Para que tú explotes, antes tiene que encenderte alguien la mecha.
Estaba sentado en Tracy’s aquella noche, pensando en mis asuntos, cuando se me acercó Ed Cronin. Él fue quien me encendió la mecha.
Ed Cronin, con toda su gran humanidad, corpulento y decidido, tomó asiento en la mesa que había junto a la mía, pero yo hice como que no le veía hasta que golpeó afablemente mi brazo.
—Hola, Phil —me dijo—. ¿Cómo te va?
—Estoy bajo de moral —le confesé mientras limpiaba mis gafas.
—Me refiero a tu libro.
—¿Cuál de ellos?
—La novela sobre las sectas.
—¡Ah! ¿Eso? Pues va así, así —dije—. Estoy escribiendo otra.
—Me alegro de oír eso —exclamó Cronin.
—Yo no —contesté haciendo una seña al camarero—. No veo cómo abordarla, cómo organizar el material de trabajo.
El camarero me miró y yo miré a Cronin.
—¿Qué quieres beber?
Pidió una cerveza y yo lo de siempre.
—Así que se trata de eso —dijo Cronin hablando para sí—. Me han dicho los muchachos que pasas mucho tiempo aquí.
—Mierda para ellos —solté mientras alzaba mi vaso para ver cómo estaba de lleno—. Bonita pandilla de amigos reporteros la tuya, Cronin. Siempre en busca de una historieta. ¿Qué titulo pondrás a tu reportaje? ¿Acaso uno que diga UN JOVEN Y PROMETEDOR NOVELISTA SE EMBORRACHA HASTA MORIR?
Cronin sacudió la cabeza y sonrió.
—¿Por qué no? Ésa es la verdad, ¿me equivoco?
—Bebo porque me gusta —mentí—. Estoy ocupado con mi nuevo libro, eso es todo —dije, y era la verdad—. Pero puedo dejar de beber cuando me dé la gana.
No sabía, al decir eso, si era verdad o mentira. Eso me molestaba.
—Lamento verte entregado a la bebida —dijo Cronin—. Tú eres un chico inteligente, Phil.
—Y, según tú, los chicos inteligentes no beben, claro —respondí—. Pues estás en un grave error. Tratas de ponerme una etiqueta. Para ti, soy un «chico brillante». Permíteme que lo dude. ¿Y por qué necesita la gente ser brillante? ¿Puedes decírmelo? La gente no va por ahí haciendo demostraciones de su carácter, como los actores en busca de un papel. A veces soy un chico brillante, vale… Pero también a veces soy tonto. A veces puedo comerme el mundo, es verdad; pero no es menos cierto que otras veces me asusto hasta de mi sombra.
Cronin volvió a sacudir su cabeza.
—Tú no te asustas de tu sombra —me dijo—. Te vengo observando desde hace tiempo… Venga, Phil, dímelo… ¿De qué tienes miedo?
Sonreí dirigiéndome al camarero.
—Mira, Mac —le dije—. ¿Te molestaría que bebiera hasta caerme? Mi amigo quiere psicoanalizarme ahora.
—Déjalo ya, Phil… Y perdona —dijo Cronin.
—De acuerdo… Pero cualquiera se enfada cuando alguien le hace preguntas como las tuyas; todo lo que uno quiere es beber en paz…
—Pero es que tú no puedes beber en paz —me espetó Cronin—. Y yo no creo que tú, realmente, sólo quieras beber.
—¿Otra vez vuelves a la carga?
—De acuerdo. No quiero meterme en tus asuntos ni saber de tus problemas. No voy a preocuparme más por ti… Pero dime, ¿cómo vas a ganarte la vida?
—Estoy escribiendo un libro, ¿no?
—Tú lo has dicho, lo estás escribiendo. Pero eso no debe servirte de disculpa. Toma cada día sólo unas pocas horas de tu tiempo, y dedícate a trabajar.
—¿A qué trabajo te refieres?
—Al que estabas haciendo, precisamente. Los editores del periódico van a sacar pronto un suplemento dominical y están dispuestos a gastarse algo de dinero. Yo he hablado con uno de ellos para proponerles una serie semanal de cinco o seis capítulos a propósito de las sectas locales.
—Y eso lo puedo hacer yo, ¿eh?
—¿Quién si no? Tú eres de aquí y además estás escribiendo un libro sobre el asunto. Puede decirse que eres una autoridad en la materia.
—Espera un momento —dije—. Tú tienes tu propia visión sobre ese asunto y me parece muy bien. Pero yo no estoy tan seguro de que las sectas sean cuevas de ladrones. Varias de ellas son totalmente legales. Pude comprobarlo cuando anduve por la Costa recopilando datos para mi libro.
Cronin pareció contrariado.
—Ya lo sé. Y no quiero que desperdicies el material que ya tienes. Pero creo que podemos afinar un poco más, ser más exhaustivos en nuestras investigaciones. Hemos descubierto que hay cinco o seis organizaciones que actúan de manera más que sospechosa. Son las que quiero que investigues. No trato de sacar un lápiz y señalar lo que debe o no ser censurado. Actúa de la forma que creas más conveniente; pero investigar a los responsables de esas sectas es un auténtico servicio público.
—Y también algo bastante lamentable. A lo mejor quieres que investigue de paso si cometen infracciones de tráfico…
Cronin se enojó.
