A la mañana siguiente me dirigí en coche hacia el edificio del Globe. A esas horas de la mañana hay en las orillas del lago una gran humedad que dificulta la conducción por culpa del firme resbaladizo. En el lago había algunas embarcaciones navegando y recordé cómo tres años atrás se me revolvieron las tripas cuando yo también decidí navegar una mañana. Me sentía bien. Había olvidado por completo que Cronin sabía pulsar las fibras más sensibles de la gente como si de las cuerdas de un violín se tratase; es un tipo que te agarra en el momento oportuno, te dice lo que tiene que decir y tú interpretas para él la música más deliciosa.
Frente al Globe estaba el aparcamiento y busqué un buen sitio para dejar mi coche, no sin antes verme obligado a dar varias vueltas. Ya en el ascensor, Tony me vio y se dirigió a mí con una amplia sonrisa. Eso hizo que sintiera un poco de nostalgia. Hacía apenas tres años, cuando acabé mis estudios de Literatura, me puse a trabajar como reportero de calle para Cronin. No era mala cosa y Cronin siempre fue un buen jefe, con el que aprendí muchas cosas. Cuando me asaltaba alguna duda, Tony se encargaba de despejármela en no más de tres o cuatro segundos. Y siempre con suma cordialidad.
Ed Cronin estaba en su despacho, esperándome… Cerró una libreta justo cuando yo entraba.
—Aquí está todo —me dijo—. Aquí tenemos la lista.
Abrió de nuevo la libreta y me mostró una larga hilera de nombres, que leí rápidamente.
La Hermandad Blanca
La Iglesia del Átomo Dorado
El Nuevo Reino del Tabernáculo
El Centro de la Sabiduría
La Casa de la Verdad
El Templo de la Llama Viviente
—Tienes las direcciones en la libreta —me dijo Cronin—. También tienes ahí los nombres de sus miembros más significativos. Tenemos algunos indicios sospechosos sobre algunos, y nada sobre otros… Tu trabajo consiste en ratificar las pruebas y en obtener otras nuevas.
No dije ni palabra.
—Dime si necesitas algo. Puedo darte un fotógrafo, siempre y cuando me lo pidas con un par de horas de antelación. Y supongo que necesitarás un carnet de prensa.
Mi cabeza comenzó a funcionar.
—Esa gente no se impresiona ante un carnet de periodista. ¿Para qué lo necesito si me basta con asistir a sus mítines y escuchar? Creo que es mejor empezar así. Después, cuando ya tenga algo en que basarme, puedo volver en busca de alguna entrevista, sabiendo lo que quiero preguntar y lo que busco.
—Vale, inténtalo —dijo Cronin.
Escribió entonces una nota.
—Voy a empezar anunciando la serie. Creo que deberíamos dar, en cada entrega, la crónica y una entrevista con algún cabecilla.
—Pero eso podría ponerles sobre aviso —dije—. Creo que es mejor que asista a cuantos mítines y oficios hagan antes de darle una pista que pueda desvelar nuestros planes.
—Muy bien, lo que tú digas. Todo lo que quiero es publicar una buena serie… Pero sé prudente, ve con cuidado.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, algunos miembros de esas sectas son gente de cuidado —dijo Cronin mientras revolvía en uno de los cajones de su escritorio—. ¿Llevas un revólver?
—¡Espera un poco! —grité—. Ésta es una ciudad grande y tenemos policía, ¿se te ha olvidado?
Cronin parecía turbado. Ahora no me miraba fijamente.
—Era sólo una idea —murmuró.
Me incliné sobre su escritorio.
—Tú eres un periodista —le dije—. Por tanto, no trabajas ni con ideas ni con suposiciones, sólo con hechos. ¿Por qué me has dicho lo de llevar un arma?
