Cuando Jackson se las piró en su viejo y fúnebre Cadillac por Park Avenue, no sabía adónde iba. Lo único que le importaba era ahuecar a toda pastilla. Sujetaba el volante con ambas manos. Su mirada desencajada se clavaba fijamente en la estrecha faja de asfalto húmedo que parecía desenroscarse sobre el capó como una mondadura de manzana saliendo de un cuchillo. Tuvo la impresión de que esa mondadura se le iba engullendo. A un lado las pilastras de hierro del tren aéreo pasaban como los tablones prietos de una valla, al otro la acera con sus escaparates creaba un largo y precipitado caleidoscopio en la claridad gris que precede al alba.
A sus espaldas se propagaba el zumbido intenso y monótono del motor. A cada bache las puertas traseras, que seguían abiertas, se agitaban como locas, golpeando la cabeza del fiambre que brincaba de un lado a otro bajo los zarandeos del baúl.
Se pasó un semáforo en rojo de la Calle 116 a ochenta y cinco millas por hora. Ni lo vio. Un taxista amodorrado vio que algo negro pasaba frente a él y pensó que se trataba de algún automóvil fantasma.
Los tenderetes de mercado de Harlem, bajo el tren aéreo, comenzaban en la Calle 155 y se extendían hasta la 101. Varias camionetas cargadas de carne, verduras, frutas, pescado, conservas, judías secas, telas y prendas de vestir maniobraban con dificultad en la estrecha avenida entre las pilastras y la acera. Obreros, vendedores, descargadores y chóferes andaban atareados por ahí en medio, descargando las mercancías, instalando los tenderetes y preparándose para el trajín del sábado.
Jackson irrumpió en ese atolladero sin disminuir la velocidad. A su lado ululaban las sirenas y centelleaban las luces rojas de los tarambucos que le perseguían.
—¡Aguanta! —chilló un negro.
Cundió el pánico entre la gente, que corrió a protegerse. Una camioneta comenzó a dar vueltas en un intento desesperado de abrirse paso y a la vez de esquivar el coche fúnebre.
Cuando Jackson se enteró al fin de que se había metido en la congestionada zona del mercado, ya era demasiado tarde para frenar. Lo único que podía hacer era desviar su furgoneta hacia alguna posible abertura. Venía a ser lo mismo que enhebrar una aguja fina con un pedazo de cable.
Torció a la derecha para no chocar con la camioneta, se cargó un montón de cajas de huevos y llegó a ver cómo explotaba un espeso chorro amarillo, salpicado de astillas, inundándole la ventanilla trasera.
Las ruedas de la derecha del coche fúnebre se habían subido al bordillo y se empeñaban en desmantelar las pilas de verduras, descargando sobre la gente que huía y las fachadas de las tiendas una lluvia de coles despanzurradas, espinacas desmenuzadas y patatas y plátanos descuartizados. Las cebollas saltaban por los aires como balas de cañón.
—¡Le persigue la bofia! ¡Le persigue la bofia! —gritaron varias voces.
El coche fúnebre embistió unas cajas de pescado congelado alineadas en la acera, patinó cambiando el rumbo y fue a chocar contra un lado del camión frigorífico. Se le abrieron bruscamente las puertas traseras de par en par y apareció el cuerpo degollado del fiambre. La cara ensangrentada quedó colgando hacia fuera, mirando fijamente el alboroto con sus ojos abiertos y desorbitados.
Se oyeron exclamaciones en siete lenguas.
Separándose del frigorífico, el coche fúnebre dio un brinco frenético que le llevó al otro lado de la calle, aplastó un pedazo de buey que el carnicero había soltado en mitad de la calzada antes de salir corriendo, y arrancó, titubeante, para perderse calle abajo.
Cruzó la zona del mercado a tanta velocidad que un obrero negro exclamó burlón:
—¡Toma ya, los hay con prisa!
—¿Pero tú viste lo que he visto?
—¿Te figuras que lo ha afanao?
—Seguro, tío. A ver, ¿por qué le persigue la policía si no?
—¿Y qué va a hacer con ese trasto?
—Venderlo, tío, venderlo. Aquí en Harlem te lo compran todo.
