El pitido breve y estridente del tren al cruzar el río Harlem despertó a Jackson sumiéndole en el terror.
Se incorporó derribando la silla. Creyó que alguien quería golpearle por detrás, hizo una finta y chocó con la mesa. Agarró la barra de hierro y dio media vuelta para enfrentarse a Slim y partirle la cabeza.
Pero no había nadie.
—Seguro que he soñado —se dijo a sí mismo.
Entonces comprendió que, efectivamente, se había quedado dormido.
—Mira, llega un tren —dijo.
Todavía no se aclaraba.
Advirtió que se le había caído la gorra de chófer al suelo. La recogió y le sacudió el polvo. No tenía polvo sin embargo. El suelo seguía limpio y aún húmedo.
La limpieza del suelo le hizo pensar en Imabelle. Se preguntó adónde podía haber ido. A lo mejor a casa de su hermana, en el Bronx. Pero allí seguro que la encontraban. Además, la policía también la estaría buscando. Bueno, pues más valía que telefoneara a la hermana en seguida que dejara las pepitas de oro en la consigna de cualquier estación. Y ni hablar de que se las quedara Goldy, digan lo que digan.
De pronto le cogió prisa.
Se registró los bolsillos a ver si encontraba un papel para dejarle una nota a Imabelle, suponiendo que volviera a buscarle y no le encontraba. De un bolsillo del uniforme le salió una factura arrugada con membrete del señor Clay que desglosaba una lista de accesorios fúnebres. En otro bolsillo del abrigo encontró un cacho lápiz y desplegando la factura escribió a toda prisa:
«Cariño, pregunta por mí a mi hermano, la hermana Gabriel, delante de los almacenes Blumstein’s. Él te dirá dónde estoy…»
Estaba a punto de trazar su firma cuando se le ocurrió que Slim iba a volver con Hank y Jodie.
—¿En qué estoy pensando? —musitó.
Estrujó la factura y la arrojó a un rincón. El creciente zumbido del tren que se acercaba le sumió otra vez en un terror indefinido. Recordó un blues que solía cantarle su madre:
Cucha como corre el tren, que no lo coges.
Asiéntate tranquilo y pega voces.
De pronto se puso a correr sin moverse. Corría por dentro. Ya no tenía tiempo de preguntarse dónde se había metido Imabelle. Lo único que le quedaba era quejarse. Bueno, al menos la había salvado de Slim.
Agarró el caño que tenía en la mesa. Se le habían enrojecido los ojos. La cara se le había vuelto gris y sucia, los labios apergaminados.
Una rata gris y vieja asomó la cabeza de debajo del oxidado y grasiento pedestal de la estufa. La rata también tenía los ojillos colorados. La rata miró a Jackson y este miró a la rata.
La casa comenzó a estremecerse. Se estremecía el suelo y se estremecía la rata. Jackson notó que él mismo se estremecía. Era como si sus sesos se agitaran de arriba abajo dentro del cráneo, a punto de explotar. El rugido del tren invadió la habitación, petrificando el tembleque del hombre y el tembleque de la rata, en un trance de muerte.
En ese instante sonó el pitido. Sonó como un cerdo acogotado corriendo a través de un maizal con el cuchillo clavado encima.
La rata desapareció.
Los pies de Jackson empezaron a correr.
Salió corriendo a ciegas de la cocina, cruzó la habitación, tropezó con la silla de tres patas, se alzó de un salto, salió disparado al pasillo oscuro y bajó de repelón la escalera.
Entonces se acordó de la ropa de Imabelle. Dio marcha atrás, regresó corriendo a la cocina, arrojó el caño sobre la mesa, recogió la ropa a brazos llenos, dio media vuelta otra vez y salió corriendo del apartamento, olvidando el caño.
Corrió por el pasillo a oscuras, se precipitó escaleras abajo, también a oscuras, intentando hacer el menor ruido posible. El sudor comenzó a desbordar de los poros de su piel seca hasta entonces. Podía sentir cómo se le escurría por el cuello, y desde los sobacos, y por las costillas, como gusanos.
