Cuando Jackson dobló la esquina de Madison Avenue para coger la Calle 125, con objeto de llegar a la consigna de equipajes de la estación, guiaba lleno de precauciones como si la calle estuviera sembrada de huevos.
Lentos ríos de sudor le recorrían el cuerpo, desde su cabeza lanuda hasta la planta blanca de sus negros pies. Consumiéndose por Imabelle, preguntándose si esa mujer que era la suya estaría a salvo, consumiéndose por el baúl lleno de pepitas de oro, esperando que no fuera a ocurrir nada malo ahora que ya lo había rescatado de aquellos canallas.
Conducía con una mano y se santiguaba con la otra
.
Rezó durante un buen rato:
—Señor, no me abandones ahora.
Luego se puso a gemir el siniestro blues:
Si las penas fueran guita,
yo sería millonario…
Por su lado pasó un coche patrulla, camino de la comisaría, a una velocidad de murciélago escapado del infierno. Iba tan rápido que Jackson no distinguió a Imabelle en el asiento de atrás. Pensó que llevaban a algún chorizo al chiquero. Esperó que se tratara de aquel hijoputa de Slim.
Luego pasó una ambulancia a todo gas. Aguzó la vista, el sudor se le heló en el cuerpo al intentar ver quién iba dentro y por poco choca con un taxi. Logró entrever una silueta de hombre y se tranquilizó. Quienquiera que fuera, al menos no era Imabelle.
Se preguntó dónde podría estar su mujer. Iba tan preocupado que casi atropella a un negro gordinflas que cruzaba la calle en diagonal imitando la marcha de una locomotora.
Parada en una esquina con los pies empapados,
busca a los hombres que pasan por su lado…
Jackson moderó la velocidad de su camioneta para que pasara el Gordinflas, que seguía su camino con grandes dificultades. Jackson no volvió a abrir la boca. Nunca se sabe lo que puede hacer un borracho. No quería problemas hasta que no hubiera dejado el baúl en consigna y a salvo de Goldy.
Tuvo que circular por delante de la estación y dar un rodeo por Park Avenue para llegar a la entrada del despacho de equipajes, situado en la parte trasera.
Mientras Jackson aparcaba frente a la puerta de equipajes, detrás de una parada de taxis, el Gordinflas navegó por entre los peligrosos rápidos del tráfico de la Calle 125 y, arrastrando los pies, alcanzó la nutrida acera alumbrada por las ventanas de la estación. Entonces puso rumbo a Park Avenue, camino del río Harlem.
Nadie le dijo nada al Gordinflas. Nadie necesitaba complicarse la vida con un energúmeno negro y borracho de la talla del Gordinflas. Especialmente si lleva los ojos congestionados. Así es como empiezan los motines raciales.
No obstante, Jackson se había puesto nervioso al ver a tanta policía reunida en las inmediaciones mientras él tenía que descargar el baúl de las pepitas de oro. Estaba tan nervioso que hasta su propia sombra le hubiera sobresaltado. Dejó el motor en marcha como tenía por costumbre. Cuando salió para dirigirse al despacho de equipajes, el Gordinflas le espió.
—¡Cuñao! —gritó el Gordinflas arrastrando los pies hasta llegarse a Jackson y pegarle un abrazo descomunal—. ¡Cuñao! ¡Gordo, negro y bajito como yo! Dime, gordito, no hay que fiarse de los gordos, ¿verdad que no?
Jackson se desasió enfadado y dijo:
—¿Y tú por qué no te portas como es debido? Eres una desgracia para nuestra raza.
El Gordinflas dio marcha atrás a la locomotora y la dejó en vía muerta, soltando un chorro de vapor.
—¿Qué raza, cuñao? ¿Quieres ir a las carreras?
—Me refiero a nuestra raza. Ya sabes a qué me refiero.
El Gordinflas, aturdido, miró a Jackson desorbitando sus ojos colorados.
—¿Quieres decir que eres de fiar con las mujeres de los otros? —gritó.
