Goldy se hallaba entre tinieblas, vigilando a través de la puerta de vidrio de la tabaquería, cuando Jackson bajó del carretón del trapero. Abrió la puerta para que entrara Jackson y luego la cerró con llave.
—¿Dónde está Imabelle, lo sabes ya? —preguntó Jackson inmediatamente.
—Vamos a mi cuarto, allí podremos hablar.
—¿Hablar? ¿Para qué?
—Tranquilo, tío.
Se movieron a tientas por la oscuridad como dos fantasmas, invisibles el uno al otro. Jackson andaba exasperado bajo la impresión de estar perdiendo el tiempo. Goldy, en cambio, no paraba de rumiar un posible escondrijo para las pepitas de oro una vez las hubiera apañuscado al fin.
Goldy encendió la luz de su cuarto y echó la llave por dentro.
—¿Por qué cierras la puerta con llave? —se quejó Jackson—. ¿Es que aún no sabes dónde está Imabelle, eh?
Antes de replicar, Goldy dio vuelta a la mesa y se sentó. Su peluca y su cofia descansaban sobre la mesa junto a una botella de whisky medio vacía. Con su rostro negro y redondo que emergía de su holgada túnica negra, recordaba una escultura africana. Estaba tan pasado que no cesaba de sacudirse imaginarias motas de polvo de entre los pliegues de su túnica.
—Sé muy bien dónde está, pero primero quiero enterarme de todo el jaleo.
Jackson se arrimó a la puerta. Comenzaba a encresparse de rabia.
—Goldy, abre esa puerta. Me siento como si me faltara poco para estar en el trullo.
Goldy se levantó y abrió la puerta, sin poder contener un estremecimiento en los hombros.
—Mala folla tienes, siéntate ya y descansa —gruñó—. Tómate un poco del whisky ese. Me estás poniendo nervioso.
Jackson bebió de la botella. Sus dientes entrechocaron con tanto estrépito contra el gollete que Goldy se sobresaltó.
—Tío, corta ese maldito ruido, que pareces una serpiente de cascabel.
Jackson golpeó brutalmente la mesa al dejar la botella y miró a Goldy con odio.
—Ojo, hermano, mucho ojo. Ya he aguantado mucho esta noche y no pienso seguir aguantando. Tú limítate a decirme dónde está mi mujer, que ya me encargo yo de ir a buscarla.
Goldy volvió a sentarse y empezó a restregar su cruz con ademanes rápidos y convulsos.
—Cuenta primero lo que ha pasado.
—Ya te habrás enterado si sabes dónde está Imabelle.
—Escucha, tío, no perdamos tiempo haciendo el capullo. Yo no estaba cuando se armó la jarana. Me quedé en el taxi y entonces aparecieron ella y Slim y se subieron y él dijo que ella era su mujer y que se había tragado veneno y que tenía que llevarla al hospital Knickerbocker. Fuimos juntos al hospital y se bajaron y pescaron otro taxi y se largaron a un sitio de Park Avenue que es donde ahora están. Yo les seguí y eso es todo lo que sé. Ahora tú me cuentas lo que pasó en aquella barraca y así discurrimos lo que se puede hacer.
Jackson empezó a sentirse preocupado otra vez.
—¿Ellos saben que les seguiste?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Bueno, Slim no lo sabe, a menos que se lo haya chivado Imabelle. Además que el chorbo andaba bastante cascado para enterarse de algo.
—¿También le dieron en los ojos?
—Nasti, sólo en el cuezo (cuello) y la jeró (cara).
—¿Te pareció que sospechaban de ti?
—¡Y yo qué sé! Corta ya con tanta pregunta y cuéntame lo que sepas.
—Lo que yo sé no vale de mucho si ellos descubrieron que les seguías. Pues a estas horas Slim se las habrá pirado de donde esté, si es que le queda un poco de vista.
—Escucha, tío —dijo Goldy, procurando conservar la paciencia—. Esa já (chica) es una lagarta. Igual resulta que me filó cuando los marcaba. Pero eso no significa que se lo contara a Slim. Depende del juego que se lleve entre manos. Hay algo cabal y es que se ha apartado de ti por una percha nueva. Eso, chupao.
