Los rayos del sol naciente sobre el río Harlem resplandecían con tonalidades sangrientas en el piso superior del edificio donde Billie explotaba su antro nocturno.
—¿Puedo limitarme a esperar en el coche? —preguntó Imabelle, entrecortado el aliento.
—Sal fuera —ordenó Sepulturero, tajante.
—¿Y ahora para qué me necesita? Están ahí arriba, ya se lo he dicho. Sabe que no me voy a largar a ningún sitio con estas esposas.
Sepulturero se dio cuenta de que la chica, asustada, no hacía más que temblar,
—Mira, hermanita, si vas al hoyo, acuérdate de que tú misma lo cavaste —dijo implacable—. Si Ed estuviera aquí para verte a lo mejor no me hubiese importado dejarte.
Conque Imabelle salió fuera, tropezando, pues se le doblaban las piernas. Sepulturero salió por el otro lado, la agarró del brazo, la empujó obligándola a subir los escalones y ambos franquearon el umbral de doble puerta acristalada para entrar en un pequeño vestíbulo impoluto, provisto de una larga mesa, sillas de pulida madera y lámparas con pantallas de pergamino a cada lado de los espejos que colgaban de la pared.
No se oía el menor ruido.
—Esos degenerados se pegan la gran vida —murmuró Sepulturero—, pero al menos no arman bulla.
Subieron en ascensor hasta el sexto piso y se dirigieron hacia una puerta de jade verde que había a la izquierda del rellano.
—Se lo suplico —gimió Imabelle, temblando.
—Tira palante y llama, que te oigan —ordenó Sepulturero, mientras se arrimaba a la pared junto a la puerta y sacaba su descomunal pistola niquelada.
Imabelle tocó el timbre. Al cabo de un rato se corrió la mirilla con un chasquido.
—Oh, eres tú, cariño —dijo una voz femenina, grave y curiosamente agradable.
Se abrió la puerta.
Sepulturero empuñó su calibre 38 con la mano derecha mientras que con la izquierda sujetaba el pomo de la puerta, y entró.
Una silueta imprecisa en la densa penumbra del vestíbulo se apartó despacio dejándole entrar, y la voz grave, aunque ya no tan agradable, le dijo a Imabelle:
—Bueno, pasad y cerrad la puerta.
Imabelle se escurrió detrás de Sepulturero, y el oscuro vestíbulo pareció llenarse. El leve castañeteo de sus dientes era lo único que interrumpía el silencio. La mujer cerró la puerta y echó la llave sin decir palabra.
—Tienes algunos consortes que me interesan, Billie —dijo Sepulturero.
—Ven a mi despacho un momento, Sepulturero.
La mujer abrió la primera puerta a su izquierda con un llavín que llevaba colgado de una cadena en torno al cuello. Brillaba el tenue resplandor de una lámpara colocada encima de un escritorio de roble claro. Luego, cuando la mujer hubo encendido la luz del techo, apareció a la vista un suntuoso dormitorio en medio de gruesas y rojizas alfombras. La mujer cerró la puerta tras ellos a toda prisa.
Sepulturero escrutó la habitación de un vistazo, examinó detenidamente las cerraduras de los armarios y del cuarto de baño, y al fin paseó por el aposento mientras Billie se reclinaba contra la puerta del vestíbulo.
—Desembucha ya —dijo—, que se me está haciendo tarde.
Era una mujer morena que andaría por los cuarenta y pico, de cuerpo recio embutido en un vestido de gabardina rojo. El corte masculino de sus cabellos y un atusado bigote grueso y sedoso le conferían un aspecto grácilmente varonil. Pero su cuerpo era híbrido. Llevaba desabrochados dos botones del escote, y entre sus inmensas y empinadas pechugas destacaba una espesa mata de pelo negro muy fino. Cuando hablaba, de sus dientes brotaba el fulgor de un diamante.
Observó de un vistazo la mejilla enrojecida y tumefacta de Imabelle, y sus ojos enfermos de miedo, y luego dedicó toda su atención a Sepulturero.
