Mirando hacia el este desde las torres de la iglesia de Riverside, asentada en medio de edificios universitarios sobre las orillas del río Hudson, se divisa un valle muy al fondo, donde olas de grises azoteas falsean la perspectiva como la superficie del mar. Bajo esa superficie, en las turbias aguas de fétidas viviendas, hay una población de negros convulsos en su desesperación de vivir, similar a un voraz hervidero de millones de hambrientos peces caníbales. Ciegas fauces devoran sus propias entrañas. Quien en ese hervidero sumerja la mano, retira un muñón.
Esto es Harlem.
Cuanto más al este, más negra es la gente.
La zona que va del este de la Séptima Avenida al río Harlem recibe el nombre de El Valle. Compactos edificios saturados de gente se alzan en medio de una mugre espantosa. Ratas y cucarachas compiten con perros y gatos famélicos por apoderarse de huesos que el hombre ya ha roído.
El apartamento que ocupaban Slim e Imabelle se hallaba en la parte alta de Park Avenue, entre las Calles 129 y 130. La gente llamaba a ese sector del Valle «el culo polvoriento del saco de carbón».
La vía férrea del New York Central, que nace de la estación de Grand Central manteniéndose subterránea hasta la Calle 95 para luego salir al aire libre en la estación de la Calle 125, corre por el centro de la calzada en lugar de la arboleda que mucho más abajo da nombre a la avenida.
A la altura de la Tercera Avenida, la línea férrea converge con el Metro aéreo y entonces se desvía cruzando el río Harlem en dirección al Bronx y al ancho mundo que hay detrás.
En su zona de Harlem, Park Avenue transcurre por entre casas de pisos sucias e incómodas, que alternan con patios de traperos, cobertizos sórdidos, talleres, garajes y vertederos donde jóvenes golfantes con caletre cultivan planteles de marihuana.
Calle de tránsito para los camiones, calle de violencia y peligro, conocida en el hampa bajo el nombre de «cubo de sangre». Si veis a un hombre tendido en el suelo, dejadle tranquilo, que a lo mejor está muerto.
Aquel par de negros rechonchos con sus ropas de luto que circulaban lentamente en un coche fúnebre eran parte armoniosa de la noche maléfica. El motor del viejo Cadillac, reparado en plan frío, roncaba suavemente como un gato recién nacido. La nieve flotaba dispersa a la luz de los faroles.
—Ahí —dijo Goldy, apuntando con el dedo.
Jackson se fijó en un portal vecino a una peletería que tenía el escaparate astillado y pringoso. Una apolillada cabeza de toro le observaba fijamente desde sus desiguales ojos de vidrio. Se le puso la piel de gallina. Había llegado al final del rastro y ahora estaba tan asustado que no sabía si reír o llorar.
—Aparca aquí mismo —dijo Goldy—. Da igual.
Jackson detuvo la camioneta y apagó los faros.
Pasó un camión zumbando, calle abajo en dirección al mercado de Harlem, detrás de la Calle 116, y su paso dejó una oscuridad más espesa.
Jackson y Goldy inspeccionaron la calle desierta de arriba abajó. Jackson sintió escalofríos.
—¿Nos pueden ver? —preguntó.
—Si no miran, no.
Aunque no le convenciera la respuesta, Jackson no insistió. Echó mano a la barra de hierro que llevaba bajo el abrigo.
—Aún no es hora de sacar la herramienta —advirtió Goldy.
Jackson dudaba en abandonar la camioneta.
—Voy a dejar el motor en marcha —dijo.
—¿Para qué? ¿Quieres que te lo soplen?
—Nadie roba un coche fúnebre.
—¡Pero qué dices! Aquí la gente robaría hasta los ojos de un ciego.
Goldy saltó a la acera sin ruido. Jackson soltó un suspiro y le siguió. Cruzaron la acera y penetraron en un vestíbulo largo y estrecho alumbrado por una débil bombilla con manchas de moscas. Varias inscripciones decoraban las paredes encaladas. Enormes testículos colgaban de toscos y minúsculos cuerpos como un racimo de extraña fruta. Alguien había dibujado una pareja desnuda en un abrazo sexual. Otros habían ido añadiendo detalles. Ahora era un mural.
El largo vestíbulo se perdía en la sombra. Al fondo, los peldaños de una escalera subían hacia tinieblas muy densas.