—Yo sé que no es verdad —insistió Jackson en plan tozudo.
—Tú no sabes nada, tío. Pero que ella no ande ya con el plan de apartarse de Slim por otra percha nueva, eso sí que no lo puede decir nadie.
—De eso nada.
—Vale, bujarra (tonto, necio). Cógete la vida como quieras. Ya verás qué pronto nos enteramos si es que me cuentas de una vez lo que pasó en la barraca.
—Bueno, pues el Sepulturero se cargó a Gus de un tiro en la cabeza, y Hank le echó ácido a los ojos de Ataúd, que es cuando le tocó a Slim. Entonces se apagaron las luces y hubo cantidad de tiros y golpes a oscuras Alguien intentó pinchar a Imabelle. A mí me atizaron cuando iba a salvarla. Y mientras yo me recuperaba, todo el mundo salió por suelas.
—¡El copón bendito! ¿También la espichó el Sepulturero?
—No lo sé. Cuando me recuperé, él estaba tumbado en el suelo. Bueno, creo que era él. Y no quedaba nadie más que yo y Ataúd. Y el Ataúd andaba loco de dolor, a ciegas, con la pistola cargada, con ganas de disparar contra todo lo que se moviera. Sólo el Señor de las Alturas sabe cómo aún estoy vivo.
Goldy se levantó bruscamente y se puso la peluca y la cofia. De repente, la prisa le consumía.
—Escucha, tenemos que currelar rápido, pues esos chorizos van más quemaos por Harlem que las calderas de la calefacción.
—Eso es lo que te estoy diciendo todo el rato. Vámonos ya.
Goldy se permitió una pausa para mirarle con desprecio.
—Tío, espera un minuto, mal rayo te parta. No podemos ir en pelotas.
Alzó el colchón del catre y sacó un enorme Colt 45 de reflejos azules y cargador con seis balas.
—¡Virgen santa! ¡Lo tenías guardado ahí todo el rato! —exclamó Jackson.
—Tú busca en ese rincón y coge un pedazo de cañería y no me hagas más preguntas.
Jackson hurgó detrás de la pila de cajas de cartón y sacó un grueso tubo de hierro de casi un metro de largo. En una punta llevaba enrollada una cinta de goma adhesiva que servía de empuñadura. La blandió para hacerse una idea, pero no dijo nada.
Goldy se deslizó el Colt 45 por entre los pliegues de su túnica de hermana de la caridad. Jackson introdujo aquel jarabe de fabricación casera en el interior de su empapado y harapiento gabán. Goldy apagó la luz y cerró la puerta con llave. Avanzaron por las tinieblas de la tienda hasta la puerta de entrada, como dos fantasmas vacilantes.
Nevaba un poco cuando salieron. Los blancos copos de nieve adquirían una sucia tonalidad gris al extenderse por el suelo oscuro.
—Tenemos que encontrar algún modo de trasladar el baúl de Imabelle —dijo Goldy.
De dentro de un cubo chorreante y repleto de basura se escurrió un gato negro. Goldy le arreó un puntapié con mala entraña.
Jackson puso cara de reproche.
—Podemos buscar uno de esos grandes taxis De Soto.
—Tío, para ya de pensar con los pinreles. Esas pepitas de oro queman tanto que podrían secar el cauce del río Harlem.
—A lo mejor encontramos el carro del trapero que me trajo.
—Eso tampoco me vale. Lo que tienes que hacer es birlarle un coche fúnebre a tu patrón.
Jackson frenó en seco para mirar a Goldy.
—¡Birlar un coche fúnebre! ¡Oye, no estará muerta, eh!
—Jesús, tío, toda tu vida serás un bujarra. Nasti, no la ha diñao. Pero necesitamos algún truco para trasladar el baúl.
—¿Quieres que birle un coche fúnebre del señor Clay para trasladar el baúl?
—Con todo lo que le llevas birlao, no irás a rajarte ahora por un coche fúnebre, ¿eh? Además, ya tienes las llaves.
Jackson se palpó el bolsillo del pantalón. Sujetas a una cadena de acero que le colgaba del cinturón estaban las llaves, la que ponía en marcha la camioneta y la del garaje.