—Bien —dijo, moviéndose incómodo en su silla—. Cuando envié a dos de los muchachos en busca de datos encontraron algunas cosas raras… En el Centro de la Sabiduría les echaron un gran perro, para que los atacara, cuando hicieron algunas preguntas. Después de entrevistarse con Peabody, jefe de la Hermandad Blanca, uno de ellos recibió varias llamadas telefónicas amenazadoras. Le decía que no volviera a meter sus narices allí. Y cuando fueron a la Llama Viviente no encontraron a nadie, luego de haber concertado la cita. Por tanto…
—Por tanto quieres que me proteja —le interrumpí—. ¿No es eso? Y como fuiste incapaz de sacar adelante los reportajes con la gente de tu equipo quieres ponerme un fotógrafo y darme un carnet de prensa. Lo que ocurre es que sólo confías en mí para hacer el trabajo, ¿no es eso, Cronin? Alguien como yo, al margen de todo, puede lograr lo que unos profesionales no fueron capaces. ¿Qué quieres hacer con el dinero que me ofreces? ¿Mandarme al matadero?
—No, espera un minuto…
—Vale, como quieras —dije—. Soy el hombre que necesitas, porque yo necesito tu dinero —me dispuse a marcharme llevándome la libreta—. Muy bien, Cronin. Nos veremos en el depósito de cadáveres.
Cronin abrió la boca para decir algo pero no emitió sonido alguno. Parecía anonadado. Como alguien que en el zoo asistiese a las piruetas de los delfines.
Ya a punto de salir, me detuve en la puerta.
—Olvídalo —le dije—. ¿No sabes aceptar una broma? Sólo era un chiste.
Me marché, riendo para mis adentros. Seguramente lo mío no era más que una broma. Un chiste algo macabro. La gente no suele ir al matadero por culpa de un artículo en la prensa, aunque se trate en él de las sectas. Al menos, no en una ciudad como la nuestra, grande y civilizada.
¿O sí? Cuando ya estaba en mi coche recordé algunas de las cosas oídas mientras anduve por la Costa. Rumores o algo más que eso. Algunos de los dirigentes de ciertas sectas eran poderosos hombres de negocios, propietarios de empresas multimillonarias. Gentes, en suma, a las que no gusta que alguien se inmiscuya en sus asuntos.
Dejé de reírme para mis adentros. Quizá debiera, efectivamente, llevar un revólver. Pero eso, a la larga, podría resultarme aún mucho más peligroso.
Peligro. Ésa era la cuestión; la única. Afrontaba un riesgo a cambio de un trabajo. ¿O lo hacía por un deseo inconsciente de morir?
Parecía una locura. Acaso debiera dejarlo todo e ir a ver a Schwarm un día de éstos, para contarle el asunto. Él sabría qué decirme.
Mantuve esa idea como un punto de referencia, de cara al futuro, y me puse a divagar sobre otros asuntos. Nadie ha inventado el modo de rejuvenecer una calavera. Hay secretos muy bien guardados. Por supuesto, hay quien cree en la resurrección de la carne; en que las calaveras vuelven algún día a lucir su antiguo esplendor humano. Y entonces, ganada ya la vida eterna, la persona resulta inviolable. Puedes creer eso ciegamente. Puedes esperarlo con ardor. Pero tus pesadillas vuelven una y otra vez para perturbar tu sueño, por mucho que intentes arrojarlas lejos de ti. Sigue apareciéndosete la cara carbonizada que te dice: «Oye, ¿estás preparado para irte a los infiernos?».
Me incliné en el asiento como si tratase de ver, en el espejo retrovisor, al niño angustiado por sus pesadillas que aún había en mí. «Lo lamento», dije mientras hacía un giro al volante. Mientras trataba de verme. Mientras trataba de mirar atrás, a mi pasado.
¿Qué haría?
Nada pensaba al respecto. No tenía más que vagas impresiones, recuerdos.
Justo en ese momento iba a almorzar. Al fin y al cabo llevaba conmigo el cuaderno de notas y ya había hecho planes.
Llegué hasta el aparcamiento, al sur de la zona de oficinas y negocios de la ciudad, y luego me dirigí a pie hasta el restaurante Gong. Me senté a una mesa y metí en mi cuerpo algo de comer mientras repasaba mis notas, el material de mi trabajo.
La Hermandad Blanca figuraba en primer término.
«Reverendo Arnos Peabody. Ungido de divinidad. Predijo el fin del mundo para 1970. Antes, en 1960, había hecho la misma predicción. Unos doscientos seguidores. Dueño de unos cuantos negocios. Reside en el tabernáculo, 149, calle Mason. Predica los martes y los jueves a las ocho de la tarde».
