Cuando Imabelle bajó la escalera, dejando que Goldy y su hombre Jackson, se debatieran con el baúl, lanzó un vistazo a la camioneta aparcada, volvió a reír y echó a correr por Park Avenue hacia la estación de la Calle 125.
Ignoraba los horarios del ferrocarril, pero seguro que habría un tren con destino a Chicago.
—Y esta niña bonita lo va a coger —se dijo a sí misma.
La estación de la Calle 125 se hallaba en plena línea aérea como una isla artificial frente a la Calle 125. La doble vía se desdoblaba en cuatro al pasar por los lúgubres y sombríos andenes. Los pasajeros que bajaban allí por vez primera tenían que resistir el impulso de volver a subirse al tren. Cada vez que pasaba un tren, los andenes se estremecían como si agonizaran y las flojas planchas de madera se agitaban como un esqueleto descuajeringado.
Desde los andenes se alcanzaba a ver la zona iluminada de la Calle 125 que cruzaba la isla partiendo del puente de Triborough, conectando el Bronx y Brooklyn, hasta el embarcadero del ferry que lleva a Nueva Jersey a través del río Hudson.
Al nivel de la calle, la sala de espera, caldeada y brillantemente iluminada, estaba repleta de bancos de madera, puestos de periódicos, mostradores de bebidas, máquinas automáticas, taquillas y gente ociosa. En una punta, pasando por encima de los lavabos, una escalera de doble tránsito llevaba a los andenes. Detrás, fuera de la vista, difícil de localizar e imposible de encontrar, se hallaba el despacho de equipajes.
El área circundante estaba saturada de bares, dormitorios piojosos llamados hoteles, cafeterías nocturnas, antros de grifotas, casas de putas y garitos clandestinos, dispuestos para que todo el mundo gozara de los caprichos de la naturaleza.
Negros y blancos se codeaban día y noche, en torno a mostradores bañados de cerveza, iracundos y chillones después de varias rondas de matarratas, con ganas de ir a la greña por entre los coches que pasaban. Otros se alineaban sentados bajo el resplandor del neón que despedían tenderetes de bazofia, comiendo cosas en bandejas recalentadas que no tenían nada que ver con comida.
Las manús pululaban por esa zona como moscas verdes alrededor de un plato de callos.
Las voces quejumbrosas de los cantantes de blues, procedentes de tugurios siniestramente iluminados, flotaban en aquella atmósfera escandalosa:
Mi mamá me decía cuando yo era cría
que los hombres y el whisky me matarían un día.
Mendigos de rostros marcados acechaban a los transeúntes solitarios como hienas que vigilan el festín del león.
Descuideros de todo tipo consumaban un golpe y desaparecían corriendo hacia la oscuridad protectora del ferrocarril aéreo, intentando esquivar las balas de la policía que rebotaban contra las pilastras de hierro. A veces lo conseguían, a veces no.
Gángsters blancos, en grupos de cuatro o seis dentro de cochazos blindados, iban y venían desde la sede de su consorcio situada en un extremo de la calle, cruzándose con los policías de ronda que patrullaban en coche por el barrio. Unos y otros se miraban entonces imperturbables.
En el interior de la estación, inspectores de paisano estaban de servicio las veinticuatro horas del día. Afuera, en la calle, había siempre un coche patrulla apostado.
Sin embargo Imabelle tenía más miedo de Hank y de Jodie que de la bofia. Nunca había tocado el piano ni la habían retratado. Los bofios lo único que habían llegado a pedirle era algún polvo de gratis. Imabelle era una chica convencida de que más valía pasar por el piltro (cama) que salir en diligencia.
Llevaba su abrigo negro abrochado hasta el cuello, pero al correr le volaban los faldones descubriendo parte de su llamativo traje rojo.
Un honrado ciudadano de mediana edad, buen feligrés, buen marido y padre de tres niñas ya en edad escolar, que acudía a su trabajo, vestido con un mono azul pulcro y almidonado y un jersey del ejército, oyó el taconeo de Imabelle por el asfalto cuando estaba a punto de salir de casa.
