Introducción

Me llamo Philip Dempster: estoy durmiendo.

El sueño es rojo. Siempre es rojo. A veces es de un rojo dorado, como el primer refulgir de una cerilla. Otras veces es azul y anaranjado en sus filos, como el rescoldo a punto de agostarse, aunque siempre es rojo. Pero ese rojo no es solamente un color: también es un conjunto de emociones y de sentimientos. Sentimientos que están a punto de acceder al conocimiento de lo que es rojo y de lo que no lo es. Mis sueños siempre son rojos, siempre rojos.

Me llamo Philip Dempster; estoy soñando.

En mi sueño conduzco por una carretera oscura. Muy a lo lejos veo una luz. Es la única luz en el mundo, pues mi coche no tiene faros; es un coche ciego y doy gracias por tener ojos, porque si no los tuviera yo también estaría ciego en este mundo. Y tengo que mantenerme alerta, mirando bien hacia esa luz que hay en la carretera, a lo lejos…

Conduzco y mi espalda me duele. Me duele como si hubiera estado conduciendo mucho tiempo, persiguiendo arduamente la luz que brilla a lo lejos, en la carretera. Mis ojos arden, al tiempo, pero es un arder distinto. Es como si experimentasen una sensación acuosa, como si estuvieran alerta desde mucho antes, como si los hubiera mantenido abiertos a propósito, para que ardiesen.

Pero sé que no es eso. No quiero que arda parte alguna de mi cuerpo.

Debe ser únicamente una ilusión.

El sueño es real, sin embargo. Por tanto, me mantengo atento a la conducción.

La luz crece por momentos. Se hace más y más grande, se agiganta a gran velocidad. Freno un poco y el coche va más suavemente, pero me siento conducido. No estoy cerca de la luz. Es extraño; por un momento me pareció que se trataba de una llamarada y estuve a punto de decir: No estoy cerca de la llama. Pero se trataba de una luz, puedo asegurarlo. No es una llama. Es, simplemente, una luz… puedes creerme, ¿lo harás?

Aprieto ahora el acelerador y el coche sale disparado hacia adelante, pero eso no me sirve para llegar antes a la luz. Está justo encima; de hecho, puedo ver cómo se eleva como un gran globo de plástico. No puedo entender por qué se ha elevado, pero es una auténtica construcción de luz en lo alto, sin un emplazamiento concreto. Deberé detenerme y preguntar en dónde estoy.

Me llamo Philip Dempster; estoy perdido, creo.

Me hago a un lado de la carretera y bajo del coche. Siento una puerta que se cierra a mis espaldas. Sí, una puerta. La puerta del otro lado está abierta y me asusto, pero camino alejándome del coche. Creo haber cerrado la otra puerta. Pero está abierta. Sé de alguien que podría… ¿qué? ¿Qué podría hacer alguien? No hay nadie en la carretera esta noche. Entonces, ¿por qué me entristezco? Todavía camino, alejándome más del coche, estoy lejos pero debo regresar. Debo volver a la ciudad y encontrarme conmigo mismo, regresar a ese lugar del que vengo.

Eso es muy importante, pienso.

Hay un edificio en una colina, está algo inclinado. Camino hacia ese punto y, en contra de lo que sucedía cuando iba en el coche, está mucho más cerca, llego mucho antes. Parece ir a devorarme.

Me detengo. Pero mis pies no se detienen. Se mantienen caminando, llevándome hasta el edificio y el edificio abre sus fauces y veo chorros y más chorros de luz que parecen dientes muy afilados y que esperan, esperan para masticarme. Y ordeno a mis pies que se detengan, que por el amor de Dios se detengan, pido a Jesús que me salve de esas fauces, ¿lo harás, Jesús? Los pies, sin embargo, me llevan hasta lo más alto de la colina y me veo por un sendero iluminado, adentrándome en la gran boca del edificio y no puedo decir si soy alto o bajo, o qué ocurre realmente, salvo que grito y no se me oye. Lanzo mi grito y no pasa nada, no brota de él sonido alguno. Sigo caminando hacia la gran boca y ahora, yo…

Dentro. Muy dentro del edificio que tiene las paredes cálidas y viscosas, como un ser viviente. ¿Puede estar vivo este edificio? ¿Tendrá aliento, pulso? ¿Necesitará carne fresca para alimentarse? Espero que no.