—Anda a dormir la mona a otra parte —exclamó Jackson apartándose con un enojo incontrolable. Pasó por detrás del Gordinflas, como quien rodea una montaña, y corrió al despacho de equipajes sin mirar atrás.
El Gordinflas se olvidó de él instantáneamente y comenzó a arrastrar los pies otra vez.
Jackson se acercó a un mozo de cuerda negro.
—Traigo un baúl y quiero que me lo guarden.
El mozo miró a Jackson y puso cara de disgusto sólo porque Jackson le había hablado a él.
—¿Pa dónde va? —preguntó ceñudo.
—Chicago.
—¿Dónde está el billete?
—Aún no lo he cogido. De momento sólo quiero depositar el baúl y luego cogeré el billete.
El mozo saltó hecho una furia.
—¡No puede depositar ningún baúl mientras no lleve billete! —vociferó a grito pelado—. ¿Es que no lo sabe?
—¿A qué viene ponerse como un loco? Da la impresión de estar dejado de la mano de Dios.
El mozo hundió los hombros como si se dispusiera a embestir a Jackson.
—¡Yo de loco nada! ¿Qué tengo yo de loco?
Jackson retrocedió.
—Escuche, yo no quiero depositar el baúl porque sí. Sólo lo quiero dejar aquí mientras voy a por el billete.
—No quiere depositarlo porque sí. ¿Y a mí qué me cuenta, tío?
—Si no quiere guardármelo, iré a ver al fulano —dijo Jackson en plan duro.
El fulano era el blanco encargado de los equipajes.
El mozo no quería problemas con el fulano.
—Así que usted lo que quiere es que le guardemos el baúl, ¿eh? —dijo el mozo a regañadientes—. ¿Y por qué no se limitaba a decir que quería que le guardásemos el baúl en lugar de ponerse a hablar de billetes a Chicago?
Tiró enérgico de una carretilla como si la fuera a descargar sobre la cabeza de Jackson.
—¿Dónde está eso?
—Ahí fuera.
El mozo condujo la carretilla hasta la acera y miró la calle en todas direcciones.
—No veo ningún baúl.
—Está dentro de esa camioneta.
El mozo miró por las ventanillas del coche fúnebre y vio el baúl sobre el portaataúdes.
—¿Por qué lleva un baúl en un coche muertos? —preguntó desconfiado.
—Lo usamos para llevar de todo.
—Bueno, pues sáquelo —dijo el mozo, todavía sin fiarse—. Yo no pongo las manos en ningún baúl que me venga dentro de un coche donde ha habido cadáveres.
—Vamos, hombre, por Dios, no fastidie. Este baúl pesa muchísimo. ¿No va a ayudarme a sacarlo?
—A mí no me pagan por descargar baúles de un coche muertos. Yo los cojo cuando están en la calle.
—Ya te ayudaré yo a bajarlo —se ofreció un mirón negro.
Jackson y el mirón se acercaron a la parte trasera de la camioneta. El mozo les siguió. Dos taxistas blancos, que estaban de palique, les miraron con curiosidad. Desde el borde de la acera, un bofio blanco les echó una ojeada distraída.
En ese momento, cuando Jackson estaba abriendo la doble puerta del coche fúnebre, apareció el Gordinflas de regreso, arrastrando los pies por la calzada.
—¡Vigila! —gritó— ¡No hay que fiarse de los gordos!
Jackson, el mozo y el tercer negro retrocedieron de un salto al unísono como si de pronto hubiesen visto la misma cara del diablo.
El Gordinflas dejó de arrastrar los pies y miró por encima del hombro de Jackson. La locomotora frenó en seco.
Los cuatro negros se habían vuelto grises.
—¡Dios santo todopoderoso! —gritó el Gordinflas— ¡Aguanta eso!
Bajo el baúl se arrebujaban tiras de paño negro. Flores artificiales aparecían diseminadas en un rutilante desorden. Una herradura de lirios artificiales se había desprendido al fondo. Y en medio de ese arco de blancos lirios asomaba un rostro negro. El rostro miraba hacia atrás con la cabeza torcida, apoyándose sobre la base del cráneo. Una cofia blanca descansaba encima de una peluca gris que había quedado de través. El rostro exhibía una mueca horrible y diabólica. El blanco de los ojos se clavaba en los cuatro negros grises con una mirada fija y penetrante. Bajo el rostro se percibía el ancho tajo violeta de la garganta rajada.