—Una puta en desbandada —se dijo para sus adentros.
Cuando se asomó a la acera escrutó la calle y, a la luz de un farol, distinguió el fulgor amarillento del rostro de Imabelle y el vuelo tentador de su falda roja. El tipo naufragó al instante. No podía evitarlo. Tenía a su mujer enferma y no podría enchufarle el zupo (pene) hasta Dios sabe cuándo. Conque observó a la linda muñeca canela que venía en su dirección y los dientes brillaron en sus negras facciones como un faro en el mar.
—Tú te vienes conmigo, chata —dijo con voz cavernosa, asiéndola del brazo. Estaba dispuesto a desembolsar cinco papiros.
Sin frenar el impulso de su carrera, Imabelle le golpeó en el rostro con su monedero negro.
El golpe más que hacerle daño le sorprendió. No era su intención causar ningún perjuicio a la chica, sólo quería ofrecerle un buen rato. No obstante, al pensar que una puta había golpeado a un feligrés como él, comenzó a enfurecerse. Dio un paso y la agarró.
—Ojo con pegarme, puta.
—Suéltame, negro hijo de mala madre —gritó Imabelle, revolviéndose furiosa.
El tipo trabajaba en la recogida de basuras y tenía la fuerza de un caballo. Imabelle no lograba desasirse.
—Ojo con insultar, puta, pues te la voy a meter igual, tanto si te gusta como si no —masculló el tipo en un arrebato frenético de rabia y deseo, dispuesto a derribarla y tirársela ahí mismo.
—Métesela a tu mamá, hijo de la gran puta —chilló Imabelle, sacándose del bolsillo una navaja automática, similar a la de Jodie. Y de un tajo le cruzó la mejilla al tipo.
El tipo saltó hacia atrás, sin dejar de sujetarla con una mano, mientras se palpaba la mejilla con la otra. Retiró su mano ensangrentada y contempló la sangre. No parecía salir de su asombro. Era su propia sangre.
—¡Me has pinchado, putorra! —exclamó sorprendido.
—¡Y te voy a pinchar otra vez! —dijo Imabelle, acometiéndole de nuevo con furia muy femenina.
El tipo la soltó y retrocedió, rechazando la navaja con sus manos desnudas como si intentara ahuyentar una avispa.
—¿Qué pasa contigo, puta? —empezó a decir el tipo, pero su voz quedó ahogada por el estruendo del tren que se acercaba a la estación. De súbito, el pitido sonó como un grito humano.
El pitido la asustó tanto que brincó hacia atrás y se quedó mirando al hombre herido como si fuera este quien hubiera soltado el grito.
—Te voy a matar, puta —dijo el tipo, preparándose para arrebatarle la navaja.
Imabelle comprendió que no lograría sacárselo de encima ni volver a acuchillarle, y que si el tipo la dominaba la mataría seguro. Dio media vuelta y huyó corriendo hacia la estación, agitando su navaja abierta.
El tipo se lanzó a perseguirla, sin cuidarse del reguero de sangre que manaba de su mejilla y sus manos.
—No dejes que te coja, niña —gritó alguien animándola desde las tinieblas.
El tren se les adelantó, zumbando sobre sus cabezas, sacudiendo la tierra, sacudiendo las nalgas de Imabelle en su carrera, sacudiendo la sangre de las heridas, diseminada como gotas de lluvia. El tren comenzó a frenar entre chirridos. Su estruendo aterró aún más a Imabelle y le llenó la boca de un sabor ácido.
Arrojó la navaja a una cloaca y pasó corriendo por delante de la parada de taxis, entre el garbeo de fulanas y mirones negros; entró sin detenerse en la sala de espera y se precipitó al lavabo de señoras bajo las escaleras, cerrándose por dentro.
La variada multitud de viajeros que esperaban de pie o sentados en los bancos de madera apenas le prestó atención. No era nada raro ver correr a una mujer por aquella zona.