Los bordes de las ropas rozaban la suciedad de los escalones. Al llegar a la planta baja se enredó con las faldas, se fue de bruces, sujetando las ropas entre sus brazos, y aterrizó con un golpe seco.
—Señor, Dios mío —murmuró—. Parece que ha llegado mi hora.
Abrazó las ropas como si tuvieran dentro a Imabelle, irguiendo la cabeza para ver por encima del fardo, y así cruzó el vestíbulo mal alumbrado, directo a la salida.
Suponía que Goldy le estaría esperando impaciente, sentado junto al volante del coche fúnebre. De golpe divisó a Hank y a Jodie, discutiendo cara a cara detrás de la camioneta. Se quedó helado. Frenó en seco con la boca abierta y el rostro sudoroso, brillándole los dientes blancos bajo sus encías moradas.
Tuvo la suerte de que en aquel momento Hank y Jodie acababan de apartar la vista del portal.
Hank le estaba diciendo a Jodie:
—Habría que ahuecarlo de la calle.
—¿Y dónde lo metemos?
—Pues en la fiambrera.
—¿Pa qué? ¿Por qué no dejamos que se pudra ahí mismo?
—Es un chota (confidente). Si la pasma lo encuentra, nos va a jumelar como pachuli.
—Por mí que se pudra, y a la pasma que la den por culo. Nosotros nos najamos, ¿no?
Hank fue hasta el coche fúnebre y abrió sus puertas traseras. Si hubiese vuelto la cabeza hubiera visto a Jackson petrificado en el portal. Pero no hacía más que mirar al fiambre.
—Agárralo por los hombros —dijo, asiendo el cuerpo por los pies.
Jodie comenzó a ponerse los guantes. También él observaba al fiambre.
—¿Qué mierda te pica? ¿Te jiñas (cagas de miedo) por tocarlo con las palmas?
—Es un jodido marao (cadáver). Por eso me jiño.
Jackson pensó que se disponían a sacar el baúl. La idea le contrajo los músculos. Desde donde estaba distinguía la furgoneta de reparto. Pensó que iban a sacar el baúl y meterlo en la furgoneta. No sabía cómo impedirlo. Ni siquiera conservaba la barra de hierro.
Entonces se dio cuenta de que Goldy se había eclipsado. A lo mejor Goldy les había visto llegar y se había escondido. Goldy llevaba pistola. Jackson tuvo ganas de mandar a Goldy al infierno y jurar por su eterna condena, pero no quería añadir la blasfemia a todos los pecados que ya había cometido.
Conque se puso a buscar un sitio donde ocultarse.
En la otra punta del vestíbulo, bajo la escalera, había un reducto con una puerta que daba a un rincón oscuro. Jackson retrocedió hasta el rincón, tanteó la puerta y logró abrirla.
Cubos de basura se acumulaban en desorden junto a escobas roñosas y baldes de limpieza. Replegando las ropas para evitar que se arrastraran por los cubos de basura, se deslizó al interior, cerró sigilosamente la puerta y permaneció inmóvil en la apestosa oscuridad, conteniendo el aliento.
Jodie agarró el cuerpo por los sobacos y Hank por los pies. Lo introdujeron, los pies por delante, entre la pila de accesorios funerarios bajo el baúl. Casi no cabía y tuvieron que tenderlo de espaldas y empujar, apretando por los hombros. Al fin consiguieron que entrara la cabeza lo bastante como para poder cerrar las puertas.
Hank volvió atrás, recogió la cofia blanca y la peluca gris y las arrojó sobre la cabeza del cadáver. Luego desplegó un rollo de paño negro y reunió flores artificiales para cubrir la cabeza antes de cerrar las puertas.
—¿Pa qué haces eso? —preguntó Jodie.
—Por si los curiosos.
—¿Qué curiosos?
—¿Cómo leches quieres que lo sepa? No podemos cerrar ese trasto con llave.
Se volvieron y miraron otra vez hacia la ventana del tercer piso. Jodie se quitó los guantes, metió una mano en el bolsillo y asió el mango de su navaja.
—¿Te afiguras quién le ayudaría?
—Ni puta idea. Primero creí que lo habían bajado entre la chorba y Jackson, pero con este chota las cosas cambian.