Goldy inició la subida, de puntillas, con el borde de su larga y negra túnica barriendo el suelo sucio. Pisaba sigiloso los escalones de madera y desapareció tan de repente en la oscuridad del rellano que a Jackson se le pusieron los pelos de punta. Jackson subió a su vez, con sus fofas carnes inundadas de sudor frío. Volvió a echar mano de la barra de hierro y la empuñó decidido.
Arriba, los oscuros pasillos apestaban a orines antiguos y basura olvidada.
Goldy llegó al tercer piso y siguió el pasillo hasta la puerta de la fachada. Al alcanzarle, Jackson distinguió en la penumbra los destellos azules de la pistola de Goldy.
Goldy golpeó suavemente la puerta marrón y rugosa, primero un golpe solo, luego tres golpes seguidos, otro golpe solo y al fin dos muy rápidos.
—¿Es la contraseña? —preguntó Jackson, susurrante.
—¿Cómo cono quieres que lo sepa? —replicó Goldy en voz baja.
No obtuvieron más respuesta que el silencio.
—A lo mejor se han ido —murmuró Jackson.
—Pronto lo sabremos.
—¿Y qué vamos a hacer entonces?
Goldy le mandó callar con un gesto, volvió a golpear, despacio, cambiando de ritmo.
—¿Por qué haces eso si no conoces la contraseña? —Así comparo.
—¿Crees que hay más gente aparte de Slim?
—¿Y a mí qué mierda me importa? Lo que vale es la sorna.
—A lo mejor se la han llevado.
Goldy esperó y volvió a golpear, despacio, probando una contraseña distinta.
De detrás de la puerta sonó una voz con prudencia:
—¿Quién es?
Parecía una voz de mujer con los labios pegados a la madera.
Goldy hundió el cañón de su pistola en las costillas de Jackson, indicándole que contestara a la voz. Pero Jackson se asustó tanto que se encabritó como un caballo salvaje soltando la barra de hierro que fue a chocar contra la puerta con un estruendo que sonó igual que un tiro en el oscuro y silencioso pasillo.
—¿Quién es? —repitió la voz femenina agudizada por el pánico.
—Soy yo, Jackson. ¿Eres tú, Imabelle?
—¡Jackson! —dijo la voz, sorprendida. Sonó como si nunca hubiera oído hablar de Jackson.
Reinó el silencio.
—Soy yo, cariño. Tu Jackson.
Al cabo de un rato la voz preguntó suspicaz:
—Si eres Jackson, ¿cómo se llama tu patrón de primer nombre?
—Hosea. Hosea Exodus Clay. Lo sabes tan bien como yo, cariño.
«Qué julandrón» (tipejo), musitó Goldy para sus adentros.
Giró una llave, luego otra y luego se descorrió un cerrojo. Se entreabrió la puerta, sujeta por una cadena.
Una pobre bombilla alumbraba la mísera habitación. Jackson introdujo su rostro negro y brillante en el resquicio de luz.
—¡Oh, tesoro! —dijo Imabelle, mientras quitaba la cadena y abría la puerta de par en par—. ¡Cuánto me alegra verte!
Jackson apenas tuvo tiempo de ver que Imabelle llevaba un vestido rojo y un abrigo negro, pues ella en seguida cayó en sus brazos. Olía a pomada para el pelo quemada, a pantera y a perfume barato. Jackson la abrazó, apretando el caño contra su espina dorsal. Imabelle se restregó contra la curva de su barriga y pegó su boca embadurnada de rojo contra los labios resecos y crispados de Jackson.
Luego se echó atrás.
—Caramba, cheli, creí que no vendrías nunca.
—Vine lo antes posible, cariño.
Imabelle le cogió por los brazos, advirtió la barra de hierro que aún aferraba, luego le miró a la cara y leyó en ella como si fuera un libro. Lentamente deslizó la punta de su lengua colorada a través de sus labios llenos, mórbidos, sensuales, humedeciéndolos, y le miró fijamente a los ojos, con aquella mirada tan suya, fulgurante y turbia, de placer.
El tío se fue a pique.
Cuando logró recobrarse, disparó entonces su mirada, lelo de pasión, con toda su negra esencia a punto de estallar. ¡Preparado! Terriblemente dispuesto a rebanar gargantas, machacar cráneos, esquivar policías, robar coches fúnebres, beber agua fangosa, vivir en la inopia y darse a todos los diablos mientras pudiera tener una vez más en sus brazos a su ídolo de piel canela.
—¿Dónde está Slim? Voy a triturarle los sesos a ese jodido hasta hacerlos papilla, y que el Señor me perdone —dijo.