Sin embargo, cuando apareció el tipo, sangrando como un toro bajo el estoque, la gente se enderezó.
—Voy a matar a esa puta —rugió abalanzándose al interior de la sala de espera.
Un hermano de color le miró y dijo:
—Quien te quiera, te hará sufrir.
El tipo ya se hallaba a mitad de camino de los lavabos cuando apareció corriendo un policía blanco de paisano y le agarró por los brazos.
—Tranquilo, tío, tranquilo. ¿Cuál es tu problema?
El tipo se revolvió contra el agarrón del policía pero no logró soltarse.
—Escucha, blanco, yo problemas ni uno. Esa puta me ha pinchado y me la voy a cargar.
—Suai, suai, hermano. Si te ha pinchado, ya la apañaremos. Pero tú no te vas a cargar a nadie. ¿Entendido?
Se acercó entonces un inspector de color, sin prisas, y miró indiferente al tipo herido.
—¿Quién le pinchó?
—Dice que fue una chorba.
—¿Y dónde está?
—Se metió en la colmena de gachís.
El inspector negro le preguntó al tipo herido:
—¿Qué facha tiene?
—Una hembra dorada con abrigo negro y traje rojo.
El inspector negro se echó a reír.
—Más te vale olvidarte de esas putas doradas, macho.
Se dio vuelta, riendo, y se dirigió al lavabo de señoras.
Dos bofios de uniforme llegaron corriendo del coche patrulla, como si esperaran jaleo. Pusieron cara de desconcierto cuando advirtieron que allí no pasaba nada.
—Llama a una ambulancia, ¿quieres? —dijo el policía blanco a uno de los dos.
El guardia salió disparado hacia el coche patrulla para llamar por radio a la ambulancia de la policía. El otro guardia se quedó de plantón.
La gente se arremolinó en torno a aquel negrazo herido que regaba con su sangre roja las baldosas marrones del pavimento. Un mozo de estación se abrió paso provisto de una bayeta húmeda y miró el suelo ensangrentado con una mueca de disgusto.
Nadie parecía extrañarse. Accidentes de esa índole ocurrían en la estación una o dos veces cada noche. Lo único raro era que no hubiera ningún muerto.
—¿Por qué te ha pinchado la chorba? —preguntó el polizonte blanco.
—Pues ya ve, por maldad. Porque no es más que una mala puta.
El polizonte puso cara de estar de acuerdo.
El inspector negro encontró cerrada la puerta de los lavabos. Llamó.
—Abre en seguida, Ojos dorados.
Nadie le contestó. Volvió a llamar.
—Policía, encanto. No me obligues a buscar al jefe de estación para abrir esta puerta, que papá podría enfadarse.
Se descorrió el cerrojo interior. El inspector empujó y abrió la puerta.
Imabelle le plantó cara a través del espejo. Se había lavado y empolvado el rostro, alisado los cabellos, pintado los labios, limpiado los negros zapatos de ante de tacones altos y parecía como si acabara de salir de algún club nocturno.
El inspector enseñó su chapa y sonrió.
Imabelle se puso en plan quejica:
—¿Que las señoras ya no podemos asearnos un poco sin que vengáis ustedes los de la bofia a molestar?
El inspector miró a su alrededor. Sólo había dos mujeres más, blancas de mediana edad, que se acurrucaron cohibidas en un rincón distante.
—¿Eres tú la mujer que ha tenido problemas con ese hombre? —le preguntó a Imabelle, intentando arrancarle una confesión.
Pero Imabelle no picó.
—¿Con qué hombre he tenido yo problemas? —exclamó poniendo una expresión indignada—. Yo he entrado aquí para arreglarme y no sé de qué me está hablando.
—Vamos niña, no le compliques la vida a papá —dijo el inspector, mirándola como si le propusiera un ligue.
Imabelle le devolvió la mirada. Sus ojazos marrones auguraban placer y sus dientes de perla centellearon en una sonrisa que parecía aceptar la propuesta.
