21

Sepulturero, ciego de rabia, consideró a sus pies la inerte figura de Imabelle. ¡Y pensar que esa arrejuntada con un hijoputa que arrojaba ácido aún pretendía camelárselo! En cambio, su compañero, Ataúd, seguía en el hospital, quizá ciego para toda su vida. Malas vibraciones electrizaban el aire.

Llevaba la pistola de Ataúd al lado de la suya. De súbito la empuñó sin advertirlo. Tenía el dedo en el finísimo gatillo, y apenas podía reprimir las ganas de descargar una ráfaga contra las cachas de esa muñeca canela de fantasía.

Dos bofios de uniforme, que pasaban por el rincón de registros, aventuraron un gesto en su dirección para contenerlo, pero cuando vieron que la pistola le temblaba en la mano, frenaron en seco, estupefactos.

Otros dos bofios de un coche patrulla que traían a tres putas borrachas también se petrificaron, mirándole fijamente. Las palabrotas e improperios de las prostitutas se cortaron de improviso. Fue como si se les encogiera el cuerpo, quedaron inmóviles en recatadas posturas y de golpe se les pasó la tajada.

Todos los presentes pensaron que Sepulturero se iba a cargar a Imabelle.

Duró el silencio hasta que Imabelle se incorporó con ganas y le devolvió la mirada de rabia a Sepulturero.

—¿Qué leches pasa contigo, bofio? —gritó.

Estaba tan furiosa que hasta se olvidó de bajarse la falda y de sacudirse el polvo de las ropas.

—Si vuelves a abrir la boca… —comenzó Sepulturero.

—Tranquilo, tío —dijo el sargento de guardia, cortándole.

A Imabelle le brillaba la mejilla izquierda, roja e hinchada. Tenía los cabellos revueltos, la mirada de gato salvaje y la boca como un desgarrón en la cara de un bulldog peligroso.

Los bofios la miraron con simpatía.

Sepulturero se controló a duras penas. Bruscamente se enfundó la pistola. Dio unos pasos sin rumbo, moviendo su cuerpo alto y desgarbado como una marioneta tirada por hilos. Sabía que si volvía a mirar a la chorba no respondía de sí. Se dirigió al sargento de guardia.

—¿Qué cargo hay contra esa mujer?

Tenía la voz espesa.

—Navajazo a un hombre en la estación de la Calle 125.

—¿Grave?

—Psché. Es un obrero negro que vive detrás de la estación. Dice que esa le pinchó.

Sepulturero se volvió al fin y miró a Imabelle como si fuera a interrogarla, luego cambió de opinión.

—Lo han llevado al hospital de Harlem para ponerle unos puntos —añadió el sargento—. Pronto lo traerán para que presente la denuncia.

—La quiero para mí —dijo Sepulturero con voz sorda.

El sargento miró a los ojos de Sepulturero.

—Quédatela —dijo.

Al mismo tiempo apretó un timbre en su escritorio que comunicaba con el despacho del capitán. No tenía ganas de discutir con Sepulturero, pero tampoco podía dejar que sacara a la detenida de comisaría sin una orden.

El teniente que aquella noche estaba de guardia salió del despacho del capitán y preguntó:

—¿Qué?

El sargento movió la cabeza apuntando a Sepulturero y a Imabelle.

—Jones quiere llevarse a la detenida.

—Está encartada en el jaleo del río que hubo esta noche —explicó Sepulturero con su voz espesa.

—¿Para qué la quieres?

—Me va a enseñar dónde se esconden los otros.

El teniente le miró como si no le gustara la idea.

—¿De qué la acusan? —le preguntó al sargento.

—Un negro dice que la chorba le pinchó. En Park Avenue, allí en el «cubo de sangre». Todavía no lo han traído.

El teniente se volvió a Sepulturero.

—¿Alguna relación con el caso?

—Eso es lo que me va a aclarar la chorba —dijo Sepulturero con su voz espesa y algodonosa.

—Yo no he pinchado a nadie —protestó Imabelle—. En mi vida había visto antes a aquel hombre.

—Tú te callas —dijo el sargento.

El teniente la observó atentamente.

—Carne de presidio ni más ni menos —murmuró con rencor, y pensó que todas las brujas canelas como esa eran la causa de que los arrapiezos negros cometieran tantos crímenes.

—Se está haciendo tarde —observó Sepulturero.

El teniente frunció el ceño. Aquello era una irregularidad y no le gustaban las irregularidades en su guardia. Claro que un delincuente había arrojado ácido a los ojos de un inspector. Y esa tía era la fulana del delincuente. Y ese otro era el compañero del inspector.

