17

Una furgoneta de reparto dobló la esquina de la Calle 130 y se metió a toda pastilla por Park Avenue, hasta que de pronto fue perdiendo velocidad frente a la casa de pisos contigua a la peletería.

Desde el volante, Jodie observó atentamente el coche fúnebre que estaba aparcado en la otra acera.

—Tú, que hay una fiambrera ahí delante —comentó en plan chorra.

—Ya la semo —dijo Hank, inclinándose para fijarse mejor.

—¿Te afiguras lo que estará haciendo ahí?

—Si crees que digo la buenaventura…

—¿Te afiguras que sea la pasma?

—No me afiguro nada. Habrá que enterarse.

Los dos se habían cambiado de ropa desde su huida de la barraca del río Harlem.

Jodie llevaba ahora abrigo azul, sombrero negro de ala blanca caído sobre la nuca, traje azul, guantes de cabritilla y zapatos negros. Cualquiera le hubiese podido confundir con un camarero de vagón restaurante, oficio que además había desempeñado durante cuatro años.

Hank vestía abrigo marrón, sombrero marrón y traje azul. Tenía el sombrero echado sobre los ojos y las manos en los bolsillos.

Ambos fardaban como si estuvieran a punto de ahuecar.

Desde su asiento delantero del coche fúnebre, Goldy había distinguido los faros de la furgoneta cuando esta dobló la esquina para meterse en Park Avenue. Al ver qué clase de furgoneta era, se mosqueó en seguida. Sabía que una furgoneta de reparto de ese tipo no circulaba por esa clase de calles a esas horas de la noche. Se tumbó sobre el asiento de modo que no pudieran verle, aguzando el oído. Oyó cómo la furgoneta aminoraba su marcha por la acera opuesta. De pronto se le ocurrió que pudiera tratarse de Hank y Jodie que regresaban para llevarse el baúl con las pepitas de oro. Sacó la pistola de los pliegues de su túnica, la apretó contra su pecho y giró sobre su cuerpo a fin de poder ver por el retrovisor.

Cuando la furgoneta de reparto se halló a la misma altura que el coche fúnebre, Jodie dijo:

—'tá vacía.

—Parece vacía.

—Pero hay algo detrás. ¿Te afiguras que sea un cajón de muertos?

—Tú sabrás.

De súbito Jodie alcanzó a ver la punta del baúl a través de las ventanillas laterales.

—No es un cajón de muertos.

Hank sacó una automática del 38 del bolsillo derecho de su abrigo e introdujo una bala en la culata.

Jodie siguió a lo largo de la manzana y antes de llegar al final, dio media vuelta para volver a las inmediaciones del coche fúnebre, acercándose entonces a las pilastras de hierro del Metro aéreo.

Goldy contempló los faros en el retrovisor hasta que desaparecieron, no obstante oyó la maniobra de regreso de la furgoneta.

Ahora era Hank el que se asomaba directamente al coche fúnebre.

—Hay un baúl dentro —dijo.

Jodie miró por encima del hombro de Hank.

—¿Te afiguras que sea el baúl del guayabo?

—Ahora lo junamos.

Jodie condujo la furgoneta hasta situarla detrás del coche fúnebre, echó el freno y apagó los faros. Se sacó los guantes, los guardó en el bolsillo izquierdo de su abrigo, metió la mano en el derecho y apretó el mango de asta de su navaja.

Saltó a la calzada, mientras Hank bajaba por el lado de la acera. Ambos se quedaron quietos un instante, escrutando el silencio de la calle. Luego, al unísono, dieron media vuelta y se acercaron muy despacio al callado coche fúnebre. Lanzaron una mirada descuidada al asiento delantero, pero no advirtieron la presencia de Goldy. Su negra túnica le volvía invisible en la penumbra.