Era martes. No tenía sentido, pues, seguir echando vistazos a las notas del cuaderno. Debería dirigirme al encuentro que se iba a dar entre los seguidores de La Hermandad Blanca y atender a sus oficios de aquella tarde; quizá viera, además, al propio Peabody y eso me ofreciese la primera historia que contar a los lectores.
Miré mi reloj: aún no era la una en punto. Salí del Gong y conduje mi Ford en dirección a la Corte de Justicia. Desde ahí pondría rumbo al edificio del FBI y desde allí me dirigiría a la biblioteca pública.
Cuando volví a mirar mi reloj eran ya las siete de la tarde. Tenía tantas notas en mi libreta que no hubiera necesitado más. Con ellas podría haber escrito mi artículo, sin necesidad de asistir a los oficios de la secta.
Peabody, aparentemente, era un sujeto sin mácula. Yo sabía, sin embargo, cuántas veces había estado casado y cuántas más había sido detenido bajo la sospecha de participar en el juego ilegal. Conocía, también, cuál había sido su declaración de impuestos del último año —o, al menos, lo que él había declarado ganar— y de dónde procedían dichas ganancias. Pero también sabía cuál era su auténtico negocio y a quiénes había robado.
En la Costa me había topado con muchos de sus seguidores y con bastantes de sus estafados. Ése era el grupo de gente que en verdad me interesaba: seguidores, creyentes, iluminados, hambrientos de milagros…
Escapar. Todo el mundo tiene necesidad de escapar en algún momento. Algunos lo hacen a través de la televisión; otros, merced a una aguja hipodérmica; los más, mediante las ilusiones religiosas.
Nadie aguanta la realidad por siempre jamás. La realidad ha quedado reducida a un concepto muy simple, pero inapelable:
«Tome un pellizco de átomo de hidrógeno, añada una pulgarada de cobalto, y espere sentado».
Eso es de lo que cree una simple ama de casa, por ejemplo, que debe escapar. Tanto como de la muerte y de los impuestos; y hay mucho de ambas cosas en el mundo de nuestros días.
Así, inevitablemente, son muchos los que acaban en las sectas. Gentes para las que una vida familiar, los deportes, las charlas de su vicario, no resultan cosas satisfactorias. Lo comprendí mejor cuando me vi entre los afectos a la Hermandad Blanca.
Allí estaba el ama de casa gorda y compungida, elevada al altar de los elegidos, de los únicos. El obrero frustrado en su fábrica, apropiándose del lugar que le correspondía en aquella exaltación de hieratismo, pasando por encima de las separaciones que en la vida diaria hay entre el jefe y el empleado. Allí estaba la fea muchacha pintarrajeada y con el pelo sucio, convertida en novia de la Gloria. Y el hombre de carácter avinagrado cuya dignidad de otros tiempos había ido perdiéndose a medida que crecía su impotencia sexual, comprando las mercedes que precisaba en aquel Reino Comunitario.
Ésa era la gente de Amos Peabody; esos a quienes conducía hasta el Espíritu Feliz, aparentemente sin salirse un ápice de la legalidad, protegiendo a sus seguidores con su nombre; una actividad limpia, agradable, libre de impuestos, que hacia crecer su culto día a día. Allí estaban aquellas gentes haciendo acopio de importancias, «ardiendo en aras de la verdad que debe iluminar a los creyentes, repartiéndose el pedazo de pastel que a ellos destinan los cielos…». Amos Peabody, sin embargo, tomaba su parte en el pastel aquí y ahora… Y probablemente no hubiera dejado a ningún extraño que metiese un dedito en esa tarta.