Cuando la fiambrera llegó a la Calle 100, lucía una amalgama de chorros de huevo, incrustaciones de verdura y manchas de sangre. Trozos de carne cruda, escamas de pescado y restos de fruta se adherían a su abollado parachoques. Las puertas traseras bailaban abriéndose y cerrándose.
Había cogido ventaja a los coches patrulla, que no habían tenido más remedio que circular despacio por la zona del mercado. Jackson tuvo la sensación de estar en medio de una pesadilla. El pánico le petrificaba sin que acertara a rechazarlo. Se sentía incapaz de pensar. No sabía ya adónde ir, no sabía qué hacer. Se limitaba a conducir, y basta. Ni siquiera recordaba por qué corría tanto. Correr, y basta. Sintió que lo único que le importaba era seguir sentado detrás del volante y conducir aquella furgoneta hasta el fin del mundo.
Cruzó el Harlem portorriqueño a noventa millas por hora. Una vieja portorriqueña advirtió el paso del coche fúnebre, vio cómo se abrían las puertas y cayó desmayada.
Un coche patrulla que se dirigía ululando al norte de Park Avenue divisó la fiambrera cuando esta en su carrera hacia el sur se acercaba al cruce de la Calle 95. El coche patrulla viró a la izquierda con un brusco chirriar de ruedas. Jackson se dio cuenta y desvió el rumbo de la pesada furgoneta en una ancha curva a la derecha. Las puertas traseras volvieron a abrirse y el fiambre se escurrió lentamente hacia fuera, como un cuerpo que se sumerge en el mar, chocó suavemente con el asfalto y rodó a un lado.
El coche patrulla patinó, intentando no atropellar el cuerpo, perdió el control y giró como una peonza por el asfalto húmedo, luego saltó el bordillo, se cargó un buzón y fue a estrellarse contra la cristalera de una peluquería de señoras.
Jackson siguió por la Calle 95 hasta la Quinta Avenida. Cuando vio la tapia circundante de Central Park comprendió que había salido de Harlem. Se hallaba en el mundo de los blancos, un mundo que no le ofrecía ningún lugar donde ir, ningún lugar donde esconder las pepitas de oro de su mujer, ningún lugar donde él mismo pudiera esconderse. Iba a setenta millas por hora y delante no tenía más que una tapia de piedra.
Su mente comenzó a funcionar. Fluyeron sus ideas a través de un espiritual:
A veces me siento como un niño sin madre,
a veces me siento como si me juera a morir…
Ya no le quedaba más que rezar.
Conducía tan rápido que cuando viró decidido hacia el norte de la Quinta Avenida, para regresar a Harlem, el baúl se deslizó puertas afuera, se desprendió del portaataúdes, cayó al suelo de la fiambrera, saltó a la calle, aterrizó de una pirueta y tras un crujido quedó con la tapa abierta.
Jackson se hallaba tan enfrascado en sus rezos que ni siquiera se enteró.
Siguió recto por la Quinta Avenida hasta la Calle 110, dobló en dirección de la Séptima Avenida, mantuvo el rumbo al norte hasta la Calle 139 y se detuvo al fin ante la casa de su guía espiritual.
Durante el camino se cruzó con tres coches patrulla. Los bofios observaron al descuido aquella fiambrera abollada, sucia, chafarrinada de carne y huevos y pasaron de largo. Aquel trasto no llevaba dentro ni baúles ni fiambres. Jackson ni se fijó en los coches patrulla.
Aparcó delante de la casa de su guía espiritual, saltó al suelo y fue a cerrar las puertas traseras. Cuando descubrió la fiambrera vacía, se le cayó el mundo encima. Ya ni siquiera tenía sentido rezar. Su chorba se le había esfumado. Las pepitas de oro se habían esfumado. Su hermano había muerto, y también se había esfumado. No le quedaba más que confiar en la misericordia del Señor. Era lo único que podía hacer antes de echarse a llorar.
El reverendo Gaines se hallaba totalmente entregado a su religioso sueño cuando su ama de llaves le despertó.
—El hermano Jackson está abajo en el despacho y dice que quiere verle para algo muy importante.
—¿Jackson? —exclamó el reverendo Gaines irritado, restregando sus ojos soñolientos—. ¿Quiere usted decir nuestro hermano Jackson?
—Sí, señor —contestó aquella negra y paciente sierva—. Su Jackson.