Se detuvieron a ambos lados de la camioneta y observaron su interior por el cristal de las ventanillas, examinando el baúl sobre el portaataúdes. Se consultaron con la mirada por encima del baúl. Fueron a reunirse ante la parte trasera de la camioneta, palparon la manija de las puertas, acertaron a abrirlas y miraron dentro.

—Chachi, el mismo —dijo Jodie.

—Ya me he enterao.

Goldy había alzado la cabeza con sigilo y los vigilaba por el retrovisor. Los reconoció en seguida. Por el modo que tenía Hank de guardar la mano en el bolsillo sin sacarla nunca, Goldy adivinó que empuñaba una pistola. No estaba tan seguro con respecto a Jodie, con que lo importante era no perder de vista a Hank.

Vio cómo se giraban y miraban hacia la ventana del tercer piso.

—No se ve luz —dijo Jodie.

—Eso no quiere decir nada.

—Voy a ver.

—Espera un minuto.

—No tengo ganas de seguir aquí de plantón para que me llenen el culo de bujeros.

—Si hay alguien ahí arriba, ya nos ha marcao.

—¿Qué te enrollas si hay alguien ahí arriba? ¿Crees que son los duendes los que han bajado este baúl tan pesado?

—Sobre eso, calculo que la chorba llamó a Jackson para que la ayudara.

—Jackson. Ese jarlachón (necio) de mierda. ¿Cómo putas podía chanar dónde se tapiaba la chorba?

—¿Y cómo putas se enteró de nuestra cachulera en el río? Un garbanzo como él que se corre por una já de piel canela es capaz de encontrar la tumba de Hitler.

—Entonces este debe ser el trasto de su gachó.

—Calculo que sí.

Jodie se rio por lo bajini.

—Vamos a afanar también esta mierda de fiambrera.

—Primero mira si se ha dejado las llaves dentro.

Al ver que se acercaban al asiento delantero, Jodie por la calzada y Hank por la acera, Goldy tanteó el borde de la ventanilla y apretó el seguro que cerraba la portezuela. Suponía que Jodie sólo llevaba un cuchillo y, por lo tanto, tenía que concentrarse en Hank.

Tensó el cuerpo cuando vio que sus siluetas desaparecían del retrovisor, cada una por lados distintos, su brazo derecho se petrificó, sus dedos se crisparon en torno a la culata de su gran 45. No obstante, esperó a que Hank apretara la manija de la portezuela antes de apuntarle con la pistola, a fin de sincronizar el ruido del gatillo con el de la puerta al abrirse.

Hank no imaginaba un peligro de esa índole. Cuando abrió la puerta, Goldy se alzó sobre el asiento como la primera madre de todos los espectros infernales y dijo:

—¡Quieto ahí!

Hank lanzó un vistazo al hocico del 45 y se estremeció. Su corazón dejó de latir, sus pulmones de respirar, su sangre de fluir. El descomunal orificio que se abría en la punta del 45 de Goldy le parecía tan grande como la boca de un cañón.

Goldy se figuraba que por detrás le protegía el seguro de la puerta. Pero el seguro de las puertas de aquel viejo y fúnebre Cadillac ya no funcionaba.

A la primera señal de jaleo Jodie, con una mano, abrió de un tirón la portezuela de detrás de Goldy, con la otra lo arrancó materialmente de su asiento sacándolo a la calle antes de que Goldy pudiera apretar el gatillo, le obligó a soltar la pistola de un puntapié mientras aún volaba por el aire y, cuando la negra y vaporosa túnica de Goldy chocó con el suelo, le arreó otro puntapié en la nuca.

Le importaba poco que lo que estaba golpeando fuera hombre, mujer o niño. Impulsado por un frenesí de violencia vesánica, sus ojos sólo veían una bola de fuego asesina.

Mientras la pistola patinaba por la calzada, le atizó otro puntapié en las costillas, y cuando la pistola tropezó con el bordillo para desaparecer a través de una cloaca, le golpeó en el bajo vientre.