—¿Me has registrado los bolsillos mientras estaba dormido?
—¿Y qué? No llevas nada que le interese a nadie. Venga, tira palante.
Recorrieron en silencio la Séptima Avenida.
Casi todos los bares habían cerrado. No obstante, aún se veía gente en la calle, con la cabeza hundida entre los rebozos de la bufanda y el sombrero calado hasta los ojos, como gente sin cabeza. Iban y venían de casas cerradas donde seguía la animación a horas prohibidas, con fiestas a todo tren, con putas ejerciendo su oficio, con tahúres desplumando a los primos.
Todavía transitaban vehículos a lo largo de la avenida, camiones y autobuses que se dirigían al norte, cruzando el puente de la Calle 155 y siguiendo el río Saw Mili hacia el distrito de Westchester y más aún. Coches y taxis pasaban a gran velocidad, se detenían un instante para que subiera o bajara la gente, luego los coches aparcaban y los taxis se volvían a marchar.
Los ojos rojizos de los coches patrulla taladraban el ambiente como insectos airados, chirriando al frenar, con bofias que saltaban pesadamente de dentro para atrapar a todos los tipos con pinta sospechosa y, una vez en fila, pedirles la documentación. Un hampón negro había arrojado ácido a los ojos de un inspector negro y mientras hubiera pelanas negros, todos los pelanas negros iban a pagar por eso.
Disfrazada de hermana Gabriel, Goldy circulaba por la calle enfangada de nieve como una santa cansada, exhibiendo su cruz de oro ante sí a guisa de escudo, encorvándose a un lado para disimular el bulto de su pistola del 45.
Jackson deambulaba a su lado, apretando la barra de hierro bajo un sucio gabán.
Una chica de corta edad que salía de uno de aquellos tugurios clandestinos se fijó en ellos y le dijo a su acompañante, un hombrón de piel oscura:
—Parecen hermano y hermana, ¿no?
—Dos retacos de betún —dijo el hombrón.
—¡Oivá! No hables así de una monja.
Ningún policía les detuvo, nadie les molestó. La negra túnica de Goldy y su cruz dorada les ponían a salvo.
El garaje se hallaba en la misma calle que la funeraria, a media manzana de distancia. Cuando llegaron a la Calle 133, doblaron hacia Lenox Avenue y retrocedieron hacia la Calle 134 para no llamar la atención.
Jackson abrió la puerta con su llave y se metió dentro en seguida.
—Cierra la puerta —le dijo a Goldy mientras buscaba el interruptor.
—¿Para qué, tío? No te hace falta luz. Basta con que te subas a la camioneta y des marcha atrás.
—Tengo que cambiarme de ropa. Me voy a morir de frío con esta.
—Tío, eres más paliza que Lázaro —se quejó Goldy, cerrando la puerta—. No tenemos toda la noche.
—Claro, como tú no estás helado —dijo Jackson de mal humor.
Se despojó de sus húmedos calzoncillos largos, que se habían manchado de negro al desteñirse el traje, se puso un viejo uniforme gris oscuro y un abrigo que colgaban de un clavo y de encima de una caja de herramientas recogió su gorra nueva de chófer.
Cuando se volvió para subirse al volante advirtió que el interior del coche fúnebre estaba repleto de accesorios funerarios. Era un Cadillac de 1947 que había realizado su primer servicio como ambulancia. Ahora se usaba sobre todo para recoger los cuerpos del embalsamador y también como camioneta de servicios secundarios. El portaataúdes se hallaba medio oculto por unos rollos de paño negro que se usaban para cubrir el estrado durante un funeral, por pedestales de yeso para luces y flores, por coronas de flores artificiales y por un cubo medio lleno de aceite sucio, procedente de una de las camionetas.
Jackson abrió la doble puerta trasera, quitó el cubo de aceite y comenzó a descargar los demás cachivaches.
—Olvídate de esos trastos —dijo Goldy—. Si alguien te viera perder tanto tiempo, pensaría que no te importa lo que le pase a tu chorba.
—Tengo más prisa que tú —replicó Jackson—. Lo único que hacía era dejar sitio para el baúl.
