mantener el tinglado.
—¿Pero cómo pudo Ballard embaucar así a la gente? —preguntó ella.
—Pues no creas que lo hizo acudiendo a presiones especiales… La secta pronto se extendió por otras ciudades. Y cuando tuvo unos trescientos mil seguidores crecieron en proporción los ingresos, sin que Ballard o su esposa pudieran ser acusados jamás de fraude. Una auditoría encargada por las autoridades, hace ya muchos años, arrojó unos fondos cercanos a los tres millones de dólares.
—¡Tres millones de dólares!
—Sí, ya ves; sólo a base de vender su «esencia electrónica» —dije—. ¿Quieres otro trago?
Ella dijo que no. Parecía haber bebido lo suficiente, pero yo necesitaba más. Cuando hablo mucho, y bebo al mismo tiempo, mis ideas son más claras, aunque en ocasiones me patinen las palabras. Eso sí, la visión se me nubla.
Así las cosas, ella se me aparecía como una hermosa pieza de cobre, valiosísima. Acaso no muy brillante, pero sólida… Dije para mis adentros que quizá necesitase ponerme gafas, aunque también me dije que quizá era mejor no ver todo lo que ofrecen los cristales graduados… Y me reí.
—Señor Dempster —dijo ella con cierta sorna—, ¿le ocurre algo?
—No, nada… A lo mejor es que he bebido demasiada «esencia electrónica»… ¿Puedo llevarte a casa?
Ella se levantó y yo intenté hacerlo. Sí puedo afirmar que ella agitaba su cabeza en sentido negativo, con burla.
—No creo que puedas. Pero si tienes el coche fuera, yo sí puedo llevarte a tu casa —me dijo.
—Lo siento. Creí que podría aguantar mejor, pero he comenzado a beber a destiempo. Mejor será que salgamos —dije levantándome.
—¿Puedes caminar sin problemas? —preguntó ella sujetándome por un brazo.
—Por supuesto que sí —y de veras pude hacerlo; caminé por mis propios poderes por una calle transitada por algunas gentes que, sin embargo, no parecían reparar en nosotros. Ella iba delante y yo, muy cerca, seguía su estela cobriza.
Ya en el coche pude cerrar los ojos. Le dije dónde vivía y ella empezó a conducir. Quizá eché una cabezada, incluso, porque cuando me pareció despertar, muy poco tiempo después, estábamos frente a los apartamentos donde yo vivía y ella abría la puerta del coche.
—¿Puedes dejarlo aquí toda la noche?
—Sí, tengo tarjeta de aparcamiento —dije.
—Bueno, entonces seguiré mi camino —dijo ella, sonriendo; o creo yo que lo hizo—. Y gracias por tan estupenda velada.
¡Una velada infernal, caramba! ¡Qué raras son estas nuevas generaciones!, dije para mis adentros. ¡Chicas a las que no importa llevar a un tipo borracho hasta su casa, con la misma naturalidad que demostrarían al llevarlo a la suya propia…! Ella me había tenido que llevar hasta mi casa. ¡Menudo papelón! Phil Dempster encuentra a la chica de sus sueños y se emborracha a tales extremos que ella tiene que llevarlo a donde vive…
—¡Oye! —dije entonces—. ¿Adónde vas?
—A mi casa, naturalmente. Vivo en Fairhope pero no te preocupes. En aquella esquina hay una parada de autobús.
—Perdona —me disculpé—, soy un imbécil…
—No te preocupes, he disfrutado mucho.
—Pero yo no… La próxima vez, te prometo que…
Pero no supe qué más decir. Así que añadí:
—¿Puedo llamarte por teléfono?
—Claro que sí, mi número viene en la guía.
—Pues si estás en casa mañana por la noche, te llamaré.
—Me encantará que lo hagas… Buenas noches —se detuvo un instante—. ¿Crees que podrás subir las escaleras tú solo?
—Sí, por supuesto. Estoy bien. Yo…
Pero ya se iba… Escuché el taconeo de sus zapatos alejándose y luego, ya en casa, me asomé a la ventana por si la veía desde allí. Pero todo estaba a oscuras. Todo estaba a oscuras y yo, al poco, me tiraba en la cama. No me sentía muy bien, que se diga. Estaba mal y había cometido un error imperdonable. Había sido un error beber y beber de aquella manera como si tratara de olvidar un mal sueño. Dejando pasar a mi lado algo real, algo para lo que no estaba preparado. Me dediqué a beber y la dejé ir.
¿Y por qué tuve que contarle tantas historias a propósito de las sectas en vez de cortejarla? ¿Por qué no le pregunté cosas a propósito de sí misma, de lo que hacía? Me había comportado siguiendo el tópico del escritor borracho; esto es, la clase de tipo al que ella no querría volver a ver, del que escaparía como de la peste.
Nada me había hablado de ella. Era secretaria, sí. ¿Pero de qué y de quién? ¿Dónde trabajaba? Vivía en Fairhope, me dijo. ¿Pero cuál era su dirección? Es probable que compartiera su vida con alguien y tampoco sabía eso.
Y luego no me dio su número de teléfono. ¿O sí lo hizo? No, no lo había hecho. Se limitó a decirme que venía en la guía. Y seguro que fue una treta para irse cuanto antes.