—Ha salido. Se fue hace un momento. Corre, entra. Está a punto de volver.
Cuando Jackson penetró en la estancia, Goldy le siguió.
Arrimada a la pared, había una cama doble, desvencijada y pintada de blanco, con las mantas revueltas, dejando al descubierto unas sábanas manchadas e inmundas y dos almohadones que lucían grasientos círculos grises de pomada para el pelo. En la pared de enfrente había un sofá tapizado. Dos muelles habían saltado reventando la podrida y descolorida funda verde del respaldo. Al fondo, una estufa oxidada y gruesa se acurrucaba sobre un pie de estaño también oxidado. Tenía a un lado un cajón para el carbón y al otro la puerta de la cocina. Una mesa redonda cuya superficie aparecía llena de muescas y un sillón de tres patas ocupaban el centro del piso, desprovisto de moqueta. Si ya de por sí la habitación parecía estar llena, al entrar las tres personas quedó abarrotada.
—¿Qué hace esa aquí? —preguntó Imabelle, mirando a Goldy.
—Es mi hermano. Viene para ayudarme a salvarte.
Imabelle contempló el enorme 45 que empuñaba Goldy. Entornó los ojos y contrajo los labios. Sin embargo, no pareció extrañarse.
—Ni que fuera a cazar un oso.
—Nadie sale a currelar en serio con una fusca (pistola) de juguete —dijo Goldy.
Imabelle le observó atentamente.
—Tiene la misma facha que la monja que nos acompañaba a mí y a Slim en el taxi.
—Era mi menda —gruñó Goldy, mostrando sus dos dientes de oro—. Con ese truco pude enterarme de dónde te metías. Te marqué.
—¡Vaya, qué ocurrencia! Disfrazarse de monja. Claro que cada uno se las apaña como puede, ¿no?
Goldy fue el primero en ver el baúl. Estaba junto al sofá, y Jackson no lo había visto aún porque la mesa se lo tapaba.
—¿Te han hecho algo esos tipejos, cariño? —preguntó Jackson, ansioso.
De súbito, a Imabelle le dio un ataque de prisa.
—Cheli, no tenemos tiempo de hablar. Slim salió a buscar a Hank y a Jodie. Van a volver para quitarme mis pepitas de oro. Tienes que salvar mis pepitas de oro, cheli.
—¿Para qué crees que estoy aquí, cariño? Tú sólo dime dónde las tienes.
Jackson miró por la puerta de la cocina. Lo único limpio que había en aquel cuchitril era el suelo de la cocina. Aún estaba húmedo por un fregado reciente.
—A lo mejor está ahí dentro —dijo Goldy, señalando el baúl.
—¡Cheli, cómo me alegra que hayas venido! —repitió Imabelle con voz chillona mientras, dando vuelta a la mesa, corría a recoger su bolso de debajo la almohada.
—No te preocupes, salvaré tu oro, cariño. Me traje la camioneta de la funeraria.
—¡La camioneta! ¿La camioneta del señor Clay?
Imabelle se acercó a la ventana y escrutó las tinieblas. No pudo contener la risa al volverse.
—¡Vaya, qué ocurrencia!
—Es lo único que encontramos para trasladar el baúl —se justificó Jackson.
—Pues cargadlo y vámonos, cheli. Te lo explicaré todo por el camino.
—¿No te habrán hecho daño esos cerdos?
—No, cheli, pero ahora no tenemos tiempo de hablar de eso. Primero hay que pensar dónde vamos a esconder el baúl. Esa gente lo buscará por todas partes.
—No podemos llevarlo a casa —dijo Jackson—. La patrona nos ha echado.
—Lo apalancamos en mi oficina —dijo Goldy—. Tengo un cuartucho que nadie sabe. Cuéntaselo, tío. Allí estará seguro, ¿no es verdad, tío?
—Ya veremos —dijo Jackson en plan evasivo.
No tenía ganas de dejar que Goldy se quedara con ese baúl lleno de pepitas de oro.
—¿Me tomas por chungalí?
—No es hora de discutir —dijo Imabelle—. Slim está a punto de volver con Hank y Jodie.
—Aquí no discute nadie —replicó Goldy—. Está declarao que mi cuarto es el sitio más legal.
—Lo depositamos en la consigna de una estación —dijo Imabelle como si se le hubiese ocurrido de repente—. Pero por amor de Dios, démonos prisa. No tenemos tiempo que perder.
Jackson se guardó el caño bajo el brazo y dio vuelta a la mesa para coger el baúl.
