24

Hacía calor en ese cuartito del piso veintidós, el último de la granítica mole ocupada por la administración y situada en pleno centro de la ciudad. Con su camisa color de rosa, el joven DA[2] adjunto John Lawrence, encargado de llevar el interrogatorio, se hallaba sentado detrás de un escritorio metálico, liso y verde, luciendo su peinado al cepillo, de cabellos rubios y limpios que resplandecían bajo los rayos oblicuos del atardecer.

Jackson se sentaba a duras penas en el borde de un sillón de cuero verde, en frente de Lawrence, sucio, despeinado y más negro aún de lo que podía parecer en Harlem. Sepulturero ocupaba una banqueta junto a la ventana y se entretenía en mirar, más allá de la isla de Manhattan, un trasatlántico que bajaba por el río Hudson, rumbo a la bocana y luego a El Havre. Un taquígrafo del tribunal se sentaba en una punta del escritorio con una pluma en equilibrio sobre su bloc de notas.

Por un momento se había suspendido la vista.

Lawrence acababa de interrogar a Jackson. De pronto se removió inquieto. Se secó el sudor de su pecoso rostro, se alisó el pelo con dedos que habían pasado por la manicura y enderezó sus atléticos hombros que abultaban bajo la franela gris de un traje de Brooks Brothers.

Había leído dos veces el informe de Sepulturero antes de comenzar el interrogatorio. Había leído el informe de la comisaría de la Calle 95. Un chófer de autobús que bajaba por la Quinta Avenida había advertido la presencia de un baúl abierto en medio de la calle y lo había señalado a la policía. La policía había encontrado el cuerpo de Slim dentro, con veinte puñaladas, envuelto en una manta y cargado de pedruscos, y lo había mandado al depósito.

Los cuerpos de Hank y Jodie también habían viajado al depósito. Sus huellas digitales les habían identificado como los sujetos buscados en Mississippi por asesinato.

Se había procedido a un minucioso registro del apartamento de la zona alta de Park Avenue. El registro no había descubierto más prueba que unas cuantas falsas pepitas de oro amontonadas en la carbonera.

Lawrence se había pasado dos horas escuchando, cada vez más estupefacto, el relato de la saga de esa mujer de piel canela y su baúl lleno de sólidas pepitas de oro. Aún no estaba seguro de haber oído bien.

Observó a Jackson con una incredulidad asustada.

—¡Fiuuu! —silbó suavemente.

Intercambió una mirada con el taquígrafo del tribunal.

Sepulturero seguía inmutable.

—¿Hay alguna pregunta que quiera usted hacerle, Jones? —propuso Lawrence en plan insinuante.

Sepulturero volvió la cabeza.

—¿Para qué?

Lawrence miró de nuevo a Jackson y dijo desamparado:

—¿Conque te empeñas en afirmar que, según tu certeza, el baúl contenía pepitas de oro y nada más?

Jackson se restregó la faz negra y reluciente con un pañuelo casi del mismo color.

—Sí, señor. Lo juraría sobre un montón de biblias. Al menos todas las veces que lo he tenido a la vista.

—También aseguras que, según tu certeza, esa mujer, la Perkins, ya se había ido del escenario… del lugar… cuando tu hermano… —consultó sus notas— este, la hermana Gabriel, fue asesinada.

—Sí, señor. Puedo jurarlo. La busqué por todas partes y ya había desaparecido.

Lawrence carraspeó.

—Desaparecido, sí. Y aún pretendes que esa…, la Perkins, estaba secuestrada por esos facinerosos…, ese tal Slim…, contra su voluntad.

—Pues, claro —afirmó Jackson.

—¿Cómo puedes estar tan seguro de eso, Jackson? ¿Te lo contó ella?

—No hacía falta que me lo contara, señor Lawrence. Yo sé que ella estaba secuestrada. Conozco a Imabelle. Sé que ella no se hubiese mezclado con esa gente sin estar obligada. Conozco a Imabelle. Sé que ella no hubiese hecho nada de eso. Que se lo puedo jurar, oiga.

Sepulturero seguía absorto en el río.

Lawrence observó de reojo a Jackson, simulando que leía sus notas. Había oído hablar de negros zoquetes como Jackson, pero nunca había visto todavía a ninguno en carne y hueso.