—Si alguien dice que ha tenido problemas conmigo, puede estar seguro de que él mismo se los buscó.
—Yo te entiendo, niña, pero no tenías que haberle pinchado.
—Yo no le he pinchado a nadie —dijo Imabelle, saliendo hacia la sala de espera.
—Esa es la puta que me pinchó —dijo el tipo, apuntándola con un dedo del que aún goteaba sangre.
La multitud, morbosa, se volvió para mirar a Imabelle.
—Tío, tenías que haberla pinchado tú primero —dijo algún bromista—. Y ya me entiendes.
Imabelle ignoró a la multitud mientras se abría paso. Caminó hasta enfrentarse con el tipo herido y le miró fijamente.
—¿Este es el hombre que dice? —le preguntó al inspector negro.
—Ese es el pinchao.
—En mi vida he visto antes a este hombre.
—¡Mientes, puta! —gritó el tipo.
—Tranquilo, macho —avisó el inspector negro.
—¿Y por qué habría de pincharte, suponiendo que te pinchara? —se puso chula Imabelle.
Los mirones se rieron.
Un hermano negro recitó:
Chorba negra haría descarrilar un tren de mercancías.
Pero chorba canela envicia a un predicador en pocos días.
—A ver, ¿dónde está el cuchillo? —le dijo a Imabelle el polizonte blanco—. Ye me estoy hartando de tanta juerga.
—Más vale buscarlo en los lavabos —dijo el inspector negro.
—Lo arrojó mientras corría —dijo el pinchao—. Vi cómo lo arrojaba al suelo, antes de entrar aquí.
—¿Y por qué no lo recogías? —preguntó el polizonte.
—¿Para qué? —exclamó el pinchao extrañado—. No necesito de ningún cuchillo para matar a esta puta. Puedo matarla con mis propias manos.
El polizonte se le quedó mirando.
—Era la prueba. Dices que te pinchó.
—Vamos a buscarlo —dijo uno de los guardias del coche patrulla a su compañero y ambos salieron en busca del cuchillo.
—Claro que me pinchó. Usted mismo lo puede ver —dijo el pinchao.
La multitud rio y comenzó a dispersarse.
—Bueno, ¿tú quieres presentar denuncia contra esta mujer?
—¿Denuncia? La estoy denunciando aquí mismo. ¿Es que no ven cómo me ha pinchao?
—Y si no te ha pinchao —dijo un gracioso—, más vale que te visite algún médico esas venas reventonas.
—¿Pero por qué me detienen? —le dijo Imabelle al inspector blanco—. Ya le he explicado que no he visto nunca a este hombre. Me está confundiendo con otra.
Una nueva patrulla de policías de ronda apareció en escena, observando al negro herido con curiosidad de blancos mientras se sacaba los guantes.
—Llevaos a estos al chiquero —dijo el inspector blanco—. Este tipo quiere presentar una denuncia por agresión contra esa chorba.
—Jesús, no me interesa que me ensucie el coche de sangre —se quejó uno de los bofios.
A lo lejos sonó la sirena de la ambulancia.
—Ahora llega la ambulancia —dijo el inspector negro.
—¿Pero por qué se me llevan si no he hecho nada? —le imploró Imabelle.
El inspector negro la miró con simpatía.
—Lo siento por ti, nena, pero no puedo ayudarte —dijo.
—Si demuestras tu inocencia, puedes acusarle de calumnias —dijo el inspector blanco.
—Vaya, ¿y qué gano yo con eso? —replicó Imabelle furiosa.
Afuera, los dos bofios de uniforme seguían buscando por la calzada el cuchillo perdido. Dos negros les miraron en silencio desde la acera.
Al fin, a uno de los bofios se le ocurrió preguntarles:
—¿Alguno de vosotros vio que alguien recogiera un cuchillo por aquí cerca?
—Vi a un chico negro que lo recogía —admitió uno de los negros.
Los bofios se excitaron.
—Puta madre, ¿y no viste cómo lo buscábamos nosotros? —dijo uno irritado.