Goldy deslizó su Colt 45 por entre los pliegues de su negra túnica y le lanzó a Jackson una mirada apenada.
—Demasiao, tío, cuantos más tacos cumples, más bujarra te vuelves —dijo afligido.
Imabelle miró de uno a otro hermano y tomó una decisión súbita:
—Nos los llevamos al cuarto de tu hermano, cheli. Allí estará seguro.
Por un instante los ojos de Goldy y de Imabelle se cruzaron.
—Os espero en la camioneta —dijo Imabelle.
—En seguida venimos —dijo Jackson, alzando una punta del baúl.
Goldy alzó la otra. Se tambalearon bajo su peso, trabado entre la mesa y el sofá, apartaron la mesa a un lado y tuvieron que inclinarlo para que pasara por la estrecha puerta.
Les llegó el ruido de los tacones de Imabelle bajando apresurada los peldaños de madera.
—Sal tú delante —dijo Goldy.
Jackson dio la espalda al baúl, lo agarró con ambas manos por abajo, lo apoyó en mitad de su espalda y comenzó a bajar los escalones. Las piernas se le doblaban a cada paso.
El tiempo que tardó en llegar a la acera fue suficiente para que el dorso de su abrigo quedara empapado. El sudor le corría por los ojos, cegándole. Cubrió por instinto el camino que le llevaba a la parte trasera de la camioneta, sostuvo el baúl con una sola mano y abrió la doble puerta con la otra, apartó algunos accesorios que estorbaban y ajustó el extremo del baúl sobre el porta ataúdes. Luego retrocedió y ayudó a Goldy a empujar el baúl dentro.
El baúl fue a insertarse entre las dos ventanas laterales, muy a la vista, como un féretro aserrado y adaptado a un tullido sin piernas.
Jackson cerró la puerta y se dirigió al volante de la camioneta. Goldy se acercó por el otro lado. Sus miradas se entrecruzaron sobre el asiento vacío.
—¿Dónde se ha metido? —preguntó Jackson.
—¿Cómo coño quieres que sepa dónde se ha metido? Es tu chorba, no la mía.
Jackson examinó la sórdida calle de arriba abajo. A lo lejos, en la otra acera, casi junto a la estación, vio que alguien corría. No le dio importancia. En Harlem siempre se ve a alguien corriendo.
—Pues en algún sitio estará.
Goldy se subió al asiento, procurando conservar la paciencia.
—Dica, nos najamos, llevamos el baúl a casa y luego volvemos por la chorba.
—No puedo dejarla aquí. Ya lo sabes. Yo vine aquí sobre todo por ella.
Goldy comenzó a perder la paciencia.
—Tío, vámonos ya. Que esa chorba no va a despistarse.
—Tú deja que yo me ocupe de mis cosas —dijo Jackson, volviendo a entrar en el edificio.
—Pero si no está ahí dentro, caguen la leche. ¿Serás un julai toda tu vida? La chorba se las piró.
—Si se ha marchado, me tengo que quedar aquí esperando a que vuelva.
Goldy apretó la culata de su pistola esforzándose por reprimir la rabia.
—Tío, esa zorra lo único que busca es salvar la sorna. Conque seguro que te va a encontrar. Todo lo demás se le refanflinfla.
—Estoy hasta los huevos de oírte hablar así de ella —estalló Jackson, acercándose a Goldy con cara de malas pulgas.
Goldy extrajo la pistola a medias. Necesitó de toda su voluntad para reprimir el gesto.
—¡Me cago en todo, negro hijoputa, si no fueras mi hermano te mataba ahora mismo! —dijo frenético, más rabioso aún por la droga.
Jackson empuñó decidido su barra de hierro, cruzó la acera y se lanzó de nuevo escaleras arriba.
—Imabelle. ¿Estás ahí, Imabelle?
Registró el apartamento entero, mirando debajo de la cama, detrás del sofá, en la cocina, sin dejar de apretar con fuerza la barra de hierro, como si estuviera buscando a alguien tan pequeño como un perrito y tan peligroso como un gorila.
Un rincón de la cocina aparecía tapado por una cortina verde y raída, colgada de una cuerda floja. Jackson separó la cortina y miró.
—Se ha dejado todas sus ropas —dijo en voz alta.
Y de pronto se sintió vencido, cansado hasta la médula.
Se desplomó en la única silla de la cocina, se cruzó de brazos sobre la mesa, apoyó la cabeza, cerró los ojos agotado y al instante se quedó dormido.