Eran ya las siete y media de la tarde cuando transitaba en dirección al 149 de la calle Mason. Justo en dirección a ese lugar en donde se amontonarían las gentes y todo lo que esperaba encontrar; en dirección al gran edificio, dividido en tres zonas, en el cual se celebraban los encuentros de los creyentes. En el primer piso estaba el tabernáculo propiamente dicho y el segundo y tercero albergaban las oficinas y la residencia, respectivamente. Todo parecía simple y sobrio, sin pretensiones; un efecto deliberadamente buscado por Peabody. No había letreros ni inscripciones del tipo «usted será responsable del fin del mundo», ni exhortos en aras de la renuncia a las posesiones terrenales. Muchos de los creyentes, sin duda alguna, desconocían todas esas cosas que yo había estado leyendo a lo largo de la tarde en mi cuaderno de notas. No tenían idea de que el señor Peabody poseía una mansión con ochenta acres de tierra en las afueras, una mansión con catorce habitaciones. Sí sabían, sin embargo, que era dueño de dos Cadillacs y un manto de armiño, pues eran cosas que ellos mismos le habían regalado, por suscripción; un profeta, al fin y al cabo, debe gozar de algún que otro lujo. Pero nada sabían, tampoco, de las sumas en metálico y en acciones, enormes sumas, que Peabody atesoraba. ¿Cómo imaginar eso en un hombre que anunciaba con tintes dramáticos el inminente fin del mundo?
Esperé frente al edificio hasta que se encendieron sus luces. Faltaba casi media hora para el comienzo de los oficios pero ya empezaban a llegar pequeños grupos de fieles por la calle. Unos cuantos viejos y… un sorprendente número de jóvenes atildados, perfectamente vestidos, de aspecto conservador y agradable sonrisa, como sacados de algún programa especial para ejecutivos y de los cursos de secretariado de la YMCA[1]. Se parecían, en suma, a los fieles episcopalianos, o metodistas, o a los miembros de la Cienciología Cristiana o a los Caballeros de Colón. Si había alguna leve diferencia, radicaba en una cierta excentricidad, en un apenas perceptible acento marginal, propio de las sectas.
Eché otro vistazo a mi reloj. Iba llegando el instante de entrar en acción. Apenas media hora. Y de repente recordé que no había probado bocado desde el almuerzo.
No me vendría mal, me dije, picar algo, un sándwich en cualquier antro. Eché a caminar alrededor de la manzana de edificios y al poco pude comprobar que no me acompañaba la fortuna. Estaba en una zona arrabalera de la ciudad, en un lugar de alquileres baratos, de edificios con la fachada desconchada y sucia, edificios con los cristales de las ventanas llenos de moscas, que albergaban en sus bajos tiendas de muebles de segunda mano, librerías de ocasión que vendían revistas atrasadas en inglés y en español, un cine destartalado en el que se exhibía la película Los niños encantados[2], una tienda de caramelos, aún abierta, a cuya puerta haraganeaba una pareja de chicos, vestidos en cuero negro y con el cabello muy largo.
Al soplar el viento revoloteaban por las polvorientas calles papeles de periódico; un poco más allá, un sucio perro callejero perseguía a un gato igualmente callejero… Me pareció oler la lluvia y levanté los ojos al cielo para comprobar que, en efecto, había nubes cargadas de agua que pasaban lentamente bajo la incipiente luna. Una noche estupenda, me dije… Estupenda para un montón de cosas… Algunas de ellas, malas…
La única casa de comidas de la manzana tenía cerradas sus puertas y me metí en un bar. En un vecindario como aquel, las luces de neón de un bar siempre ponen un contrapunto prometedor, un claro contraste.
Joe’s Place, se llamaba el bar. ¿Por qué será que de cada diez bares nueve llevan el nombre del propietario? ¿Por qué gran parte de nuestro tiempo la pasamos bajo la advocación de un barman? ¿Por qué los bares poseen esas características de las aves de rapiña que nos atrapan como si fueran un escritorio?
Lewis Carroll sabía un montón de cosas acerca del país de las maravillas y, sin embargo, estoy seguro de que jamás entró en una taberna… Pero yo no era Lewis Carroll. Yo era Phil Dempster y no vivía precisamente en el país de las maravillas.
Entré en el bar.
Tras la barra estaba Joe leyendo las páginas de deportes de un diario. Cuando le pedí un sándwich dijo «ahora mismo» y llamó a su mujer, que estaba en la trastienda y al poco apareció con lo pedido.
Antes de eso había pedido una cerveza para aligerar la espera. En tan corto espacio de tiempo me la bebí y, pues estaba sediento, pedí otra. El sándwich me llegó con lo que Mom, la mujer de Joe, llamaba café. La vieja dama tenía poca imaginación, desde luego.