—No los atorigues en casa, Sepulturero. Te los ventilo a la calle.
—¿Están todos juntos?
—¿Todos? Aquí sólo hay dos ahora. Hank y Jodie.
—Slim también debería estar aquí —dijo Imabelle con un soplo de voz.
Sepulturero y Billie se volvieron a mirarla.
—A lo mejor ha salido a buscarme.
Billie fue la primera en desviar la mirada. Sepulturero aún miró un buen rato. Luego ambos se enfrentaron de nuevo.
—Me voy a llevar a esos dos —dijo Sepulturero.
—En casa no, Sepulturero. Están pesadísimos y en plan salvaje. Les he tenido que colocar a dos de mis mejores guayabos.
—Ese es el riesgo de currelar con estas cosas.
—No currelo por la cara, que ya lo sabes. Aforo hasta el hígado. Y el capitán me prometió que aquí no habría jarana.
—¿Dónde están?
—Al capitán no le va a gustar, Sepulturero.
Sepulturero la miró torvamente.
—Billie, le echaron ácido a Ed en los ojos.
Billie se estremeció.
—Escucha, Sepulturero, me lo voy a camelar. Yo misma te los coloco en la puerta de abajo y te los sirvo en bandeja.
—Corta, leche, como si no supieras que piensan largarse por los terrados y salir por la portería de alguna casa vecina.
—Vale. Cucha. Te propongo un trato. Te los cambio por tres descuideros, por un mirlo que buscáis desde hace tiempo…
—Se me está haciendo tarde, Billie.
—… y por el asesino de Wilson. El que se cepilló al camarero en aquel jaleo del mes pasado.
—Ya volveré a por esos. Pero ahora arramblo con estos dos.
Billie se dio vuelta y con agilidad de ninfa corrió hacia el escritorio para abrir un cajón.
Sepulturero la encañonó apuntándole el centro de la espina dorsal.
Billie arrancó un cajón hasta sacarlo y lo arrojó sobre la cama. Estaba repleto de fajos de billetes de veinte dólares.
—Hay cinco de los grandes. Son tuyos.
El otro ni se dignó mirar la pasta.
—¿Dónde están, Billie? No me queda mucho tiempo.
—Están en el trastero. Pero ellos mismos se han cerrado por dentro y no me abren ni siquiera a mí.
—A esta sí que la abrirán —dijo Sepulturero, señalando a Imabelle.
Billie se volvió para mirar a Imabelle.
Imabelle se había vuelto de un color crema pálido con manchas amoratadas bajo sus ojos de perro enfermo. Temblaba como una hoja.
—No me obligue a hacerlo. Por favor, no me obligue a hacerlo.
Le corrían lágrimas por el rostro. Cayó de rodillas al suelo, aferrándose a las piernas de Sepulturero.
—Haré cualquier otra cosa. Le haré un biberón, cualquier virguería…
—Levántate —rugió Sepulturero implacable—. Levántate, o te aplasto contra la pared y te despanzurro a tiros.
Se levantó como una vieja.
Billie también la miró sin piedad.
—¿Ya conocerá a Hank? —preguntó Imabelle con voz ahogada—. Fue el que tiró el ácido.
—Conocería a ese hijoputa hasta en el mismísimo infierno.
—Es el único que llevaba pistola.
—Sepulturero, por el santo prepucio, anda con tiento —razonó Billie—. Están con dos de mis mejores guayabos (adolescente). La Jeanie sólo tiene dieciséis años, está con Jodie…
—Te vas a arruinar como sigas hablando.
—… y Jodie se vuelve majara perdido con el baldeo. Y la Carol sólo tiene diecinueve.
—Pues esperemos que ninguno de esos salga premiado —dijo Sepulturero, y volviéndose a Imabelle añadió—: Pasa delante y llamas a la puerta.
De nuevo en el vestíbulo, se cruzaron con un blanco que salía de los lavabos, abrochándose la bragueta, que les lanzó una mirada de beodo antes de volverse al salón, despacio y tambaleante.