—Hombre, jefe, como no dijo qué es lo que estaban buscando.
—Y mientras, seguro que ese pillo ya debe estar lejos —se lamentó el otro bofio.
—¿Hacia dónde fue? —preguntó el primer bofio.
El negro señaló Park Avenue. Los dos bofios le observaron con rencor.
—¿Qué pinta tenía?
El negro se volvió a su compañero.
—¿Qué pinta tenía, te acuerdas?
El otro negro desaprobaba esa información voluntaria a bofios blancos sobre un chico negro.
—No me fijé —dijo, manifestando su desaprobación.
Los bofios se volvieron hacia él llenos de rabia.
—Conque no te fijaste, ¿eh? —se burló uno—. Muy bien, puta madre, pues los dos al chiquero.
Los bofios se llevaron a los dos negros hasta la entrada de la estación y los metieron en el asiento trasero del coche patrulla mientras ellos se sentaban delante. Algunos transeúntes les echaron breves miradas de curiosidad y siguieron su camino.
Los bofios circularon por Park Avenue en dirección prohibida para demostrar su poder. La luz roja lanzaba destellos como un ojo diabólico. Circularon lentamente, proyectando sus focos móviles contra las aceras, enfocando los rostros de los peatones, los portales, las grietas, las esquinas, los descampados, en busca de un chico negro que hubiera cogido una navaja manchada de sangre, un chico negro de entre el medio millón de negros que vive en Harlem.
Llegaron a tiempo de ver una furgoneta de reparto con el parachoques torcido que doblaba la esquina de la calle 130, pero apenas le prestaron interés.
—¿Qué hacemos con estos dos negros de mierda? —le preguntó un bofio al otro.
—Psché, los soltamos.
El que conducía detuvo el coche y dijo:
—Largaos.
Los dos negros bajaron y se volvieron andando a la estación.
Cuando llegaron, ya se iba la ambulancia con el pinchao camino del hospital de Harlem, pues sus heridas necesitaban unos puntos de sutura antes de que se presentara en comisaría para denunciar a Imabelle.
Al mismo tiempo, el coche patrulla que se llevaba a Imabelle a comisaría se adentraba por el lado este de la calle 125. Se cruzó con un coche fúnebre que venía muy despacio de Madison Avenue. No obstante, no tenía nada de sospechoso que un coche fúnebre circulara por las calles a esa hora temprana de la madrugada. La gente muere en Harlem a todas horas.
Los bofios dejaron a Imabelle en manos del sargento de guardia hasta que llegara el pinchao a denunciarla.
—¡Cómo! ¡No pretenderéis que me quede aquí hasta…!
—Calla y siéntate —la cortó el sargento de guardia con voz hastiada.
Imabelle empezó a poner cara de enfado pero se lo pensó mejor, cruzó la sala hacia uno de los bancos adosados a la pared y se sentó plácidamente, cruzando las piernas que dejaban ver unos centímetros de su cremoso muslo canela. Entonces se examinó el barniz de las uñas.
Seguía sentada cuando Sepulturero salió del despacho del capitán. Llevaba un vendaje blanco enrollado bajo su sombrero echado hacia atrás y su expresión era claramente amenazadora Miró distraído a Imabelle y se sobresaltó al reconocerla. Cruzó despacio la sala hasta tenerla bajo sus ojos.
Imabelle le dirigió su mirada de placer, alzándose un poco más la falda roja para aumentar el espectáculo de sus cremosos muslos amarillos.
—Jope, qué bicoca —dijo Sepulturero—. Niña, tengo noticias para ti.
Imabelle le ofreció su sonrisa de perlas, augurio de cosas muy agradables por venir.
Sepulturero le arreó un bofetón tan violento y tan salvaje que la arrancó de su asiento y la mandó por los suelos, dejándola despatarrada, en una postura grotesca, con la falda roja tan subida que se le veían las braguitas de nailon negro que llevaba.
—Y esto es sólo el principio —dijo Sepulturero.