Dos sorbos y dejé la taza. Pedí entonces una copa y tuve que creerme la garantía ofrecida por la etiqueta de la botella.
Eché otro vistazo a mi cuaderno de notas. Todo parecía en orden. Pensé que quizá no me conviniera llevar encima el cuaderno cuando entrase en el tabernáculo de la Hermandad Blanca. Quería estar seguro de encontrarme a salvo.
La verdad es que no esperaba tener problemas. Pero eso es algo que nunca puede asegurarse. No tiene sentido hacer previsiones. O tomar precauciones mayores, o…
¿Qué me pasaba? ¿Acaso no iba a ir? ¿No necesitaba el dinero ofrecido por los reportajes? Después de todo, y como decía Cronin, no se trataba sino de hacer un servicio público. Descubrir a un charlatán, salvar a la gente de una especie de cirujano que, con el pretexto de una intervención, podría seccionar el cuello a cualquiera…
Muy bien. De acuerdo… Así pues, no lo haría, no quería ir. Entonces lo supe. Acababa de perder mis nervios. Y no podría escribir una palabra más. Tenía miedo hasta de mi propia sombra.
No, no se trataba de mi sombra. Yo tenía miedo de cualquier cosa, de cualquier minucia. Y Cronin lo sabía. Y también yo lo sabía. Y como tenía miedo, bebía.
Sí, estaba bebiendo. Las ocho menos cinco y acababa de pedir otro trago. Dos tragos y dos cervezas en un estómago prácticamente vacío. Lo justo para darme el valor que necesitaba para cumplir con mi compromiso.
Pero tenía la esperanza de no lograrlo. De que algo me salvara, evitándome el trance en el último minuto. «Sálvame, sálvame», decía una voz en mi cabeza. Oía esa voz y trataba de no prestarle atención. Conocía esa voz y quería olvidarla. Un trago más podría venirme bien para conseguirlo… Pero no me quedaba más tiempo.
Me dispuse a salir, pagué a Joe y le pregunté si podía guardarme el cuaderno de notas durante una hora, más o menos.
Entonces se abrió la puerta.
Se abrió la puerta del bar y entró aquella chica.
No parecía propia de un lugar como la taberna de Joe y de Mom. No parecía vivir en aquel vecindario, ni siquiera en este mundo… Yo sabía bien a qué mundo pertenecía… Al mundo de mis sueños; a esos sueños que tuve hacía mucho, mucho tiempo.
Su pelo era cobrizo como una moneda antigua; una de esas monedas que te metes en un bolsillo para que te dé buena suerte. Era menuda pero de formas armónicas; sus proporciones apenas te hacían reparar en su corta talla. Lucía un vestido negro que le contorneaba perfectamente el cuerpo y que realzaba la delicadeza de su cuello largo.
Cerré por un momento los ojos y sacudí mi cabeza. No era lo que solía ocurrirme. No había tenido contacto alguno con mujeres desde que volví de la Costa. Hasta ese momento, y si alguien me hubiese preguntado al respecto, habría respondido que no pensaba en el asunto.
Pero allí estaba yo. Y allí estaba ella. ¿Por qué? ¿Cómo había llegado hasta ese lugar, que hacía en ese bar?
No era cosa mía, pero la observé detenidamente tanto cuando entró al bar como cuando pidió un trago. Bourbon con hielo. El barman no la conocía, era evidente. Sirvió lo que ella le había pedido y allí estaba yo. Aguardando hasta que ella reparó en que yo la miraba, la escrutaba, más bien, y volvió su rostro hacia mi.
Quedé cautivo de sus ojos verdes. No parecía de este mundo. Seguro que no, ¿por qué iba a serlo? Era la vida real. Y en la vida real ninguna muchacha de ensueño se te acerca y dice «tú debes ser Phil Dempster. Siempre he querido conocerte».
Volvió a mirarme. Era el momento de hablar con el barman, cosa que hice, que comencé a hacer.
Entonces sentí una mano en mi hombro. Miré a mi alrededor y era ella. De pie y sonriente. Y diciendo:
—Perdóneme, ¿no es usted Philip Dempster? Mire, hace tiempo que deseo conocerle.