—¡Ejem! ¿E insistes en que ella no tiene nada que ver con los gánsters que querían estafarte tu dinero?

—No, señor. ¿Por qué iba a hacerlo? El dinero era tanto suyo como mío.

Lawrence suspiró.

—No creo que haga falta preguntarlo, pero es una cuestión formal. No estás dispuesto a presentar denuncia contra ella, ¿verdad?

—¿Presentar denuncia contra ella? ¿Contra Imabelle? ¿Pero por qué, señor Lawrence? ¿Qué es lo que ha hecho?

Lawrence cerró su bloc de notas con decisión y se dirigió a Sepulturero.

—¿Qué cargos pesan contra él, Jones?

Este se volvió, aunque siguió sin mirar a Jackson.

—Exceso de velocidad. Destrucción de bienes ajenos. Cubierta en parte por el seguro del coche. Y resistencia a la autoridad.

—¿Piensa usted detenerlo?

Sepulturero meneó la cabeza.

—Su patrón ya ha pagado la fianza.

Lawrence miró atónito a Sepulturero.

—¡La ha pagado! —exclamó Jackson sin querer—. ¿El señor Clay? ¿Que ha pagado mi fianza? ¿No me ha denunciado?

Lawrence se volvió para mirar a Jackson.

—Le robó quinientos dólares a su patrón —explicó Sepulturero—. Clay presentó denuncia contra él, pero luego, esta mañana, la retiró.

Una vez más, Lawrence deslizó sus dedos a través de su corta pelambre.

—Toda esta gente se porta como si estuviera chalada —murmuró, pero dándose cuenta de que el taquígrafo apuntaba sus palabras, dijo—: No, esto último sobra.

Volvió a mirar a Sepulturero.

—¿A usted qué le parece?

—¿Quién sabe? —dijo Sepulturero encogiéndose de hombros levemente.

—¿Cómo te las arreglas para apretar a tu patrón? —preguntó Lawrence mirando a Jackson fijamente.

Jackson se estremeció bajo esa mirada y para disimular su confusión se secó el sudor del rostro.

—Yo no aprieto a nadie.

—¿Lo guardo como testigo? —dijo Lawrence recurriendo de nuevo a Sepulturero.

—¿Para qué? ¿Testigo contra quién? Ha dicho todo lo que sabía, y tampoco piensa largarse.

Lawrence resopló.

—Bueno, Jackson, puedes irte. No se te acusa de nada. Aunque yo te aconsejaría que fueras a ver inmediatamente a los perjudicados…, a esa gente cuyos bienes destrozaste. Procura indemnizarlos antes de que se querellen.

—Sí, señor. Ahora mismo voy a hacerlo.

Se levantó y entonces pareció dudar, estrujando su gorra de chófer.

—¿No tendrán ustedes alguna noticia de mi mujer?… ¿Dónde está o qué hace?

Los tres se volvieron a mirarle, pasmados. Lawrence dijo finalmente:

—Está detenida.

—¿Detenida? ¿En la cárcel? ¿Por qué?

Los tres le miraron con expresión escéptica.

—La tenemos detenida para interrogarla —dijo Lawrence al fin.

—¿Puedo verla? ¿O al menos hablarle?

—De momento no, Jackson. Ni siquiera nosotros hemos hablado aún con ella.

—¿Cuándo creen que podré verla?

—Pronto, quizás. No te preocupes por ella. Está fuera de peligro. Más vale que pienses en indemnizar a esos perjudicados lo antes posible.

—Sí, señor. Ahora mismo voy a ver al señor Clay.

Cuando Jackson se hubo ido, Lawrence le dijo a Sepulturero:

—Está probado que Jackson es más inocente que un corderito, ¿no?

—Que un corderito esquilado —intervino el taquígrafo.

Sepulturero gruñó.

—¿Tiene usted noticias de su compañero, Jones? —preguntó Lawrence.

—Pasé por el hospital.

—¿Y cómo está?

—Dicen que podrá ver, pero que no volverá a ser el mismo.

Lawrence suspiró otra vez, movió los hombros y puso cara de feroz determinación. Pulsó un timbre de su escritorio y cuando se asomó uno de los guripas del pasillo, dijo:

—Tráigame a la Perkins.