Hank, que ya empuñaba su automática del 38, pasó por delante del coche fúnebre y llegó corriendo justo en el instante en que Jodie pateaba el plexo solar de Goldy.

—¡Basta! —dijo Hank, apuntando al corazón de Jodie con su automática—. Que la apiolas (mueres).

Goldy se retorcía sobre los sucios y húmedos adoquines como un pez en el anzuelo, sin aliento. Blancos espumarajos escapaban de la comisura de sus labios antes de que pudiera hablar.

Jodie permaneció en vilo, frenado por el revólver de Hank, jadeando aún de violencia.

—Un viaje más y me la cargaba.

—Señor, ten compasión de esta anciana —dijo Goldy, arreglándoselas al fin para proferir una queja.

El pitido de un tren que se acercaba a la estación cruzando el río Harlem prolongó como un eco el implorante lamento de Goldy.

Hank dio un paso acercándose a Goldy y súbitamente se inclinó para alzar la barbilla de Goldy con su mano izquierda.

Goldy se palpaba desesperado buscando su cruz de oro perdida entre los pliegues de su túnica.

—Soy una hermana de la caridad —dijo en plan quejica—. Vivo al servicio del Señor.

—Corta el rollo, que ya sabemos quién eres —dijo Hank.

—Esa es la monja que currela de chivata para los dos madalenos negros, ¿eh? ¿Cómo te afiguras que se ha enterado del asunto?

—¿Cómo coño quieres que lo sepa? Pregúntaselo.

Jodie se inclinó sobre el ceniciento rostro de Goldy. No había piedad en los turbios ojos de Jodie.

—Desembucha pronto —dijo—. Que ya te queda poco tiempo.

El rumor del tren que se acercaba, transmitido por los raíles a las pilastras de hierro, fue creciendo lentamente.

—Escucharme… —lloriqueó Goldy.

Un pitido breve y estridente, que indicaba que el tren ya había cruzado el río entrando en Harlem, le cortó.

—Escucharme, os puedo ayudar a saliros del lío. Aquí sois unos guiris, pero yo me conozco el barrio de arriba abajo.

Hank frunció las cejas, escuchando atentamente. Jodie sacó la mano del bolsillo de su abrigo, empuñando la navaja automática. La navaja llevaba un botón en la punta del mango, a la altura del pulgar, y cuando Jodie lo pulsó, se ovó un chasquido y saltó una hoja de seis pulgadas, que lanzó vagos destellos a la luz de los faroles.

Goldy vio la navaja por el rabillo del ojo y se arrastró de rodillas.

—Escuchar, yo os puedo embutir el baúl.

El miedo instintivo al frío acero le inundaba los ojos de lágrimas.

—Escuchar, yo os puedo descartar…

Jodie, incapaz de tragarse su odio por los chivatos, le pegó un guantazo a la cofia de Goldy. Cayó la cofia y cayó también la peluca gris, dejando al descubierto la cabeza.

—Esta jodida negra es un jambo (tío) —exclamó, saltando para mirar a Goldy por detrás.

—Tú fíjate en lo que dice —replicó Hank.

—Tengo un escondrijo que nadie sabe. Escuchar, puedo ocuparme de vuestro problema. Puedo libraros de la madam. Estoy enchufao en la comi. Ahora ya conocéis mi secreto. Sabéis que os podéis fiar de mí. Escuchar, puedo esconderos a todos, y seguro que hay…

Su voz se perdió bajo el zumbido del tren que llegaba.

Hank se inclinó para oírle mejor, mirándole fijamente a la cara.

—¿A quién llevas de consorte?

—Nadie, lo juro…

La locomotora pasó rugiendo sobre sus cabezas. Vibraron las pilastras de hierro sacudidas por los raíles. Vibraron las casas, vibró la calle entera, las mismas tinieblas se estremecieron.