—¿Te afiguras que Jackson también está en el lío?
—A la fuerza. ¿No le ves la fiambrera?
—¿Te afiguras que aún esté arriba en el piso?
—De eso nos vamos a enterar muy pronto.
Dieron media vuelta, cruzaron la acera y entraron en el portal. Ambos llevaban una mano en el bolsillo del abrigo, la de Hank aferrando su automática del 38 y la de Jodie aferrando el mango de asta de su baldeo. Sus ojos escrutaban las sombras.
Se acercaron a la escalera hablando en voz alta, suficiente para que Jackson pudiera oírles desde su apestoso encierro.
—La muy puta, tenía que haberla despanzurrado…
—Cremallera, macho.
Jackson distinguía el roce ligero de los pasos por el suelo de madera. Aguantó la respiración.
—Me la péndula (importa poco) que la chorba nos escuche, no va a poder esconderse.
—Cremallera ya, cojones. Aquí vive más gente que te puede oír.
Jackson oyó que los pasos comenzaban a subir la escalera. De pronto un par de pies se detuvo.
—¿Qué es eso de cremallera? Ya estoy hasta los huevos de que me digas cremallera todo el rato.
El otro par de pies también frenó en seco.
—Pues cremallera es cremallera, y basta.
Jackson contuvo tanto la respiración en medio de aquel silencio amenazador que le dolieron los pulmones. Al fin, los pasos reanudaron la subida.
No se oyeron más palabras.
Jackson resopló quedamente, atento a los pasos que cada vez sonaban más arriba y más débiles. Empuñó la manija de la puerta, apretó con toda su fuerza, la retuvo procurando no hacer ruido y entreabrió la puerta con infinitas precauciones.
Distinguió los pasos a la altura del segundo piso. Cuando llegaron al tercero ya casi no se oían.
Esperó un rato larguísimo y luego salió del reducto corriendo. Un cubo de basura vacío cayó al suelo con un ruido atronador. La explosión le impulsó a lo largo del vestíbulo, con los brazos llenos de ropa, como si le hubieran pegado una patada en el culo.
Oyó que alguien se precipitaba escaleras abajo. Los peldaños de madera retumbaban como si los recorriese un ciempiés con botas. Al cruzar la acera oyó que una ventana se abría sobre su cabeza.
Llegó a la camioneta, asió la manija de la portezuela, la abrió de un tirón, arrojó las ropas sobre el asiento, subió de un salto, buscó desesperado la llave de contacto en sus bolsillos, dio el contacto y apretó el starter.
—Arranca, la puta madre que te parió. Señor, perdona mis palabras —deliró ante la resistencia del motor—. Arranca, hijoputa, cabrón de mierda de coche… Cristo, ya no sé lo que digo.
Vio cómo Jodie aparecía al fondo del vestíbulo mal alumbrado y cómo iba creciendo su silueta hasta invadir el rectángulo del umbral.
—Señor, ten piedad —rezó Jackson.
Jodie salió a la acera de un salto prodigioso, con la hoja de su navaja lanzando destellos en la oscuridad. Aterrizó patinando hasta el bordillo, inclinado hacia delante y agitando las manos en el aire como si intentara frenar su impulso al borde de un precipicio, recuperó el equilibrio, se dio vuelta y en aquel momento el motor del vetusto Cadillac arrancó.
Jackson cambió de marchas y pisó a fondo el acelerador; la decrépita camioneta salió disparada con un zumbido de asmático, tan aprisa que el ala derecha de su parachoques delantero chocó con la punta izquierda del parachoques trasero de la furgoneta antes de que Jackson lograra el control, y un prolongado chirrido surgió de la rascada que se fue estriando por todo el lado del coche fúnebre lanzado a escape. Aún estuvo a punto de estrellarse contra una pilastra de hierro del Metro aéreo antes de corregir su marcha y doblar la esquina de la Calle 130.
—Me salvé por los pelos, Señor, un poco más y no lo cuento —murmuró Jackson mientras sus brazos cortos y gruesos sujetaban el volante, observando la calle que se abría ante sí tras el parabrisas.