—El Señor nos libre de los julandrones —murmuró para sí el reverendo Gaines, mientras se ponía una bata de seda negra bordada sobre su pijama de seda púrpura. Y entonces bajó al despacho.
—Hermano Jackson, ¿qué te trae a la casa del pastor del Señor a esta hora tan inoportuna, cuando las demás ovejas del Señor todavía duermen tranquilas en sus praderas? —preguntó, arisco.
—He pecado, reverendo Gaines.
El reverendo Gaines se sobresaltó como si acabara de oír una blasfemia.
—¡Has pecado! Por Dios bendito, hermano Jackson, ¿es ese motivo suficiente para despertarme a estas horas de la noche? ¿Quién no ha pecado? No hará aún ni un momento me hallaba en las orillas del río Jordán, vestido con larga túnica blanca, convirtiendo a miles de pecadores.
—¿Aquí en casa? —preguntó Jackson, mirándole atónito.
—En sueños, hermano Jackson, en sueños —explicó el pastor, lo bastante aplacado como para sonreír.
—Oh, qué mal me sabe haberle despertado, pero es algo urgente.
—No te preocupes, hermano Jackson, siéntate —dijo el pastor sentándose él mismo y sirviéndose una copa de licor de un frasco de cristal tallado que había en su escritorio de caoba—. Un poquito de cordial me aclarará las ideas. ¿Quieres una copa?
—No, señor, gracias —declinó Jackson, mientras se sentaba al escritorio, enfrente del reverendo Gaines—. Mis ideas ya están lo bastante claras.
—¿Vuelves a tener problemas? ¿O es el mismo problema? Era un problema de mujer, ¿no?
—No, señor, la otra vez era de dinero. Me las estaba intentando apañar para que no creyeran que había robado dinero. Pero esta vez es peor. Bueno, también tiene que ver con mi mujer. Esta vez estoy en un aprieto muy gordo.
—¿Tu mujer te ha dejado? ¿Para siempre? ¿Porque no robaste el dinero? ¿O porque lo robaste?
—No, señor, no es nada de eso. Ella se ha ido pero no me ha dejado.
El reverendo Gaines bebió otro sorbo de cordial. Gozaba resolviendo misterios domésticos.
—Pongámonos de rodillas y oremos para que ella regrese sana y salva.
Jackson se arrodilló más aprisa que el pastor.
—Sí, señor, pero antes quiero confesarme.
—¡Confesarte! —el reverendo Gaines, que ya comenzaba a arrodillarse, se enderezó de golpe como un muñeco de resorte—. ¿No habrás matado a esa mujer, hermano Jackson?
—No, señor, no es nada de eso.
El reverendo Gaines lanzó un suspiro de alivio y se tranquilizó.
—Pero he perdido su baúl lleno de pepitas de oro.
—¿Qué? —las cejas del reverendo Gaines se dispararon hacia arriba—. ¿Su baúl lleno de pepitas de oro? ¿Pretendes decir que ella tenía un baúl lleno de pepitas de oro y nunca me lo contaste, a mí, a tu pastor? Hermano Jackson, mejor será que hagas una confesión completa.
—Sí, señor, eso es lo que quiero hacer.
Primero, mientras Jackson refirió la historia de cómo le habían timado con el truco de hinchar billetes, de cómo le había robado quinientos dólares al señor Clay para untar al policía ful (falso) y de cómo había intentado recuperarlos a los dados, el reverendo Gaines se sintió lleno de compasión.
—El Señor es misericordioso, hermano Jackson —dijo con voz de consuelo—. Y si el señor Clay es solamente la mitad de misericordioso, podrás resarcirle con tu trabajo. ¿Pero qué me dices de ese baúl lleno de pepitas de oro?
Y así, cuando Jackson describió el baúl y contó cómo los gánsters le habían robado a la mujer para apoderarse del baúl, los ojos del reverendo Gaines se dilataron de curiosidad.
—O sea que ese gran baúl verde que había en el cuartito donde vivíais tú y ella estaba lleno de pepitas de oro, ¿no es eso?
—Sí, señor. Pepitas de oro puro, de dieciocho quilates. Pero no eran suyas. Eran de su marido y ella tenía que devolverlas. Conque acudí a Goldy, mi hermano, para que me ayudara a encontrarlas.