—Llévatela —dijo—. Llévate a alguien contigo. Llévate a O’Malley.

—No necesito a nadie conmigo —dijo Sepulturero—. Ya tengo la pistola de Ed, con eso me basta.

El teniente dio media vuelta sin proferir palabra y se volvió a meter en el despacho del capitán.

Tampoco los demás bofios hicieron ningún comentario. Sus miradas iban de Sepulturero a Imabelle.

Sepulturero se acercó a la chorba, que seguía erguida en plan chulo. Le pasó las esposas por las muñecas con tanta rapidez que la chorba ni se enteró. Cuando la agarró del brazo y comenzó a arrastrarla hacia la puerta, Imabelle se volvió y apeló al sargento.

—¿Va a dejar que este loco se me lleve?

El sargento desvió la mirada y no replicó.

—Tengo mis derechos… —gritó Imabelle.

Sepulturero la obligó a pasar por la puerta de un tirón tan violento que la chorba salió volando. Luego la empujó escaleras abajo.

Tenía el coche aparcado a media manzana de distancia.

—Suélteme. Puedo andar sola —dijo Imabelle, y Sepulturero le soltó el brazo…

El coche era el mismo sedán negro que había utilizado para seguir el Cadillac de Gus hasta la choza de los gánsters junto al río. Abrió la puerta delantera. Imabelle se metió dentro torpemente, estorbada por las esposas. Sepulturero pasó al otro lado y se sentó al volante.

—Muy bien, ¿dónde paran?

—No tengo ni idea —contestó Imabelle en plan huraño.

Sepulturero se volvió a mirarla.

—No juegues conmigo, tía. Quiero a esos hijoputas que echan ácido y vas a ser tú la que me indiques dónde están y si no te voy a partir la jeró a culatazos hasta que ningún hombre se atreva a mirarte otra vez.

Su voz sonaba tan cavernosa que a Imabelle le costó entender.

No obstante se había olido el peligro que encerraban esas palabras. No se hubiera alarmado tanto si el polizonte aquel hubiese amenazado con matarla. Barruntaba ya aligerarse por la ventolé antes de que Hank y Jodie cayeran en manos de la pasma y se fueran de la muy. Mientras esos dos no declararan, a ella no podía pasarle nada. En cambio, sabía que Sepulturero no vacilaba cuando hablaba de desfigurarle el rostro.

—Le voy a llevar adonde viven. A mí me interesa que los cojan. Pero no sé si aún estarán allí. A lo mejor se han largado ya.

Sepulturero puso el motor en marcha y sintonizó con la radio de la policía.

—¿Dónde es?

—En una casa de apartamentos de Saint Nicholas Avenue, encima de un médico. El médico vive en los dos primeros pisos y alquila las habitaciones de los otros dos.

—Ya sé dónde es y más vale que reces para que aún estén.

Imabelle no contestó.

Mientras se dirigían al norte de Saint Nicholas Avenue sonó una voz metálica por la radio:

—… busca un coche fúnebre de color negro con ventanillas laterales; Cadillac de 1947; serie M, matrícula desconocida, conducido por un negro rechoncho con uniforme de chófer…

»…Lleva un baúl verde oscuro sobre el portaataúdes visible a través de las ventanillas, contiene el cuerpo de un negro disfrazado de monja. Conocido como hermana Gabriel. Con la garganta acuchillada… El coche fúnebre se dirige al sur de Park Avenue… Cambio… Repito… Se busca…

—Esto complica las cosas.

Sepulturero había adivinado de inmediato que era Jackson el que conducía el coche fúnebre. Tenía que ser una de las camionetas del señor Clay. De modo que los gánsters se habían cargado a Goldy. Pero ¿por qué Jackson huía de la policía?

Imabelle se estremeció, pensando que se había librado por los pelos de acabar degollada.

Sepulturero le espetó de golpe:

—¿Dónde te encontraste con Jackson?

—A Jackson no le he visto para nada.

—¿Qué hay en el baúl?

—Pepitas de oro.

Sepulturero ni se inmutó.

Subieron a todo gas por la cuesta oscura y húmeda de Saint Nicholas Avenue. En el lado este de la calle se alineaban casas de pisos, cada vez más amplios, más espaciosos y mejor cuidados; sus ventanas daban a la ladera abrupta del rocoso parque que cruzaba la calle. Más arriba destacaba el terraplén de la universidad frente al río Hudson.

—Ahora no tengo tiempo de sacar conclusiones. Primero atorigo (detengo) a esos jodidos y luego ya sacaré conclusiones.