Imabelle atravesó el vestíbulo como una condenada a muerte.
Había seis habitaciones y un cuarto de baño en el piso, con los cuatro dormitorios frente a frente a lo largo del pasillo y el baño entre el despacho de Billie y un cuartito llamado el trastero. En una punta del vestíbulo se abría un gran espacio mezcla de comedor y salón con ventanas protegidas por cortinas que daban a la Calle 155 y Saint Nicholas Avenue; una diminuta cocina eléctrica bien equipada se prolongaba a la derecha.
Había un tocadiscos que funcionaba a bajo volumen en un extremo del salón; dos blancos y tres negras ocupaban los sofás.
En el otro extremo, del lado de la cocina, había dos negros y una negra sentados a una mesa de caoba comiendo pollo asado y ensaladilla rusa. Las luces estaban bajas y en el aire flotaba un leve olor a incienso.
En uno de los dormitorios un blanco y una negra se abrazaban acostados entre sábanas celestes. En otro, cinco negros jugaban casi mudos al stud-poker en una atmósfera cargada de humo, bebiendo latas de cerveza helada y zampando bocadillos.
El trastero tenía una puerta que daba al vestíbulo y otra orientada hacia la cocina. Ambas puertas estaban cerradas, y con la llave puesta. Su única ventana comunicaba con la plataforma de la escalera de incendios, pero quedaba tapada por una celosía cubierta de gruesos cortinajes.
Hank yacía sobre un diván, vestido con su traje azul, apoyando la cabeza en dos cojines. Aspiraba el opio muy lentamente a través de una pipa de agua. La pequeña redoma con su burbujeante pastilla de opio permanecía sobre un brasero colocado encima de una mesilla de superficie acristalada. El humo pasaba por un tubo corto y enroscado, burbujeaba en una bombona medio llena de agua tibia y penetraba por otro tubo de plástico largo y transparente hasta la boquilla de ámbar que Hank sostenía blandamente entre sus labios inertes.
A su lado guardaba la automática del 38, invisible para los demás, arrimada a la pared.
Una chica vestida con blusa blanca holgada, de opulentos pechos y pantalones ceñidos estaba sentada sobre la alfombra verde, con las rodillas erguidas y la cabeza echada hacia atrás, reclinada en el sofá. Tenía un rostro moreno y liso, la mirada fija y la boca en flor, de labios carnosos.
Jodie se sentaba en la otra punta de la habitación, tumbado sobre una otomana de cuero verde. Su cabeza casi colgaba a un lado, pegada al altavoz de un tocadiscos, escuchando una grabación de Bottom Bines por Hot Lips Page. La ponía una y otra vez, pero tan bajo que sólo su oído sensibilizado por la droga podía captar claramente las notas.
Una chica se sentaba en el suelo entre las piernas estiradas de Jodie. Vestía una blusa amarillo limón que le marcaba los pechos y unos pantalones Paisley. Tenía la piel olivácea, la cara en forma de corazón, largas pestañas negras que disimulaban su mirada oscura y una boca demasiado pequeña para el grosor de sus labios. Apoyaba la cabeza en la rodilla de Jodie.
Jodie permanecía absorto, perdido en el blues. Deslizaba lentamente su mano izquierda una y otra vez por los encrespados rizos de la chica, como si gozara de esa sensación. En cambio, su brazo derecho descansaba inmóvil sobre el muslo y su mano derecha empuñaba la navaja automática, abriéndola y cerrándola sin cesar.
—¿No hay más discos? —preguntó Hank, como si estuviera muy lejos.
—Me gusta este disco.
—¿No puedes poner la otra cara?
—Me gusta esta cara.
Jodie volvió a poner el mismo disco. Hank se embebió de nuevo en la contemplación del techo.
—¿Cuándo nos najamos? —preguntó Jodie.
—Cuando sea de día.
Jodie consultó la esfera de su peluco.
—Ahora ya debe ser de día.
—Espera un poco. No achuches.