Imabelle llevaba el mismo vestido rojo, aunque ahora parecía un guiñapo. El lado del rostro donde Sepulturero le había arreado el bofetón había adquirido una tonalidad púrpura intenso ribeteada de naranja.

Echó un rápido vistazo a Sepulturero y se estremeció ante su mirada escrutadora. Luego se sentó frente a Lawrence, dispuesta a cruzar las piernas, pero pensándolo mejor las mantuvo muy juntas entre sí, y permaneció erguida, en una punta del asiento.

Lawrence la miró un momento, antes de ponerse a repasar las notas que tenía delante. Se tomó un buen rato leyendo otra vez todos los informes.

—Jesús, qué de tiros y cuchilladas —murmuró—. Esta habitación chorrea sangre. No, no, esto no lo ponga —añadió dirigiéndose al taquígrafo del tribunal.

Volvió a mirar a Imabelle, acariciándose lentamente el mentón, sin saber por dónde empezar el interrogatorio.

—¿Quién era Slim? —preguntó al fin—. ¿Cuál era su verdadero nombre? Aquí le llamábamos Goldsmith. En Mississippi, en cambio, le llamaban Skinner.

—Jimson.

—¡Jimson! ¿Ese era su nombre? ¿Nombre de pila o apellido?

—Clefus Jimson. Ese era su nombre verdadero.

—¿Y los otros dos? ¿Cómo se llamaban en realidad?

—Ni idea. Usaban la tira de nombres. No sé cómo se llamaban de verdad.

—Ese Jimson… —sintió cierta repugnancia en pronunciar el nombre—. Bueno, le llamaremos Slim y basta. ¿Quién era Slim? ¿Qué relaciones tenías con él?

—Era mi marido.

—Ya me lo figuraba. ¿Dónde os casasteis?

—No estábamos casados por lo legal. Vivíamos arrejuntados.

—¡Oh! Vivíais… ¿Y le seguiste tratando? Quiero decir, ¿cuando ya vivías con Jackson?

—No, señor. Llevaba casi un año sin verle ni saber nada de él.

—Pero entonces, ¿cómo fue que se mezclara contigo? ¿O que tú te mezclaras con él? Para el caso da lo mismo.

—Me lo encontré en casa de Billie por casualidad.

—¿En casa de Billie? —Lawrence volvió a consultar sus notas—. Ah, sí. Ahí es donde murieron los otros dos… —Y pensó: «Dios mío, la sangre, la sangre»—. ¿Qué hacías tú en casa de Billie?

—Estaba sólo de visita. Iba a verla a veces por la tarde mientras Jackson trabajaba, sólo por sentarme un rato y charlar. No me gustaba correr por los bares, podía perjudicar a Jackson.

—Ah, ya veo. Y cuando te encuentras con Slim y os ponéis de acuerdo para embaucar a Jackson a base de ese timo… —echó un vistazo a sus notas—… la Preñá.

—Yo no quería. Me obligaron a hacerlo.

—¿Y cómo te forzaron a hacerlo si tú no querías?

—Me moría de miedo por culpa de Slim. Por culpa de los tres. Me iban detrás y yo tenía miedo de que me mataran.

—Eso significa que alguna jugada les habías hecho. ¿Cuál?

—Les había birlado el baúl lleno de pepitas de oro que les servía para el negocio de la mina de oro perdida.

—¿Te refieres a esos pedruscos dorados que había en la carbonera del apartamento donde vivías con Slim?

—Sí, señor.

—¿Y cuándo se lo quitaste?

—Cuando me separé de él en Mississippi. Slim se entendía con otra y yo pues le dejé y cogí el baúl y me vine a Nueva York. Sabía que no podrían montar el negocio sin el baúl.

—Ya veo. Y entonces te encontró en casa de Billie y te amenazó.

—No hizo falta. Lo único que dijo fue: «Me enchufo contigo y entre los dos nos vamos a quilar al muermo ese que te gastas de consorte». Hank y Jodie ya estaban con él. Hank andaba muy pasao, con esa cara de sueño que tiene cuando se pasa, y Jodie estaba podrido de heroína y no hacía más que abrir y cerrar el baldeo, así, chas, delante de mis napias como si tuviera ganas de rajarme el gate. Y Slim estaba medio trompa. Y Hank dijo que venían a por las pepitas de sorna para instalar el negocio aquí en Nueva York. No me preguntaron lo que yo pensaba. Tuve que seguirles la corriente.