Goldy seguía arrodillado como si rezara, hincando las rodillas en la vibrante calzada húmeda y sucia, con su obeso cuerpo estremeciéndose bajo los abundantes pliegues de su túnica, estremeciéndose como si sus rezos surgieran del terror más absoluto.

Jodie se inclinó rápidamente a sus espaldas. También él se estremecía.

—Cerdo embustero —dijo lleno de rabia.

Goldy comprendió en seguida su error. Alguien tenía que haberle ayudado a bajar el baúl, era demasiado pesado para llevarlo él solo.

—Nadie, pero…

Jodie se inclinó con gesto brusco, le tapó el rostro con la palma de su mano izquierda, incrustó la rodilla derecha entre los omóplatos de Goldy, tiró de la cabeza de Goldy hacia atrás contra la presión de la rodilla y le rebanó la negra y visible garganta de oreja a oreja, de un solo tajo que llegó hasta el hueso.

El aullido de Goldy se confundió con el aullido de la locomotora al pasar el tren sobre sus cabezas con gran estruendo, sacudiendo todo el barrio. Sacudiendo a los negros que dormían en sus camas plagadas de piojos. Sacudiendo huesos decrépitos, músculos lastimados, pulmones tísicos, fetos inquietos en el seno de chicas solteras. Sacudiendo el yeso de los techos, la argamasa de las paredes de ladrillo. Sacudiendo a las ratas que anidan entre paredes, a las cucarachas que se arrastran por el fregadero de la cocina y los restos de la cena; sacudiendo a las moscas sumidas en su hibernación, amontonadas como abejas entre los vidrios de las ventanas. Sacudiendo a las chinches, gordas y saciadas de sangre, que exploran la piel negra. Sacudiendo a las pulgas, provocando sus saltos. Sacudiendo a los perros dormidos sobre mugrientas esteras, a los gatos dormidos, sacudiendo los retretes obstruidos hasta lograr que evacuen.

Hank tuvo tiempo de saltar a un lado.

Un chorro de sangre brotó de la rajada garganta de Goldy, regando la calzada oscura, el parachoques frontal y una rueda delantera del coche fúnebre. Por un instante fulguró con rojos destellos sobre el negro pavimento. Luego, en seguida se perdió su brillo y se volvió opaca, pasando al violeta oscuro. El chorro fue perdiendo fuerza hasta manar como una fuente lánguida, impulsada por el fluir del corazón en sus latidos postreros. La carne rojiza de la dilatada herida se fue encogiendo en una mueca sangrienta de donde escapaba una baba sanguinolenta.

Un aroma repugnante y dulzón de sangre fresca flotó en la fetidez de la calle, mezclándose con el olor nauseabundo de los edificios de Harlem.

Jodie dio un paso atrás y dejó que aquel cuerpo agonizante se derrumbara, entre espasmos y respingos, dentro de su túnica negra presa ya de las convulsiones de la muerte como si alcanzara un orgasmo culminante en brazos de una mujer invisible.

El estruendo del tren disminuyó gradualmente con chirridos metálicos que indicaban que el tren se detenía en la estación de la Calle 125.

Jodie se agachó y limpió la hoja de su navaja en el borde de la túnica negra de Goldy. El navajazo había sido tan rápido que sólo la hoja presentaba manchas de sangre.

Se irguió y pulsó el botón, aflojando el muelle. La hoja osciló blandamente. Con una brusca torsión de muñeca cerró la navaja. Sonó el clic del seguro. Se la metió en el bolsillo.

—A este hijoputa me lo he despachado como si fuera un cerdo —comentó con orgullo.

—La diñó por hablar.

Como movidos por un tácito acuerdo, Hank y Jodie examinaron la calle de arriba abajo, alzaron la vista hacia la ventana del tercer piso, escrutaron el portal tenuemente iluminado, observaron las ventanas de las casas vecinas.

No rechistaba ni Dios.