—Me gustaría estar lejos. Me pone nervioso estar aquí sentado.
—Tranquilo, tío. Espera un poco. Más vale que haya ruedas circulando por la carretera. No me gustaría ni así ser los únicos que aligeramos de esta ciudad con matrícula de California.
—¿Cómo coño sabes que pa después habrá más matrículas?
—Las habrá de Ohio. De Illinois. Espera un poco.
—Ya espero… por los cojones.
El disco volvió a pararse. Jodie lo puso de nuevo en marcha, arrimó el oído al altavoz y reanudó sus chasquidos, abriendo y cerrando la navaja.
—Deja de hacer ruido con el baldeo —gruñó Hank aburrido.
—¿Qué ruido?
Sonó un golpecito en la puerta imponiéndose a la melodía del blues.
Hank observó amodorrado la puerta cerrada. Jodie la observó en tensión. Las chicas ni alzaron la vista.
—Mira quién hay, Carol —le dijo Hank a la chica que tenía al lado. La chica se movió un poco—. Pregunta y basta.
—¿Quién es? —preguntó Carol con voz estridente y áspera.
—Yo. Imabelle.
Hank y Jodie siguieron con la mirada fija en la puerta cerrada. Las chicas se volvieron y también miraron la puerta. Nadie contestó.
—Soy yo, Imabelle. Dejadme entrar.
La mano de Hank se deslizó a tientas hasta empuñar la culata de su automática. La navaja de Jodie chasqueó al abrirse.
—¿Quién está contigo? —preguntó Hank con voz floja.
—Nadie.
—¿Dónde está Billie?
—Aquí.
—Llámala.
—Billie, Hank quiere hablar contigo.
—¿Hank? —dijo Hank—. ¿Quién es Hank?
—No pronuncies ese nombre —dijo Billie, y luego a Hank—: Estoy aquí. ¿Qué te pasa?
—¿Quién está con Imabelle?
—Nadie.
—Abre la puerta un poco —le dijo Hank a Carol.
La chorba se levantó, cruzó la habitación, dio vuelta a la llave y abrió la puerta unas pulgadas. Hank alzó la automática apuntando a esas pulgadas.
Imabelle sacó la cara por la rendija.
—Es Imabelle —dijo Carol.
Billie empujó la puerta abriéndola más y miró a Hank por encima de Imabelle.
—¿La quieres ver?
—Claro, déjala entrar —bostezó Hank, colocando otra vez la pistola.
Carol abrió la puerta del todo e Imabelle entró en la habitación. Tenía tanto miedo que a duras penas podía reprimir las ganas de vomitar.
Hank y Jodie advirtieron las lágrimas que le corrían por el rostro y la colorada hinchazón de su mejilla.
—Cierra la puerta —ordenó Hank soñoliento.
Imabelle se apartó a un lado y de la oscuridad del pasillo emergió Sepulturero como un espectro saliendo del mar. Llevaba una pistola niquelada en cada mano.
—¡Queo! —exclamó pesadamente.
—La madre que te parió —chirrió Jodie.
Jodie conservaba su mano izquierda apoyada en los rizos de Jeanie y la derecha extendida, blandiendo la navaja. Con gesto repentino su mano izquierda se cerró estrechamente y de un tirón levantó a la chica del suelo, agarrándola por los rizos, poniéndosela delante como un escudo. Se enderezó luego violentamente, al tiempo que arrimaba el acerado filo de su navaja a la garganta de la chica.
La chica no gritó, no dejó escapar ningún sonido, no se desmayó. Pero su cuerpo se volvió fláccido bajo el agarrón de Jodie. Una mueca le torcía el semblante, mientras una gota de sangre corría despacio por su garganta hinchada. Sus ojos eran dos lagos negros y profundos de terror animal, oblicuos hacia atrás, como si fueran a huir de su carita crispada. Contenía el aliento.
Sepulturero, de reojo, lanzó un vistazo a la chica y no se movió por miedo a provocar el navajazo.