A Jackson se le erizaron los cabellos cuando reconoció la cara de su hermano Goldy. Se le petrificó la boca, semiabierta. Se le desencajaron los ojos hasta casi saltar de sus órbitas. Comenzaron a dolerle las mandíbulas. De repente notó que un líquido tibio le corría por los pantalones.
—Eso es un marao, ¿eh? —dijo el mozo con voz desfallecida, como si sus sospechas súbitamente resultaran ciertas. Tenía los ojos tan blancos y tan fijos como los del muerto.
—¿Dónde? —balbuceó Jackson.
El pánico y la angustia le apelmazaban el cerebro. Su rollizo cuerpo comenzó a estremecerse como si sufriera un ataque.
—¿Dónde? —gritó el mozo con una voz tan aguda que sonó como una lima rascando los dientes de un serrucho—. ¡Ahí delante, ahí!
El tercer negro aún seguía retrocediendo.
—Pinchao hasta el hueso —dijo el Gordinflas con voz ahogada y medrosa.
Los taxistas se aproximaron indolentes y descubrieron la ensangrentada cabeza negra.
—¡Cristo! —exclamó uno.
—Es una peluca —dijo el otro.
—¿Una qué?
—Sí, hombre, fíjate, debajo se nota el pelo cono. ¡Dios, si es un tío!
El bofio uniformado se acercó despacio como un mensajero del destino, balanceando su porra blanca en plan displicente. Miró al interior del coche fúnebre con cara de hombre que ya las ha visto de todos los colores. Al instante siguiente reculaba pálido y jadeante. Ese color no lo había visto nunca.
—¿Cómo ha venido a parar aquí? ¿Quién ha sido? ¿De quién es la camioneta? —preguntó estúpidamente, intentando aclararse y mirando rápido a su alrededor en busca de ayuda.
Le echó el ojo a un inspector de paisano apostado en la puerta de la sala de espera y le hizo seña.
El tercer negro ya había logrado retroceder hasta Park Avenue y considerándose protegido por la oscuridad dio media vuelta. Se largó corriendo con toda la velocidad que le permitían sus pies.
Al Gordinflas se le había pasado la tajada de sopetón y también él iniciaba una retirada discreta cuando el bofio exclamó bruscamente:
—Que no se vaya nadie.
—Si no me voy —protestó el Gordinflas—. Sólo estiraba un poco las piernas.
Los dos taxistas blancos se apartaron hasta arrimarse hombro con hombro a la pared del despacho de equipajes.
El inspector de paisano, un blanco, se abrió paso empujando al mozo y dijo:
—¿Qué pasa?
Lanzó un vistazo al interior del coche fúnebre y quedó lívido.
—¿Qué coño es eso?
—Un muerto —dijo el bofio.
—¿Quién es el chófer?
—Yo, jefe —balbuceó Jackson.
El bofio de uniforme resopló aliviado al ver que el inspector de paisano se encargaba del asunto. La gente había empezado a agruparse y el bofio se alegró de encontrar un trabajo a su medida.
—¡Atrás! —ordenó—. ¡Circulen!
El inspector se sacó un bloc y un bolígrafo.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó a Jackson.
—Jackson.
—¿Para quién trabajas?
—Para el señor H. Exodus Clay, en la Calle 134.
—¿Dónde recogiste el fiambre?
—No lo sé, jefe. Estaba ahí cuando monté. Lo juro ante Dios.
El inspector de pronto dejó de escribir y miró fijamente a Jackson con aire incrédulo. Todos le miraron fijamente.
—Dice que se ha encontrao un marao y que no sabe dónde lo ha afanao —exclamó alguien de entre la multitud.