—Muy bien. De modo que pretendes haber participado bajo presiones. Pretendes que te amenazaron con matarte si no colaborabas en su negocio.

—Sí, señor. O colaboraba o me rajaban el gate (cuello). No había alternativa.

—¿Por qué no fuiste a la policía?

—¿Y qué podía yo decirle a la policía? De momento aún no habían hecho nada. Y yo no sabía que les buscaban en Mississippi por asesinato. Se ve que eso ocurrió después de que yo me fuera.

—¿Por qué no fuiste a la policía después de ver cómo le timaban mil quinientos dólares a Jackson?

—Seguíamos en las mismas. Yo no sabía entonces que Jackson se había enterado del timo. Si en ese momento llego a ir a comisaría sin que, Jackson hubiese presentado denuncia, los bofios los hubieran soltado a todos para no complicarse la vida. Y yo, seguro que entonces la espichaba. Tampoco sabía que Jackson tuviera un hermano. Sólo sabía que Jackson era un jirlachón incapaz de ayudarme.

—Bueno. ¿Pero por qué no fuiste a la policía cuando le echaron ácido al inspector Johnson en la cara?

Imabelle lanzó una mirada fugaz en dirección a Sepulturero y se encogió sobre sí misma. Sepulturero no le quitaba el ojo de encima, con expresión rencorosa.

—No tuve ninguna ocasión —dijo poniendo voz de disculpa—. Ya quise hacerlo, pero no pude. Slim no se separaba de mi lado en ningún momento y volvimos juntos a casa. Luego llegaron Hank y Jodie que se habían escapado por el río en una lancha alquilada. En seguida que desembarcaron bajo el puente del ferrocarril, se vinieron para casa, a vernos a Slim y a mí. Entonces sí que ya no hubo modo de salir.

—¿Qué sucedió?

El rostro tumefacto de Imabelle se cubrió de una leve capa de sudor, consciente de que la miraban fijamente.

—Bueno, verán, Jodie creía que yo me había chivado a la bofia, y a Slim le costó convencerle de que yo no me había podido chivar. Yo nunca había tenido ocasión de hacerlo. Jodie se empeñaba en que sí y llevaba mucha mala leche, y si no llega a ser por Hank, Jodie y Slim hubiesen acabado currándose. Hank era el único que tenía una fusca, conque se la plantó en las napias de Jodie y lo calmó. Entonces Jodie se emperró en que él y Hank tenían que aligerar juntos llevándose las pepitas de sorna y dejarnos a mí y a Slim. Slim dijo que estaban frescos si creían que iban a aligerar llevándose la sorna sin los mendas. Entonces Hank dijo que por él puta madre aligerar con Jodie, que ni hablar de enrollarse con Slim mientras presumiera de quemaduras de ácido en el gate y la jeró, que la bofia lo identificaba chupao, que más valía dividirse en dos para despistar. Luego Hank le dijo a Slim que se escondiera en algún sitio hasta que se le curara la jeró y que entonces ya se juntarían otra vez, pero que mientras tanto ellos apalancaban las pepitas de sorna. Slim dijo que por los huevos alguien iba a tocar esas pepitas de sorna, y que se pasaba por el culo lo que ellos hicieran. Entonces, antes de que Hank pudiera pararlo, Jodie le arreó un viaje a Slim con la pinchosa y le dio en pleno corazón y aún le arreó más viajes hasta que Hank dijo: «Basta, cagüendiez, o te jodo.» Pero a esas alturas Slim ya la había diñao.

—¿Y tú dónde estabas mientras pasaba todo eso?

—¿Yo? Pues allí mismo, pero no podía hacer nada. Me había cogido el canguelo de que Jodie se pusiera a pincharme a mí. Seguro que lo hacía si Hank no llega a pararle. Estaba majara perdido.

—¿Pero por qué metieron el cadáver en el baúl?