—Espero que los mate a todos —dijo Imabelle la muy pérfida.

—Tú, hermanita, vas a tener que pucharme (hablarme) cantidad después.

Ya amanecía. Una claridad matutina envolvía la cima de los edificios del terraplén.

Pasaron por el cruce de la Calle 145 con entradas de metro en cada esquina. El coche tomó la curva a una velocidad de vértigo y penetró bruscamente en esa zona donde la élite del hampa convive con esforzados trabajadores.

Una furgoneta de reparto iba depositando paquetes del Daily News sobre la acera mojada. Al lado del drugstore había una parrilla abierta toda la noche, llena de trabajadores tempraneros que desayunaban chuletas, sentados en taburetes ante el mostrador bajo el pálido reflejo del neón. Las calientes chuletas de cerdo giraban en cuatro asadores automáticos delante de una parrilla eléctrica empotrada en el muro junto al escaparate, atendida por un negro altísimo que vestía uniforme blanco de cocinero.

Dos puertas más arriba de Eddie’s Cellar Restaurant, Imabelle señaló un Buick Roadmaster de color amarillo aparcado junto a un farol frente a la fachada de piedra de una casa de cuatro pisos.

—Ese es su coche.

Sepulturero se arrimó a la acera, frenó bruscamente, salió del coche y examinó las oscuras ventanas de la casa. La puerta de entrada estaba barnizada de negro y tenía una reluciente aldaba de cobre. Había tres timbres en línea vertical sobre el marco rojo de la puerta, bajo una placa blanca con letras negras que ponía: «Dr. J. P. Robinson».

La casa estaba dormida.

Sepulturero se acercó rápido al Buick, sin dejar de vigilar la calle, y grabó en su memoria el número de la matrícula, que llevaba chapa amarilla de California. Lo primero que hizo fue abrir la tapa del motor, arrancar unos cables de la batería y guardárselos en el bolsillo del gabán. Luego, tras cerrar la tapa de un golpe, tanteó las manijas de las portezuelas, las encontró cerradas y entonces miró por los cristales. Dentro, en el suelo de la parte trasera, había una maleta de cuero. Pasó al portaequipajes, hizo saltar la cerradura con el pequeño destornillador de su completa navaja, lanzó una breve ojeada al portaequipajes repleto de maletas, lo cerró y regresó a su coche. La operación no le había llevado más de un minuto.

—¿Dónde se apalancan?

—En casa de Billie.

—¿Los tres?

Imabelle asintió.

—Si es que no se han largado.

Sepulturero volvió a instalarse al volante y contempló la negra superficie asfaltada de Saint Nicholas que se extendía como una ancha cinta negra entre hileras de elegantes edificios a ambos lados, cuyas formas se volvían grises en la claridad matutina.

Trabajadores tempraneros iban surgiendo de las calles laterales con expresión desganada y se dirigían al Metro. Más tarde, de esos apartamentos sobrecargados saldrían los empleados que trabajaban en el centro, formando un compacto tropel, con sus pulcras carteras de cuero donde llevaban el mono de trabajo, semejantes a hombres de negocios, y comprarían el Daily News para leerlo en el Metro.

En cambio, los tipos que buscaba Sepulturero no aparecían.

—¿Cuál es el adicto?

—Los dos. Quiero decir, Hank y Jodie. Uno esnifa y el otro se pincha.

—¿Y el flaco qué rollo se lleva?

—Ese sólo bebe.

—¿Qué petachungos (apodo, mote) usan con Billie?

—Hank se hace llamar Morgan; Jodie, Walker y Slim, Goldsmith.

—¿Y Billie está enterada del golpe de la mina de sorna?

—No creo.

—Tía, hay aún mil preguntas que me vas a tener que aclarar —dijo Sepulturero, mientras apretaba el acelerador y ponía el coche otra vez en movimiento.

Pasaron por delante del Lucky’s Cabaret, del restaurante El Rey de los Pollos, de la peluquería Élite y de una gran casa privada conocida como el Castillo de Harlem, doblaron por la Calle 155 con entradas de Metro en sus esquinas, volvieron a bajar pasando por delante del bar parrilla El Gordo y se detuvieron ante el portal de un gran edificio de seis pisos de piedra gris, repartido en apartamentos. Lujosos cochazos se alineaban junto a la acera en aquella zona.

Desde allí, bajando la cuesta de la Calle 155, bastaban menos de cinco minutos para llegar al puente y cambiar de aires, penetrando en el siniestro sector que se extiende a orillas del río Harlem donde hubo el tiroteo.