Jackson temblaba tanto que le repicaban los dientes como castañuelas. Ya no se alarmaba por la pérdida de su mujer ni por la pérdida de las pepitas de oro. Ni siquiera pensaba en su mujer ni en el oro. No tenía más pensamiento que la visión de su hermano que yacía muerto con la garganta abierta. Le embargaba el miedo instintivo a la muerte violenta. El miedo a los propios muertos. Ya ni siquiera se le ocurría pensar qué le iba a suceder. No obstante, la siguiente pregunta del inspector le reavivó las ideas.
—¿O sea que lo que quieres decir es que no sabías que hubiera ese muerto ahí dentro cuando cogiste la camioneta, eh?
—No lo sabía, no, señor. Lo juro ante Dios.
En ese momento se dejo caer el inspector negro, que preguntó al desgaire:
—¿De qué va el rollo?
Un coche patrulla apareció por la Calle 125, circulando en dirección prohibida, y se abrió camino entre la multitud que había invadido la calzada.
—Lleva un fiambre ahí dentro y dice que no sabía que lo llevara —replicó el inspector blanco.
—No lo llevaría de paseo, eso seguro —dijo el inspector negro, empujando a Jackson y al mozo para ver el cuerpo.
—¡La madre que te parió! —exclamó, medio atragantándose, más asqueado que impresionado por la visión de la garganta rajada.
Entonces se fijó con más cuidado.
—Pero si es la hermana Gabriel. ¡Y pensar que esa hijaputa fue siempre un hombre!
El inspector blanco siguió interrogando a Jackson como si no le importara nada el sexo del muerto.
—¿Y cómo se explica que guiaras la camioneta sin saber que dentro había un muerto?
—El patrón me encargó que llevara ese baúl a la estación para guardarlo en consigna —tartajeó Jackson, casi sin aliento—. Lo juro ante Dios. Yo sólo bajé el baúl como me dijo que hiciera y lo metí ahí dentro y me vine aquí a la estación, como me dijo que hiciera. El Señor es testigo.
—¿Para qué quería guardar el baúl en consigna?
A sus espaldas los guardias del coche patrulla se empeñaban en disolver la multitud.
—¡Circulen! ¡Circulen!
El rostro de Jackson ya había perdido su tono gris y comenzaba a sudar otra vez. Se secó el sudor de la cara, tentándose los ojos congestionados con un pañuelo sucio.
—No lo he entendido bien, jefe.
Hampones, prostitutas, obreros, mirones, descuideros, chorizos, mendigos ciegos y toda la chusma que pululaba por los alrededores de la estación como espuma sucia en un pantano, se empujaban unos a otros, atraídos por el rumor de un fiambre con la garganta rajada, intentando echar un vistazo para ver lo que se habían perdido.
—Dije que para qué quería guardar el baúl en consigna.
—Para Chicago. Va a Chicago cada noche y quiere facturar el baúl antes. Así, cuando coge el billete, ya no tiene que preocuparse —dijo Jackson jadeante.
El inspector blanco cerró su carnet de golpe.
—No entiendo una puñetera palabra de todo este lío.
—Podría ser verdad —dijo el inspector negro—. Supongamos que otro chófer haya traído el cuerpo y lo haya dejado en la camioneta unos minutos y entonces este chófer…
—Cagüendiez, ¿a quién se le ocurre facturar un baúl a estas horas de la noche?
El inspector negro se rio.
—Estamos en Harlem —dijo—. Su patrón debe de llevar el baúl repleto de billetes de cien dólares.
—Bueno, no tardaré en enterarme. A este le enchiqueras. Si tenía permiso para transportar el cuerpo, ha de estar registrado en la oficina de homicidios —replicó mirando a su alrededor por encima de las cabezas de la gente—. ¿Dónde putas está el coche patrulla? Voy a ponerme en contacto con comisaría.
Al instante Jackson imaginó la silla eléctrica y se vio sentado en ella. Si le llevaban a comisaría, le preguntarían por Slim y su pandilla. Y le preguntarían por el ácido que había cegado a Ataúd y por el golpe, o quizás el asesinato de Sepulturero. Le preguntarían por las pepitas de oro y por Goldy y por su propio robo de quinientos dólares y hasta por el robo del coche fúnebre. Se enterarían de que Goldy era su hermano y se figurarían que Goldy pretendía robar las pepitas de oro de su mujer. Y se figurarían que había sido él el que le había rajado la garganta a Goldy. Y le quemarían sus negras posaderas hasta reducirlas a ceniza.