—Lo pondremos en el sitio del ataúd. Vamos, tío, arreando.
Jackson cerró de un portazo, dio unos pasos y se subió al volante. Tras conectar el motor y comprobar los mandos mecánicamente, le dijo a Goldy que apagara la luz y que abriera la puerta. Arrancó y fue saliendo a la calle, justo para cortarle el paso a un coche patrulla.
El bofia que conducía frenó. Tanto él como su compañero dirigieron la vista de la monja al chófer y, al fin, muy lentamente, salieron fuera acercándose cada uno por su lado. Moviéndose con igual lentitud, Goldy corrió la puerta del garaje y la cerró con llave. Su cerebro funcionaba a cien por hora. Decidió que aquellos bofias lo único que querían era incordiar; de todos modos tenía que arriesgarse. Se dirigió al encuentro de los bofias tocando su cruz de oro.
Jackson miraba a los bofias y notaba cómo le corría el sudor por la cara hasta salpicarle las manos, cayéndole por el cuello.
—¿Va usted montada en ese coche fúnebre, hermana? —preguntó uno de los bofias, llevándose la mano a la gorra con respeto.
—Sí, agente, al servicio del Señor —respondió Goldy muy despacio con voz que sonara lo más piadosa posible—. Acudo en pos de aquel que cesado en sí mismo ha caído alcanzado por su primer óbito, roguemos al Señor, y que habrá de esperar a orillas del río sin fin el alcance de su segundo óbito.
Los dos bofias miraron a Goldy aturdidos.
—¿Quiere decir que van a buscar un muerto?
—Sí, agente, a hacer acopio de los restos de aquel cuyo cuerpo sufrió alcance en su primer óbito.
Los bofias se miraron de reojo. Uno de ellos se acercó a Jackson y le enfocó el rostro con la linterna. El rostro de Jackson brillaba de sudor como una masa de carbón lisa y empapada. El bofia se inclinó para olerle el aliento.
—Este chófer parece bebido. Huele a whisky.
—No, agente, no estoy bebido —negó Jackson. Lo que pasaba simplemente era que estaba aterrado, pero el bofia no se daba cuenta.
—La verdad es que me he tomado una copa —añadió Jackson—, pero no estoy bebido.
—Sal fuera —ordenó el bofia.
Jackson salió, moviéndose cuidadosamente con el caño bajo el abrigo como si sus huesos fueran de azúcar cande.
—Anda en línea recta hasta aquel farol —ordenó el bofia, señalando un farol de la acera opuesta.
A fin de distraer la atención de los bofias, Goldy recitó con voz ronca:
—Y derribándolo apoderóse del dragón…
Los bofias se volvieron a mirarle.
—¿Dice usted, hermana?
—Vetusta serpiente aquella —recitó Goldy—, encarnación del demonio, encarnación de Luzbel, y durante mil años embistióle.
Mientras Jackson había llegado al farol. En realidad la estratagema de Goldy había sido innecesaria. Obligado a guardar el caño sin que se le escurriera bajo el abrigo, Jackson había caminado más tieso que un zombi y más recto que la trayectoria de una bala. Sin embargo le corría el sudor por las piernas.
—Parece bastante sobrio —dijo el primer bofia.
—Sí, da la impresión de andar bastante firme —añadió el segundo bofia.
Ninguno de los dos se había fijado en cómo andaba.
—Anda, chico, vuelve y lleva a esta religiosa a que cumpla con su sagrada misión.
—Es muy tarde para recoger un muerto a estas horas —observó el segundo bofio.
—Nadie puede elegir el momento de sufrir el alcance del primer óbito —replicó Goldy—. Se van cuando el carro del Señor les reclama, tarde o temprano.
El bofio sonrió:
—Todos tenemos que irnos cuando llega ese carro. ¿No es eso lo que dicen aquí en Harlem?
—Sí, agente, el carro del Señor.
—¿Quién es el muerto?
—Nadie puede ya dictarles leyes —dijo Goldy—. Sólo nos queda recogerlo y sepultarlo.
Los bofios ya estaban hartos de buscar un sentido a las palabras de la monja. Se encogieron de hombros, se volvieron al coche patrulla y se marcharon.