—Se lo querían sacar de encima antes de tener que comerse otro fiambre en Nueva York. Hank dijo que conocía un sitio en California donde podrían encontrar más sorna chunga. Conque dejaron unas cuantas pepitas en el baúl, lo bastante para que pesara, y metieron el resto en la carbonera. Pensaban hundir el baúl en el río Harlem. Hank dijo que se iba a buscar alguna camioneta para transportar el baúl y que entretanto Jodie se quedara abajo en el portal vigilando. Y a mí me encargaron que lavara la sangre del suelo. Yo tenía mucha prisa para pensar en largarme estando Jodie abajo de plantón. No me enteré de que se había largado con Hank hasta que llegaron Jackson y su hermano a buscar el baúl.

Lawrence se frotó la barbilla irritado, intentando aclararse. Se le notaba en los ojos que no se aclaraba.

—Pero bueno, ¿a ti para qué te querían?

—Me se querían llevar con ellos. Y a mí me entraba el canguelo de que me se llevaran, y que me mataran por el camino.

—¿Pero tú no te habías marchado ya cuando volvieron y asesinaron a Goldy?

—Sí, señor. Yo de eso no me enteré para nada.

—¿Entonces por qué no avisaste a la policía?

—Xactamente, eso es lo que pensé. Me fui corriendo a comisaría, a contárselo todo al primer bofio que viera. Pero aquel tipo me atacó antes de que yo pudiera avisar, y luego ya no pude decir nada pues la bofia me enchironó en seguida y sólo porque yo había procurado defenderme.

Lawrence sé dedicó a repasar el informe una vez más.

—En seguida que pude, le conté al inspector Jones dónde encontraría a Hank y a Jodie —añadió Imabelle.

Lawrence suspiró y resopló al mismo tiempo.

—Pero indujiste a tu amigo Jackson, y a su hermano…, bueno, a esa monja…, a que sacaran el baúl sin decirles lo que había dentro.

—No, señor. Yo no in… indugí a nadie. Ellos ya venían con la idea de llevarse el baúl y a mí me asustaba la idea de contárselo todo porque entonces se hubieran puesto a buscar las pepitas de oro y Hank y Jodie habrían vuelto y los habrían encontrado y se los hubieran chingado, y ya estaba bien con tanto marao. Yo sabía que Jackson estaba creído de que eran pepitas de oro legal y me di cuenta de que su hermano también lo creía. Conque me figuré que lo mejor era que arramblaran con el baúl y ahuecaran a escape, antes de que volvieran Hank y Jodie.

—Has dicho que Jodie estaba abajo vigilando.

—Eso es lo que primero me pensé, pero cuando subieron Jackson y su hermano ya vi que Jodie se las debía de haber pirado con Hank. Conque me figuré que así que se hubieran largado, yo podría contarle a la policía todo lo que había pasado, sin que hubieran más tósigos para nadie.

Lawrence miró a Sepulturero.

—¿Usted se cree todo eso?

—No. Les colocó el cadáver a Jackson y Goldy y pensó en huir cogiendo el primer tren que saliera de la ciudad. Le daba igual lo que pudiera ocurrirles.

—Yo sólo quería que no hubieran más tósigos para nadie —protestó Imabelle—, que ya estaba bien con tanto marao.

—Bueno, bueno —dijo Lawrence—. Esa es tu versión.

—Qué versión ni qué narices. Esa es la verdad. Yo iba a contárselo todo a la policía. Pero aquel negro hijoputa…, aquel hombre me atacó antes de que pudiera hacerlo.

—Bueno, bueno, ya nos has contado tu versión.

Lawrence se volvió a Sepulturero:

—La voy a acusar por complicidad.

—¿Y de qué le va a servir? No conseguirá que la declaren culpable. Se defenderá diciendo que actuó obligada. Jackson ratificará ese argumento. Está convencido y ella sabe que está convencido. Además, se ha demostrado que eran tipos peligrosos. ¿Quién queda para desmentirla? Todos los testigos que pudiera tener en contra han muerto, y cualquier jurado admitirá su versión.

Lawrence se enjugó el rostro acalorado.

—¿Y qué pasa con su testimonio y el de Johnson?

—Mire, olvídela —dijo Sepulturero, furioso. Parecía a punto de estallar—. Ed y yo ya ajustaremos cuentas. Algún día la pescaremos con el culo al aire.

—No, no puedo permitirlo —dijo Lawrence—. Voy a fijar su fianza en cinco mil dólares.