¿Por qué no insistí más para que me diera su número? ¿Por qué no lo hice para anotarlo en mi cuaderno de notas? ¡El cuaderno de notas!
Busqué en los bolsillos de mi gabardina. Nada. Miré en el sofá y en la cama. Miré en el suelo… Y entonces lo recordé todo.
Había dejado el cuaderno de notas en el bar, o en el pub.
No. Lo había dejado en el bar de Joe. ¿Y si después de los oficios entraba allí algún afecto a la Hermandad Blanca y encontraba el dichoso cuaderno?
Tenía que recuperarlo como fuese. Pero ella se había ido. Cinco minutos antes oí tronar el paso de un autobús. Nadie podía conducir y llevarme. Era tarde. Tenía que tomar un taxi pero, ya en la calle, no divisé ninguno… Subir otra vez las escaleras y llamar por teléfono a uno… Pero no, tardaría en llegar media hora, o más… Cuanto antes tuviera el cuaderno en mis manos, mucho mejor. Tenía, pues, que conducir yo mismo… No me encontraba mal del todo.
Por un instante, la mecha parece arder lentamente y de pronto todo se incendia…
Me sentía como si navegase por el mar a punto de dar paso a un gran incendio. El coche empezó a caminar, acelerando y frenándose, acelerando y frenándose… Como un gato en la noche solitaria… Un gato con ojos verdes y el pelo cobrizo. El dios gato de Bubastis. Un concepto antiguo del culto egipcio, de su panteón. ¿Podría entenderlo algún seguidor de Aleister Crowley? Crowley fue un seguidor del Demonio. La Gran Bestia 666, se hizo llamar a sí mismo. Y mucha gente le creyó. Todo el mundo necesita creer, y tener visiones, y escuchar voces…
A mí me ocurrían esas cosas al soñar. Y ahora mis ojos parecían incapaces de ver. Es difícil conducir con los ojos cerrados.
Así y todo, conduje por la Avenida Fuller mientras una voz me decía desde muy adentro: «No puedes hacerlo, Phil, no puedes hacerlo. Detente, para, para… ¿Por qué no te detienes?».
Era mi propia voz y no quería escucharla. No quería pararme. Tenía que hacer lo que iba a hacer. Aunque a veces no sepa muy bien lo que debo hacer. Ni lo que voy a hacer.
Algo falla en mí. A veces cometo errores lamentables. Si Schwarm estuviera conmigo, podría señalármelos. Él me aconsejaría sobre cómo proceder. Me haría volver a casa. Y yo volvería a casa. O me haría aparcar y seguir a pie. Qué se yo…
Al final lo hice. Paré y seguí a pie. No quería matar a nadie en un posible accidente. O matarme a mí mismo.
Ya casi ni reconocía mis rasgos en el espejo retrovisor… A pesar del frío, no llevaba abotonada la gabardina. En cierto modo, esperaba que lloviera y que el agua me empapase, para despejarme. Pero me sentía aterrorizado.
No quería matar a nadie. Ni herir a nadie. Y no quería morir. Y no quería ver morir a nadie. Eso era lo más importante: no ver morir a nadie.
Caminaba, casi con los ojos cerrados. Y con la mente también cerrada. Sólo caminaba. Y, al cabo de un rato, más que caminar corría. Corría velozmente.
Corría hacia la oscuridad porque, a despecho de la noche, todo parecía claro y subrepticio; demasiado claro, subrepticio y luminoso. Podía verlo muy bien.
Y de pronto me vi ante las puertas del bar de Joe, que estaba cerrado. Cerrado.
Y de pronto me volví a ver caminando hacia cualquier parte con los ojos cerrados, rogando por un momento de paz antes de volver a abrirlos, tratando de que mis sentidos me dijesen qué olía ahora, qué cosa escuchaba.
La mecha va consumiéndose lentamente, hasta el final…
Pero no se produjo estallido alguno. Era no más que un leve rumor que se metía por mis oídos y trataba de paralizar mis piernas. Estaba detrás de mí. Y caminé más rápido. Corrí hacia la próxima esquina.
Pero algo de color rojo había en la esquina. Abrí mis ojos desmesuradamente para tratar de saber qué era. Algo rojo, brillante; una luz que reflejaba lo que iba tras de mis pasos.
Fui hacia ese algo, con decisión extraña. Mi mano lo atrapó, sintiendo al tiempo dolor y calor. Mi mano lo movió y escuché un sonido.
Entonces el sonido se convirtió en un gruñido y el gruñido, después, en un auténtico aullido. Quise escapar de allí, atravesar esa materia, pero no pude. Pasó un minuto, quizá; o cinco; o diez.
Al cabo, noté que alguien me atendía, que me agitaba como para hacerme recuperar la consciencia. Yo estaba sobrio, despierto ya. ¿Pero cómo puede un hombre despertar templado de una auténtica pesadilla?
No lo sé.
Todo lo que puedo decir es que me encontraron de pie, en la esquina, cerca de la bomba de agua contra incendios, mientras a mis espaldas las llamas consumían el tabernáculo de la Hermandad Blanca.