Ahora camino muy rápidamente pegado a las paredes con aliento, blancas, las paredes que tienen pulso. Puedo oír una especie de balbuceo. Parece una conversación, pero se trata de un rumor húmedo, soterrado, casi como si alguien hiciera gárgaras con la boca llena de sangre. Trato de escuchar lo que ese algo dice, pero las palabras que oigo no tienen sentido. Es como si fuesen palabras dichas en el agua, a mucha profundidad, tan hondo que se pierde todo su sentido.

Sigo caminando junto a la pared y llego a una celda. Es una celda muy grande y tienen barrotes traslúcidos e incandescentes. Son barrotes que arrancan desde el techo luminoso y caen hasta el suelo blanco. Y en la celda hay… algo. No puedo saber qué es… Lo miro. Trato de ver qué es…

De pronto lo veo con nitidez absoluta. Se mueve y agita tras los barrotes y puedo verla. Es una mujer. Pero no se trata, realmente, de una mujer. Siento cómo se me seca la garganta y trato de meterme en la boca todo el puño para no ser como ella, para comprobar que no soy como ella.

La mujer está muerta.

Ella está muerta. Tiene los miembros carbonizados, negros como las ramas de un árbol muerto. Pero se mueven. Ella se mueve, se está moviendo.

Se mueve ahora en dirección a los barrotes. Lo hace lentamente. Va cayéndose a pedazos, muy despacio, como papel quemado. Y veo que se dirige hacia mí. Ven mis ojos, lo sienten; se separan de mi cuerpo que retrocede, pero de pronto tengo una cesta en las manos.

¿Una cesta? Sí, tengo una cesta… ¿o no? Está llena de algo.

La cesta es grande y de su interior sale un olor a incineración, como si cien hornos incineradores estuvieran quemando muertos, como si ardiera la grasa de un millón de personas allí arrojadas. Tengo la cesta en mis manos y mientras esa criatura que fue una mujer avanza hacia mí balbuceando imbecilidades, saco un puñado de lo que contiene la cesta y se lo arrojo.

Ella cae de rodillas y comienza a destrozar a dentelladas lo que le he arrojado. Alza su mirada y veo que tiene los ojos negros; vacíos, más bien. Sus labios están caídos en un rictus de dolor y placer a un tiempo; y lo que destroza entre sus dientes parecen spaghetti. Pero no son spaghetti. Es un pedazo de carne.

Ahora se aproxima a mi más decididamente, cortándome la retirada. No puedo salvarme. Me veo arrastrado hacia ella, hacia su cara descarnada con un gran agujero en donde debió tener la nariz, hacia su cara con labios incapaces de articular una palabra con sentido. Las cuencas de sus ojos, de tan vacías, parecen hambrientas. Se aproxima a mí blandiendo un dedo que arde. Me agarra y no puedo librarme de su abrazo.

No quiero estar a su lado… Tiene los brazos deformes… Me aproxima sus labios… Ella quiere… Ella quiere…

¡Ella quiere besarme!

Trato de escapar, intento que ese cuerpo no me bese, pero sus brazos me aprisionan contra los barrotes, fuertemente, y al aproximar ella su cara a la mía me veo cayendo por el precipicio negro de sus ojos, me veo en el abismo de su boca y su mirada.

No puedo soportarlo… Me voy a volver loco… ¡Socorro! ¡Socorro, por favor! ¡Que alguien me ayude! ¡Que alguien me salve de esta… de esta cosa muerta! Esta cosa muerta que ahora murmura sálvame… sálvame… sálvame

Sus labios me aprisionan y me siento enteramente en el infierno y en la muerte, y su fuego es el fuego que me quema, el maldito fuego que me hace arder; y ardo, ardo, estoy quemándome.

Me llamo Philip Dempster; mis sueños son horribles.