Los ojos del reverendo Gaines pasaron de la curiosidad a la repulsión cuando Jackson le describió a Goldy.
—¿Y dices que esa hermana Gabriel era un hombre? ¿Y tu propio hermano gemelo? ¿Y que engañaba a los pobres y a los cándidos vendiéndoles billetes para el cielo?
—Sí, señor, cantidad de gente creía en eso. Pero el único motivo de que fuera a buscarle fue porque él conocía los bajos fondos y yo necesitaba que me ayudara.
Cuando Jackson relató los acontecimientos de la noche, los ojos del reverendo Gaines se fueron abriendo y abriendo, y la expresión de repulsión se transformó en horror. Al llegar Jackson a su huida de la policía en la estación de la Calle 125, el reverendo Gaines se fue hundiendo en su asiento con la mandíbula desencajada y los ojos desmadrados. Jackson, sin embargo, había contado la historia tal como él había visto que ocurriera, y el reverendo Gaines no entendía por qué había escapado de la policía.
—¿Fue por causa de tu hermano? —preguntó—. ¿Descubrieron que se disfrazaba de monja?
—No, señor, nada de eso. Fue porque le habían matado.
—¡Le habían matado! —el reverendo Gaines saltó como si una avispa le hubiera picado el trasero—. ¡Cielo santo!
—Hank y Jodie le rajaron el cuezo mientras yo subía en busca de Imabelle.
—Ay, Dios mío, hombre, ¿por qué no llamaste pidiendo auxilio? ¿No le oíste gritar?
—No, señor. Me senté un minuto a descansar y me quedé dormido.
—¡Por los clavos de Cristo, hombre! Te quedas dormido cuando andas buscando a tu mujer que está en grave peligro. Cuando su fortuna espera abajo, sin protección, en esa calle, esa calle precisamente, la más peligrosa de Harlem, sin otra protección que la de tu hermano, un loco y un pecador que no andaría lejos de ser también un criminal —la lustrosa piel morena del reverendo Gaines se iba volviendo gris sólo con pensar lo que había ocurrido—. ¿Y le rajaron el cuezo? ¿Y lo metieron en el coche fúnebre?
Jackson se secó el sudor que le corría por los ojos y las mejillas.
—Sí, señor. Pero yo no tenía intención de dormirme.
—¿Y qué has hecho con el coche fúnebre? Lo habrás llevado al río Harlem, supongo.
—No, señor. Está aparcado aquí delante.
—¡Aquí delante! ¿Delante de mi casa?
Olvidando su dignidad eclesiástica, el reverendo Gaines se levantó de un salto y cruzó la habitación con paso incierto, aunque apresurado, para atisbar por la ventana la abollada fiambrera aparcada junto al bordillo en la gris claridad de la mañana. Cuando volvió frente a Jackson, parecía como si hubiera envejecido veinte años. Su rotundo aplomo se había hecho añicos de todas todas. Mientras se arrastraba despacio hacia su asiento, se le abrió la bata de seda recamada y los pantalones de su sedoso pijama púrpura comenzaron a escurrirse hacia abajo. Pero no pareció advertirlo.
—Y ahora, ahí sentado como estás, hermano Jackson, seguro que me vas a contar que el cuerpo de tu hermano con la garganta rajada y el baúl de tu mujer lleno de pepitas de oro están en ese coche fúnebre de ahí fuera, aparcado delante de mi casa, ¿no? —preguntó, horrorizado.
—No, señor. Los perdí. Se me cayeron en alguna parte, no sé dónde.
—¿Se te cayeron del coche? ¿En la calle?
—Debe haber sido en la calle. No he estado conduciendo por ningún otro sitio.
—¿Y exactamente por qué has venido aquí, hermano Jackson? ¿Por qué viniste a verme?
—Sólo quería arrodillarme a su lado, reverendo Gaines, y ponerme en manos del Señor.
—¡Qué! —aulló el reverendo Gaines, estremeciéndose como si acabara de oír una blasfemia—. ¿Ponerte en manos del Señor? Jesús, Jesús, hombre, ¿quién te has creído que es el Señor? A ti lo que te toca es ponerte en manos de la policía. El Señor jamás se ocuparía de esta clase de líos.