Hank observaba soñoliento a Sepulturero, sin moverse, con los dedos todavía aferrados a la culata de su invisible automática. Sepulturero también le observaba. Ambos vigilaban los destellos de la mirada del otro, sin hacer caso de Jodie ni de la chica petrificada. Nadie hablaba. Carol estaba hecha una estatua con la mano aún apoyada en el pomo de la puerta. Imabelle, al otro lado, fuera de la línea de fuego, temblaba. Todo se desarrollaba como en una pantomima.
Jodie retrocedió hacia la puerta que daba a la cocina. La chica retrocedió con él, acompasando su andar a los movimientos del otro, como si ejecutaran una extraña danza macabra. Mantenía la mirada fija ante sí, cargada de lágrimas que no se derramaban.
Jodie llegó a la puerta.
—Estira el brazo hacia atrás y abre la puerta —le ordenó a la chica.
La chica estiró su mano izquierda cuidando de no rozar el cuerpo del otro, tanteó hasta encontrar la llave, le dio vuelta y abrió.
Jodie se metió en la cocina a reculones, sin dejar de tirar de la chica.
Silenciosa e inmóvil, junto a los hornillos eléctricos esmaltados de blanco, le esperaba Billie, blandiendo sobre su hombro derecho un hacha de leñador de doble filo. Jodie dio otro paso hacia atrás, con la vista fija en las pistolas de Sepulturero. Y entonces Billie le descargó un hachazo en el brazo que sujetaba la afilada navaja pegada a la garganta de la chica. Jodie se retorció brutalmente y su brazo armado cayó inerte como una manga vacía, mientras la navaja rebotaba por las baldosas. La mano izquierda de Jodie, al desplomarse, le dio a Billie en la boca. Billie encajó el golpe al tiempo que descargaba otro hachazo entre los omóplatos de Jodie, como si partiera un leño. Jodie se tambaleó y cayó de rodillas.
Su cabeza osciló antes de poder mirar hacia arriba.
—Hijaputa… —gimió.
Billie echó todo su peso al arrearle un nuevo viaje y el filo acerado del hacha se hundió en la nuca de Jodie con tanta fuerza que le partió las vértebras, dejando la cabeza colgante sobre su hombro izquierdo, sujeta al cuerpo solamente por un simple jirón de carne, con el insulto aún en los labios.
De la nuca irrumpió la sangre a borbotones, inundando a la chica que se había desmayado. Billie soltó el hacha, recogió en sus brazos el cuerpo inerte de Jeanie y lo cubrió de besos.
Como si fuera una señal que hubiera estado esperando, Hank empuñó la negra culata de su automática del 38. Y sin embargo sabía que no tenía ninguna oportunidad.
Sin darle tiempo a que sacara la automática, Sepulturero, con la pistola de su mano derecha, le disparó perforándole el ojo derecho.
—Por ti, Ed —dijo Sepulturero, mientras el cuerpo de Hank se retorcía bajo el impacto de la bala que ya le deshacía los sesos. Y, apuntando con la pipa de Ataúd que sostenía su otra mano, disparó sobre el agonizante asesino perforándole el ojo izquierdo aún abierto.
Una barahúnda infernal estalló en todo el piso. Imabelle, escurriéndose por debajo del brazo de Sepulturero, se precipitó hacia la puerta. Los clientes salían de las habitaciones y tropezaban en el angosto vestíbulo, intentando huir aterrados.
Pero Sepulturero también se había lanzado al vestíbulo en persecución de Imabelle, la acorraló y bloqueó la puerta. Con la punta de su pistola pulsó el interruptor de las luces del techo y su espalda se adosó a la puerta, sosteniendo una pistola en cada mano.
—Queo —rugió con voz de trueno. Y luego, como un eco de su propia voz, imitó a Ataúd—: Rectifiquen.
—Y ahora, hermanita —le espetó a la medrosa mujer acorralada—, ¿dónde está Slim?
Tanto entrechocaban los dientes de Imabelle que le costaba hablar.
—En el…, en el baúl —balbuceó.