—Tranquilízate, hombre… ¿Qué dices? Cinco o seis capítulos a unas cien o doscientas palabras cada uno. Te procuraremos las fotos y todo lo que necesites, si es que merece la pena. No tienes más que ir, echar un vistazo y escribir tu historia. No te llevará más de cuatro o cinco horas de trabajo a la semana.
—¿Cuánto pagan? —pregunté secamente.
—El viejo está dispuesto a soltar ciento cincuenta dólares. Pero yo le he dicho que tu firma vale doscientos. Sin impuestos, claro.
Seguramente no era aquél el único dinero que había en el mundo; pero yo no estaba acostumbrado a ganar una cantidad semejante por unas pocas horas de trabajo a la semana. Y la verdad es que necesitaba el dinero, pues la fecha de recepción de mi último cheque, con el pago de derechos por uno de mis libros, databa de dos meses atrás. Cambiar el dinero por la paz podría venirme bien. Y podría ayudarme, de paso, a romper con la costumbre de sentarme a beber hasta quedarme dormido… Y no soñar… Sobre todo, no soñar…
—Me parece muy bien —dije al fin—. ¿Cuándo empezamos?
—El domingo mismo, si no tienes nada mejor que hacer —me respondió Cronin—. Prepárate para comenzar la semana que viene. Hoy es lunes, ¿no? Pues ve a verme mañana y lo dispondremos todo.
—De acuerdo —de veras pensaba que era una oportunidad excelente, aunque aún no pensaba que Cronin acababa de encenderme la mecha—. ¿Tomamos otro trago?
Cronin hizo un gesto de cansancio.
—Lo siento, tengo que irme ahora mismo. ¿Irás a verme manana temprano?
—Seguro que sí, no te preocupes —dije sonriéndole—. Me quedaré sólo para tomar el último trago antes de ponerme en marcha.
Nadie ha inventado aún el trago que de veras te predisponga para salir a la carretera, aunque yo aguardaba tal invento.
Cuando Cronin ya se iba llamé al camarero y le pedí «lo de siempre».
Me tomé «lo de siempre» y salí. La noche era húmeda y me abrigué bien, subiendo el cuello de mi gabardina. Tenía el coche aparcado a cierta distancia y metí las manos en los bolsillos para apretar un poco el paso. Las calles estaban desiertas; nadie con un poco de cerebro hubiera salido a caminar aquella noche perdiéndose el programa de televisión y cambiando el tibio ambiente del hogar por la calle, una vez los niños se han ido a dormir. Pero todo eso era mucho más de lo que yo podía pensar… Llevaba mucho tiempo bebiendo sin tregua.
En el fondo me alegraba bastante que Cronin se hubiera acordado de mí. Sentí esa alegría mientras caminaba hacia mi coche con las manos en los bolsillos de la gabardina, buscando las llaves. Pensé que me habría gustado invitarle a un par de tragos más. El trabajo que me ofrecía, sin embargo, a lo mejor, quién sabe, iba a ayudarme a retomar mi libro en donde lo dejara, cosa que nada hubiera logrado conseguir poco tiempo atrás… Ese libro iba cubriéndose de polvo, poco a poco, en un cajón de mi mesa de trabajo. Junto a un par de originales más.
Me metí en el coche imaginando una vida más placentera y acogedora. Tomé la ruta de siempre para volver a casa; en realidad, para regresar a mi vacío apartamento en el que apenas había algo más que una litera, mi mesa de trabajo y la máquina de escribir… Como de costumbre, la máquina de escribir, mi vieja Bessie, me esperaba; y también como de costumbre, la repudié. Puse mi camisa sobre ella, para cubrirla, y comencé a desnudarme, algo tambaleante, para meterme en la cama.
Eso sí, fumé el cigarrillo, también acostumbrado, de antes de conciliar el sueño; el cigarrillo de mi otro gesto de costumbre: apagar la luz. Y entonces se hizo la oscuridad igualmente acostumbrada. Y al cabo me llegó el sueño de costumbre.
Acaso ocurrió porque no había bebido lo suficiente. Y cuando no bebo hasta hartarme, suelo tener sueños. Cuando el común de los mortales sueña, lo hace con que vuela, o sueña con sus jefes; o que hace el amor con la novia del escenógrafo que debutó la semana pasada… O sueñan las gentes que se quedan desnudas en mitad de la calle… Yo no soñaba cosas parecidas, siquiera… A mí me llegaba el sueño de siempre, el único sueño que tenía desde que regresé de la Costa; el único sueño posible cuando no había bebido hasta caerme.
Sabía bien que se trataba sólo de un sueño, sin más, pero eso no me ayudaba a superar la angustia. Me sentía ardiendo; y a pesar del sudor frío que me cubría, notaba que mi rostro iba encendiéndose más y más; sobre todo ante la presencia de ese otro rostro, el del sueño, no por común menos aterrador.
Aquella noche volví a ver esa cara; esa máscara ardiente con las cuencas de los ojos vacías, y grité arañando las sábanas con mis dedos crispados.
Desperté de golpe y tomé un cigarrillo. Pero no lo encendí. Me quedé tumbado boca arriba durante un rato largo, deseando fumar pero sin atreverme a dar fuego al pitillo. Porque, para fumarlo, necesitaba del fuego.
Y sentía un pánico mortal por el fuego.