—El permiso lo vi hace un momento —dijo, dando unos pasos hacia la acera—. Estaba en el asiento delantero, claro que no sé a nombre de quién iba.
—¿El permiso? —estalló el inspector blanco—. ¿El permiso de qué?
—El permiso del cadáver. La policía nos manda un permiso para trasladar el cadáver. Lo acabo de ver ahora mismo en el asiento delantero.
—Bueno, cagüendiez, ¿por qué no lo decías antes? Corre a buscarlo.
Jackson dio la vuelta al coche y abrió la portezuela. Contempló el asiento vacío.
—Estaba aquí mismo —dijo.
Se metió a medias en su cabina de chófer, sosteniéndose sobre las rodillas, hurgó detrás del asiento y luego buscó por el suelo. Oía el suave zumbido del motor del viejo Cadillac. Se arrastró un poco más por encima del asiento y buscó en la guantera. Con el codo tocó la palanca de las velocidades y tanteó el acelerador, pero el motor zumbaba tan suavemente que la camioneta no se movió.
—Estaba aquí hace un minuto —repitió.
Ahora los dos inspectores esperaban en la acera junto a la portezuela, mirándole escépticos.
—Ponte en contacto con la comisaría y entérate de si ha habido algún homicidio reciente —le gritó el inspector blanco al bofio del coche patrulla—. Un negro disfrazado de monja con la garganta acuchillada. Pregunta si está registrado el cuerpo. Pide el nombre de la funeraria.
—Entendido —dijo el bofio, corriendo hacia su emisora de radio.
Jackson tenía ya el trasero instalado en su asiento y simulaba examinar un fajo de papeles inserto en la visera.
—Estaba aquí. Lo acabo de ver.
Apoyó su mano derecha en el volante como si quisiera sostenerse para ver mejor. De pronto, con la mano izquierda cerró la portezuela bruscamente y apretó a fondo el acelerador.
El motor del viejo Cadillac era uno de los últimos modelos del 47, con un cilindraje bastante alto y fuerza suficiente para arrastrar un tren de mercancías cargado.
El rugido del cilindraje al arrancar sonó como un tetramotor estratosférico ganando altura y la camioneta salió disparada.
Varios transeúntes se desparramaron en un vuelo grotesco. Un ciego saltó por encima de una bicicleta intentando evitar el bólido.
Un resquicio de apenas tres metros se abría entre un gran camión, que se dirigía al puente por el este, y un taxi que se dirigía a la Calle 125 por el oeste. Jackson enfiló la camioneta en línea recta ocupando el centro de la calzada y pasó tan rápido por el resquicio de apenas tres metros que no rozó a nadie, directo hasta coger el estrecho paso de Park Avenue y paralelo a los pilares de hierro del ferrocarril aéreo. El cambio de marchas automático fue saltando de la segunda a la tercera y de la tercera al tope.
En torno a la estación las pistolas crepitaban como los petardos el día del Año Nuevo chino.
Sonó el suave maullido de un coche patrulla hinchándose rápidamente hasta convertirse en un aullido furioso y el primer coche patrulla se lanzó a la caza de la camioneta. Por un lado se le echaba encima el enorme camión y el bofio que conducía intentó calcular la velocidad; la calculó mal y patinó al querer desviarse. El coche patrulla embistió de lado el enorme y ondulado toldo metálico del camión, intentó rectificar, salió rebotado contra la calle y tras dar una vuelta de campana se inmovilizó con las ruedas delanteras totalmente inutilizadas.
Otros dos coches patrulla dejaron oír el gemido de sus sirenas. Coronando todo aquel alboroto destacaba el estruendoso y regocijado croar del Gordinflas:
—¿Qué os decía yo? ¡No hay que fiarse de los gordos! ¡Ese jodido cachas le cortó el pescuezo a su propia bata de oreja a oreja!